Capítulo 3

El aroma salado de la marea llenaba el restaurante, fresco y vigoroso, acompañando el murmullo arrullador y cadencioso en el arduo vaivén sobre la playa. Tomás se asomó por la ventana y vislumbró el bulto blancuzco de la espuma pegándose a la arena, daba la impresión de algodón dulce impregnado de azúcar; pero el mar se mantenía invisible, era de un negro profundo que se confundía con la noche, cortado por el foco intermitente del faro del Bugio y los puntos iluminados de los barcos que, en el horizonte escondido, se deslizaban dulcemente por la boca del Tajo. Las farolas públicas llenaban de luz la playa de Oeiras, casi como si fuese de día, pequeños solos rasgando la noche; su claridad se revelaba fuerte para la corta lengua de arena, impotente, sin embargo, frente a las inmensas tinieblas duras del océano.

Miró el reloj: eran más de las ocho y cuarto. «Se retrasa», pensó. Mordisqueó una empanadilla de gambas más y mantuvo los ojos fijos en el manto oscuro de las aguas, mecido por el rumor ritmado de las olas en su incansable vals con la playa.

– ¿Profesor Noronha? -preguntó la voz con leve acento.

Era un hombre corpulento, dueño de un abdomen enorme; llevaba en la mano una cartera vieja; tenía un pelo rubio fino, con entradas en el extremo de la frente, y densos ojos azules, una papada hinchada bajo el mentón, como un sapo.

– ¿Sí?

– Le pido disculpas por mi retraso -dijo casi jadeante y extendió su mano gruesa-. Alexander Orlov, de la Interpol. Mis amigos me llaman Sacha.

Se saludaron; Orlov colocó la cartera bajo la mesa y se sentó con dificultad: la silla era casi demasiado estrecha para su corpachón.

El camarero se acercó e hizo un gesto de saludo dirigiéndose al recién llegado.

– Buenas noches, señor Orlov. ¿Quiere pedir ya?

Orlov era un conocido de la casa. El voluminoso cliente cogió el menú que le extendían y pasó los ojos superficialmente por las sugerencias del restaurante. Estuvo a punto de hacer el pedido de inmediato, pero se calló a tiempo y miró a Tomás.

– ¿Ya ha elegido?

– No conozco bien los platos.

– Le recomiendo el centollo relleno. Es una delicia.

– Muy bien -aceptó Tomás-. El centollo, pues.

– Y vino verde blanco muy frío -añadió Orlov, que encaró a Tomás en busca de aprobación-. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

El camarero se alejó y Orlov se abalanzó sobre los aperitivos y comió en un instante tres empanadillas, dos croquetas y dos tostadas untadas con crema de atún.

– ¿Qué tiene en la cabeza? -preguntó reparando en la venda que Tomás llevaba en la nuca.

El historiador tocó levemente la venda.

– ¿Esto? Oh, no es nada. Tuve un pequeño accidente de coche, sólo eso.

– Nada grave, espero.

– No, nada grave.

Orlov se llevó dos sarnosas a la boca.

– Supongo que se habrá quedado sorprendido con mi llamada -dijo con la voz casi ahogada por la boca llena.

– Sí -admitió Tomás-. No llego a imaginar lo que pretende la Interpol de mí. Usted me habló de un amigo mío del instituto, pero, con toda franqueza, no entiendo qué tiene que ver eso conmigo.

– No voy a andarme con rodeos -dijo Orlov levantando la mano-. Soy una persona informal.

– Muy bien.

– Sé que usted es profesor de Historia, experto en lenguas antiguas y uno de los mejores criptoanalistas del mundo, ¿no?

Tomás enrojeció y sonrió.

– ¿Uno de los mejores del mundo? Qué exageración…

– De exageración, nada. Yo he hecho los deberes en casa.

– Devoró una empanadilla más-. Lo importante es que eso es útil en la investigación que estoy llevando a cabo para la Interpol.

Tomás cambió de posición en la silla.

– Estamos en una situación desigual, ¿se da cuenta? Usted sabe todo sobre mí y yo no sé nada de usted.

Orlov soltó una carcajada.

– Tiene razón, le pido disculpas. Mi nombre es Alexander Ivanovich Orlov. Nací en San Petersburgo en la época en que mi gran ciudad se llamaba Leningrado. Estuve en el Ejército, fui consejero en Angola y después…

– Ah, ¿fue ahí donde aprendió portugués?

– Sí, fue en Luanda. Había muchos consejeros soviéticos trabajando con los cubanos y el MPLA. -Sonrió-.¡En esa época aquello era una juerga! -Suspiró-. Después fui a trabajar para la Policía rusa, pero el fin del comunismo me hizo ver que mi futuro no estaba en Rusia. La autoridad central se desmoronó y el país quedó entregado a los oligarcas y a las mafias. -Esbozó una mueca y meneó la cabeza-. La corrupción se impuso en todas partes, incluso en la Policía. Preferí irme a quedarme viendo a mis jefes y a mis compañeros vendiéndose por un puñado de rublos. Y quien no se vendía acababa con un tiro en la cabeza. -Mordisqueó una rebanada de pan-. Me postulé entonces para un puesto en la Interpol y acabé yéndome a vivir a Lyon, donde me integraron en el Specialized Crime Directorate, una unidad dedicada a combatir el crimen especializado. -Se llevó la mano al pecho-. Me pusieron a trabajar en casos que afectaban a sectas y cosas por el estilo.

– ¿Sectas?

– Sí, esos chiflados que cometen crímenes por los motivos más estrafalarios que te puedas imaginar. Suicidios colectivos y asesinatos motivados por creencias políticas o religiosas, por ejemplo. -Hizo un gesto con la mano-. Son esos tipos que creen en el Demonio o piensan que está por llegar el fin del mundo…

– Ah, ya veo.

– Estoy lidiando con esos idiotas desde hace siete años. No se imagina los tarados con los que me he tenido ya que ver…

El camarero se acercó con una bandeja. Puso los platos calientes sobre la mesa: dos humeantes caparazones de centollo, y sirvió vino verde helado en las copas. Inclinó la cabeza, deseó buen apetito a los clientes y se retiró.

Los dos comensales probaron el plato, Tomás puso cara de aprobación y ambos alzaron las copas.

– ¿Cómo brindan en ruso? -preguntó el historiador con la copa sostenida con la yema de los dedos.

– Nazdrovie!

Hicieron el brindis y empezaron a comer. Orlov jadeaba cuando se llevaba la comida a la boca, parecía hambriento; daba la impresión de que su vasto estómago era muy exigente y que requería grandes cantidades de alimento.

Tomás alzó el tenedor y apuntó en dirección a su interlocutor.

– Aún no me ha explicado qué tiene que ver eso conmigo o con mi amigo del instituto…

– Allá vamos -dijo Orlov, comiendo con ansiedad dos abundantes bocados más-. Allá vamos. -Observó el plato, que vaciaba a un ritmo acelerado, y llamó al camarero con la mano-. Oiga, tráigame un centollo más, por favor.

Tomás se rio.

– ¡Caramba, realmente tiene hambre!

Orlov se pasó el dorso de la mano por la frente, para limpiarse el sudor.

– No me diga nada, esto es una tortura. -Devoró un bocado más-. Me encanta comer.

– Me he dado cuenta, sí.

El ruso comió dos rebanadas más de pan, ambas generosamente untadas con crema de atún, y las regó con un largo trago de vino verde. Dejó la copa y respiró hondo antes de atacar de nuevo lo que quedaba del centollo.

– Volvamos entonces a tu amigo del instituto.

– Filipe.

Orlov hizo desaparecer los últimos restos de su primer centollo y, después de limpiarse la boca con la servilleta, sacó un sobre de la cartera que había dejado bajo la mesa.

– En marzo de 2002 se dio entrada en la Interpol a una solicitud del FBI para investigar un homicidio. -Abrió el sobre y sacó una fotografía-. Se trataba de la muerte de un científico estadounidense en la Antártida, un experto en climatología. -Mostró la fotografía de un hombre de mediana edad, con los ojos son-rientes tras unas gafas redondas y una barba rala canosa cubierta de hielo. El hombre se encontraba de pie en un paisaje plano, con una hilera de banderas clavadas en la nieve detrás de él y un cielo limpio azul claro por encima-. El profesor Howard Dawson.

Tomás colocó su plato a un lado y analizó la foto.

– ¿Esta fotografía se sacó en la Antártida?

– Polo Sur.

Observó mejor la fila de banderas.

– ¿Esto es realmente el Polo Sur?

– Simbólicamente, sí. -Comió un bocado-. En realidad, la localización exacta del Polo Sur varía todos los años, ¿no?

Tomás miró al ruso interrogativamente.

– ¿Cómo?

– Existen varios Polo Sur. -Apuntó a la fotografía-. Esta se sacó en el Polo Sur ceremonial. Las banderas de los doce primeros firmantes del Tratado Antártico ofrecen el escenario perfecto para registrar imágenes. -Se encogió de hombros-. Pero todo es una escenificación, claro. El verdadero Polo Sur va trasladándose de un lado al otro.

– No entiendo -murmuró Tomás-. Que yo sepa, el Polo Sur está siempre en el mismo sitio.

Orlov meneó la cabeza.

– Existen tres tipos de Polo Sur. -Alzó tres gruesos dedos-. El Polo Sur magnético, cuya presencia se registra mediante agujas magnéticas, está en algún sitio del mar de la Antártida, en la bahía de la Commonwealth. Se desplaza actualmente de diez a quince kilómetros por año en dirección norte.

– ¡Caramba!

– Después está el Polo Sur geomagnético, donde se manifiesta el flujo del campo electromagnético de la Tierra. Este Polo Sur se localiza en la altiplanicie antártica, cerca de la estación rusa de Vostok. -Volvió a apuntar a la fotografía-. Finalmente, existe el Polo Sur geográfico, situado cerca del Polo Sur ceremonial. Cuando nos referimos al Polo Sur, en general significa el Polo Sur geográfico, ¿no?

– Exacto.

– El problema es que el Polo Sur geográfico nunca está mucho tiempo en el mismo lugar.

Tomás frunció el ceño.

– Eso es lo que no entiendo -dijo-. El Ecuador se encuentra siempre en el mismo sitio y el Polo Norte también. ¿Por qué razón habría de ser diferente el Polo Sur?

– Por el hielo.

– ¿Qué tiene que ver el hielo con esto?

– Fíjese, profesor, el Polo Sur está cubierto de hielo, ¿no? Pero ese hielo no se mantiene estático. Por el contrario, se encuentra siempre en movimiento. El hielo en el Polo Sur se desplaza diez metros por año en dirección a América del Sur, lo que significa que la marca del Polo Sur geográfico se aleja diez metros por año del sitio verdadero.

– Ah.

– Esto obliga a que todos los años se calcule la nueva posición del Polo Sur y se coloque la marca en el sitio preciso. Esto implica que, en la práctica, todos los años tenemos un nuevo Polo Sur.

El camarero reapareció con el nuevo centollo, sobre el cual se lanzó Orlov de inmediato y sin cuartel, como si aún no hubiera comido nada. Mientras el ruso masticaba con ansiedad el plato recién traído, Tomás cogió la fotografía que había quedado sobre la mesa.

– ¿Este científico fue asesinado en el Polo Sur?

Orlov emitió un gruñido mientras comía.

– No -dijo, en cuanto tragó lo que tenía en la boca-. Lo mataron en McMurdo.

– ¿Dónde?

– McMurdo. -Deglutió un bocado de comida garganta abajo-. McMurdo es la mayor estación existente en la Antártida. -Casi jadeaba al hablar-. La construyeron los estadounidenses en 1956 como base militar, pero se transformó en estación científica al entrar en vigor el Tratado Antártico. Cuenta con más de mil habitantes durante el verano y doscientos en invierno.

– ¿Y dónde queda?

– En un extremo de la isla de Ross, unida a la Antártida por la gigantesca plataforma de hielo de Ross, en la parte del continente que baña el océano Pacífico. -El ruso hizo un gesto en dirección al rostro sonriente en la fotografía-. El profesor Dawson era el director del Crary Science and Engineering Center, el principal edificio de investigación de McMurdo. Se dedicaba a un proyecto de análisis climático cuando murió.

– ¿Dice que lo asesinaron?

– Una mañana de febrero de 2002 lo encontraron tumbado en la cocina del centro donde trabajaba, con dos tiros en el cuerpo y uno en la frente. -Contuvo un eructo-. No parece muerte natural, ¿no?

– ¿Quién lo mató?

Orlov sonrió.

– Si lo supiese, no estaría hablando aquí con usted.

Esta vez fue Tomás quien se rio.

– ¿Ha venido a hablar conmigo para esclarecer un crimen cometido en la Antártida? Debe de estar de broma…

Más bocados.

– Nunca bromeo cuando estoy trabajando. La verdad es que estoy convencido de que usted podrá ayudarme a desvelar el misterio.

– ¿Cómo?

– Tenga calma -contestó el ruso, que atacó los últimos trozos del segundo centollo-. Déjeme que primero le cuente toda la historia. -Tenía restos de comida en las comisuras de los labios y a Tomás le daban náuseas; por más que evitase mirar, su atención parecía caer irresistiblemente en aquellos bocados grasientos que casi se escurrían por los labios lustrosos del ruso-. Cuando la Interpol recibió la solicitud del FBI y analizó las características del homicidio, decidió remitirme el caso a mí. En cuanto me enteré de los detalles, me di cuenta de que este asesinato presentaba extrañas semejanzas con un homicidio cometido en España y que yo había analizado días antes. Fui a revisar el dosier del homicidio de España y descubrí que sólo unas horas separaban los dos acontecimientos. El profesor Howard Dawson fue asesinado en la Antártida; el profesor Blanco Roca apareció muerto poco después en su despacho, en la Universidad de Barcelona, donde daba clases de Física. También de un tiro, esta vez uno solo, en la nuca, mientras trabajaba con el ordenador.

– ¿Qué tenían los dos casos de semejante?

– En ambos casos se trataba de científicos muertos a tiros en sus lugares de trabajo en un lapso de sólo unas horas.

Tomás miró al ruso sin comprender.

– ¿Y? Uno fue asesinado en la Antártida; el otro, en España. Uno era estadounidense; el otro, español. Uno era climatólogo; el otro, físico. En mi opinión, son demasiadas las diferencias.

Orlov esbozó una sonrisa maliciosa.

– No diría lo mismo si viese las fotografías de los lugares del crimen.

– ¿Qué tienen de especial esas fotografías?

El ruso se limpió las manos con la servilleta y metió sus gruesos dedos en el sobre, de donde sacó más fotografías. Pero, en vez de mostrarlas, las mantuvo frente a sí mismo, como si estuviese jugando al póquer y quisiese ocultar el juego.

– Déjeme decirle ante todo que, en ambos casos, las consultas a las respectivas agendas han permitido concluir que las dos víctimas se conocían.

– ¿Ah, sí?

– Por los nombres que encontramos en las agendas, concluimos también que compartían dos amigos, igualmente científicos. -Inclinó la cabeza-. Aún más curioso: los nombres de cada uno de los tres amigos encontrados en la agenda estaban marcados con la misma señal.

– Hmm -murmuró Tomás, lleno de curiosidad por ver las fotografías-. ¿Qué señal es ésa?

– La misma señal que se encontró en un papel junto a los cuerpos de las dos víctimas. -Orlov mostró por fin las fotografías-. Esto.

Las imágenes mostraban los cuerpos tumbados en el suelo y un folio al lado de las manos inertes con tres dígitos garrapateados con una caligrafía gruesa:



– ¿«6-6-6»?

– Sí. ¿Sabe lo que es esto?

Tomás no lograba apartar los ojos de las fotografías. Miraba los tres guarismos dibujados en los papeles al lado de las víctimas con una fascinación incrédula, no quería ver pero no podía dejar de ver, era como si estuviese hipnotizado, subyugado por la tremenda fuerza simbólica de aquella tremenda señal.

– El número de la Bestia.

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