Epílogo

La primera persona que lo vio entrar en la vivienda fue la recepcionista, una mujer de mediana edad muy propensa a hablar de todo con todos; ella era muchas veces la confidente de los familiares de los huéspedes.

– Buenos días, profesor -saludó con jovialidad-. Hacía más de un mes que no lo veía por aquí.

– Dos meses -corrigió Tomás, apoyándose en las muletas a cada paso-. He estado fuera mucho tiempo.

La recepcionista miró con curiosidad las muletas y la pierna izquierda escayolada.

– ¿Qué le ha ocurrido? ¿Lo atropellaron?

Tomás forzó una sonrisa. Estaba tan cansado de responder a la misma pregunta que hasta había pensado ya en escribir un texto contándolo todo, sacar unas cuantas fotocopias y entregar un ejemplar a cada persona que le hiciese preguntas sobre la pierna. Otra posibilidad era garrapatearse toda la información en la frente; así hasta se ahorraría el trabajo de distribuir las fotocopias entre todos los idiotas que lo interpelasen.

– Más o menos -dijo, evitando dar más explicaciones-. Por culpa de esta pierna he estado tanto tiempo fuera.

La recepcionista se levantó y abandonó el mostrador, solícita, y se acercó a Tomás.

– ¿Necesita ayuda, señor profesor?

– No, quédese tranquila. Me las arreglo solo, ya me he ido habituando. -Se detuvo delante de la recepción y miró hacia el interior de la casa-. ¿Mi madre? ¿Dónde está?

– ¿Doña Graça? -La recepcionista retrocedió unos pasos, se detuvo frente a la puerta del salón y miró a ver quién estaba-. Aquí no la veo.

– ¿Estará en la habitación?

Tomás se acercó a la recepcionista, pero ella entró de inmediato en el salón y fue a hablar con un anciano. Desde la puerta, Tomás oía los sonidos de la conversación, pero no distinguía las palabras. El anciano dijo algo imperceptible y la recepcionista observó por la ventana, dio media vuelta y regresó a la entrada.

– Está fuera, en el jardín -dijo-. ¿Quiere que la llame?

– No, no se preocupe. Yo mismo voy a buscarla.

Moviéndose con dificultad, el cuerpo balanceándose entre las dos muletas y la pierna escayolada, Tomás salió de la estancia y caminó cruzando el césped, entre los parterres coloridos con rosales, corazoncillos y ajenuces. Rodeó la residencia y fue hasta el jardín de la parte trasera, donde varios huéspedes se encontraban sentados en bancos de madera disfrutando del sol matinal. Las golondrinas trisaban en las ramas de los pinos, alegres e inquietas, llenando el verdor de musicalidad; un olor a hierba fresca flotaba en el aire, y era un perfume agradable, una esencia pura y aromática que exhalaba el césped aún mojado por el aspersor de la mañana.

Recorrió el jardín con los ojos y vio a su madre sentada al fondo, a la sombra de un pino doncel, con la mirada perdida en el bosque vecino. Siempre haciendo equilibrios con las muletas, Tomás se acercó despacio, ahora un paso y después otro; atravesó el terreno con césped hasta llegar junto a ella y detenerse al lado de la silla.

– Hola, madre.

Doña Graça volvió la cabeza y lo miró de modo extraño. No lo miró con la alegría del reencuentro, como sería de esperar después de dos meses sin ver a su hijo, sino con curiosidad.

– Buenos días.

El hijo se inclinó y la besó en la mejilla.

– ¿Se encuentra bien, madre?

Doña Graça se mantuvo muy rígida, casi distante.

– Disculpe, usted debe de estar confundiéndome con otra persona.

Tal declaración, lanzada con un tono casi indiferente, lo afectó con la fuerza de una bofetada. Al pillarlo desprevenido, Tomás vaciló, presa del desconcierto.

– Oiga, madre, que soy yo -dijo llevándose la mano al pecho-. Tomás.

Ella extendió la mano para saludarlo.

– ¿Cómo está? -preguntó-. Yo soy Graça Noronha.

Tomás ignoró la mano que ella le extendía e insistió, más vehemente, sacudiéndola por el hombro como si quisiera despertarla del sueño.

– Soy yo, madre. Su hijo. Soy Tomás, su hijo.

Doña Graça sonrió amablemente.

– Usted es muy simpático, pero ya le he dicho que debe estar confundido -murmuró, con una entonación tranquila-. Mi hijo se llama, en efecto, Tomás, pero aún es muy pequeño, pobrecito.

Tomás miró un largo rato a su madre, ansioso. ¿Sería posible que hubiese retrocedido tanto en el tiempo? ¿Sería posible que ya ni siquiera lo reconociese? ¿Sería posible? Miró a su madre con intensidad y, en aquel instante de terrible angustia, entendió que la había perdido para siempre. Ya sin poder contenerse, sintió que se le empañaban los ojos llenos de lágrimas, como si las compuertas de un dique se hubiesen abierto, y tuvo que alejarse deprisa.

Era demasiado.

Caminó torpemente hasta el pino más próximo, dándole la espalda a su madre, y allí se quedó un buen rato sollozando, con las gotas que le brotaban de los ojos y zigzagueaban por el rostro, cálidas e intensas, y un nudo que le oprimía la garganta. No ser reconocido por su propia madre le parecía una de las cosas más tristes que le podían ocurrir a alguien.

– ¿Se encuentra bien, señor Tomás? -preguntó doña Graça desde atrás, preocupada por la súbita emoción de aquel extraño.

Aún de espaldas, Tomás asintió con un gesto de la cabeza. Inspiró hondo, se pasó el dorso de la mano por la nariz, limpiándose los mocos, y con la palma de la otra se secó las lágrimas que le mojaban el rostro. Sintiendo que había retomado el control de las emociones, como si la ola que había amenazado con ahogarlo hubiese pasado, volvió junto a su madre y acercó una silla vacía.

– ¿Le importa que me siente a su lado ?

– Claro que no -condescendió ella, con una sonrisa elegante-. Es muy amable de su parte. -Inclinó la cabeza y lo observó con compasión, atenta a sus ojos enrojecidos-. ¿Se siente mejor?

– Sí, gracias.

– ¿Tiene muchos problemas?

Tomás respiró hondo.

– Más o menos.

– ¿Es algún asunto familiar?

– Sí, puede decirse que es un asunto familiar.

Doña Graça contempló el pinar y suspiró.

– La mía ya no viene a visitarme desde hace mucho tiempo. -Se mordió el labio, asombrada por la nostalgia-. Realmente mucho tiempo.

Tomás asintió con la cabeza. Miró a su madre y, sin entender cómo ni por qué, pensó en la fugacidad de la vida, en la transitoriedad de las cosas, en lo efímero del ser; frente a él, la existencia fluía como un soplo, siempre en mutación, todo cambia a cada instante y nada jamás vuelve a ser lo mismo. No hay finales felices, pensó para sus adentros. Todos tenemos un séptimo sello que romper, un destino a nuestra espera, un apocalipsis en el final de nuestros días. Por más éxitos que cosechemos, por más triunfos que alcancemos, por más conquistas que hagamos, en la última estación siempre nos está reservada una derrota. Si tenemos suerte y nos esforzamos por ello, la vida hasta puede transcurrir bien y ser una increíble sucesión de momentos felices, pero al final, se haga lo que se haga, se intente lo que se intente, se diga lo que se diga, nos aguarda siempre una derrota, la más final y absoluta de todas ellas.

– ¿Le importa que yo sea su familia? -preguntó él, rompiendo un largo silencio melancólico.

Doña Graça lo miró asombrada, con una expresión entre intrigada y divertida.

– ¿Usted? ¿Mi familia?

– Sí, ¿por qué no? -Se encogió de hombros-. Si nadie viene a visitarla, ¿qué tiene usted que perder?

Ella bajó los ojos verdes, súbitamente brillantes por la emoción; no esperaba tanta generosidad de aquel extraño con una vieja de quien su familia parecía haberse olvidado.

– Está bien -susurró, casi inaudible-. Puede ser.

Tomás extendió el brazo hacia su madre y se quedaron allí los dos, sentados, cogidos de la mano, ambos disfrutando del calor tierno y acogedor de la mano del otro, disfrutando de las suaves caricias del sol de la mañana, del trisar melodioso de las golondrinas, del aroma reconfortante del césped y del rumor de los árboles ondulando suavemente al viento. Dejándose mecer por aquel sereno concierto de la naturaleza, Tomás admiró el verdor con los ojos de quien sabe que todo es fugaz, que la vida es frágil, que lo que comienza ha de acabar. Las plantas y las flores murmuraban frente a él como si el ritmo al que bailaban tuviese la marca de la eternidad, cuando al fin y al cabo eran tan efímeras como la brisa que las agitaba.

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