Capítulo 13

El golpe ligero en la puerta, un toc toc tan suave que se llegó a confundir con los sonidos del sueño, despertó a Tomás de su lánguido sopor. Aún con los ojos cerrados extendió el brazo y palpó la cama, que descubrió vacía. Alzó la cabeza, medio atontado de sueño, y entreabrió un párpado, intentando vislumbrar dónde estaba, qué hora era, si realmente había alguien tras la puerta, si ese sonido que había creído oír había formado a fin de cuentas parte de su sueño. Oyó un ruido y sintió movimiento en la habitación y, en ese instante, como si alguien hubiera encendido la luz y se aclarase todo de repente, se acordó.

Nadezhda.

La rusa salió del cuarto de baño aún arreglándose el pelo y sonrió al verlo despierto.

– Dobroye utro -saludó con un tono jovial.

– Buenos días.

Ella se acercó e, inclinándose sobre Tomás, lo besó con sus labios cálidos y aterciopelados.

– ¿Cómo ha dormido mi semental portugués? ¿Bien?

– Muy bien. ¿Y tú?

Nadezhda hizo una mueca de dolor.

– Aún estoy recuperándome de la noche que me has dado. -Guiñó uno de sus ojos azules-. Blin, hasta me cuesta andar.

Toc toc toc.

Tomás volvió la cabeza hacia la puerta. En definitiva no había soñado, habían estado llamando.

– ¿Quién será a esta hora?

La rusa se dirigió a la puerta, la abrió e intercambió algunas palabras con un bulto que, desde la cama, Tomás no logró distinguir. La puerta se abrió entonces por completo, se oyó el tintineo de cubiertos y de platos y un camarero empujó una mesilla con ruedas hasta el interior de la habitación, exhibiendo dos bandejas con platos tapados, una jarra con zumo de naranja, una tetera humeante y una cesta con pan oscuro.

– He pedido el desayuno en la habitación -explicó ella, guardando en el bolso un sobre que le había entregado el recadero.

El camarero dispuso la comida sobre la mesa de la habitación y se retiró de inmediato. Tomás se puso el albornoz del hotel y se sentó a la mesa, contemplando la comida.

– Tengo un hambre de lobo -anunció, e hizo un gesto apuntando a los platos-. ¿Qué es esto?

Nadezhda cogió una empanadilla frita.

– Éstos son pirozhki salados. Están rellenos de carne y repollo o queso.

El portugués señaló enseguida algo parecido a la loncha de una albóndiga.

– ¿Y esto?

– Kulebyaka. Es una masa con salmón, huevo, arroz y champiñones. -Destapó un cestito con pasteles dulces-. Pero, si eres goloso, tal vez prefieras los vatrushkis de queso o los vareniki con fruta. -Mordió el pirozhki que tenía entre los dedos-. Pruébalo, es bueno.

Tomás comenzó a comer, con la duda invadiéndole el espíritu, en algún sitio entre la incertidumbre y la curiosidad. No conocía la cocina rusa ni por su reputación, por lo que todo constituía una novedad para él. Después de los primeros mordiscos no le pareció mal, pero no sabía si ello se debía a la calidad de los platos o al hambre que se agudizaba siempre que iba al extranjero.

– Nadezhda -dijo él, a vueltas con una loncha de kulebyaka-, explícame, por favor…

– Nadia -interrumpió la rusa.

Tomás la encaró, desconcertado.

– ¿No te llamas Nadezhda?

– Claro que sí. Pero es un nombre muy grande y formal, ¿no te parece? En ruso, las Nadezhda son Nadia.

– ¿Ah, sí? ¿Y Tomás?

– ¿Tomasz? Puede ser Tomik.

– Hmm… Me gusta.

– Nadia y Tomik.

Se rieron los dos. A Tomás aquello le sonaba un poco a Bonnie and Clyde, pero no le importó. Contempló a Nadezhda y casi se derritió con su belleza felina; tenía aquella mezcla de calidez y frío que caracterizaba a las beldades eslavas, simultáneamente distantes y familiares. Lo cierto, sin embargo, es que no sabía nada de ella, a no ser que era bailarina en el mayor night club de Moscú y, lo más importante, el único nexo posible con Filipe.

– Nadia -retomó Tomás-, explícame, por favor, cómo puedo llegar a mi amigo Filipe. El ha hablado contigo, ¿no?

– Sí, Filhka me avisó que alguien me contactaría en el Night Flight.

– ¿Y ahora? ¿Cómo llego a él?

Nadezhda cogió el bolso y sacó el sobre que había guardado un momento antes.

– A través de esto -dijo ella, agitando el mensaje-. Mandé al recadero de compras mientras dormías.

– ¿Qué es eso?

La rusa meneó la cabeza.

– Disculpa, Tomik, no te lo puedo decir ahora. Son órdenes de Filhka.

Tomás observó el sobre, intrigado.

– ¿Qué tiene eso de tan especial?

– Es algo que, en cierto modo, revela el actual paradero de Filhka. Sólo podrás saberlo en el momento preciso.

– Pero ¿por qué tanto misterio?

– Porque el paradero de Filhka es secreto.

– Pero ¿por qué? -insistió.

– Eso tendrá que explicártelo él. -Volvió a guardar el sobre en el bolso e hizo un gesto con la cabeza apuntando a la maleta de Tomás, abierta en el suelo-. Después de comer tienes que preparar tu maleta.

– ¿Adónde vamos?

– Vamos a abandonar este hotel.

Y


Cuando salieron a la calle a última hora de la mañana, el check out concluido, Nadezhda le explicó que aún disponían de casi toda la tarde y podían ir a pasear para matar el tiempo. La maleta de Tomás tenía ruedecitas y se podía llevar a rastras, por lo que el historiador no vaciló en aprovechar la oportunidad.

– ¿Puedo ir a ver el Kremlin?

Fueron a coger el metro en la estación más próxima, la Belorusskaya, y Tomás se quedó boquiabierto cuando bajó la escalinata. Jamás había visto tanto lujo en una línea de metro, parecía estar en un palacete subterráneo, con las paredes ricamente trabajadas, como un monumento barroco, y el vestíbulo central cubierto de mosaicos que mostraban escenas rurales. Compraron los billetes en una máquina automática y recorrieron los largos pasillos abiertos en arco, vastos y elegantes, iluminados por la claridad verduzca de la luz de las farolas.

– ¿Éste es vuestro metro?

– Sí. Es bonito, ¿no?

Tomás se rio.

– Parece un hotel de cinco estrellas.

– Mi estación favorita es la Park Kultury -dijo ella-. Tiene medallones de mármol en bajorrelieve con figuras patinando, leyendo o danzando. Es espectacular. -Señaló el suelo-. Fíjate en esto.

El portugués observó el suelo que pisaban.

– Sí. Son baldosas.

– Imitan una alfombra típica de Bielorrusia. Por eso esta estación se llama Belorusskaya.

Completaron el trayecto en unos diez minutos, se bajaron en la estación de Borovitskaya y asomaron a la calle en pleno centro de la ciudad.

Rodearon las grandes murallas frente a la calle hasta abrirse el espacio en una enorme plaza que Tomás reconoció instantáneamente por las fotografías que había visto.

– Ésta es la Krasnaya Ploschad -anunció Nadezhda.

– Oh -exclamó él, sorprendido-. Creí que era la Plaza Roja.

La rusa lo miró con expresión burlona.

– Lo es -exclamó-. La Krasnaya Ploschad es la Plaza Roja.

– Ah, ya me parecía. Pero ¿por qué la siguen llamando Plaza Roja? Si el comunismo ya acabó, ¿no sería lógico cambiarle el nombre?

– El nombre no tiene nada que ver con el comunismo.

– ¿No? Esta es la Plaza Roja y, que yo sepa, el color del comunismo es el rojo.

– Es una coincidencia, Tomik -explicó ella-. La plaza se llama Krasnaya Ploschad desde el tiempo de los zares. Krasnaya viene de krasnyy, una palabra que originalmente significaba «bonito» y después empezó a designar también el color «rojo».

Los ojos de Tomás se quedaron prendados del majestuoso monumento que se alzaba al otro lado de la plaza, exactamente como lo mostraban las innumerables fotografías. Era un edificio grandioso, dominado por hermosas torres con cúpulas en forma de bulbo, pintadas de varios colores; parecía un palacio de las mil y una noches, un juguete de tamaño gigante. No había engaño posible, aquél era el ex libris de Moscú.

– Caramba -exclamó, casi embelesado por la magnificencia de la arquitectura de cuento de hadas-. El Kremlin.

Nadezhda soltó una carcajada.

– No, Tomik. Ése no es el Kremlin.

– ¿Cómo?

– Es la catedral de San Basilio.

– Pero…, pero siempre he oído decir que ése era el Kremlin…

– Todos los turistas se confunden, no hagas caso. -Señaló las murallas a la derecha, que habían rodeado desde la salida del metro-. Esto sí es el Kremlin.

Tomás observó las murallas color teja, primero sorprendido, después desconfiado.

– Nadia, me estás soltando una trola.

– Juro que esto es el Kremlin. -Señaló una estructura frente a las murallas-. Allí enfrente, ¿lo ves? Aquél es el mausoleo de Lenin, adonde iban Stalin, Breznev y toda esa gente cuando había grandes marchas militares aquí en la Plaza Roja. Detrás de las murallas está el Kremlin.

– No puede ser.

– En serio. Kremlin viene de kreml, que quiere decir «fortaleza». Éstas son las murallas de la fortaleza que el zar mandó construir aquí. -Señaló los edificios más allá de las murallas-. El Kremlin es un complejo administrativo que incluye palacetes, jardines y hasta iglesias. -Apuntó a unas cúpulas doradas que relucían a la distancia-. ¿Ves aquello? Son las cúpulas de la catedral de la Asunción, construida exactamente en medio del complejo.

Decepcionado, Tomás ya no quiso visitar el Kremlin. Prefirió arrastrar la maleta hasta la espectacular catedral de San Basilio, que siempre había confundido con el Kremlin, y se quedó contemplándola, maravillado. Para él, el Kremlin sería siempre aquel hermosísimo monumento, dijeran lo que dijesen. Recorrieron las capillas del interior una a una, pero los encantos de la catedral no consiguieron aplacarles el hambre. Cerca de las tres de la tarde, ya cansados y con cierta desgana, dieron la visita por concluida y decidieron escapar a otro lado.


Nadezhda lo llevó hasta las elegantes galerías próximas al Gosudarstvennyy Universalnyy Magazin, el gran edificio de la Plaza Roja cuyo techo se presentaba cubierto por una imponente estructura de vidrio, como si fuese un sofisticado invernadero. Recorrieron las múltiples tiendas de marcas occidentales, instaladas entre pasajes abovedados y las balaustradas de hierro forjado; en el límite del agotamiento, se instalaron por fin a la mesa de un simpático café de aspecto parisiense.

– ¿No tienes que ir a trabajar? -preguntó Tomás después de haber pedido dos bif stroganov y dos cervezas para el almuerzo.

– Ya les he telefoneado esta mañana para decirles que tenía que ausentarme durante una semana.

– ¿Y ellos no te despiden?

– No, hay otras chicas que pueden sustituirme.

El historiador se pasó la mano por el pelo, armándose de valor para ir un poco más lejos en sus preguntas.

– ¿Cómo es que fuiste a parar al Night Flight?

– Oh, a través del amigo de un amigo. Ya sabes cómo son estas cosas…

– ¿Te pagan bien por bailar entopless?

– No me quejo.

Tomás tamborileó sobre la mesa del café.

– ¿Y no haces nada más?

– ¿Qué quieres decir?

– Qué sé yo: ¿sueles irte a la cama con…, con los clientes?

Nadezhda se encogió de hombros.

– A veces.

El portugués vaciló antes de hacer la pregunta siguiente.

– ¿Ellos te pagan?

La rusa clavó los ojos azules en los verdes de Tomás y reprimió su irritación a duras penas.

– Un yo-o-o! -gritó-. ¿Te interesa? ¿Qué quieres saber?

– Nada -se apresuró él en decir, cohibido, y respiró hondo-. Es decir, me interesa. Me gustaría saberlo.

– ¿Para qué?

– Bien, he ido a la cama contigo, ¿no? Me gusta saber esas cosas.

– ¿Acaso te he pedido dinero?

– No, claro que no.

– ¿Entonces? ¿Cuál es tu problema?

– Me gustaría saberlo -insistió.

Nadezhda apartó los ojos y se fijó en la luz que se difundía por la entrada del café. -Sí, pagan. Se hizo un silencio.

– ¿Cuánto?

– Trescientos dólares por hora, mil dólares una noche. -Volvió a encararlo, con los ojos chispeantes-. ¿Satisfecho? Tomás se mordió el labio.

– ¿Por qué lo haces?

La rusa se encogió de hombros una vez más.

– Por el dinero.

– ¿Te hace falta tanto dinero?

– Me hace falta dinero para vivir bien y me hace falta dinero para los estudios. No quiero vivir lavando platos.

– ¿Ah, sí? ¿Estás estudiando?

– Claro, en la universidad. Estudio de día y trabajo por la noche.

– ¿Y qué estudias?

– Climatología.

– Hmm… ¿Quieres ser meteoróloga?

– Sí. Estoy en el último curso.

El camarero trajo las cervezas y los bif stroganov, las tiras de carne que empezaron a comer con kasha, o trigo sarraceno cocido, y pan oscuro. La conversación sobre la vida de Nadezhda tornó el ambiente un poco pesado y Tomás sintió que le correspondía a él aligerar la atmósfera. Al fin y al cabo, él había llevado el diálogo hacia ese terreno pantanoso.

– ¿Cómo conociste a Filipe? -preguntó cuando ya había comido la mitad del plato.

– En la facultad.

– ¿Aquí en Moscú? ¿El pasó aquí por la facultad?

– No, él conocía a unos profesores y fueron ellos quienes lo trajeron.

– Ah, claro. Pero ¿qué vino a hacer?

– Tiene un proyecto especial, algo de alcance internacional. Necesitaba personas para trabajar en el proyecto y un profesor me llamó y me presentó. Yo acababa de entrar en la facultad y aproveché enseguida la ocasión.

– ¿Comenzaste a trabajar con Filipe?

– Sí, él me mandó a Siberia durante el verano.

– ¿A Siberia? ¿A hacer qué?

– Unas mediciones meteorológicas. Todo formaba parte del proyecto.

– Pero ¿qué rayos de proyecto era ése?

Nadezhda suspiró.

– Ahora no me apetece hablar sobre eso. -Consultó el reloj-. Blin, ya son las cuatro. Es mejor que vayamos saliendo.

El portugués se bebió la cerveza de un solo trago e hizo un gesto para llamar al camarero y pedirle la cuenta.

– Aún no me has dicho adónde vamos -observó, mientras el camarero hacía la suma.

– Yaroslavsky.

– ¿Dónde queda eso?

– Es una estación de trenes de Moscú.

– Vamos a coger el tren, ¿no?

– Da.

El camarero presentó la cuenta y Tomás le entregó los rublos en la mano.

– Pero ¿cuál es nuestro destino?

Nadezhda sacó del bolso el sobre que le había entregado esa mañana el recadero del hotel, lo abrió y mostró dos billetes.

– Aún vas a tener que pagarme mil trescientos dólares por esto. Son lugares de spalny vagón. -Olió los billetes, como si estuviesen perfumados-. Primera clase.

– ¿Adónde vamos?

– Vamos a coger el Rossiya, número 2, a las cinco y cuarto, en Yaroslavsky.

– ¿El Rossio?

– El Rossiya, número 2. ¿Nunca has oído hablar de él?

– Yo no.

Malhumorada, Nadezhda metió los billetes de nuevo en el sobre, lo guardó otra vez en el bolso, se levantó y cogió la bolsa de viaje, dispuesta salir.

– Es el Transiberiano, idiota.

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