Capítulo 27

Se sentó en un banco del Circular Quay, junto a la terminal trasatlántica de pasajeros, y apreció la vista que se abría frente a él. Aquel lugar de The Rocks era realmente magnífico, sobre todo porque la mañana había amanecido deliciosa y el sol moderado acariciaba con blandura la urbe exuberante. Inspiró hondo la brisa que soplaba en el muelle; era el mar oliendo a ciudad, como si la curiosidad royese la naturaleza frente a tan admirable obra del ingenio humano.

Recostándose en el banco, las piernas cruzadas placenteramente, Tomás Noronha dejó que sus sentidos se embriagasen con la armonía urbana de aquel espléndido rincón. A la izquierda, elevándose por encima del espejo de agua y del verdor tropical, se destacaba la característica maraña de hierro enrojecido del Harbour Bridge, que parecía una Torre Eiffel elíptica tumbada sobre el brazo de mar que separaba el centro de la zona residencial; a la derecha, elevándose como gigantescas agujas de cemento, centelleaban los rascacielos imponentes en Sydney Cove, símbolos de poder que afirmaban la pujanza de la ciudad, pero la joya de la corona, la piedra más preciosa de aquella elegante diadema, que brillaba al otro lado de la ensenada, besando el mar, era la estructura vanguardista de la Opera House, con sus múltiples conchas blancas encajadas unas en las otras, vueltas en todas las direcciones como si exhibiesen, con orgullo, el encuentro de la genialidad humana con la sencillez de la naturaleza.

Sídney resplandecía en la primavera austral.

Durante veinte minutos, el visitante se abandonó al plácido espectáculo de la arquitectura fundiéndose con el mar y la tierra, como si aquella ciudad no la hubiesen construido presos y forzados, la ralea de la especie humana, sino artistas e iluminados, gente de saber y talento. Tomás tenía tiempo libre y no veía mejor modo de aprovecharlo que sentir a Sídney respirar el día.

Fue entonces cuando reparó en él. Era un hombre de traje oscuro y corbata gris, gafas de marca ocultándole los ojos, que se había sentado en el banco de al lado. El desconocido tenía un periódico en las manos, el Sydney Morning Herald, pero parecía más preocupado por observar a Tomás que por leer las noticias. La sensación de que lo estaba observando hizo que Tomás se sintiera primero incómodo, e inquieto después. Siempre que miraba al hombre, éste parecía engolfado en la lectura del periódico. Pero, en tres ocasiones, mientras contemplaba el edificio de la Ópera, al otro lado de Sydney Cove, se volvió deprisa y sorprendió al desconocido mirándolo.

– El cabrón me está espiando -murmuró Tomás.

Se levantó del banco y recorrió el Circular Quay en dirección a los rascacielos, pero siempre por el Writer's Walk, la acera empedrada junto al agua. Caminó dos minutos y sólo entonces volvió la cabeza, como si estuviese apreciando la fachada art déco del Museo de Arte Contemporáneo. Por el rabillo del ojo, advirtió el bulto oscuro del hombre; venía unos cien metros detrás de él con el periódico bajo el brazo.

¿Sería coincidencia? La posibilidad de que lo estuvieran vigilando se le figuraba como algo absolutamente increíble, cosa de películas, incluso porque no le había comunicado a nadie su destino. Orlov le había transferido el dinero a la cuenta y él había comprado el billete de avión, sólo en cash, cuando había llegado al aeropuerto de Fráncfort. Tal vez todo aquello era mera coincidencia, admitió. Decidió comprobar esta hipótesis y abandonó el Writer's Walk; se encaminó por Argyle Street y volvió enseguida a la agitada George Street. Recorrió cierta distancia y espió por el reflejo del cristal de una tienda para saber qué ocurría detrás. Como una sombra que no se despegaba, allí venía el hombre del traje oscuro y gafas de marca, siempre con el periódico bajo el brazo.

No había dudas, concluyó aterrado. Realmente lo estaban siguiendo. Ahora que se encontraba establecida la evidencia con firmeza, el problema siguiente, en el que había evitado pensar hasta entonces, se le impuso con brutalidad. ¿Quién era aquel hombre? ¿Quién lo había enviado? Y, sobre todo, ¿qué quería de él? Las preguntas eran escalofriantes, dado que las respuestas lo trasladaban inexorablemente a Siberia, a los desconocidos que habían invadido el campamento yurt en medio de la noche y los habían perseguido por Oljon hasta Shamanka, y después más allá, por el Baikal hasta el fatídico claro de la taiga donde habían ejecutado a Nadezhda. Si aquel hombre estaba tras él, razonó Tomás, era porque se encontraba al mando de alguien, y ese alguien era evidentemente aquel que había mandado eliminar a los científicos molestos.

Los intereses del petróleo.

La idea lo puso al borde del pánico. Si los asesinos lo habían seguido hasta Sídney, en breve desencadenarían el caos. Sea como fuere, el encuentro con Filipe estaba comprometido. Si los llevaba hasta él, su amigo sería abatido con la misma frialdad con que habían ejecutado a Nadezhda: a ella, al estadounidense en la Antártida y al español en Barcelona. Miró de reojo al espectro que lo acompañaba por las calles de The Rocks y sintió que el vello se le erizaba de miedo. ¿Qué hacer ahora? ¿Volver al hotel y fijar el vuelo de regreso? Eso significaría perder el rastro de Filipe. No, pensándolo bien, había una alternativa. Necesitaba a toda costa despistar a esa sombra.

En el instante en que tomó la decisión, aceleró el paso y se dedicó a elaborar un plan. Le hervía la cabeza de ideas. Pasó por debajo de la agitada Cahil Expressway, cruzó Bridge Street, permaneciendo siempre en la gran George Street, hasta que la abandonó más al fondo, cuando giró a la derecha y se dirigió al Darling Harbour.

La figura imponente de un velero que cruzaba Cockle Bay cortó frente a él el asfalto repleto de automóviles, y por un instante olvidó al perseguidor y se dejó maravillar por aquella visión sorprendente; sólo en una ciudad como ésa podía entrar así por las calles, con las velas de un barco avanzando tranquilamente entre dos edificios, como si fuese la cosa más natural del mundo. Pero el encantamiento pronto se disipó; había algo más urgente atormentándolo, el peligro lo inquietaba más que cuanto lo maravillaba el asombro. Se dirigió a un coche estacionado, miró por el espejo retrovisor como si fuese a ordenarse el pelo y vio al hombre del traje oscuro que lo seguía.

«No se despega», pensó.

El Darling Harbour era un rincón armonioso rodeado de construcciones de líneas vanguardistas. El velero que había visto instantes antes maniobraba en la Cockle Bay, rodeado por el muelle, donde se divisaban varios barcos de recreo atracados, y por el Pyrmont Bridge, un puente móvil que atravesaba el agua y era cruzado por un monocarril futurista. Bajó hasta el muelle y, aprovechando un punto en que su perseguidor había dejado de verlo, se internó súbitamente por el colorido Cockle Bay Wharf, el recinto de ocio de la Marina. Se mezcló con la multitud y abandonó el recinto por el otro lado, y se puso a correr por un camino protegido por una hilera de árboles.

Miró hacia atrás y el hombre ya no estaba allí.

Para asegurarse de que había despistado al perseguidor, se metió por la primera puerta de la gran estructura comercial que encontró al otro lado del muelle, el Harbourside Complex, y se refugió allí dentro. Subió por la escalera mecánica y fue a la terraza instalada en el balcón corrido que daba a la dársena, desde donde escudriñó a la multitud que hormigueaba en Darling Harbour.

Permaneció allí unos diez minutos, intentando asegurarse así de que el hombre le había perdido el rastro. El corazón regresó gradualmente a la normalidad y la confianza también; el encuentro con Filipe estaba a salvo. Consultó el reloj y se dio cuenta de que el tiempo había pasado más deprisa de lo que su ponía. Sólo tenía media hora para llegar al lugar de encuentro.


No fue difícil localizar ese sitio. A decir verdad, su estructura esbelta era visible desde toda la ciudad y, desde que había llegado a Sídney, la observaba a menudo, desde la habitación del hotel en la víspera, desde el banco de Sydney Cove esa mañana, desde la terraza del Harbourside Complex unos instantes antes. En realidad, el lugar fijado para encontrarse con Filipe lo atraía como un imán; parecía un faro plantado en la parte más baja de la gran urbe, como si proclamase que aquél era el centro del mundo.

Observando en todas las direcciones, abandonó Darling Harbour a ritmo de paseo y entró por Market Street hacia el extremo norte de Hyde Park, siempre con la mira puesta en el sitio adonde quería llegar. A pesar de la inquietud, sintió el ritmo apacible de la ciudad; Sídney trajinaba con calma, las calles inmaculadamente limpias y cuidadas, la población multiétnica cruzando las aceras: ése era el punto de encuentro de Europa con Asia y Oceanía. Alcanzó su meta un poco más adelante, en el bloque entre Pitt Street y Castlereagh Street, y se detuvo junto al edifico para medir la altura del colosal monumento que Filipe había elegido para encontrarse.

Centrepoint.

El nombre oficial era Sydney Tower, pero los australianos la conocían como Centrepoint, por haber sido concebida como parte del centro comercial con ese nombre. Era una estructura de trescientos metros de altura, una especie de palmera de acero, con un eje cilíndrico muy delgado y alto, y una corona dorada en el extremo, como un alfiler gigante invertido, que mantenía el equilibrio con la punta y con la base arriba. Algunos cables de acero se enmarañaban en el eje como las cuerdas de las velas colgadas en el mástil de los barcos y el torreón del extremo centelleaba al sol; era el polvo de oro del revestimiento que reflejaba la luz límpida del final de la mañana.

Después de una última inspección para asegurarse de que ya no lo seguían, se metió en el ascensor y subió hasta el torreón. La mayor parte de los pasajeros iban muy excitados hacia el deck de observación, en el cuarto piso de la estructura, pero Tomás bajó un piso antes.

El café.

Enormes rectángulos de cristal servían de pared al vasto pasillo circular del tercer piso. Sídney se extendía más allá de las anchas ventanas, revelando el mar que entraba en la tierra mediante múltiples ensenadas; por todos lados se alzaban islas verdes de vegetación o estructuras blancas y grises de hormigón con corcho: era en aquella ciudad donde se cruzaban el hombre, la tierra y el océano. En un lado se veían las Blue Mountains; en el otro el azul de Botany Bay; abajo la maraña de edificios y calles y estructuras de arquitectura sofisticada.

– ¿Qué hay, Casanova?

Una voz inconfundible venía de una de las mesas.

– Hola, Filipe. ¿Hace mucho tiempo que estás aquí ?

Se saludaron con un apretón de manos. Tomás se acomodó en la silla junto a una gran ventana.

– He llegado hace poco -dijo Filipe, que se pasó los dedos por el pelo claro y rizado-. ¿Te han seguido?

Tomás bajó la voz.

– Casualmente, sí, me han seguido.

Filipe miró alrededor, alerta.

– ¿Quién?

– No lo sé. Pero logré despistarlo.

– ¿Seguro?

– Sí. No lo he vuelto a ver.

– Pero ¿cómo han dado contigo?

– No lo sé.

– ¿Dejaste alguna pista al tomar el avión?

– Creo que no.

– ¿Crees o estás seguro?

Tomás bostezó: el jet lag al ataque.

– Después de lo que ocurrió en Siberia, ya no estoy seguro de nada. Pero hice todo el esfuerzo posible por confundir las pistas. Fui a Faro en automóvil, tomé el avión a Londres, de ahí seguí hasta Fráncfort y sólo entonces compré el billete para Sídney, menos de dos horas antes de que saliese el vuelo.

– ¿Con tarjeta de crédito?

– Con dinero.

– ¿Qué nombre diste para el vuelo y aquí, en el hotel?

– Rosendo.

– ¿Y lo aceptaron?

– Sí, es mi segundo nombre: Tomás Rosendo Noronha, está en el pasaporte. Rosendo me lo puso mi madre.

Filipe suspiró.

– Que sea lo que Dios quiera. -Se relajó en la silla y bebió un vaso de agua fría que había cogido de la mesa-. Cuéntame lo que ocurrió después de separarnos, en Baikal.

– Mataron a Nadia.

– Lo sé. Pero ¿cómo ocurrió?

– Nos pillaron al final de la mañana junto al lago. Luego huimos hacia la floresta, pero dieron con nosotros. Le deshicieron la cabeza de un tiro. -Se estremeció-. Fue horrible.

Permanecieron un buen rato sentados, con los ojos recorriendo la ciudad que se extendía abajo; a la distancia, todo parecía irrelevante, sin significado.

– Pobre Nadia -murmuró Filipe-. La culpa fue mía, fui yo quien la metió en esto.

Tomás carraspeó.

– Oye, Filipe. ¿Por qué razón fijaste este encuentro? Sabes tan bien como yo que esto es peligroso.

Su amigo lo miró sorprendido.

– ¿No querías encontrarte conmigo?

– Claro que quería -se apresuró a decir Tomás-. Eso no impide que yo sea, aunque involuntariamente, un peligro para ti. Mira lo que ocurrió en Siberia.

– Tú has tomado precauciones, ¿no?

– Claro que las he tomado. Ya te lo he dicho. Pero el solo hecho de que estemos juntos es un riesgo, ¿no te parece?

– Es evidente.

– Entonces, ¿por qué fijaste este encuentro?

– Porque te necesitamos.

– ¿Me necesitan? ¿Quiénes?

– James y yo. Te necesitamos.

– ¿Para qué?

– Para ver cuál es la mejor forma de abordar lo que hemos descubierto.

– ¿Estás hablando del descubrimiento que pone en entredicho el negocio del petróleo?

– Sí, precisamente de eso.

– Pero ésa es un área que desconozco. No veo cómo puedo serte útil.

– ¿No te ha comprometido la Interpol en esto?

– Sí.

– Entonces puedes ser útil.

Tomás balanceó afirmativamente la cabeza. Era evidente que Filipe se sentía acosado y, aun no confiando en los policías, sabía que su última esperanza residía en ellos. ¿Y qué Policía podía ser mejor que la de la Interpol?

– Aún no me has contado cuál fue ese descubrimiento.

Filipe se puso bruscamente de pie e hizo una seña con la mano, como si lo invitase a seguirlo.

– Venga -dijo-. Te voy a mostrar algo.

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