Capítulo 8

Al atravesar el enorme salón, Tomás no se sorprendió en absoluto al encontrarse con Alexander Orlov rodeado de platos llenos de comida. En cuanto regresó de Viena, el historiador entró en contacto con el voluminoso agente de la Interpol y, previsiblemente, éste lo invitó a almorzar en un restaurante de Lisboa.

El local elegido fue una casa brasileña en el Campo Pequeno, una de esas churrasquerías especializadas en cebar clientes hasta dejarlos con los sentidos embrutecidos.

El ruso se levantó pesadamente para saludar al recién llegado. Lo primero que Tomás notó fue que Orlov estaba sudando mucho, señal de que ya llevaba un tiempo comiendo.

– Disculpe por comenzar antes de que usted llegase -gruñó el ruso limpiándose el sudor de la frente y acariciándose la enorme barriga-. Tenía tanta hambre que hasta me dolía el estómago, no se imagina cuánto.

– Ha hecho muy bien, no se preocupe.

El plato de Orlov estaba abarrotado de carne, los filetes sanguinolentos de carnes como la picanha, la maminha y elcupim amontonados junto al arroz y los frijoles negros, condimentados confarofa y una botella de vino tinto del Alentejo ya medio vacía, al lado del vaso lleno. Tomás pidió una caipiriña y se sirvió arroz y frijoles, pero dejó claro que no quería seguir el rito delrodízio [2], sólo dos filetes de picanha.

– ¿Qué tal Viena? -jadeó Orlov, masticando un gran trozo de carne-, ¿Muchos valses?

Tomás meneó la cabeza.

– La música ha sido otra.

– Me imagino. ¿Qué sonata le cantó el tipo de la OPEP?

– Me dijo que Filipe estaba investigando la producción y las reservas de petróleo; se había mostrado particularmente interesado por lo que ocurre en los países de la OPEP.

El ruso frunció los labios impregnados de grasa.

– Tiene sentido -asintió-. Si era consultor de la Galp, es natural que necesitara informarse sobre esos asuntos, ¿no cree?

Tomás esbozó una mueca.

– No sé si tiene exactamente ese sentido.

– ¿Entonces?

– ¿Por qué razón iría Filipe a Viena a hacer preguntas cuya respuesta podría obtener por teléfono o por correo electrónico? ¿Cuál era la necesidad de volar hasta Viena?

Orlov comió un trozo más de picanha.

– Tal vez le apetecía probar unas delicias de la gastronomía austriaca, quién sabe.

– O tal vez en esta historia hay algo más de lo que se dice.

– Claro -exclamó el hombre de la Interpol, y bebió un trago de vino para ayudarse a masticar-. No se olvide de que, después de Viena, su amigo desapareció y, acto seguido, alguien se cargó a los otros dos tipos. ¿El árabe no le dio ninguna pista útil?

– Ni por asomo. Me dijo que el petróleo no OPEP está a punto de cruzar el pico, pero que la OPEP cree que sus pozos siguen llenos.

El ruso paró de masticar por un momento.

– No veo cuál es la relevancia de esa información para nuestro problema.

– Ni yo.

– Entonces, ¿en qué quedamos?

Tomás suspiró.

– Estoy intentando avanzar por otra vía.

– ¿Cuál?

– A través de un mensaje que dejé la semana pasada en un sitio especial que creó el grupo de mi promoción en el instituto de Castelo Branco y que es probable que Filipe consulte. El siempre tuvo un gran espíritu de grupo y seguro que conoce este lugar en Internet.

– ¿Ah, sí? ¿Y lo envió la semana pasada?

– Sí.

– ¿Y ?

Tomás meneó la cabeza.

– Por el momento, nada.

El camarero apareció con la picanha y la caipiriña para Tomás, mientras que otro servía en el plato del ruso más filetes de carne, que había anunciado como solomillo de búfalo. Cuando los dos se fueron, Orlov miró a su interlocutor.

– Si usted no ha descubierto nada, ¿por qué razón me ha llamado para hablar conmigo?

– ¿Quién le ha dicho que no he descubierto nada?

– Bien… Acaba de decírmelo usted…

Tomás se inclinó y cogió su cartera.

– No he descubierto nada sobre Filipe, es verdad, pero tengo novedades relativas a los enigmáticos mensajes que se vinculan con todo este caso.

Orlov frunció el entrecejo, sorprendido.

– ¿Qué mensajes? ¿Se está refiriendo a la señal del Diablo?

– Sí, el triple seis.

– ¿Ha descifrado la señal?

– Creo que sí.

– Vaya, hombre. ¡Muéstreme eso!

El historiador sacó de la cartera el grueso volumen de la Biblia y hojeó las últimas páginas, en busca del texto final del Nuevo Testamento. Lo localizó y se lo indicó al ruso.

– Éste es el Libro de la Revelación, el más enigmático de todos los textos bíblicos, el documento de las profecías. Fue escrito en el año 95 en una pequeña isla del mar Egeo por un hombre llamado Juan. La tradición dice que fue el apóstol Juan, el mismo Juan que escribió el cuarto Evangelio, pero no hay certidumbres al respecto. Existen importantes diferencias de estilo, pero al mismo tiempo se encuentran algunas semejanzas.

– Creía que ese texto se llamaba Apocalipsis.

– Y así es.

Orlov se mostró confundido.

– Pero usted ha dicho que era el Libro de la Revelación.

– «Apocalipsis» es la palabra griega que significa «revelación», ¿me entiende? Decir que el libro final del Nuevo Testamento se llama «Apocalipsis» o «Revelación» es lo mismo.

– Ah, de acuerdo. No lo sabía.

Tomás volvió a mostrar el texto.

– Es un libro aterrador. -Los ojos se detuvieron sobre el primer párrafo-. Comienza con estas palabras: «Apocalipsis de Jesucristo, que para instruir a sus siervos sobre las cosas que han de suceder pronto ha dado Dios a conocer por su ángel a su siervo Juan». -Levantó la cabeza y repitió-: «Que han de suceder pronto…».

– Hmm… Tenebroso.

Golpeó con el dedo las páginas abiertas.

– Puede estar seguro de que, a lo largo de los siglos, mucha gente quedó presa del pánico por lo que aparece escrito aquí. Y no es para menos. -Hojeó las páginas-. Se trata de un libro de profecías que habla sobre el fin de los días y es el responsable de varias expresiones llamadas apocalípticas, como el día del Juicio Final, la batalla de Armagedón y los cuatro caballeros del Apocalipsis, pero la más famosa expresión que introdujo este texto bíblico fue la propia palabra «apocalipsis», la cual, en su sentido común, dejó de significar «revelación» para hacerse equivalente a decir «fin del mundo».

– Y es ahí donde está también el número de la Bestia.

– Sí, es aquí. -Se puso a buscar el fragmento-. Fíjese en que en el Apocalipsis los números tienen mucha importancia. El texto está lleno de guarismos simbólicos. Da la impresión de que esconde mensajes tras mensajes, como un inmenso holograma.

– ¿Es el caso del triple seis?

– Exacto. -Tomás dejó de hojear y señaló un párrafo con el dedo-. Aquí está -exclamó-. Es la parte en la que se refiere a la aparición de la Bestia. -Aclaró la voz-. Dice así: «Aquí está la sabiduría. El que tenga inteligencia que calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis».

Alzó los ojos hacia su interlocutor, a quien un camarero le servía más picanha.

– ¿Y usted dice que eso es descifrable? -preguntó el ruso.

– No le quepan dudas. Este es un mensaje oculto y tiene una solución. -Señaló las líneas que acababa de leer-. ¿Ve esta expresión? «Aquí está la sabiduría», dice. Quiere decir que quien tenga sabiduría podrá desvelar el enigma.

– ¿Qué sabiduría es ésa?

– La sabiduría de los iniciados. -Indicó con el dedo la expresión siguiente-. Fíjese en esta frase: «… calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre». Significa que se trata de la sabiduría de los números.

– ¿La matemática?

– La guematría o gematriah.

– ¿La geometría?

– Gue-ma-trí-a.

– ¿Qué es eso?

– La guematría es una disciplina de la cábala que está en la génesis de la moderna numerologia. Se trata de un método para obtener el valor numérico de las palabras hebreas a través de la conversión de las letras en números.

Orlov hizo una mueca.

– Pero ¿para qué sirve?

– La idea es llegar al meollo de las palabras, a la revelación de los misterios ocultos en el lenguaje, al establecimiento de vínculos invisibles entre expresiones aparentemente diferentes, para comprender el sentido divino de la Creación. Los místicos cabalistas creían que Dios creó el universo con las letras del alfabeto y ocultó secretos en los números y en las palabras por detrás de esas letras. La guematría permite alcanzar el sentido oculto de la palabra de Dios.

– No logro entender…

Tomás apartó el plato, cogió una estilográfica, sacó el bloc de notas de la cartera y lo colocó frente a sí.

– Una vez, en Jerusalén, un viejo cabalista me explicó esto en detalle -dijo-. La idea es ésta. A cada letra del alfabeto hebreo le corresponde un número. Las nueve primeras letras se asocian a las nueve unidades; a las nueve letras siguientes se les asocian las nueve decenas; y con las cuatro letras restantes están asociadas las cuatro primeras centenas.

Garrapateó una ecuación.



– Así, las letras de la palabra hebrea shanah, que significa «año», suman un total de trescientos cincuenta y cinco. ¿Lo ve? Ahora bien: trescientos cincuenta y cinco es exactamente el número de días del año lunar. Esto significa que hay una relación numérica entre la palabra y el objeto al que ella se refiere.

– ¿Por qué razón ha escrito la «a» con minúscula?

– La escritura hebrea ignora muchas vocales. Cuando la letra está escrita, se pone con mayúscula. Cuando la letra es dicha, pero no escrita, queda en minúscula.

– Ya veo -murmuró Orlov-. Por tanto, por lo que he entendido de su explicación de la geome…, uf…, de este sistema, cada letra tiene un valor y la suma del valor de cada letra que compone una palabra da el valor de esa palabra. ¿Es así?

– Exacto -amusgó los ojos-. Pero la cuestión se vuelve más interesante cuando entramos en los aspectos místicos. Fíjese en la equivalencia entre las palabras Elohim y Hateva, o «Dios» y «naturaleza».



– Tienen el mismo número: ochenta y seis. Eso significa que Dios es la naturaleza. Nueva ecuación.



– Observe en este caso la equivalencia entre or, o «luz», y raz, «misterio». Ambas valen doscientos siete. O sea, que la luz remite al misterio. Cuando Dios dijo: yehi orí, o «haya luz», se inició el misterio de la Creación.

– Es asombroso.

– Lo es, ¿no? -Golpeó los apuntes con los dedos-. La guematría revela significados ocultos en las palabras.

El ruso vaciló.

– Y…, y ¿cree que es posible con ese sistema llegar a la revelación del triple seis?

Tomás volvió a buscar el fragmento de la Biblia que había consultado minutos antes.

– No sólo es posible, sino que es el único y verdadero camino -observó-. Fíjese en lo que dice aquí: «El que tenga inteligencia calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre». -Miró a Orlov-. ¿«Calcule el número de la Bestia»? ¿«Es número de hombre»? -Dejó que una sonrisa aflorase a sus labios-. No podía ser más claro. El misterio del triple seis se puede descodificar mediante la guematría.

– Entonces es preciso recurrir a la cábala.

– Eso fue justamente lo que pensé al principio. Pero después me di cuenta de que podía no ser la cábala.

– ¿Ah, no?

– La cábala es un método hebreo. -Pasó la palma de la mano por el texto-. El Apocalipsis fue escrito en la zona del mar Egeo. Esto significa que es posible que tengamos que recurrir al griego.

– ¿Al griego?

– Tiene mucho más sentido. -Preparó la estilográfica-. Fíjese: «Jesús» se dice en griego Iesous. Son seis letras. Vamos a calcular su valor numérico.



– En griego, el número de Cristo es, como vemos, un triple ocho. Resulta lógico que el número del Anticristo sea igualmente simétrico, pero inferior, y descifrable a través de la guematría aplicada al griego. El triple seis se inserta en ese perfil.

– Ya veo.

– Lo que demuestra que este enigma bíblico se puede resolver recurriendo al griego. Siendo así, me puse a buscar nombres cuya guematría dé un triple seis. Adivine lo que he encontrado.

– No me hago la menor idea.

– Ande, lance un nombre.

– No lo sé.

El hilo de una sonrisa recorrió el rostro de Tomás.

– Mahoma.

Orlov se quedó boquiabierto.

– ¿Mahoma? ¿Mahoma da un triple seis?

– Sí.

– ¿Está insinuando que Mahoma es el Anticristo?

– No estoy insinuando semejante cosa. Sólo estoy diciendo que la guematría del nombre de Mahoma da un triple seis.

– ¡Caramba!

– Pero hay otro nombre con el que se obtiene el mismo resultado. Un nombre aún más sorprendente, un nombre que parece perfecto para desempeñar el papel de la Bestia, un nombre que remite irresistiblemente al Anticristo.

– ¿Cuál?

Tomás miró la mesa y después recorrió con la vista todo el salón. Se sentía hastiado, el Olor a comida le causaba náuseas y el espectáculo de Orlov con la boca embadurnada de grasa lo angustiaba más de lo que podía soportar.

– Oiga: ¿ya ha terminado de almorzar?

– ¿Yo? -Se sorprendió el ruso-. Ya. ¿Por qué?

– Ocurre que no soporto seguir más tiempo aquí. Salgamos, ¿le parece bien?

– Así no vale -protestó Orlov-. Tiene que decirme cuál es el otro nombre que da un triple seis.

– Se lo digo, pero sólo si me promete que podemos salir inmediatamente de aquí.

– De acuerdo.

Tomás se levantó de la silla.

– Vámonos, pues.

– Espere -dijo casi en un grito su interlocutor, estirando la mano para retenerlo en su sitio-. Primero tiene que decirme qué nombre es ése.

El historiador sonrió, disfrutando anticipadamente del placer que le daría ver la cara de Orlov cuando pronunciase el nombre.

– Hitler.

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