Capítulo 1

Un haz de luz se expandió por una estrecha rendija del cortinaje, iluminando el rostro arrugado y dormido de Graça Noronha. El foco apareció de repente, probablemente era una nube que afuera había destapado por momentos al sol; fue sólo un claror fugaz, pero suficiente para despertar a la mujer. Doña Graça entreabrió los ojos, el verde cristalino brillando bajo el efecto de la luz, palpó la mesilla de noche, encontró las gafas, se las puso y se incorporó en la cama.

– ¡Manel!¡Manel! -llamó-. ¿Dónde te has metido, hombre?

Tomás se levantó del sofá de la sala y casi salió corriendo hacia la habitación.

– ¿Qué hay, madre? ¿Ya se ha despertado?

Doña Graça miró a su hijo con expresión interrogativa.

– ¿Tu padre? ¿Aún está en la oficina? -Meneó la cabeza-.¡Ese hombre siempre está en la Luna! Oye, Tomás, ve a preguntarle si quiere un tecito, ¿sí?

El hijo se aproximó a su madre y se sentó en la cama.

– ¿Qué hay, madre? ¿De qué estás hablando?

– Ve a ver si tu padre quiere tomar un té, anda. Ya se hace tarde.

Tomás suspiró, deprimido.

– Escuche, madre, él no está aquí.

– ¿Que no está aquí? No me digas que aún sigue en la facultad. -Reviró los ojos, armándose de paciencia-. Válgame Dios, este hombre es realmente despistado.

– Madre -respondió el hijo con la voz cansada-. Él murió el año pasado.

Doña Graça adoptó una expresión de sorpresa .

– ¿Que tu padre murió el año pasado? Pero ¿qué disparate estás diciendo, eh?

– ¿No se acuerda, madre?

– Claro que me acuerdo. Esta misma mañana estuve preparándole el desayuno.

Tomás meneó la cabeza.

– Usted ha estado toda la mañana en la cama durmiendo, madre.

Doña Graça se puso rígida.

– ¿Eres tonto o te lo haces? ¿Me vas a decir que no le he preparado hoy el desayuno a tu padre?

– Está confundida, madre.

– ¿Confundida yo? Pero ¿qué dices? -Hizo un gesto impaciente con la mano-. Ve a llamar a tu padre, anda.

Tomás respiró hondo. Cogió la mano fría de su madre y la acarició con cariño. Después se levantó y se dirigió hacia la puerta de la habitación.

– Deje a papá tranquilo. ¿Quiere que vaya yo a preparar un té?

– No quiero té.

– Entonces es mejor que se cambie -dijo el hijo.

– ¿Cambiarme? ¿Para qué?

– ¿No se acuerda?

– ¿De qué?

– Vamos a ver al doctor Gouveia.

– ¿Para hacer qué?

– Tenemos cita para una consulta.

– ¿Qué consulta? Que yo sepa, no estoy enferma…

– Es a las cuatro. Ande, prepárese.


La enfermera sonrió a Tomás y éste le devolvió la sonrisa. Era una muchacha joven y la presencia de ese hombre de ojos verdes luminosos, tan felinos en el contraste con el pelo castaño oscuro, no le resultaba indiferente. Pero pronto Tomás la ignoró, intimidado por aquel lugar de sufrimiento; se sentía incómodo por encontrarse de vuelta en los hospitales de la Universidad de Coímbra, justamente el lugar donde había muerto su padre el año anterior. Lo cierto, no obstante, es que era allí donde el médico de cabecera tenía la consulta y no había escapatoria posible; si quería que el doctor Gouveia siguiese controlando a su madre como lo venía haciendo desde hacía tantos años, tenía que someterse a aquella prueba.

– ¿Tu amiga árabe va a preparar hoy la cena? -preguntó doña Graça de repente.

El hijo respiró hondo.

– No es árabe, madre. Es iraní.

– Da igual.

– No da igual -dijo meneando la cabeza-. Qué confusión. -Miró a su madre-. Además, no va a preparar la cena porque volvió a su país el año pasado. ¿No se acuerda?

– ¿Estás tonto? Si ayer mismo la vi…

– No, madre. Fue el año pasado.

Se callaron un largo instante, doña Graça parecía confusa e intentaba reordenar sus recuerdos. Se abrió, rompiendo ese silencio deprimido, la puerta del despacho, y un bulto blanco apareció en la sala de espera, colmando a la madre de Tomás con una sonrisa. El médico le tendió las manos y adoptó una expresión llena de bondad.

– Graça, ¿cómo se encuentra? -saludó Gouveia-.¡Siempre es bueno verla por aquí!

– Ah, doctor -dijo ella-. Ya no me acordaba de que tenía consulta con usted, fíjese. -Esbozó una sonrisa leve-. Vaya, mi cabeza anda realmente despistada, parezco una gallina tonta. -Bajó la voz, como si contase un secreto-. ¿Sabe a qué se debe? Me estoy poniendo vieja…

– ¿Graça vieja?¡No me haga reír!

– Es que, doctor, ya son setenta años, ¿no?

– ¿Y qué son setenta años hoy en día, eh?

Doña Graça entró en el despacho.

– No bromee, doctor, no bromee.

El médico saludó a Tomás con un gesto y cerró la puerta del despacho.

Sentado en la sala de espera, Tomás cruzó los brazos y se preparó para quedarse allí durante un buen rato aguardando el final de la consulta. Reparó en la mesita con las revistas y cogió una de ellas, que se puso a hojear distraídamente.

Sonó el móvil.

– ¿Profesor Noronha?

Era un portugués casi perfecto, pero un leve acento traicionaba la voz extranjera. -¿Sí?

– Mi nombre es Alexander Orlov y trabajo para la Interpol.

El hombre se calló, esperando que su interlocutor asimilase esta información.

– ¿Sí?

– Necesito conversar con usted. ¿Está disponible para cenar…, digamos…, mañana?

Tomás frunció el ceño, desconfiado. ¿Qué querría la Interpol de él?

– ¿De qué se trata?

– Es una cuestión algo delicada. Si no le importa, me gustaría exponérsela personalmente, no por teléfono.

– Pero ¿puede darme una idea de qué se trata? Como debe de imaginar, soy una persona ocupada.

– Sin duda -asintió la voz al otro lado de la línea-. Profesor Noronha, ¿le resulta de algún modo familiar el nombre de Filipe Madureira?

Tomás vaciló, sorprendido.

– ¿Filipe Madureira?

– Sí.

– Bien…, fue mi amigo en el instituto de Castelo Branco.

– El instituto…, eh…, Nuno Álvares, ¿no?

– Sí, ése mismo. ¿Por qué? ¿Qué pasa con Filipe?

– Su amigo ha desaparecido.

Aquella información, en boca de un hombre de la Interpol, dejó a Tomás intrigado.

– ¿Qué quiere decir con eso de que «ha desaparecido»?

– La Interpol necesita hablar con su amigo, pero él ha desaparecido.

El historiador intentó sopesar la noticia. Sin duda resultaba desagradable saber que un amigo del instituto estaba desaparecido, pero lo cierto es que Tomás no veía a Filipe desde hacía más de veinticinco años y no lograba entender qué quería de él la Interpol a propósito de esa antigua amistad.

– La situación es preocupante -dijo-, pero no llego a entender qué tiene que ver conmigo.

– Aún no tiene nada que ver con usted, profesor Noronha, aunque nos gustaría que tuviese algo que ver. -Cambió el tono de la voz-. ¿Nos encontramos mañana por la noche? A las ocho en el Saissa, ese restaurante de Oeiras, junto a la avenida Marginal.

– Espere un poco -exclamó Tomás-. No llego a entender qué puede importar nuestra conversación. ¿Qué pretende decir con eso de que les gustaría que el asunto tuviese algo que ver conmigo?

– La Interpol necesita su ayuda, profesor Noronha.

– ¿Para qué?

– Voy a darle dos pistas que, espero, tengan el poder de avivar su curiosidad.

– Dígame.

– Dos asesinos y el Diablo.

Tomás se quedó tan sorprendido que hasta miró el móvil.

– ¿Cómo?

– Hasta mañana, profesor Noronha.


Se abrió la puerta del consultorio y el doctor Gouveia acompañó a doña Graça hasta la sala de espera, sin parar ambos de parlotear, la charla fluyendo a merced de las palabras intercambiadas entre dos viejos conocidos.

– Graça, espere aquí un momento, ¿de acuerdo? -concluyó el médico, ayudándola a sentarse en una silla-. Ahora necesito conversar un poco con su hijo.

Tomás siguió a Gouveia hasta el despacho. Era un cuartucho ventilado, con un ventanal abierto a la ciudad, los tejados rojos de Coimbra bajando por la cuesta y resplandeciendo al sol; allá al fondo, el Mondego serpenteaba por las apretadas márgenes de la vieja urbe por entre hileras de árboles.

El médico le hizo una seña para que se sentase.

– ¿Su madre está tomando los comprimidos que le he recetado? -comenzó preguntando.

Tomás frunció los labios.

– Mire, doctor, para ser sincero, no lo sé.

– ¿Usted no controla esos detalles?

– ¿Cómo quiere que controle la medicación de mi madre?

No se olvide de que vivo en Lisboa, sólo vengo a Coimbra dos veces al mes…

– ¿Cree que ella ha tomado los comprimidos?

Tomás inclinó la cabeza.

– ¿Qué le parece?

El médico cogió una estilográfica y jugó con ella sosteniéndola con la yema de los dedos.

– Me parece que no.

– Yo también sospecho que no.

Gouveia suspiró, dejó la estilográfica y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en el escritorio.

– Dígame, Tomás. ¿Cómo ha visto la evolución del estado de su madre?

Los ojos verdes de Tomás se perdieron, por momentos, en algún punto del caserío más allá del ventanal del despacho.

– No veo muchos cambios, doctor. -Fijó la mirada en el médico-. Usted la conoce, ¿no? Ella siempre ha sido una mujer alegre, muy activa, llena de vida, siempre ha encarado las cosas de una forma increíblemente positiva, siempre ha tenido una gran fuerza interior. -Hizo una mueca-. Pero desde la muerte de mi padre las cosas han cambiado mucho y muy deprisa.

– ¿Cómo?

– Mire, primero empezó por olvidarse de nombres y de pequeñas cosas. Al poco tiempo ya no sabía en qué mes estaba ni qué día de la semana era. Y ahora habla de personas muertas como si estuvieran vivas. Hoy mismo, por ejemplo, se puso a llamar a mi padre, fíjese.

– Por tanto, ha tenido pérdida de memoria. ¿Y hay algún comportamiento más que se haya alterado?

– Bien…, a ver: empezó a comer poco y ya he notado que se va a acostar a cualquier hora. Eso me parece extraño. A veces se pasa el día durmiendo y la noche despierta, ese tipo de cosas.

– ¿Y los hábitos de higiene?

– Ah, eso también se ha alterado, claro. Ha dejado de lavarse con frecuencia. No me di cuenta de ello hasta el otro día, cuando llegué de Lisboa. Cuando la besé, reparé en que olía mal. -Esbozó una mueca de disgusto al recordar lo sucedido-. Fue una tortura hacer que se diese una ducha, no lo puede imaginar.

El médico lo miró a los ojos.

– ¿Usted sabe qué edad tiene su madre?

Se inmovilizó un instante, mientras sacaba la cuenta.

– Tiene setenta años. -Esa edad, que en su juventud le parecía tan avanzada y ahora ni por ésas, le resonó en la cabeza y lo dejó pensativo-. ¿No cree que es aún demasiado pronto… para esto?

Gouveia asintió.

– Sí, ella aún es relativamente joven. Pero, ¿sabe?, esto de la edad varía de persona a persona. Hay quien tiene cien años y está perfectamente lúcido, y hay quien…, mire, hay quien envejece antes. En el caso de su madre, es evidente que esta degradación precoz está relacionada con la muerte de su padre.

– ¿Le parece?

– Es evidente que hay una relación. Me acuerdo de que eran muy compañeros. Cuando las parejas están muy unidas, la desaparición de uno tiene siempre un efecto devastador en el que sobrevive.

Tomás bajó los ojos.

– Supongo que sí.

El médico afinó la voz.

– Oiga, Tomás, ¿no le preocupa que ella se olvide de todo, que no tome los comprimidos, que no se lave, que se pase los días en la cama?

– ¡Claro que me preocupa! ¿Por qué piensa, si no, que he pedido esta consulta con usted?

– Lo que quiero preguntarle es lo siguiente: ¿cree que ella está en condiciones de quedarse sola en casa?

– Creo que no.

– Así pues, ¿qué va a hacer para resolver el problema?

– Le he conseguido una asistenta. Va cinco veces por semana a limpiarle la casa, a lavarle la ropa y a prepararle la comida.

– ¿Y le parece que con eso basta?

Tomás se encogió de hombros, impotente.

– Creo que no, pero ¿qué puedo hacer? No puedo abandonar mi trabajo en Lisboa y venir aquí a ocuparme de mi madre…

– Ni yo se lo estaba sugiriendo.

– Entonces, ¿qué me aconseja hacer?

El médico se recostó en el asiento, volvió a coger la estilográfica y a hacerla girar entre las yemas de los dedos.

– ¿Se ha planteado la posibilidad de llevarla a una residencia?


«¿Se ha planteado la posibilidad de ir a vivir a una residencia?» Había hecho aquella pregunta de un modo casi casual, poco después de haber vuelto a casa. Tomás caminaba hacia la cocina cuando volvió la cabeza y lanzó la idea, como si se le acabara de ocurrir. Doña Graça, sin embargo, la sintió como un puñetazo asestado en el estómago.

– ¿Ir a una residencia?

– Sí, ¿ha llegado a pensarlo?

Tomás siguió comportándose con naturalidad. Abrió la puerta del frigorífico y buscó un zumo. La madre lo siguió despacio y se quedó en la entrada de la cocina.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Lo que quiero decir es que usted, madre, no puede quedarse sola.

Se hizo un silencio.

Tomás dejó de hurgar en el frigorífico y miró a su madre.

– ¿No cree que es una buena idea?

Doña Graça sintió cómo se le revolvía el estómago, se le llenaba el pecho y le estallaba en el rostro.

– ¿Una buena idea? ¿Una buena idea? -vociferó, roja de furia-. ¿Tú quieres mandarme a una residencia? ¿Es eso? ¿Tú quieres…?

– No, no, no es…

– ¿Deshacerte de mí? ¿Tú quieres…?

– No es eso, madre. No es eso. Quédese…

– ¿Desembarazarte así de…, de tu propia madre?

– Quédese tranquila, quédese tranquila.

La madre lloraba ahora, y las lágrimas dibujaban surcos en su rostro arrugado.

– ¿Tú quieres hacerme eso a mí? ¿A mí? ¿A mí, que me he ocupado de ti? ¿Que te he alimentado, te he vestido, te he educado? ¿A mí, que te he dado tanto amor, tanto cariño, tanto de mí misma? ¿A mí? ¿Quieres hacerme eso a mí? ¿A tu…, a tu propia madre?

– Madre, quédese tranquila, no es eso lo que estoy diciendo.

Doña Graça sollozó.

– Es eso, es eso.

– Oiga, madre. Usted últimamente está en la Luna, vive sola, se olvida de las cosas, no toma los comprimidos, come mal, ya ni siquiera se lava… ¿No entiende que es peligroso estar así sin ningún apoyo? ¿Y si le ocurre algo? ¿Quién la ayuda? ¿Eh?

– Pues… doña Mercedes.

– Doña Mercedes sólo viene de vez en cuando a hacer la limpieza. ¿Y si le ocurre algo cuando ella no está aquí?

– Telefoneo.

– ¿Telefonea? ¿A quién?

– Telefoneo al…, al…, al número ese de Urgencias.

– ¿Lo ve? Se está olvidando de todo.¡Ni siquiera se acuerda del número de Urgencias?

– No me vengas con tonterías.

– No son tonterías. Este es un problema muy serio.

Más lágrimas le surcaron el rostro.

– Tú lo que quieres es desembarazarte de mí, eso es lo que quieres.¡De mí, que he hecho tanto por ti! Si no me quieres, mira, lo mejor es que no pongas más los pies en esta casa, ¿me oyes? Yo aquí me las arreglo sola.

– No diga eso.

– Lo digo, lo digo. -Alzó el dedo, perentoria-. Los hijos tienen que ocuparse de los padres como los padres se ocuparon de sus hijos, ¿me oyes?

– Pero yo estoy ocupándome de usted.

– ¡Ocuparte, un cuerno! Lo que quieres es encerrarme en una residencia, eso es lo que quieres. -La barbilla le temblaba de indignación-. Yo me quedé con tus abuelos aquí en mi casa hasta que ellos se murieron. Hasta que ellos se murieron, ¿me oyes? En mis tiempos, los hijos asumían sus responsabilidades.¡No es como ahora, que todo lo que quieren es buena vida y los viejos, hala, que se vayan a la residencia!

– En su tiempo era diferente. Usted no trabajaba y se podía ocupar de sus padres. -Se dio una palmada en el pecho-. Pero yo trabajo. ¿Cómo podré hacer para ocuparme de usted?

– ¡Ésas son disculpas!

– No lo son, no. Mi vida no me permite pasar el tiempo aquí, pero usted, madre, no está en condiciones de seguir viviendo sola. Necesita tener personas cerca para que la ayuden siempre que lo necesite.

Doña Graça se enjugó las lágrimas y encaró a su hijo con despecho.

– Si no quieres ocuparte de mí, márchate. ¿Has oído? Márchate, que no te necesito.

Le dio la espalda y se fue a acostar.


Salió por la noche de la casa de su madre muy abatido; se sentía el peor hijo del mundo. Incluso pensó en alterar los planes, pernoctar en Coimbra y faltar al control de la mañana siguiente, pero recapacitó: el ciclo lectivo estaba acabando, tenía previsto un control y no podía eludir sus obligaciones con los alumnos. Necesitaba realmente ir a Lisboa.

Bajó en el viejo ascensor del edificio y cruzó cabizbajo la Praça do Comercio, despoblada a aquella hora tardía, con las mesas de las terrazas recogidas y las puertas cerradas, sometidas a la media luz de las farolas tristes. No sabía bien qué hacer. Por un lado, tenía la convicción de que la madre era dueña de sí misma, una mujer adulta, señora de su voluntad; si no quería ir a una residencia, era un derecho que la asistía, ¿qué podía hacer? Pero, por otro, tenía conciencia de la frágil situación en que ella se encontraba, entendía perfectamente que su madre no estaba en condiciones de ocuparse de sí misma. ¿Y si le ocurría algo en su ausencia? ¿Podría alguna vez perdonarse por no haber hecho nada en el momento justo?

Recorrió la Baixinha sin prestar atención a los transeúntes, tan engolfado estaba en el problema. Bien, reflexionó, la verdad es que había hecho algo para afrontar la situación; había seguido el consejo del médico y le había sugerido la idea de la residencia: era ella quien no había aceptado. Pero Tomás dudaba de que eso sirviese para apaciguar su conciencia en caso de que algo saliese mal. ¿Y si le ocurría realmente algo? Tenía que llevarla, concluyó. Pero no era tan sencillo, añadió luego para sus adentros. Lo cierto es que, si ella no quería ir a la residencia, ¿qué podía hacer él? ¿Arrastrarla a la fuerza? ¿Encerrarla contra su voluntad? No, se dijo. No, eso estaba fuera de discusión. Pero el problema seguía estando sin respuesta.

¿Qué hacer?

Pasó delante de la estación de trenes y cruzó la avenida Marginal, desgarrado por el dilema. Le dio pena no tener una hermana o ya no estar casado. Las mujeres eran más prácticas, sabían siempre cómo encarar estos casos delicados, tenían un don especial que las distinguía. Pero él era un hombre, y los hombres son buenos para la juerga, no para afrontar este tipo de problemas. Aunque dejase el trabajo en la facultad y en la fundación y dedicase todo su tiempo a ocuparse de su madre, posibilidad que sólo admitía como mera conjetura, dudaba de que fuera suficientemente hábil para cuidarla de la manera adecuada. Tendría que lavarla, alimentarla, vestirla, sacarla de paseo, pasar todo el tiempo con ella. No haría otra cosa. Meneó la cabeza. Pues no, eso no podía ser.

Volvió en sí frente a su viejo Volkswagen azul, sucio y con una abolladura junto al faro delantero derecho. El coche se encontraba estacionado junto al río, las aguas borboteaban a apenas tres metros de distancia, en la sombra que se abatía del otro lado del muro situado enfrente de la avenida Marginal.

Subió al coche y lo puso en marcha. Encendió los faros, miró por el retrovisor, esperó que pasase un automóvil y arrancó. Dejó atrás la estación de trenes, que observó de refilón por el espejo, y fijó su atención en el semáforo.

Fue lo último que registró su memoria.

Загрузка...