Capítulo 14

Los vagones azules y rojos del Transiberiano iniciaron la marcha a las diecisiete horas dieciséis minutos, como anunciaba la pizarra de la estación de Yaroslavsky, en el mismo momento en que Tomás y Nadezhda se instalaban en su cabina de lujo, en medio del spalny vagón.

Ya con el tren ganando velocidad, acomodaron la maleta e inspeccionaron el compartimento que les habían destinado. Se trataba de un agradable recinto de dos plazas, pequeño pero fastuosamente decorado; las sábanas de las camas, planchadas con cuidado y abiertas de modo incitante, con el extremo desdoblado sobre una suave manta; las almohadas estaban dispuestas con el ángulo hacia arriba y en medio había una mesilla, junto a una gran ventanilla, el cristal adornado con un cortinaje carmesí. La cabina estaba toda forrada en madera y era más confortable de lo que Tomás había imaginado. Las camas lo llenaron incluso de ideas, se hacía claro en su mente que aquel delicioso compartimento se transformaría en un ardiente nido de amor, pero cuando él, ardiendo de deseo, la quiso arrastrar hacia las literas, ella volvió la cara y se resistió.

– Ahora no, Tomik -dijo la rusa, observando la puerta de reojo-. El provodnik puede aparecer en cualquier momento.

– ¿Quién?

– El provodnik. El revisor.

No fue el provodnik el que apareció poco después para comprobar los billetes, sino una provodnitsa de media edad y aspecto cansado. La mujer les entregó las toallas en bolsas de plástico selladas, recibió una pequeña propina y, antes de despedirse, dijo que, en caso de necesidad, la podrían encontrar en el primer compartimento, al frente del tren, y prometió mantener la cabina limpia durante todo el viaje.

Cuando se quedaron a solas, los dos pasajeros decidieron echarle un vistazo al vagón. Recorrieron el pasillo y comprobaron que la mitad de las cabinas del spalny vagón se encontraban ocupadas. Casi todos los pasajeros de la primera clase eran turistas; había algunos occidentales distribuidos en la decena de cabinas del vagón, pero la mayor parte de los viajeros eran asiáticos.

– Japoneses -aclaró Nadezhda-. Van a Vladivostok.

Los cuartos de baño se encontraban al fondo del pasillo, uno en cada extremo, y les parecieron aseados; disponían de un retrete y un lavabo de aluminio. Allí cerca hallaron un samovar del que salía agua caliente para el té o el café.

Pasaron al vagón siguiente y vieron un snack bar, pero la comida exhibida en la barra, unos bocadillos grasientos y unos fritos de aspecto dudoso, a los que se sumaban unas sopas aguadas, suscitaron en ambos una mueca de rechazo.

– Esto va a ser duro -constató él sombríamente.

Salieron de aquel vagón con pocas ganas de aventurarse por los inciertos laberintos de la oleosa gastronomía ferroviaria. Prefirieron explorar el resto del Transiberiano y pasaron por los vagones de la Cupe, la segunda clase, antes de regresar a su cabina.


Al cabo de tres horas de viaje, sonó una voz en ruso por todo el vagón. Acto seguido, el tren empezó a disminuir la marcha.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Tomás.

– Estamos acercándonos a Vladimir -explicó Nadezhda-. ¿Tienes ahí dinero o no?

El historiador abrió la cartera y le entregó unos cientos de rublos.

– ¿Para qué te hace falta el dinero?

– ¿Te gustó la comida que viste en el vagón restaurante?

Tomás reaccionó con una mueca.

– ¡Puaj! -gruñó-. No.

Ella se levantó y se inclinó a observar las luces de fuera.

– Vamos a parar aquí veinte minutos -explicó-. Es tiempo más que suficiente para salir a comprar algo de cenar.

Eran más de las ocho de la noche y hacía frío en la estación de Vladimir. Se dirigieron a un puesto de comida ocupada por una viejababushka y compraron unos pinchos de shashlyk y unos pirozhki caseros, las empanadillas saladas con apariencia muy suculenta, además de unos bizcochos khvorost de postre y dos cervezas Baltika. Cuando se preparaban para regresar al spalny vagón con la comida envuelta en bolsas de plástico, oyeron una conversación exaltada en el andén. Miraron y vieron a tres hombres uniformados discutiendo con un viajero japonés, al que le revisaban los documentos y examinaban la cámara fotográfica que llevaba colgada al cuello. Parecía que algo no les había gustado a los policías porque, instantes después, aferraron al turista por el brazo y lo escoltaron hacia el interior de la estación.

– ¿Qué ha ocurrido? -quiso saber el portugués.

– Va a tener que pagar una multa.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Le sacó fotografías a un vagón viejo donde viven unos vagabundos.

– ¿Y?

Nadezhda apoyó el pie en el escalón y subió al interior del vagón.

– A la Policía no le gusta eso -dijo con indiferencia-. Da una mala imagen del país.

Comieron en la cabina, con la mesita puesta como si estuviesen en casa: aquel compartimento, lujoso como un hotel, se había convertido, en realidad, en su hogar. Cuando terminaron de comer, Nadezhda se quedó ordenando las cosas mientras Tomás fue al samovar a buscar agua caliente para el té. Era una extraña forma de tener ambos una vida doméstica.

Esa noche, acurrucados entre las sábanas de una única litera, hicieron el amor con los sentidos bien despiertos. El tren ondulaba a su propio ritmo, con el sonido de las ruedas metálicas doblando las junturas a un compás interminable; a esa ondulación de aceros se unía la cadencia hambrienta de la carne, los dos cuerpos danzando como uno, uno, uno y solamente uno, unidos ya no en la voluptuosidad del descubrimiento, sino en el bienestar de la familiaridad. Se tocaban y no les extrañaba el choque; por el contrario, sentían ahora que se conocían, como si el cuerpo del otro siempre hubiese sido suyo. Nadezhda, la mujer pública de Moscú, era en ese instante la mujer privada de Tomás; pertenecía a todos, pero esa noche se había entregado únicamente a él.


La litera no paraba de balancearse bajo la cadencia monótona del Transiberiano en su carrera nocturna por las estepas. Los dos amantes descansaban en brazos el uno del otro, entregados a una modorra deleitosa, los cuerpos saciados, los párpados entreabiertos, los sentidos entorpecidos. Nadezhda rodeó la cabeza de Tomás con el brazo, pasó los finos dedos por el pelo castaño oscuro y lo atrajo hacia sí, cariñosa, de modo que llegó a rozarle la oreja con los labios.

– ¿En qué piensas, Tomik? -murmuró ronroneando como una gata.

– En nada.

– Mentiroso. Cuéntame.

– Nada especial.

– Cuéntame.

Tomás respiró hondo y sonrió.

– Estaba pensando en nuestra charla durante el almuerzo, cuando me revelaste cómo conociste a Filipe.

– Ah, era eso.

El portugués se incorporó en la litera, apoyando el cuerpo en el codo.

– Aún no me has dicho cuál fue el proyecto que trajo Filipe a Rusia.

– Tal vez sea mejor que te lo diga él.

– Disculpa, Nadia, pero tienes que contármelo. Ya me has abierto el apetito por esta historia y no puedes dejarme así colgado, ¿no te parece? -Miró por la ventana y vio todo oscuro-. Además, tenemos mucho tiempo por delante, necesitamos llenarlo. -Hizo un gesto rápido con la mano-. Así que vamos, habla ya.

– ¿Qué quieres saber?

– Todo.

Nadezhda se rio.

– Pero yo no lo sé todo.

– Entonces cuéntame lo que sabes.

– Sé que uno de mis profesores, el viejo Oleg Karatayev, me llamó un día al despacho y me presentó a un amigo de Portugal. Era Filhka.

– Que te quería reclutar, ¿no?

– Sí. Filhka me dijo que formaba parte de un equipo internacional y que necesitaba dirigir unos estudios en Siberia. El grupo que él representaba pretendía contratar a un estudiante para hacer esos estudios, y el profesor Karatayev, que tenía debilidad por mí, sugirió mi nombre. Filhka vino a conocerme y preguntó si yo estaba interesada.

– ¿Y tú?

– Yo respondí que sí, claro. Aquello me parecía una forma de entrar en la profesión. Además, necesitaba dinero, ¿no?

– ¿Aún no ibas al Night Flight?

La rusa desvió la mirada, molesta por la referencia a esa parte de su vida.

– En aquel entonces yo trabajaba en otro night club, el Tsunami, que funciona en la Petrovka Ulitsa. Hacía un número de sirenas en una piscina que, según parece, excitaba mucho a los hombres. -Reviró los ojos-. Fue allí donde conocí a Igor Beskhlebov, el mañoso que te señalé ayer en el Night Flight.

– ¿El de las tres chicas?

– Sí, ese cabrón. Cuando comencé a trabajar para él, me llevó al Rasputín, otro club nocturno. Me fui después al Night Flight para librarme de él.

– Entiendo -dijo Tomás, que en realidad no estaba entendiendo nada. Además, la conversación se apartaba de lo esencial, y él, por muy interesado que estuviese en la vida de la rusa, y lo estaba, sentía que tenía que corregir el rumbo-. Por tanto, Filipe te contrató para ir a Siberia, ¿no?

– Sí, fui en verano a la zona de la tundra. Comenzaron a llegar noticias inquietantes de esa región y Filhka me necesitaba para hacer una serie de mediciones.

– ¿Noticias inquietantes? ¿Qué quieres decir con eso?

Nadezhda hizo una mueca indecisa.

– No sé si debería contarte esto, Tomik -dijo-. Tal vez sea mejor que hables primero con Filhka.

– Déjate de disparates, Filhka no está aquí.

– Por eso mismo. Sería mejor que te lo contase él.

– Escucha, Nadia. No nos vamos a encontrar con Filipe hasta dentro de algún tiempo. ¿Para qué todas esas vacilaciones? Si no me lo cuentas ahora, él me lo contará más tarde. Me parece ventajoso llegar a verlo con los deberes ya hechos en casa, ¿no crees? Siempre ahorraremos tiempo, él y yo. Además, nos vamos entreteniendo mientras charlamos.

– Hmm .

– Anda, dímelo -insistió Tomás-. ¿Qué noticias inquietantes eran ésas?

La rusa suspiró.

– Está bien, te lo contaré -se rindió Nadezhda-. Lo que pasó fue que en ese momento empezó a circular la información de que el suelo había aparecido por debajo de la tundra.

– ¿El suelo? ¿Qué suelo?

– La tierra.

– ¿La tierra apareció por debajo de la tundra? ¿Y después?

Nadezhda lo miró con una expresión interrogativa.

– Escucha: ¿tú sabes lo que es la tundra?

– Pues… no.

– Se nota -exclamó ella con sarcasmo-. La tundra es el terreno más inhóspito que existe en Siberia. Cubre todo el Círculo Polar Ártico y está congelada. Hay puntos donde se acumulan más de mil metros de espesura de hielo, y en el extremo, a lo largo de la superficie, se extiende una fina alfombra de césped donde crecen muy pocos árboles. Son kilómetros y kilómetros así, siempre con la tierra congelada.

– ¿Y estás diciendo que la tierra apareció debajo de la tundra?

– Sí. En verano.

Tomás miró a Nadezhda con una expresión vacía, sin entender adonde ella quería llegar.

– El hielo de la tundra se derritió en el verano y apareció la tierra. -Curvó la boca-. ¿Y entonces? ¿Qué tiene eso de especial?

La muchacha inclinó la cabeza.

– Tomik, aquello era la tundra. -Se inclinó en su dirección para enfatizar lo que estaba diciendo-. La tundra.

– Sí, ¿y?

– La tundra está siempre helada. Por encontrarse permanentemente congelado, este tipo de terreno se designa como vétchnaya merzlotá: congelación eterna. Los ingleses dicen permafrost. -Se desorbitaron sus ojos azules-. Ahora hace milenios que la tierra por debajo de la vétchnaya merzlotá no veía la luz del sol.

– ¿Hace cuánto tiempo?

– Milenios.

Tomás se acarició, pensativo, el mentón.

– Eso es realmente mucho tiempo -coincidió-. ¿Y qué ha ocurrido para que la tierra aparezca ahora? ¿Hay actividad volcánica en esa zona?

– No es eso, Tomik. No ha sido la tierra la que ha subido, sino que se ha derretido el hielo que la cubría, ¿entiendes?

– ¿El hielo se ha derretido? ¿Por qué?

– Porque han subido las temperaturas -exclamó ella como quien expone una evidencia-. Desde la década de los setenta, las temperaturas medias en Siberia han aumentado cinco grados. -Repitió el valor, casi deletreándolo-: Cinco grados.

– ¿Y?

– La tundra comenzó a derretirse. El hielo retrocedió un tres por ciento en el Ártico y abrió un canal de agua líquida en la costa norte de Siberia, que antaño se encontraba permanentemente congelada. La tundra ha desaparecido y, en su lugar, ha surgido el suelo. -Bajó el tono de voz, que se hizo sombrío-. El problema es que ese suelo es oscuro.

– ¿Qué tiene eso de especial?

– Tomik, piensa un poco. Antes, cuando el verano llegaba, los rayos de sol chocaban con la nieve y el calor era reflejado hacia el espacio. Pero ahora esos rayos ya no encuentran el espejo de nieve que refleja el calor, sino tierra oscura, que lo absorbe.

– Ya veo.

– Se produce el efecto «bola de nieve». El calor queda retenido en la tierra oscura de Siberia y hace subir la temperatura, lo que acelera el derretimiento del resto de la tundra, lo que expone más tierra oscura que provoca más derretimiento, y así sucesivamente. Siberia ha entrado en un ciclo vicioso de calentamiento que va a destruir todo el hielo del Círculo Polar Ártico.

– Bien, pero sin duda ha de quedar el hielo del Polo Norte.

– Tomik, según nuestros cálculos no habrá hielo permanente en el Polo Norte en 2030, tal vez incluso antes.

Tomás contrajo el rostro en una mueca incrédula.

– No lo creo. Todo aquel hielo no se derrite así, sin más ni más.

– ¿Ah, no? Entonces déjame contarte una historia. Durante la Guerra Fría siempre se pensó que el Ártico sería uno de los escenarios de batalla si el conflicto se agravaba, lo que nos llevó, a nosotros y a los estadounidenses, a llenar de submarinos nucleares las aguas por debajo del hielo. La idea era que, en caso de guerra, los submarinos subiesen rápidamente a la superficie y lanzaran los misiles contra el enemigo. Con el fin de detectar los puntos más adecuados para emerger y tomar posiciones, esos submarinos pasaron toda la Guerra Fría midiendo el espesor de la capa de hielo del Ártico. ¿Sabes lo que descubrieron? -Alzó el pulgar y el índice y los juntó-. Entre la década de los sesenta y la de los noventa, esa capa se hizo un cuarenta por ciento más fina. -Se le desorbitaron los ojos, enfatizando el número-. Cuarenta por ciento, Tomik.

– ¿En serio?

– Por eso Filhka me contrató. Para medir el retroceso de la tundra. Se hicieron las mediciones y los resultados son concluyentes. Dentro de algunos años, si vas al Polo Norte en verano, ¿qué crees que vas a encontrar?

– ¿Osos?

Nadezhda suspiró.

– Agua y nada más que agua.

Загрузка...