Capítulo 11

Las primeras veinticuatro horas después de haber dejado a su madre en la residencia fueron las más difíciles para Tomás. Cuando regresó del paseo fatídico y volvió a entrar en el piso de sus padres, lo sintió extrañamente vacío, como si se hubiera vaciado de sentido. Era verdad que en los últimos meses el declive acelerado de su madre había llenado aquel lugar de silencio, un sosiego en cierto modo inquietante, sobre todo debido a las muchas horas que pasaba durmiendo; sólo el hecho de saberla en casa, sin embargo, se le antojaba algo reconfortante, le parecía que una centella de luz aún brillaba allí, tenue, es cierto, pero viva. Ahora, no obstante, todo era diferente. El piso estaba efectivamente vacío, despojado de vida, no era más que un cuerpo hueco abandonado al olvido.

El silencio pesado había forzado a Tomás a la introspección, y había agravado su sentimiento de culpa. No era sólo el problema de haber alojado a su madre en la residencia, contra su voluntad, lo que lo atormentaba; era también la cuestión de haberla llevado engañada, de haberla convencido de que sólo iban a dar un paseo. Se acordaba de que, siendo niño, su madre le anunció cierta vez que iban al hospital a dar una vueltecita y de que esa vueltecita acabó con los enfermeros clavándole agujas en las nalgas. Siempre había conservado de ese episodio un recuerdo amargo; era en definitiva el recuerdo de una traición de su madre. Temía ahora por la inversión de los papeles, tenía miedo a lo que ella pensaría de ahora en adelante sobre lo que acababa de hacerle. Analizando la cuestión a fondo, por primera vez Tomás le había negado a su madre su estatuto de adulta, de ser la mayor, y ¿qué era eso sino una forma de violencia? Pero, por otro lado, y por más que se mortificase, no vislumbraba una alternativa mejor. ¿Qué otra cosa debería haber hecho? ¿Dejar a su madre en aquel estado sola en casa? ¿No sería eso una forma de abandono? ¿Y si le ocurría algo? ¿Podría él perdonarse alguna vez?


Para huir de la angustia que lo sofocaba, se refugió en el trabajo. Cuando volvió de la residencia, y después de una deprimente cena solitaria en la despensa del piso, se encerró en el despacho de su padre. Decidió distraer la mente e intentar descifrar el enigmático e-mail que Cummings le había enviado a Filipe, el extraño mensaje que había interceptado la Interpol. Consultó sus anotaciones y localizó la copia de ese mensaje.


Filipe:

When He broke the seventh sea!,

there was silence in heaven.

See you.

Jim


Así, a primera vista, le parecía un código. Sí, consideró, balanceando afirmativamente la cabeza, era un código. Si fuese una cifra, el texto tendría un aspecto diferente. El problema era que, siendo un código, resultaba claro que tenía por delante un verdadero rompecabezas, dado que su sentido preciso sólo lo conocían, probablemente, las dos personas que intercambiaron el mensaje. Entre ellas, por cierto, se había acordado previamente el significado del enigma, y sólo ellas lo podrían explicar.

Un detalle, sin embargo, llamó la atención de Tomás. Leyó de nuevo la frase: « When He broke the seventh seal, there was silence in heaven». Abrió mucho los ojos. No había dudas, aquél era un detalle revelador. He: El. El mensaje decía He, con «H» mayúscula; era lo mismo que decir «Él» con «E» mayúscula. Era un indicio, una pista, una señal que apuntaba en una dirección inconfundible. En la experiencia de Tomás, «Él» sólo podía referirse a una entidad: Dios. Se trataba, con toda certidumbre, de una cita religiosa.

Súbitamente animado y excitado, se levantó y fue a buscar la Biblia al estante. Pero, cuando se sentó de nuevo frente al escritorio, vencido el fulgor que había suscitado el entusiasmo del descubrimiento de una pista segura, miró el libro y casi se desanimó al comprobar su voluminoso tamaño. El hecho de que la Biblia fuese enorme nunca le había llamado tanto la atención como en aquel instante, sobre todo porque, al hojearla, comprobó que se encontraba impresa en papel muy fino y en letra microscópica: parecía un contrato de una compañía de seguros. Era mucho texto.

Venció el primer impulso de desistir y comenzó a leer desde el inicio: «Al principio creó Dios los Cielos y la Tierra. La Tierra estaba confusa y vacía, y las tinieblas cubrían la luz del abismo, pero el espíritu de Dios estaba incubando sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: "¡Haya luz!"; y hubo luz». Todo esto ya lo había leído en el pasado, varias veces y en diversas circunstancias. Pero nunca había leído la Biblia de cabo a rabo, Antiguo y Nuevo Testamento de un tirón, y suponía que aquella circunstancia era tan buena como cualquier otra para hacerlo. Lo cierto es que había una cita que localizar y sólo podría llegar a ella si leyese lo que tenía que leer.

Y eso fue lo que hizo: leer.


Le llevó seis días recorrer la Biblia de la primera a la última palabra, comenzando «En el principio» y acabando con el «Amén» final. La leyó sin pausas, a no ser las naturales, y cuando cerró el volumen no sabía qué pensar. Se sentía desconcertado con lo que había descubierto, asustado hasta con las implicaciones del sombrío misterio que acababa de desvelar parcialmente.

Intentó relajarse y encendió el ordenador. Fue derecho al correo electrónico y, entre la mucha basura que recibía habitualmente, detectó un mensaje enviado por el séptimo sello. ¿El séptimo sello? El e-mail tenía cuarenta y ocho horas. Febril con la expectativa, Tomás hizo clic de inmediato en aquella línea y abrió el mensaje. Era corto, informativo y, teniendo en cuenta el nombre que lo firmaba, explosivo.

Filipe.

El e-mail venía firmado por un viejo amigo, de su juventud, Filipe Madureira, el mismo al que buscaba la Interpol por su presunta implicación en el asesinato de los dos científicos, el mismo con quien había pasado tardes enteras estudiando o jugando al futbolín o hablando de chicas en la época del instituto de Castelo Branco. Por lo visto, Filipe había consultado realmente el sitio de los antiguos alumnos del instituto y se había encontrado con el mensaje que Tomás le había remitido. Aquélla era la respuesta.

Después de una breve ponderación, Tomás cogió el móvil y marcó el número.

– Hola, Orlov -saludó-. Tengo novedades para usted.

– ¿Qué ocurre?

– He recibido un contacto de mi amigo Filipe.

– ¿En serio? ¿Dónde está él?

– Me temo que no tengo libertad para decírselo.

El hombre de la Interpol vaciló al otro lado de la línea.

– ¿Cómo es eso? ¿Que no me lo puede decir?

– No. Él me pidió confidencialidad en cuanto a su paradero.

– Pero, entonces, ¿cómo puedo avanzar en la investigación?

– Tendré que hacerlo yo.

– ¿Usted? -se sorprendió Orlov-. Pero usted ni siquiera es policía…

– Oiga, Filipe acepta encontrarse conmigo siempre que yo mantenga el secreto acerca del lugar donde está. Si asumo ese compromiso, debo respetarlo, ¿entiende?

– Hmm.

– Entonces, ¿qué hago? ¿Asumo el compromiso o no?

El ruso se mantuvo un instante callado, evaluando la situación.

– No me parece que haya alternativa, ¿no?

– Usted es el que sabe.

– Mire, acepte -decidió Orlov-. Encuéntrese con él y obtenga toda la información que sea posible.

– Muy bien -asintió Tomás-. Voy a necesitar dinero para el viaje.

– ¿En qué país está?

– No le puedo revelar eso.

Orlov se rio.

– No importa -dijo-. Era por ver si lo pillaba. -Cambió de tono-. Vamos a transferir dinero a su cuenta, ¿de acuerdo? Usted coge ese dinero y hace con él lo que tenga que hacer, sin necesidad de presentar cuentas ni entregar facturas. De ese modo mantiene el sigilo en cuanto a su desplazamiento. ¿Le parece bien así?

– Me parece perfecto.

– Pues muy bien -concluyó el ruso ya para despedirse-. Dígame algo cuando vuelva.

– Espere -exclamó Tomás.

– ¿Qué?

– Aún no le he contado todo.

El agente de la Interpol pareció desconcertado.

– Ah, disculpe. Creí que había dicho que no podía, por el momento, revelar nada sobre el e-mail de su amigo.

– Y no puedo. Pero tengo otras novedades.

– ¿Qué?

– Creo que ya he entendido el sentido del mensaje que el inglés le envió a Filipe.

Orlov soltó una nueva carcajada.

– Usted es realmente un crack -exclamó-, ¿En serio? ¿Ya ha descifrado aquel galimatías?

– Lo he descodificado -corrigió Tomás-. El mensaje no es una cifra, es un código. Las cifras se descifran, los códigos se descodifican.

– ¿Usted cree que es un código?

– Sin duda.

– ¿Y cuál es el mensaje que oculta?

El historiador se inclinó sobre el escritorio y cogió el grueso volumen que acababa de leer.

– El sentido del código lo revela la Biblia.

– ¿En serio?

– Sí. Y adivine en qué parte de la Biblia.

– No tengo idea.

– En el Apocalipsis. La respuesta está en el Apocalipsis. -Se rio-. Pero fíjese en qué mala suerte la mía. Como la cita se encuentra en el último texto del Nuevo Testamento y yo comencé por el principio, tuve que leer toda la Biblia hasta llegar a encontrarla.

– No ha hecho más que cumplir con su obligación -se impacientó el ruso-. Dígame cuál es el mensaje que oculta la frase.

Tomás abrió la Biblia apoyada en la mesa y hojeó las últimas páginas hasta llegar al Libro de la Revelación.

– Para entender el sentido del mensaje es necesario comprender el contexto en el que aparece inserto -dijo-. ¿Usted ya ha leído el Apocalipsis?

Orlov soltó un chasquido inesperado con la lengua.

– ¿Usted me ve cara de beato o qué? ¿Piensa que tengo tiempo para leer esas cosas?

– Entonces, si nunca ha leído el Apocalipsis, déjeme que le haga una presentación. Como ya le dije el otro día, firma este texto Juan, supuestamente el apóstol. -Recorrió con la mirada las primeras líneas de las páginas abiertas frente a él-. Comienza diciendo que Jesucristo se le apareció a Juan y le entregó mensajes para siete comunidades cristianas en Asia Menor. -Avanzó unas páginas-. La historia se torna muy interesante justo después, cuando Juan es llevado al Cielo.

– ¿El apóstol voló al Cielo? -bromeó Orlov-. ¿Fue en clase preferente o turista?

– Ascendió al Cielo -repuso Tomás, ignorando la broma, y fijó los ojos en el párrafo-. Aquí está escrito lo siguiente -dijo, y comenzó a leer el texto-: «… tuve una visión, y vi una puerta abierta en el Cielo, y la voz, aquella primera que había oído como de trompeta me hablaba y decía: "Sube acá y te mostraré las cosas que han de acaecer después de éstas". Al instante fui arrebatado en espíritu y vi un trono colocado en medio del Cielo, y sobre el trono, uno sentado"». -Alzó los ojos de las líneas-. Ese «uno» era, está claro, Dios.

– ¿Dios? ¿Juan dice que vio a Dios?

– Sí.

– ¿Y cómo es El? ¿Tiene luengas barbas blancas?

– El Dios que describe Juan en el Apocalipsis no es antropomórfico. Fíjese en la descripción que el autor hace de Él. -Volvió al mismo párrafo-. «El que estaba sentado parecía semejante a la piedra de jaspe y a la sardónice, y el arcoíris que rodeaba el trono parecía semejante a una esmeralda.» Tomás se saltó una línea-. «Salían del trono relámpagos, y voces, y truenos…»-Pero ¿qué rayos de Dios es ése?

– Es el Dios que Juan dice haber visto. No es una persona, sino luz, color y sonidos.

– Todo eso es una alucinación, ¿no?

– Tal vez -admitió Tomás-. Pero no lo creo. Este texto está muy pensado, ¿sabe?

– ¿Por qué dice eso?

– Por su estructura. Las escenas están descritas con mucho detalle y muestran influencia de escritos judaicos, en particular de los de Daniel. La estructura parece obedecer a un plan y utiliza patrones numéricos, lo que no es característico de las alucinaciones.

– ¿Cómo la historia del triple seis?

– Exacto. El triple seis no es una alucinación. Como ya hemos visto, se trata de la guematría del nombre de Nerón. Por tanto, este texto está pensado, no es el resultado de una alucinación.

– Comprendo -aceptó Orlov, y cambió de tono-. Decía entonces usted que Juan subió al Cielo y vio a Dios. ¿Y después? ¿Qué ocurrió?

Tomás volvió al texto.

– Juan escribe lo siguiente: «Vi a la derecha del que estaba sentado en el trono un libro, escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos».

– ¿Un libro con siete sellos?

– Sí. En realidad, se titula el Libro de los Siete Sellos. En la descripción de Juan, Cristo se dirigió al trono y recibió de Dios ese libro. Fue en ese momento cuando Jesús, presentado bajo la forma de un cordero, comenzó a romper los sellos uno a uno.

Orlov se mostraba ahora enteramente absorbido por la narración.

– ¿Y entonces?

– Los primeros cuatro sellos hicieron aparecer a cuatro jinetes destructores. Son los cuatro jinetes del Apocalipsis. Uno es un conquistador, los otros son portadores del hambre, de la guerra y de la muerte. El quinto sello hizo aparecer a los mártires y el sexto trajo un terremoto y otros terribles cataclismos destinados a castigar los pecados de la humanidad. -Tomás hizo una pausa-. Es entonces cuando el texto presenta la frase fatídica.

– ¿Cuál de ellas?

– La frase que incluye el mensaje que ustedes interceptaron en Internet.

– ¿Qué mensaje? ¿El del inglés?

– Sí. -Tomás apoyó el índice en la línea y leyó-: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el Cielo…».

La frase resonó en la mente de Orlov. En efecto, ése había sido el mensaje que James Cummings le había enviado a Filipe Madureira.

– Muy bien -asintió-. En la Biblia viene escrita esa frase. Cristo rompió el séptimo sello del Libro de los Siete Sellos. ¿Y después? ¿Qué ocurrió después?

El historiador cerró la Biblia colocada sobre su escritorio y respiró hondo.

– Juan vio truenos, relámpagos y terremotos por todas partes. En la tierra y en el mar se lanzan fuego, granizo y sangre, y un tercio del planeta se vuelve inhabitable. Cae una estrella del cielo y el Sol queda oscurecido por la humareda. En una extinción en masa, parte de la humanidad y de la vida desaparecen. -Hizo una pausa-. En resumen, comienza el Apocalipsis.

Orlov ponderó durante un instante la descripción.

– ¿Cuándo ocurre eso?

– Ocurre cuando aparece en la Biblia la cita usada en el mensaje que ustedes interceptaron. -Recitó de memoria-: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el Cielo…».

El ruso hizo un chasquido con la lengua.

– Caramba -exclamó-. Su instinto apuntaba bien.

– Pues sí -dijo Tomás-. ¿Ha visto ya lo que esta frase desencadena?

– El fin del mundo, querido profesor. El fin del mundo.

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