Capítulo 5

Una tranquilidad inquietante parecía dominar el ambiente. Era algo irreal, incluso perturbador, como si un espectro invisible se cerniese en el aire, flotando fantasmagóricamente sobre las conversaciones susurradas. No fue hasta el mediodía, deambulando por la tercera residencia que visitaba esa mañana, cuando Tomás se dio cuenta de qué lo desorientaba.

El mutismo.

Figuras encorvadas y arrugadas, frágiles, las cabezas calvas o cubiertas por copos blancos de pelo, rodeaban la gran mesa, como resignadas al inexorable expirar del tiempo; la hoguera que años antes las había animado de vida se encontraba ahora casi extinta, mera leña de la que ya no salía llama ardiente, sólo un vago hilo de humo; su vida se había convertido en el calor tenue de la chimenea que se apagaba, pronta a ser vencida por el gran frío que se acercaba, cruel y eterno.

Algunos viejos sumergían despacio las cucharas en la sopa; otros, con babero, tenían mujeres con bata que les llevaban la comida a la boca, como si fuesen bebés; y dos parecían zozobrar de sueño sobre la mesa, con la cabeza pendiendo entre espasmos hacia delante, los ojos húmedos casi derrotados por la modorra, las bocas desdentadas soltando saliva. Pero lo que todos tenían en común, además del aspecto desgastado y de la llama que se les apagaba en el pecho, era comer en silencio. Los murmullos irrumpían intermitentes, marcados por el tintineo de los cubiertos en la loza blanca y por el schlurp mojado de las bocas desdentadas sorbiendo la sopa. Los sonidos del almuerzo.

Tomás se quedó largo rato contemplando la escena, casi sorprendido porque hubiese quien almorzase así. Desde la infancia se había habituado a la idea de que las comidas en grupo eran acontecimientos sociales, el momento en que la familia o los amigos se reúnen alrededor de una mesa para afirmar su sentido de grupo, intercambiar impresiones, compartir sentimientos, esgrimir argumentos. Era el momento de la palabra, de las historias, de las carcajadas, de la discusión, hasta de la disputa, el instante en que la comida a veces se veía relegada a segundo plano, como si no pasase de un mero pretexto para la animada reunión diaria.

Allí, sin embargo, todo era diferente. La comida parecía haber perdido su sentido social, se había reducido al instante en que aquellas figuras carcomidas por los años convergían en la misma sala para chupar ruidosamente sus cucharas de sopa. Era un momento de soledad. Tomás ya había oído decir que, con la edad, las personas tienden a regresar a la infancia; no a la infancia del niño inquieto que todo lo pone patas arriba, sino a la infancia más tierna, más primitiva, más inerte, a la infancia del bebé que ronronea y duerme y come y defeca y ronronea y duerme y come y defeca. Una cosa, no obstante, es oír en abstracto esa descripción de lo que es el envejecimiento; otra, mucho más brutal, es tenerlo enfrente, verlo ante tus ojos, sentirlo palpable, constatarlo real, saberlo tan crudamente verdadero.

– Es una escena extraña, ¿no le parece?

Tomás volvió la cabeza hacia atrás y posó los ojos verdes en los castaños achocolatados de la mujer que había hablado. Tenía una mirada dulce y un rostro bonito, el cabello oscuro ondulado con mechones claros.

– Sí -asintió él-. Nunca imaginé que el ambiente de una residencia tuviese este aire tan…, tan de nido.

La mujer extendió la mano.

– Maria Flor -se presentó-. Soy la directora de la residencia. -Se saludaron-. ¿Ha venido a visitar a algún familiar?

– No. Estoy buscando un lugar para mi madre.

Maria le pidió datos sobre el estado de salud de la madre y, después de escucharlo, adoptó la expresión de persona experta.

– No es fácil, ¿no?

– No, no lo es.

La directora recorrió con la mirada el comedor, donde los viejos comían la sopa en silencio.

– A veces, cuando estoy aquí viendo a mis huéspedes a la hora de las comidas, me descubro pensando en los triunfos de la medicina. Se anuncian curas para el cáncer, soluciones para las enfermedades cardiacas, vacunas nuevas, antibióticos más eficientes, descubrimientos increíbles que nos permiten prolongar la vida. -Sonrió sin humor-. Dicho así, es muy bonito, ¿no? Prolongar la vida, triunfar sobre las enfermedades, vivir hasta los cien años.¡Qué cosa magnífica! -Observó a Tomás-. Cada vez se muere más tarde, ¿se ha dado cuenta?

– Sí, es extraordinario.

– ¿Verdad que sí? -Volvió a contemplar el almuerzo-. Pero ¿para qué? -Frunció los labios-. Cuando se dice que vivimos mucho más tiempo, hasta da la impresión de que es como una fiesta que se prolonga hasta la madrugada. Me hace recordar a cuando yo era pequeña y mis padres me mandaban a la cama después de ver Bonanza en la televisión. Me encantaba Bonanza y detestaba que el programa se acabase, porque era señal de que tenía que irme a acostar. Aquí ocurre lo mismo. Los avances de la medicina dan la impresión de que ha llegado un Bonanza que dura horas y más horas. En vez de ir a la cama a las diez de la noche, me dicen que me puedo acostar a las cinco de la mañana. -Con los ojos desorbitados, imitó una voz juvenil-:¡Vaya chollo!

– Es un poco eso, sí -coincidió Tomás-. La medicina nos permite irnos a la cama mucho más tarde.

Maria alzó el dedo.

– Es un hecho que morimos mucho más tarde, sí. Pero eso tiene un precio, ¿sabe?

– ¿Cuál?

La directora hizo un gesto amplio que abarcó todo el comedor.

– Este. Prolongamos la vida y, a partir de cierto límite, empezamos a vegetar. -Se volvió hacia Tomás-. Imagínese a sí mismo con la edad de esta gente. No puede andar, confunde las cosas, no puede cuidar de sí mismo ni para las cosas más elementales. Le ponen pañales, le limpian el culo, le dan la sopa en la boca, se pasa el tiempo sentado o acostado viendo pasar el día. ¿Qué sentido tiene decir que ha aumentado su esperanza de vida? ¿De qué vida estamos hablando exactamente? ¿De la vida de los pañales, del babero, del culo que nos limpian?

– Bien, ésa es una manera un poco cruda de ver las cosas…

– ¿Le parece? Mire, hay personas que dicen: «¿Va a la residencia?¡Qué horror!». Pero no entienden que el horror no es la residencia. La residencia es la solución que encontramos para enfrentar el verdadero horror, el problema del envejecimiento hasta el límite. Postergamos el horror de la muerte para conocer el horror de la vejez extrema. Es el horror de la degradación, del deterioro indigno, de la sumisión a la humillación.

– ¿Las personas se sienten humilladas en su residencia?

– No, no es mi residencia lo que humilla a las personas. Por el contrario, intentamos dar lo mejor para que se sientan bien. Lo verdaderamente humillante es aquello a lo que tienen que someterse las personas para poder vivir más años. Son sus limitaciones y su degradación. Es su vejez.

– ¿La vejez es humillante?

– No la vejez en sí, sino el hecho de que perdamos facultades y quedemos enteramente a merced de los otros, ¿entiende? -Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los viejos sentados en silencio a la mesa-. ¿Qué cree usted que es la vejez extrema? Imagínese a sí mismo, un hombre seguro, bien parecido, independiente, que siempre supo ocuparse de sus cosas. Imagine que de repente ya no consigue andar y que por ello no puede ir cada media hora al cuarto de baño. ¿Qué le ocurre?

– Alguien me lleva al cuarto de baño, supongo.

– Oiga, un enfermero es capaz de hacer eso con usted una, dos, tres veces, no digo que no. Pero, si le pide al enfermero que lo haga veinte veces al día, todos los días, semana tras semana, mes tras mes, y hay diez viejos más que piden lo mismo y el enfermero está cargado de tareas que debe realizar en poco tiempo, ¿sabe lo que ocurre? ¿Lo sabe? -Dejó sentir el peso de la pregunta-. Le ponen un pañal. Y allí está usted, que durante toda la vida ha sido dueño de sí mismo, sentado en el sofá orinándose en los pañales. Y eso para el resto de su vida, sin perspectiva de recuperar la autonomía anterior. ¿Cómo se sentirá cuando eso ocurra?

– Pues…, no lo sé…

– Humillado. Se sentirá humillado. Y cuando tenga que defecar, ¿qué va a hacer? Se defecará en los pañales. Después vendrá el enfermero a quitarle las faldas y a limpiarle el culo. ¿Cómo se sentirá usted? Humillado. ¿Y cuando ya no pueda sujetar bien la cuchara porque le tiembla la mano y usted, por más que lo intente, no logre controlarla? Le pondrán un babero en el pecho y le darán la sopa en la boca. Y usted, que durante toda la vida ha sido dueño de sí mismo, un hombre independiente, un ser humano autónomo, orgulloso, ¿cómo se sentirá?

– Humillado -asintió él, bajando la cabeza.

Maria Flor miró la mesa donde transcurría el almuerzo silencioso.

– Es así como se sienten ellos.


Tomás volvió a casa algo deprimido. Fue a la habitación y se encontró con su madre durmiendo en la cama, la luz amarillenta de la lámpara encendida en la cabecera, un libro caído entre las manos con las páginas abiertas. Puso el libro en la mesilla, apagó la lámpara con un clic suave, estiró la manta para abrigar más a su madre, la sintió respirar de forma tranquila y cadenciosa y la besó suavemente en la frente.

Entornó la puerta de la habitación y fue al antiguo despacho de su padre. Había tenido una idea y quería ponerla en práctica. Encendió el ordenador y buscó el sitio en el que pensaba. La página se abrió en la pantalla y Tomás contempló con una sonrisa nostálgica los rostros familiares que lo miraban como si los hubiesen transportado en una máquina del tiempo. Era el sitio de la gente de su generación en el instituto de Castelo Branco. Se veían fotos de la época e imágenes actuales; algunos rostros seguían siendo casi los mismos, pero otros se habían transformado, habían perdido el pelo o engordado un montón. Contempló escenas en la puerta del instituto, equipos de fútbol, fiestas, excursiones, sonrisas, payasadas, amoríos, motos; desfilaba allí un compendio de recuerdos. Clicó en el chat y entró en la página en la que los antiguos alumnos intercambiaban mensajes.

Tecleó:


«Filipe Madureira. Necesito hablar contigo

con mucha urgencia. Dime algo. Tomás Noronha».


Le dio al enter y el mensaje entró en el sistema de chat.

Apagó el ordenador y se recostó en la silla, analizando sus opciones. Iría al día siguiente a Lisboa a hacer el control suspendido y entonces quedaría libre para la investigación que le había encargado la Interpol. No estaba seguro de si el mensaje que había lanzado en el chat tendría respuesta, así que necesitaba explorar otros caminos. Pero ¿qué caminos?

Se levantó y fue al estante a buscar una Biblia de su padre, que llevó hasta el escritorio. Hojeó el grueso volumen hasta localizar, en una de las páginas finales, el texto que buscaba.

Apocalipsis.

«Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro, no selles los discursos de la profecía de este libro, porque el tiempo está cercano», murmuró en un susurro, leyendo el párrafo inicial.

«Una profecía», se repitió a sí mismo. «Esto es una profecía. Y el tiempo está cercano.»Cercano.

Volvió la atención al texto y lo siguió línea a línea, frase a frase, párrafo a párrafo; porfió entre la maraña de palabras, paciente y meticuloso, hasta que, unas páginas más adelante, localizó por fin el fragmento crucial. Lo leyó en silencio una vez y después repitió la lectura en un susurro, como si el sonido de su propia voz lo ayudase a detectar sentidos ocultos.

– «Aquí está la sabiduría» -leyó-. «El que tenga inteligencia que calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis.» -Alzó los ojos, pensativo, y repitió la frase misteriosa-: «Su número es seiscientos sesenta y seis».

Dibujó los tres guarismos en una hoja de papel:



Se quedó un buen rato mirando el triple seis, analizando las alternativas que tenía frente a sí, contemplando los caminos para la solución. «Este número contiene una palabra. Más que una palabra, es un mensaje», concluyó.

Un mensaje cifrado.

Se levantó y fue de nuevo al estante a buscar otro libro, un viejo volumen de páginas amarillentas, las hojas casi despegadas por el tiempo, letras orladas en oro con el título Cábula en la cubierta y en el lomo descolorido. Abrió el libro y sintió el olor dulzarrón del tiempo liberarse de las páginas envejecidas; las volvió una a una, con movimientos delicados, como si tuviese miedo a que se deshicieran en polvo bajo sus dedos.

Mientras hojeaba el volumen, su mente regresó al mensaje que había dejado en la página del instituto. ¿Y si Filipe no respondía? Consideró lo poco que sabía, y deprisa concluyó que necesitaba reunir más información sobre su viejo amigo.

Dejó el libro momentáneamente de lado, cogió el móvil y marcó el número.

– Orlov, dígame una cosa -pidió, después de intercambiar saludos con el hombre de la Interpol-: ¿qué tipo de trabajo estaba haciendo mi amigo Filipe?

– Consultoria en el área energética.

– Sí, pero ¿qué es eso de área energética? ¿Electricidad?

La voz del otro lado emitió unos sonidos cercanos al jadeo que Tomás pudo captar que eran propios de alguien que estaba masticando. Ese hombre no paraba de comer.

– Petróleo -dijo Orlov, después de tragar algo-. Se licenció en Geología y le preocupaban cuestiones energéticas en general, pero su verdadero interés residía en el área petrolera.

– ¿Ah, sí?

– Además, la última persona que lo vio, por lo que sé, fue un tipo llamado Abdul Qarim, en la sede de la OPEP.

– ¿Vieron a Filipe por última vez en la sede de la OPEP?

– Sí.

– Pero ¿la sede no está en Arabia Saudí?

Orlov se rio.

– No, profesor. Está aquí, en Europa.

– ¿La OPEP está afincada en Europa?

Más sonidos confusos revelaban que el ruso estaba comiendo un nuevo bocado. Masticó deprisa e, instantes después, con la voz ahogada por el alimento y la respiración casi jadeante de tanto esfuerzo de deglución, pudo volver a hablar.

– En Viena.

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