Capítulo 25

De la vivienda se apreciaba el mismo aspecto tranquilo de siempre, tal vez un poco más risueño que las otras veces que había ido; al fin y al cabo, la primavera siempre se adelantaba y los parterres del jardín ya florecían con exuberancia. Las rosas comunes centelleaban al sol, rojas y amarillas, intensas de vida, compitiendo con el naranja de los alquequenjes, las hojas traslúcidas a contraluz; pero era el azul celeste de los ajenuces, con sus pétalos abiertos como estrellas, lo que otorgaba la apariencia exótica a la vegetación.

Tomás entró en la casa y fue como si estuviese a la puerta de otro mundo. Hasta ese instante, había vivido obcecado por la aterradora experiencia que acababa de tener en Siberia. No lograba borrar de la memoria el sonido de la detonación del kalashnikov que había destruido la cabeza de Nadezhda ni la imagen de la muchacha tendida en el suelo de la taiga, con el cerebro esparcido en el claro donde la habían ejecutado. El sonido y la imagen asombraban a Tomás sin parar y fue con ese recuerdo martilleándole la mente como hizo todo el viaje de regreso, desde las márgenes del Baikal hasta el porche de la residencia, en Coímbra.

En el instante en que traspuso la puerta de entrada, el machacar ininterrumpido cesó abruptamente; parecía que la mente le había concedido una tregua piadosa. Era como si el subconsciente supiese que, para lidiar con el nuevo problema, no podía arrastrar el anterior; todo tenía su tiempo y sólo podía ocuparse de una cosa cada vez. Por ello, con la cabeza inesperadamente limpia, fue derecho al despacho de la directora, en medio del pasillo, y no se detuvo hasta que vio el nombre de Maria Flor señalado en una pequeña placa atornillada a la madera de la puerta.

– ¿Puedo pasar? -preguntó asomándose después de golpear.

La directora, sentada frente al escritorio consultando papeles, lo acogió con una sonrisa encantadora.

– Adelante, profesor. -Hizo un gesto para que se sentase en la silla al otro lado del escritorio-. Ya creía que usted había desaparecido de la faz de la Tierra.

Tomás se acomodó en el asiento.

– Poco faltó -comentó estremeciéndose-. He estado ausente del país, he vivido una situación muy complicada y no he vuelto hasta hoy. En cuando bajé del avión, en Lisboa, fui a buscar el coche y he venido derecho hasta Coímbra. Acabo de llegar.

– Me di cuenta de que no ha estado por aquí.

Tomás se encogió en la silla y bajó los ojos, ligeramente avergonzado por lo que podría pensarse de su ausencia después de haber dejado allí a su madre.

– Le pido disculpas, pero fueron obligaciones profesionales -se justificó de nuevo, y alzó la cabeza, como si diese ya por suficientes las autoinculpaciones-. ¿Cómo está mi madre?

– Se ha escapado.

Tomás la miró con los ojos desorbitados. La información lo había afectado con la violencia de una bofetada.

– ¿Cómo?

– Su madre se ha escapado.

– ¿Cómo que se ha escapado?

– Muy sencillo. Cogió sus cosas y se marchó.

– Pero…, pero… ¿la dejaron irse?

La directora suspiró.

– Profesor, ¿qué podríamos hacer nosotros? No se olvide de que todo esto es nuevo para ella. Su madre estaba habituada a una determinada rutina y a su modo de vida, que le era muy familiar, y de repente se vio transportada a un medio totalmente extraño, para colmo contra su voluntad. Como era de esperar, reaccionó mal.

Sentado en la silla, Tomás comenzó a sentir que la furia le crecía en el pecho como un volcán a punto de entrar en erupción.

– Pero ¿ustedes la dejaron salir?

– Que yo sepa, profesor, su madre es adulta y mantiene todos sus derechos, incluida la libertad de movimientos. Si ella cogió sus cosas y se fue, ¿qué podíamos hacer? Ella no es una prisionera, ¿no? No fue condenada por ningún tribunal, ¿no?

– Pero ella no puede andar suelta por ahí, es un peligro para sí misma. ¿Dónde está mi madre ahora?

Maria señaló la puerta.

– Está aquí.

– ¿Perdón?

– Está aquí en la residencia.

Miró a la directora, desconcertado.

– Disculpe, no la estoy entendiendo. ¿No me había dicho que se había escapado?

– Dije eso y es verdad. Se escapó al tercer día.

– ¿Y ahora está aquí?

– Sí, conseguimos traerla de vuelta, gracias a Dios.

Tomás soltó un bufido de alivio.

– ¡Uf!

– Intentamos hablar con usted en ese momento, pero su móvil no estaba accesible. No imagina las veces que lo hemos llamado. Como sabíamos que su madre era paciente del doctor Gouveia, nos acordamos de contactar con el hospital y acabamos por hablar con él. Fue el doctor Gouveia quien la localizó y la trajo de vuelta.

– ¿Y cómo se siente ella ahora?

– Se va adaptando, afortunadamente. ¿Quiere ir a verla?

– Claro que sí-dijo levantándose de inmediato-. Pero se encuentra bien, ¿no?

– Se encuentra bien, teniendo en cuenta los condicionamientos de la situación y de la edad, claro -respondió la directora, aún sentada-. Habría sido importante que usted hubiese estado aquí para acompañarla en los primeros días de integración en la residencia.

– Sí, lo sé, pero créame que me resultó del todo imposible.

Tomás se quedó un instante indeciso, sin saber si debería salir o sentarse de nuevo. La actitud de la responsable de la residencia le indicaba que la conversación no había terminado y que tal vez sería mejor que volviese a su sitio.

– Estas cosas son un poco complicadas para nosotros, como debe comprender -dijo Maria, decidida a hacer que aquel cliente asumiese sus responsabilidades-. Dirigir una residencia no es fácil, y siempre estamos enfrentándonos con situaciones nuevas. Ayer, por ejemplo, hubo una octogenaria que se pasó parte de la noche deambulando por la casa, en busca de la cocina. Se desorientó al volver a la habitación y sin querer fue a parar a la cama de tres residentes distintos.

– ¿En serio? -se sorprendió Tomás, de vuelta a la silla-. Vaya, vaya: cuando sea viejecito quiero venir aquí.

– No bromee.

– Disculpe, pero mire lo que son las cosas. Estoy acostado muy tranquilo en mi habitación y, en medio de la noche, viene una mujer a meterse en mi cama.¡Ese es el sueño de cualquier hombre!

Maria se rio.

– ¿Aun siendo una anciana?

– Con esa edad, creo que no podemos ser tiquismiquis, ¿no? En tiempo de guerra, incluso se comen ratas.

Ambos soltaron una carcajada, pero la directora pronto se recompuso. No le pareció de buen tono estar divirtiéndose a costa de aquel tema.

– Oiga, usted está bromeando, pero esto es serio.

La sonrisa se diluyó en el rostro de Tomás, que asintió con la cabeza.

– Lo sé.

– Tenemos clientes que son un amor. Son muy educados y hasta piden disculpas si no consiguen comer solos o se lo hacen en la cama durante la noche. -Alzó los ojos hacia el techo, como desesperada-. Pero hay otros…

Dejó la frase suspendida en el aire.

– ¿Y? ¿Qué hacen los otros?

– Todo y alguna cosa más. Unos no se controlan y dejan excrementos por toda la habitación, es algo terrible. Yo sé que no tienen culpa, pero aun así cuesta entrar allí y limpiarlo todo, ¿no? A veces me dan pena las empleadas de la limpieza.

– Esos deben de ser los peores.

– No. Los peores son los malhumorados, los que nos agreden verbalmente desde que se despiertan. O el desayuno es demasiado temprano o es demasiado tarde, o la cama está demasiado cerca de la ventana o demasiado lejos, o somos todos unos hijos de una tal o dejamos un pelo sin quitar de la bañera, o les quitamos dinero de la cartera o los maltratamos, o la comida está demasiado salada o demasiado insulsa, en fin, siempre todo está mal. Y después crean conflictos con los demás, se acusan mutuamente, es una olla de grillos. -Meneó la cabeza-. Oiga, hay personas que hacen de nuestra vida un verdadero infierno.

– Con la edad, los defectos se acentúan, ¿no?

– Y de qué manera -coincidió Maria-. Pero lo que pasa es que muchos se soliviantan y, a falta de algo mejor, la pagan con nosotros. Esa es la raíz del problema, y tenemos que comprenderlo.

– No me diga que mi madre está en ese grupo.

– No, pobre. Doña Graça es un encanto. Ha tenido dificultades para adaptarse, es verdad, pero se nota que es una persona con clase, incapaz de maltratar a nadie.

– Sí, mucho me sorprendería oírla insultar a alguien.

La directora se levantó por fin de la silla, indicando de ese modo que la conversación se acercaba a su fin.

– Están también los que no paran de incordiar, claro. Pobres, no tienen la culpa, pero fastidian un montón el trabajo. Unos se pasan el día gritando, otros nos siguen por todas partes, y hay dos o tres que preguntan lo mismo o cuentan la misma historia cincuenta veces al día. Necesitan mucho apoyo, pero las exigencias del trabajo nos impiden conversar demasiado. ¿Cómo puede una empleada de la limpieza quedarse media hora conversando con un residente cuando tiene diez habitaciones que limpiar durante la mañana?

– Realmente…

Maria Flor acompañó a Tomás hasta la puerta del despacho y salieron al pasillo. Una anciana se cruzó con ambos, casi arrastrando las chanclas; usaba una bata blanca con volantes de encaje y tenía los cabellos blancos recogidos en una cola de caballo.

– ¿Ve a esta mujer? -susurró la directora cuando la anciana se alejó.

– Sí.

– Se pasa la vida andando por los pasillos. La sentamos a la mesa a la hora de las comidas, pero basta con que nos distraigamos un minuto y, cuando volvemos a encontrarla, está de nuevo paseando por los pasillos. Es exasperante.

– Tal vez sería mejor que estas personas se quedasen todas en casa, ¿no?

– ¿Y quién cuidaría de ellas? Hoy en día las personas no tienen ánimo para quedarse en casa limpiándoles el culo a sus padres y soportándoles sus manías. La verdad es ésa. Las personas hoy viven más tiempo y el estilo de vida de las familias no permite lidiar con tanta población envejecida. Antes poca gente llegaba a vieja, y para esos pocos que alcanzaban una edad avanzada había toda una estructura familiar que les servía de apoyo. Fíjese en que las mujeres en aquel entonces no iban a trabajar, se quedaban en casa ocupándose de los suyos. Hoy ya no es así. Gracias a los avances de la medicina, hay muchos más viejos que en el pasado y, con la entrada forzosa de las mujeres en el mercado de trabajo, ha dejado de haber una estructura familiar montada para atender a los ancianos, ¿me entiende?

– Pues sí, el perfil demográfico de la sociedad ha cambiado.

– Que ha cambiado, ha cambiado -coincidió ella, enfática-. Tal como están las cosas, la ayuda profesional que proporcionan las residencias, siempre que sean de calidad, es fundamental, no tenga dudas. -Apuntó hacia el suelo, indicando la residencia-. Pero hace falta saber lo que es la vejez para entender lo que ocurre aquí dentro. Hay quien dice que una residencia tiene que ser como la casa del residente, pero eso no es más que una ilusión que las personas de fuera alimentan para no sentirse afectadas por la incómoda realidad. -Hizo un gesto alrededor-. La verdad es que una residencia es como un hospital, ¿ha visto? Los residentes autónomos y que se valen por sí mismos se cuentan con los dedos. La mayor parte necesita ayuda para las tareas más sencillas. No pueden lavarse solos, no pueden comer solos, algunos ni siquiera andan, otros tienen una enorme dificultad para orinar, muchos ya no están en posesión de todas sus facultades mentales. En fin, aquí tenemos más pacientes que huéspedes.

– Esto es complicado.

Maria señaló a Tomás.

– Y después, además, tenemos que aguantarlos a ustedes, ¿no?

– ¿A mí?

– Sí, a ustedes. Los familiares.

– ¿Qué hacemos nosotros?

– Usted no ha hecho nada…, lo que, dicho sea de paso, no habla mucho en su favor.

– No me va a echar un rapapolvo, ¿no?

– Oiga, no me corresponde meterme en su vida, pero me gustaría que entendiese que la presencia de los familiares es crucial para ayudar a los ancianos en esta fase difícil de la vida. Muchos de los viejos parecen no entender ya nada de nada, es verdad, pero eso no quiere decir que se hayan vuelto insensibles. Por el contrario, son muy sensibles a la atención que les presta la familia.

– Sé que he estado ausente, pero créame que no podía realmente venir -se disculpó de nuevo-. He tenido compromisos impostergables.

– Usted sabrá, yo no me meto en eso -repitió ella-. Pero, sin querer darle una lección de moral, creo que es importante que sepa que su presencia puede marcar la diferencia en la adaptación de su madre a la vida en este sitio. Las personas no deben meter a los ancianos en una residencia y después esperar que la residencia resuelva todos los problemas, como por arte de magia, porque eso no va a ocurrir. Nuestro trabajo es mantener a las personas aseadas, medicadas, abrigadas y alimentadas. Damos las condiciones materiales que la familia, comprensiblemente, ya no puede dar. Pero, en el plano emocional, y por más simpáticos y cariñosos que seamos con el residente, nada sustituye el contacto con la familia. Por favor, venga a visitar a su madre con frecuencia, no la haga sentirse rechazada y abandonada.

Tomás bajó la cabeza y se mordió el labio. Sabía que era un mensaje que apuntaba directamente a él.

– Tiene razón.

Se detuvieron frente a la sala. La directora paseó los ojos de la izquierda a la derecha y se fijó en la figura sentada junto a la ventana.

– Allí está su madre -dijo-. Antes de que vaya a reunirse con ella, déjeme recordarle una cosa: a esta edad, siempre estamos perdiendo algo.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Las neuronas se van muriendo, unas veces más deprisa, otras más lentamente. Es ley de vida. Lo que quiero es que entienda que, cada vez que venga, puede encontrarla diferente. Y raramente será para mejor.


El sol acariciaba las arrugas que el tiempo había labrado en el rostro de doña Graça cuando Tomás se inclinó y la besó en la mejilla.

– Hola, madre, ¿está bien?

Doña Gracia alzó los ojos verdes límpidos y miró a su hijo, que la observaba con nerviosa expectativa.

– Padre -exclamó, abriendo los brazos-. Padre.

Tomás la miró, atónito.

– Madre, soy yo. Tomás.

Ella pareció admirada. Se quedó un instante en suspenso mirando al recién llegado, casi indecisa, hasta que volvió en sí.

– Ay, disculpa -dijo meneando la cabeza como si quisiese sacudir algo-. Me estoy volviendo distraída. Me pareció que eras mi padre -le acarició el rostro-. Eres guapo como él.

– Pues habré heredado sus genes.

– Hace unos días, casualmente, mi padre y mi madre me dijeron que parecías un ángel.

El hijo se acomodó en la silla vacía frente a doña Graça. No había dudas de que estaba confundida, hablaba como si sus padres aún estuviesen vivos.

– Entonces, ¿cómo se ha sentido estando aquí? -preguntó, desviando la conversación.

– Echo de menos la casa. Ya le he dicho a tu padre que quiero volver.

Todos los recuerdos se le mezclaban. En su vivencia, su marido permanecía vivo, probablemente aún más joven.

– ¿Duerme bien, madre?

– Ni por asomo. Entran en mi habitación unas personas extrañas, es un agobio.

– Son las enfermeras, para ver si todo está bien.

– Prefiero a Alzira, ya estoy habituada a ella. -Alzira era la asistenta de la época en que Tomás estudiaba en el instituto-. Además, cocina mejor. Las chicas que trabajan aquí deberían hacer un curso de cocina, como aquellos de la televisión, ¿sabes? Como el de…, de Maria de Lurdes Modesto. Esos.

Tomás miró alrededor, observando a los ancianos sentados en el salón. Unos dormitaban, otros tenían la mirada perdida en el infinito, una tejía y tres jugaban a las cartas.

– ¿Aún no ha hecho amigas, madre?

– Claro que sí -dijo ella-. ¿Sabes con quién me he encontrado aquí?

– No.

– Con Deolinda. ¿Te acuerdas de ella?

– No tengo idea de quién es.

– ¡Claro que sabes quién es! La conocimos cuando íbamos al instituto.

– Madre, yo nunca he ido al instituto con usted. Cuando usted iba al instituto, yo ni siquiera había nacido.

Doña Graça reflexionó, intentando reordenar la memoria.

– Tienes razón, últimamente se me va la olla. Tu padre y yo sí que la conocimos en el instituto. -Se encogió de hombros-. Pues mira, me he encontrado con ella aquí.

– ¿Y cómo está?

La madre se rio.

– Una depravada -murmuró-. Esa chica siempre fue un poco alocada y por lo visto no se ha corregido. Eso lo lleva en la sangre, no hay nada que hacer.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué lo dice?

– Tú no te imaginas las escenas que monta todos los días.¡Válgame Dios!

– Dígame.

Doña Graça se inclinó y bajó la voz, como si estuviese contando un secreto.

– Mira, está viendo a ver si se liga al enfermero.

– ¿Qué enfermero?

– Un chico joven que trabaja aquí. Deolinda se pasa todo el tiempo exigiéndole que le ponga crema en el ano, pero el médico ya la ha visto y ha concluido que no tiene ningún problema en el ano.-Soltó una risita. Y la bribona insiste. Dice que ya no hay hombres como antes, que son todos unos maricones, y exige que le pongan la pomada en el ano.

– Demonio de vieja -sonrió Tomás.

Doña Graça miró hacia un lado y se estremeció.

– Chis -dijo-. Ahí viene.

El hijo volvió la cabeza hacia la puerta y vio a una anciana que se acercaba a paso ligero con una taza de té en la mano. Llevaba un vestido gris, con la falda arrastrándose por el suelo.

– Pero ¿de dónde ha salido este hermoso muchacho? -preguntó la recién llegada, acercándose a la mesa.

Doña Graça afinó la voz.

– Oye, Deolinda, déjate de disparates. -Apoyó la mano en el brazo de su hijo-. Este es mi Tomás.

Deolinda lo miró de pies a cabeza.

– Hmm… No está nada mal -dijo con la voz insinuante-. Oye, chico, ¿tú sabes ponerle pomada a una mujer?

Загрузка...