Capítulo 26

Even se sentía como un gusano, se retorcía y revolvía sin acomodar sus piernas; el sofá era demasiado corto. El café alborotaba en su estómago y las notas de Mai, su cabeza. Pasó la lengua por los dientes con dureza, intentando eliminar la capa de azúcar, ácido y cafeína que sentía se había alojado como una película corrosiva sobre el esmalte; echaba de menos su cepillo de dientes. Hacía tiempo que Kitty se había ido a la cama, no sin antes despedirse de él deseándole «buenas noches» con el pelo cayéndole por los hombros. Había estado convencido de que sería así; se sentía cansado y listo para dormir, sobre todo ahora que tenía la sensación de haber conseguido desenredar el ovillo que había dejado Mai. Sin embargo, el sueño no llegaba.

¿Realmente quería Mai que buscara una librería que se llamaba Hermes Tris y, de ser así, dónde estaba aquel sitio? En Inglaterra, Estados Unidos, Canadá… las posibilidades eran infinitas. De hecho, no tenía por qué estar en un país de habla inglesa. Alemania. Tal vez Francia, París. ¿Qué se suponía que debía hacer en aquella librería? ¿Encontrar un libro en concreto? En tal caso, ¿cuál? ¿O hablar con alguna persona en especial? ¿Recoger algún mensaje? También en este caso las posibilidades eran muchas. El edredón de los invitados estuvo a punto de caer al suelo y Even lo atrapó en el último momento. ¿Por qué demonios habría dejado un mensaje tan enigmático? ¡Habría sido mucho más sencillo si le hubiera escrito: ve a… y recoge…! ¿Habría algún otro mensaje oculto entre los papeles?

Even se incorporó en el sofá, encendió la lámpara y empezó a leer de nuevo. Sobre todo las notas de Mai. Lo repasó todo minuciosamente, también el dorso de los papeles, incluso el sobre, y para su sorpresa encontró una nueva hilera de números, 01156619, escritos en el interior del sobre. Su vejiga protestó, y Even dejó los papeles sobre la mesa, aunque no pudo resistirse a toquetearlos un poco antes de atravesar la oscura cocina de camino al baño. El baño no tenía ventanas y Even tuvo que encender la luz. Sonrió con cierta nostalgia al ver la vieja cisterna que estaba suspendida del techo. Mientras orinaba, esperó con cierta ilusión infantil el momento de tirar de la cadena que colgaba paralela a la tubería. Sin embargo, una vez hubo terminado, ya con la mano en la empuñadura de porcelana, vaciló. Sorprendido, se dio cuenta de que había dudado por temor a despertar a Kitty. «La consideración hacia personas que no conozco no es precisamente mi marca de fábrica», pensó con una sonrisa amarga, y acabó tirando de la cadena. El agua rugió a través de la tubería hasta llegar a la taza, un sonido de lo más agradable y refrescante si se está en el campo, un lugar en el que reinaba el más absoluto silencio. Le entraron ganas de volver a tirar de la cadena. «No, mejor no exagerar ni repetir algo bueno», rezongó en tono increpador. Entonces se giró y casi dio un salto, asustado al ver una sombra en la puerta.

– Perdona si te he asustado -dijo Kitty, que pasó por su lado, se bajó los pantalones del pijama y se sentó desinhibida en la taza.

– Es… está bien.

Even salió confuso del baño y cerró la puerta. Se quedó en el pasillo mirando hacia la puerta del dormitorio de Kitty, que estaba entornada. Entonces la abrió para atrapar un breve destello de la Tierra Prometida. Even suspiró. Como si no hubiera nada más en el mundo que sexo. Newton había escrito en algún sitio que la abstinencia sexual mantenía la mente despejada. Y si había algo que ahora mismo necesitaba era pensar claro.

La puerta se abrió dándole en la espalda.

– Lo siento -murmuró, disponiéndose a volver rápidamente al salón.

– Even -dijo Kitty a sus espaldas. Even se giró. Allí estaba ella, con el pijama demasiado grande colgándole como si lo acabara de robar de algún tendedero de un cuartel militar cualquiera-. He pensado… si el sofá es demasiado corto, puedes echarte en mi cama. -Kitty sonrió con cautela-. Pero sólo si prometes darme calor. Tengo un poco de frío.


– ¿Cuándo viene? -Even se apoyó en los codos y bajó la mirada hacia los hombros musculosos y la espalda ágil de Kitty. Posó un dedo en la nuca donde unas pequeñas perlas de sudor todavía brillaban en el borde de la cabellera, y recorrió el sendero mellado que describía la columna vertebral entre los omóplatos hasta desaparecer por debajo del edredón, hasta el sacro y luego las nalgas. Kitty meneó el trasero, se estiró como un gato y sonrió.

– Si me preguntas si me he corrido, la respuesta es sí. Y por lo que he podido comprobar, tú también. Las dos veces.

– Años de energía y esperma acumulados -murmuró Even, cohibido de pronto al notar cómo rezongaba complacido su ego masculino. Con la ayuda de la nariz, Even retiró su pelo del hombro y la besó.

– Me refiero a cuándo vendrá la pregunta -dijo él-. ¿No sientes curiosidad?

– ¿Curiosidad por qué? -Kitty hablaba soñolienta con la cabeza apretada contra el cojín-. ¿Por lo de Mai-Brit?

– Mmmm -contestó él.

– Sí, claro que tengo curiosidad, pero no era para mí. Sin duda, me hubiera contado lo que había en el sobre de haber querido que yo lo supiera. -Kitty se giró y lo miró fijamente a los ojos, levantó perezosa la mano y pasó un dedo desde la nariz hasta el mentón pasando por la boca-. Y si crees que debería saber algo, no tienes más que contármelo-. Otra cosa -prosiguió Kitty al ver que Even no decía nada-. Tengo que decirte otra cosa. Tengo una regla inquebrantable.

– ¿Sí?

Los ojos grises de Kitty tenían un brillo verde. Tal vez fuera la luz, o la falta de una luz decente. Even no acababa de entender aquella mirada. Le atravesaba adentrándose en su interior.

– Cuando un hombre ha hecho el amor conmigo dos veces… -le lanzó una sonrisa gatuna-, él tiene que contarme un secreto a cambio. Un secreto personal. A poder ser algo que nunca haya oído nadie antes.

– ¿Y tú? ¿Tú no tienes que contar nada?

Su espalda se volvió a estirar y Kitty bostezó plácidamente.

– Si me apetece, sí.

Even se echó hacia atrás y fijó la mirada en el techo. La vela sobre la mesita de noche de Kitty arrojaba grandes sombras de los dos sobre la pared. Se movía cuando el aliento de ella le llegaba.

– Tengo dos lados.

Even permaneció en silencio un rato, pensando si debía continuar. Mai lo había sabido, aunque nunca hablaron de ello. Mai había mirado en su interior tantas veces que Even estaba convencido de que ella lo conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo.

– Uno blanco y otro negro -dijo entonces, mientras contemplaba las sombras sobre la pared blanca-. Soy un número primo, el trece. Se compone tan sólo de dos partes, uno o trece. Ninguna más. Mai era mi opuesto, era el doce. Era capaz de dividirse de todas las maneras imaginables, por cuatro, y tres, y dos, y seis. Ser tres cuartas partes, podía con todo. Visitaba a la familia, cantaba en un coro, iba al gimnasio, tenía amigos viejos y nuevos. Quería tener hijos. Pero yo… -Kitty se volvió y lo miró con el semblante serio, agarró su cabeza entre las manos y le besó la nariz-.Yo tenía dos cosas: Mai y las matemáticas, nada más.

Estuvieron un buen rato mirándose, sin decir nada; los ojos de ella estaban ahora en la sombra, pero los sentía sobre la piel.

– Mai-Brit era blanca. ¿Y las matemáticas eran negras? Even vaciló.

– No… no es tan sencillo como eso. Hubo un tiempo antes de Mai. Pero… -su mirada buscó la luz y los pensamientos se lanzaron a la llama para ser devorados.

Kitty apagó la vela y lo abandonó a la oscuridad.

– No pienses en ello, Even. Lo otro ya lo hablaremos otro día. Que duermas bien.

– Igualmente -dijo Even, agradecido, y de pronto notó que su cuerpo estaba pesado y relajado, listo para el sueño, un sueño profundo y tranquilo.

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