Capítulo 20

Akershus

«El espacio absoluto, en su propia naturaleza y sin relación a nada externo, permanece siempre similar e inmóvil. El tiempo absoluto, verdadero y matemático, en sí mismo por su propia naturaleza, fluye de una manera inmutable y sin relación alguna con nada externo.»

Mai-Brit dejó el libro en el regazo, con el dedo como punto de libro, y echó la cabeza atrás. Con una mano laxa se quitó el sombrero de paja y lo dejó caer sobre la arena para que el sol pudiera devastar libremente su cara. «Necesito vitamina D para poder resistir un largo invierno», pensó, antes de concentrarse en lo que acababa de leer.

Si según Newton todo tiempo, se le llamase absoluto, verdadero o matemático, es similar en su propia naturaleza, entonces se suponía que el tiempo pasaba con la misma velocidad todo… el tiempo. Que una hora es una hora para todo el mundo, sin importar quién ni dónde. Y lo mismo se daba en el caso del espacio absoluto. Tenemos un lugar fijo y universal al que referirnos, que es inalterable y que no puede ni crecer ni disminuir. Y basta. Sencillo, claro y comprensible.

Si bien Newton en muchos aspectos era un avanzado de su época, para una mente moderna su pensamiento podía parecer anticuado y rayaba en la ingenuidad infantil. Sin embargo, tuvieron que pasar casi doscientos años hasta que Einstein pudiera pensar la teoría de la relatividad que acabaría con el concepto de Newton del tiempo y del espacio. Mai-Brit se imaginó a Newton sentado en su estudio, contemplando el espacio, midiendo a ojo cómo se extendía de una esquina a otra, de una pared a otra, del techo al suelo. Naturalmente, no podía ser distinto para cualquier otra persona que entrara en la estancia. Lo vería de la misma manera que él. Creer otra cosa era absurdo. Simple y llanamente ilógico. Seguramente, debió de resoplar indignado y dirigir la mirada a su reloj. Si para él el tiempo fluía durante veinticuatro horas al día, también tenía que hacerlo para todos los demás en el mundo. Y una hora era una hora, vivieras en Cambridge, París o Bombay. La sensación de una hora era la misma.

– ¡Mamá, mamá! ¿Podemos tomar un helado? -La voz de Stig subía de tono a medida que se acercaba-. Mamá, ¿podemos tomar un helado?

– Mamá, helado. -La pequeña Line tiró de su brazo y Mai-Brit notó cómo un hilo de arena caía sobre su muslo.

– Hola, tesoros míos. -Mai-Brit recogió el sombrero de paja antes de abrir los ojos y miró cariñosamente a sus dos hijos-. Si queréis helado, tendréis que hablar con papá, él es quien guarda el dinero. Por cierto, ¿dónde está?

Stig señaló con el dedo hacia un punto lejano de la playa. Mai-Brit vio a Finn-Erik en la entrada del aparcamiento hablando con un joven que llevaba traje y gafas de sol. Dios mío, un traje con este calor. Parecía que el hombre estuviera mirándola. «Un tipo asqueroso», pensó, y sentó a Line en su regazo.

– Antes de que ese sol acabe con vosotros, hay que poner más crema solar en esos cuerpecillos. Luego podréis ir a por papá y pedirle un helado, ¿de acuerdo?

Cuando, poco después, los niños salieron corriendo por la playa levantando a su paso la arena que se pegaba en sus espaldas, Mai-Brit retomó el libro. Era una lectura pesada, pero se había prometido a sí misma que lo acabaría, aunque entendiera bien poco. Al fin y al cabo, no podía escribir un libro sobre Newton sin haber leído el texto que le había convertido en una celebridad mundial. Al menos debía intentarlo. Sólo tenía que descansar la vista un rato, pensó, y soltó el libro. El rumor de voces y risas infantiles, Louis Armstrong saliendo de los altavoces del quiosco y el sonido calmante de las olas que lamían la arena de la playa se confundieron y acabaron por dejarla adormilada. Qué bonita era la vida, qué bien se sentía. What a wonderful world, cantaba Armstrong.

– ¿Qué estás leyendo? -Finn-Erik recogió el libro de entre la arena y Mai-Brit entreabrió los ojos soñolientos-. Principia -leyó en voz alta-, by Isaac Newton. Curiosa lectura veraniega.

– ¿Qué hubieras dicho si llego a leerlo en el idioma original? -se rió Mai-Brit.

– Oh. -Finn-Erik miró el texto en inglés-. ¿Acaso Newton no era inglés?

– Sí, lo era, pero de hecho lo escribió en latín. ¿Los niños ya tienen su helado?

Finn-Erik señaló a Line, que estaba en la orilla del mar con un helado que goteaba con mayor rapidez de lo que la lengua rosa de la niña era capaz de lamer. Unas rayas rosas se deslizaban por su barbilla y corrían hasta llegar a su barriguita regordeta. Stig se había sentado de espaldas al sol para que el helado se mantuviera en la sombra y comía rápido para aprovecharlo todo. Aquel día era, sin lugar a dudas, el más caluroso del verano.

– ¿Quién era el tipo con el que hablabas en el aparcamiento?

Finn-Erik se sentó en la tumbona.

– Un cliente de la compañía. Le han robado el coche y quería saber si le comunicaríamos pronto lo que le vamos a pagar.

– ¿A qué se dedica?

– No lo sé -dijo Finn-Erik y cerró los ojos-. No es asunto mío, por así decirlo. Es Bodil Munthe quien lleva el caso.

Mai-Brit se quedó mirando el mar y al rato cogió su diario de la bolsa de la playa y escribió:


24 de julio, en la playa, Oslo.

Cada vez me gusta más la idea de mezclar ficción y realidad. Creo que novelando los pensamientos de Newton y los movimientos en el espacio y el tiempo que se encuentra más allá de lo que sabemos con seguridad, podré crear una imagen convincente, tanto de él como del tiempo en el que vivió. Más que limitándome a tratar los hechos desnudos. Es obvio que un buen cronista de hechos también puede resultar convincente, pero hay algo tentador en liberarse de los hechos, dejar que la imaginación se cuele y rellene los agujeros que inevitablemente existen alrededor del ser humano Newton.

Tendré que hablar de ello con Odin cuando volvamos de las vacaciones.

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