Capítulo 77

Volvió a casa. Pensó en sí mismo como en una mancha roja en una tarjeta electrónica.

El salón estaba en silencio. Una mosca zumbaba en la ventana de la cocina como un recuerdo lejano del verano. El sol arrojaba un rayo oblicuo en el suelo, revelando que hacía tiempo que Even no pasaba el aspirador ni la fregona por allí. «Así puedo ver si he tenido visitas indeseadas», pensó Even y se sentó en el sofá. Segundo diario del proyecto Newton, rezaba la portada.


11 de febrero, París


He estado revolviendo y buscando en una pequeña buhardilla donde apenas hay sitio para estar de pie. He repasado la mitad de las cajas pero sin encontrar Origins of Gentile Theology de Newton. Es un trabajo arduo y lento, porque tengo que asegurarme de que el libro manuscrito de Newton no está encuadernado junto con otro libro en un tomo mayor. Por eso tengo que hojearlos todos.

El hombre de la barba no ha vuelto a aparecer desde ayer, ni en la tienda ni en la calle.

Ayer por la noche, Simon LaTour se sentó en mi mesa mientras cenaba en el restaurante del hotel sin pedirme permiso antes. Me preguntó si el hombrecito de Ginebra me había podido ayudar. Le solté una mentira piadosa y le dije que hasta ahora muy poco. Pareció decepcionado, me dijo que era el mejor genealogista suizo que conocía y, además, un investigador excelente. Me dijo que no dudara en pedirle ayuda si había algo que él podía hacer por mí. Si, naturalmente, le dije, lo haría. No sé cómo tomármelo. Me resulta un hombre a la vez miserable y simpático. Intimidante y tímido. Agradable y terriblemente irritante. Un hombre contradictorio, podría decirse.

Me contó que había encontrado noticias muy interesantes sobre la hermandad invisible, que había descubierto una nueva rama de la orden, una de la que no había oído hablar antes. Apuntaba hacia el norte de Europa, hacia Escandinavia. Lo dijo y me miró fijamente, como si eso fuera a interesarme especialmente.

– Soy yo -dije y levanté la mano como rindiéndome ante la evidencia-, lo reconozco.

A LaTour no le hizo gracia.

– La orden es sólo para hombres -dijo.

– ¿Y qué me dices del Matrimonio? -dije.

El Matrimonio Invisible. Algo así fue lo que me insinuó mi marido la última vez que hablé con él por teléfono. Dice que está harto de tenerme de viaje la mitad del tiempo.

Simon me contó que su mujer trabaja con él, por lo que no tiene ese problema. Ella trabaja en casa, sistematizando el material que él encuentra. Cuida de las gallinas y de los archivos. No tienen hijos.

¡Qué divertido habría sido sí Finn-Erik y yo hubiéramos podido trabajar juntos en un proyecto! ¿O no…? No se me ocurre qué tipo de proyecto hubiera podido ser. Lo único que tiene él en la cabeza son los seguros y los pájaros. La vida de las aves en el Renacimiento. Sin duda, un best-seller.

Sigo pensando en Even; con él sí hubiera funcionado algo así. Es bastante más versátil, polifacético, creativo y abierto a las novedades.

Creo… de haber podido elegir de nuevo, habría vuelto con Even, si es que cuando descubrí que estaba embarazada él me hubiera querido.


Even se puso en pie apresuradamente y salió corriendo en dirección al baño tapándose la boca con la mano. Una vez allí se desplomó delante de la taza y vomitó. Los calambres en el estómago cedieron poco a poco, pero se quedó sentado, hundido, con la cabeza apoyada en el frío borde de porcelana. Su mano encontró el camino hasta el pomo de la cisterna y el depósito se vació de agua. El hedor a vómito desapareció. Durante un rato las tuberías resonaron, hasta que finalmente desapareció aquel murmullo que pronto se convirtió en un ligero pitido en los oídos.

Al rato Even volvió a abrir los ojos y descubrió que el diario estaba en el suelo del baño. Con los movimientos de un anciano lo recogió y siguió leyendo.


28 de febrero, Oslo


Llamé a Jules d'Alveydre después de cenar, mientras lo niños miraban el canal infantil de la televisión. Finn-Erik está fuera estudiando pájaros junto con unos amigos (o eso me dijo; creo que se trata de sus hermanos, oh-tan-secretos, porque sus botas de agua siguen en el armario; en cambio, sus bonitos zapatos de piel han desaparecido; ¡hombres!).

Hablé con la mujer, el ama de llaves que conocí la última vez que estuve en París. Se acordaba de mí y dijo que monsieur D'Alveydre había vuelto a la capital. Hablaría con él del asunto inmediatamente, dijo, y dejó el auricular sobre la mesa antes de que me diera tiempo a decir nada. Sus pasos se oyeron nítidamente cuando atravesó la estancia y pude oír a alguien conversando a lo lejos. Crucé los dedos y recé para mis adentros mientras ella volvía sobre sus pasos. Entonces cogió el auricular ¡y dijo que monsieur D'Alveydre me recibiría encantado! Me temo que estuve muy efusiva cuando le di las gracias, pero es que me alegré mucho. Acordamos que iría a verle el 8 de marzo. No fue hasta que reservé el vuelo que me di cuenta que mi visita al viejo coleccionista de libros sería el día de la mujer trabajadora.

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