Capítulo 31

El coche empezó a toser, como si estuviera a punto de manifestársele un resfriado de verano. Mai abrió los ojos asustada; se había quedado medio adormilada, con la cabeza apoyada en la ventanilla.

– ¿Qué pasa?

El coche daba sacudidas y botes, la tos empeoraba. Even maldijo y puso el intermitente para abandonar la calzada.

– ¡Mierda! Sólo estamos a medio kilómetro. Mai se incorporó de un salto.

– No me estarás diciendo que lo has vuelto a hacer -dijo en un tono de voz amenazador.

Even apagó el motor; estaba sentado con las manos apoyadas en el volante, con la mirada perdida en la noche. Pasó un taxi, todo estaba en silencio.

– Piensa en la sensación -murmuró Even, traspuesto- de subir por el acceso de vehículos y notar que el coche se traga las últimas gotas de gasolina justo cuando nos metemos en el garaje. Piensa en la sensación…

– Prometiste que no volverías a hacer más experimentos. ¡Me lo prometiste!

Mai abrió la puerta.

– Sí, pero llevo un bidón de reserva en el…

– ¡Madura!

La puerta volvió a cerrarse de golpe con tanta fuerza que el coche tembló como si lo sacudiera un viento fuerte. Even la vio marchar con pasos largos acera abajo hasta que desapareció detrás de unos coches aparcados y unos árboles que asomaban por encima de las verjas.

Mierda. Tan cerca; 219 kilómetros era igual a 16 litros de gasolina. Casi. A falta de quinientos metros. A lo mejor había sido aquel desvío que había al llegar a Hamar, el que se había tragado tanta gasolina.

Even suspiró y salió del coche para sacar el bidón de reserva del maletero.


Un largo bocinazo sacó a Even de su ensoñación. Un barco se había puesto delante del ferry, que tocó la sirena agresivamente. Los jóvenes saludaron efusivamente, gritaron excitados y salieron disparados de la zona de peligro. Even siguió con la mirada una gaviota que planeaba en una ráfaga de viento justo por encima de la borda del barco, casi sin mover las alas, observando todo lo que pasaba sobre la cubierta. Mai había aguantado muchos de sus desmanes. ¿Fue aquella noche cuando había ido demasiado lejos, fue entonces cuando ella había empezado a distanciarse? Poco después, Mai había vuelto a poner la cuestión de los niños sobre el tapete. Por última vez.

El ferry se acercó a Nesodden serpenteando entre las islas interiores del fiordo de Oslo y se preparó para atracar en el muelle. Even miró hacia la espuma blanca de las olas y se preguntó si habría alguien capaz de sobrevivir más de cinco minutos sumergido en el agua fría. Kitty estaba en el muelle agitando la mano.

– Ha llegado la primavera -dijo Kitty y se acercó a una burbuja roja.

– ¡Jesús! -dijo Even con un ojo puesto en el escarabajo Volkswagen-. ¿De dónde lo has sacado?

– Estaba en el granero. Yo misma lo he reparado y lo he puesto a punto… con un poco de ayuda del vecino. Es un modelo del 74.

Cuando aparcaron en el patio delante del edificio principal de la granja, Kitty le ofreció las llaves del coche.

– Ten. Te lo presto.

– Eh, ¿adonde quieres que…? -dijo Even, sorprendido-. ¿No íbamos a cenar?

– Te lo presto por unos días, unas semanas, si lo necesitas. Tengo una Kawasaki en el granero, y con el tiempo que está haciendo me gusta que me dé un poco el aire mientras conduzco.

– ¿Una moto? -dijo Even, sin poder reprimir una risita-. Desde luego, eres una mujer llena de sorpresas.

– Tengo unas cuantas más escondidas -dijo Kitty y entró.

Even la siguió. ¿Sería de muy mala educación preguntarle si podían cambiar? A Even le habría gustado llevar la moto en lugar del coche.

– ¿Qué guardas en el sótano? -dijo Even al dejar la chaqueta colgada en la percha. La puerta de las escaleras que conducían al sótano estaba cerrada, bloqueada por un montón de zapatos y botas, como si nunca se utilizara el sótano.

– Oh, me temo que se ha convertido en un lugar donde tiro todo lo que no sé dónde dejar. Un enorme trastero lleno de bártulos de toda clase.

– ¿Ya no tienes los aparatos de gimnasia allí? ¿Ni el taller?

– Ahora entreno en la escuela superior, allí tengo todos los aparatos que pueda desear, y el taller lo he trasladado al granero. Cuando la casa estuvo reformada, sólo me quedaban las reparaciones del coche, y era un poco absurdo seguir guardando las herramientas en el sótano.

La cena se mantenía caliente en el horno y estaba lista para ser servida, la mesa estaba puesta y Kitty le pidió a Even que tomara asiento mientras ella iba a por el vino.

– He pensado una cosa -dijo Kitty mientras vertía las gotas rojas y brillantes en las copas-. Si tú eres el trece, y Mai-Brit era el doce, entonces, ¿los demás también tenemos asignados un número que nos representa? Si es así, me gustaría conocer mi número.

– Eh… Mai no era el doce -dijo Even, cohibido-. Era el veintiséis.

– El doble que tú -determinó Kitty y le pasó la fuente de la carne-.Valía el doble que tú.

– Bueno, sí, eso también, pero… -Even sintió que las cosas se le escapaban de las manos y que la tontería se estaba apoderando del momento. Al fin y al cabo, no era más que un estúpido juego infantil, un juego un poco demasiado serio, pero aun así, infantil.

– ¿Sí?, dime -dijo Kitty, que no se rendía tan fácilmente.

– Bueno, verás. Hay algo especial en el número, el veintiséis. Es… -Even se concentró-. De hecho es un número único, tiene unas características que no tiene ningún otro. -Even miró a Kitty que en ese momento le acercaba la fuente con las patatas gratinadas con crema de leche haciéndole gestos para que se sirviera-.Y sabiendo que existen una infinidad de números, que sea demostrable que sólo éste tiene unas características especiales es realmente singular.

– Vaya por Dios -dijo Kitty y empezó a cenar mientras escuchaba a Even.

– Porque da la casualidad de que es el único número que está apretujado entre un número cuadrado y un número cúbico, bueno, ya sabes, entre el cinco a la dos, que es igual a veinticinco, y el tres a la tres, que es igual a 27.

Kitty lo miró con una mirada que Even no fue capaz de interpretar. Even se irritó. ¡Maldita sea! ¿No se daba cuenta de lo único y excepcional de aquel número?

– Fue Fermat quien lo descubrió -dijo Even, advirtiendo el tono ligeramente agresivo que había utilizado-. Finalmente logró probarlo, quiero decir, que el veintiséis era el único número que tenía esta característica. -Even agarró la copa de vino y empezó a darle vueltas para darse tiempo a tranquilizarse-. Sí, y luego está lo que dijiste tú, que es el doble de trece. Y Mai era…

– Veintiséis y única. Qué dulce -dijo Kitty y alzó la copa en un brindis.

Even no se decidía, ¿había o no cierto deje de ironía en sus palabras? Alzó su copa en un brindis y bebió, vació la copa para no tener que preocuparse. Extendió el brazo para que le llenasen la copa.

– Tú eres el seis -dijo.

Kitty se rió, pero la risa no llegó a sus ojos.

– Sólo lo dices porque es ese lado de mí que conoces mejor. ¡El sexo!

– No, no un seis de ésos. El seis es lo que nosotros llamamos un número perfecto. Es por eso que creo que va contigo.

– Sí -dijo ella-. Entonces debe de venirme bien, desde luego. ¿Qué significa que un número es perfecto?

– Que los números por los que es divisible, es decir, los divisores, al sumarlos dan ese mismo número. En el caso del seis, sería el uno, más el dos, más el tres, ¿lo ves? El siguiente número perfecto es el veintiocho.

– Entonces, ¿por qué no soy el veintiocho?

Even abrió los ojos y dijo:

– Puedes serlo, si quieres, pero a mí me parece que el seis es un número mucho más atractivo. También hay otros entre los que escoger, aunque no son muchos. Descartes dijo que «los números perfectos son como las personas perfectas, extraordinarios». Y de hecho, hasta la fecha, sólo se conocen treinta. Te recomiendo que no elijas el último al que se ha conseguido llegar a través del cálculo, tardarías un rato en decirlo…

Kitty levantó la mirada del plato.

– Tiene ciento treinta mil cifras.

Kitty reflexionó con el dedo apoyado en el mentón.

– De acuerdo. -Kitty agitó el dedo en su dirección-. Tú eres el matemático, tú eres quien debe de saber lo que dices. Escojo el seis, pues. Soy el seis perfecto.

– Buena elección. -Even sonrió irónicamente por encima de la copa-. Una elección excepcionalmente buena, diría yo.


Mientras cenaban, Even le contó a Kitty que, hacía muchos años, se había enamorado de los números primos, y que ahora mismo estaba investigando los números primos irregulares, los números primos gemelos, los factores primos y la infinitud.

– ¿Sabías que de hecho se puede probar que el conjunto infinito de números irracionales es mayor que el conjunto de números racionales?

Kitty lo miró con una sonrisa agria, como si sólo estuviera esperando que le dijera: «¡Inocente, inocente!».

– ¡Es cierto, se puede demostrar! -sostuvo Even-. Pero es para volverse loco: pensar que exista una infinitud mayor que otra. Es como decir que hay una eternidad más eterna que otra.

– Imagínate -dijo Kitty-, poder vivir eternamente. No envejecer, no tener que abandonar todo lo que has construido, no tener que abandonar esta tierra que Dios ha creado para nosotros.

– Supongo que tú podrías hacer algo al respecto.

– ¿Qué quieres decir? -Kitty le echó una mirada cáustica.

– Tú eres médico, ¿no es cierto? Pues entonces podrás imaginarte lo que hay que hacer para que el cuerpo aguante toda la eternidad. Porque supongo que aquí es donde radica el problema.

– Sí -dijo Kitty-. Una vez escuché una descripción de la eternidad que me pareció hermosa. Imagínate una bola de acero del tamaño de la Tierra, y una mosca que se posa sobre ella una vez cada millón de años. Cuando las pisadas de la mosca hayan desgastado la bola de acero por completo, la eternidad ni siquiera habrá empezado.

Fuera se había hecho de noche; un búho ululaba desde algún lugar entre los árboles. Kitty se levantó y puso un disco. Even se había dado cuenta de que Kitty no tenía un reproductor de CD, sino sólo aquel nostálgico tocadiscos antiguo para discos de vinilo. A Even le sorprendió que le gustase esa faceta de ella, la faceta conservadora. Empezó la música, el olvidado zumbido en los altavoces quedó oculto tras los instrumentos de cuerda que ondeaban suavemente, al principio débilmente, luego con más fuerza, y Even reconoció la sexta de Beethoven. La preferida de Mai. «Es tan positiva -había dicho en una ocasión-. Cuando sea vieja y esté en la cama, a punto de morir, tienes que prometerme que me la pondrás.»

Even se puso en pie de golpe y salió al pasillo.

Kitty lo miró sorprendida y dijo:

– ¿Qué pasa?

– Necesito moverme -murmuró Even-; ¿me acompañas?

– Sí, de acuerdo, me parece bien. Pero antes quiero despejar la mesa. Ten, cómete una manzana mientras me esperas.

Kitty le lanzó una manzana roja y brillante a través de la puerta. Él la soltó como si estuviera ardiendo. Even la cogió por el rabo con las puntas de los dedos y la dejó en el alféizar de una ventana.

– Bueno -dijo Even, y abrió la puerta. Salió a la escalera y respiró hondo.

– ¿Te pasa algo?

Kitty salió, se colocó detrás de él, cerca, pero sin tocarle.

– Ven -dijo Even y bajó las escaleras.

– Necesitas tu chaqueta. Todavía no ha llegado el verano.

Kitty desapareció y al rato regresó corriendo sobre la grava con su chaqueta en la mano.

– Aquí tienes -dijo Kitty; le arrojó la chaqueta sobre la cabeza con una risa irritante y luego se abrochó la suya.

Atravesaron las sombras de los arbustos y los árboles en dirección al mar. El sonido rítmico de las olas en la playa creció, mezclándose con el aroma a tierra húmeda y el aire fresco que rozaba su piel.

– ¿No has soñado alguna vez con no tener nunca que abandonar todo esto? -susurró Kitty asiéndole de un brazo.

Even notó el cuerpo cálido de ella apoyándose contra el suyo y miró hacia el cielo. La multitud de estrellas le hizo pensar en el paisaje nocturno de una ciudad vista desde un avión. La luna estaba baja en el cielo, en oriente. Pensó en la cabaña de Rendal y en las veces que él y Mai habían salido a la escalera, y se habían quedado así, mirando al cielo.

– Sí -dijo-. Sí, supongo que sí.

Pasearon por la playa, en dirección al agua. Even respiró hondo antes de hablar, antes de estropear el buen ambiente.

– No fue un suicidio. Mai fue obligada a pegarse un tiro.

– ¿¡Qué!? -La cabeza de Kitty se disparó hacia atrás, como si le hubiera alcanzado un mazo invisible. Lo agarró del brazo-. ¿Qué estás diciendo? ¿Obligada? -Kitty tragó saliva con dificultad-. ¿Qué quieres decir…?

– La amenazaron con matar a los niños si no hacía lo que le pedían.

– Matar a los niños… oh, Dios mío…

Kitty jadeó como si ahora el mazo la hubiera alcanzado a ella en el estómago; se dio la vuelta y empezó a andar tambaleándose por la playa. «Oh, Dios mío», oyó Even que repetía susurrante una y otra vez. Él la siguió y rodeó sus hombros con el brazo.

– Pensé que debías saber por qué a veces me comporto de un modo un poco extraño.

Kitty se incorporó y lo miró con unos ojos oscuros en un rostro blanco como la leche.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

Kitty respiró pesadamente.

– ¿Quiénes son «ellos»?

– Eso es lo que estoy intentando averiguar.

– Avísame si necesitas ayuda.

– Sí. Gracias.

Sin embargo, Even sabía que nunca se lo pediría. A Kitty no. Seguramente tenía una familia, a lo mejor un hijo del que él todavía no sabía nada. Ni a Finn-Erik. El tenía a Stig y a Line. No, tendría que enfrentarse solo a esta batalla. No porque le apeteciera. No se sentía como un Clint Eastwood o un Mel Gibson, preparado para enfrentarse con el enemigo invisible. Pero él era el único que no era vulnerable. Que no tenía ni niños ni familia.

Y Mai lo había querido así.

Siguieron andando en silencio, y se detuvieron al llegar a un pequeño bote con remos de madera.

– Es mío -dijo Kitty-. Tenemos que salir un día a pescar. Tal vez mañana.

– Mañana no. Pero me encantaría cualquier otro día. Mañana tendré una charla con Odin Hjelm, el antiguo jefe de Mai en la editorial Phönix. -Even notó que Kitty se estremecía y retiró su brazo. Siguieron andando en silencio-. ¿Qué pasa? -preguntó Even cuando ya no fue capaz de aguantarse más.

Kitty volvió a cogerle del brazo.

– No tiene nada que ver contigo. Sólo es que… No creo que sea una buena idea que le menciones a Odin Hjelm que me conoces; y menos que te acuestas conmigo. -Kitty se detuvo y echó la vista hacia el mar. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y vieron el reflejo de las estrellas en el suave oleaje-. Fuimos novios. Corté con él hará apenas un año. No acaba de aceptarlo.

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