Capítulo 49

Se despertaron a la vez, como si estuvieran conectados a un mismo despertador, cara a cara, mirándose, los ojos dormidos, sonrientes. El sol brillaba a través de las persianas, tal como se esperaba que lo hiciera un domingo por la mañana, y los gorriones retozaban alegremente de arbusto en arbusto delante de la ventana, como si la vida fuera magnífica. Even se sentía descansado y ligero de cuerpo como hacía tiempo que no se sentía. Con la cabeza ligera. Inclinó el cuerpo hacia Kitty y soltó un pequeño: «Ay».

– ¿Qué te pasa?

– Es sólo que… ése, ya sabes, que no está acostumbrado a tantos juegos de cama. Está un poco dolorido.

Kitty sonrió y se incorporó sobre la almohada; estaba echada boca arriba, paseando la vista por el dormitorio hasta que llegó al enorme póster de The Clash. Lo señaló con un gesto de la cabeza y dijo:

– ¿No te parece que eres un poco mayor para tener ídolos de pop colgados en las paredes?

– La alternativa era una fotografía de Andrew Wiles.

– ¿También es una banda de punk?

Even se rió.

– Es mi ídolo de matemáticas. Me ha proporcionado el mejor momento de mi vida, o mejor digamos el segundo mejor, después de cuando conocí a Mai. Yo le vi presentar las pruebas que demostraban que el último teorema de Fermat era cierto. Le ocupó tres conferencias repartidas en tres días, y fue, sin lugar a dudas, lo más emocionante que he vivido en toda mi vida.

– ¿Estuvo haciendo ecuaciones en la pizarra, hablando de x e y durante tres días, y eso es lo más emocionante…? -Kitty sacudió incrédula la cabeza y miró por debajo del edredón-. Si el pequeño Even no hubiera estado tan deprimido y sonrojado, a mí ya se me habría ocurrido algo mucho más interesante que hacer. -Señaló el brazo de Even-. ¿Y esta cicatriz?

Even miró la mancha rosácea que tenía en el antebrazo izquierdo.

– Son los restos de un tatuaje que solía llevar y que me quité.

– ¿Ponía «Amor de madre»? -se rió Kitty hasta que se percató de la mirada de Even.

– Era el nombre de una chica -mintió él-. Una vez que estuve en Dinamarca, en el festival de música de Roskilde con unos amigos, acabé borracho y fumado perdido, y volví a casa con dos cajas de cervezas vacías y un tatuaje. No sabía de dónde habían venido, ni lo uno ni lo otro. Cuando conocí a Mai, me quité el tatuaje.

Kitty asintió con la cabeza, como queriendo asegurarle que no volvería a preguntar más por el tatuaje, y señaló en dirección a una pequeña cesta de plástico rojo que había en un estante.

– «Alguien que cuida de mí» -leyó en voz alta-. ¿Qué es?

– Algo que recorté del periódico Dagbladet; tienen una sección de contactos que se llama…

– Ya, ya, tonto, eso ya lo sé, pero ¿qué hay en la cesta? ¿Cartas de las señoras que contestaron a tu anun…?

– Calcetines -interrumpió Even.

– ¿Calcetines?

– Calcetines desparejados. Ya sabes, de esos que sobran cuando su pareja desaparece como por arte de magia. Suelo guardarlos en esta cesta.

– Yo siempre los tiro -dijo Kitty.

– ¿Y qué pasa entonces? No, no lo digas. Tengo una ley que lo explica, que lo demuestra, vaya. ¿Quieres oírla? Kitty se tumbó de lado y lo miró.

– Cuéntame.

– Se divide en tres puntos. El punto uno dice así: «La probabilidad de que uno de los calcetines de un par de calcetines desaparezca está relacionado con la intensidad de uso en una proporción de 1 a 3».

– ¿Y eso significa…?

– Significa que según mis cálculos estadísticos, cada tercer par de calcetines que se usa con asiduidad se convierte en calcetín suelto en algún momento de la vida útil habitual de un calcetín.

– Entendido -dijo Kitty, toda seria, dando así pie a que Even continuara.

Even alzó dos dedos.

– Punto dos: «La probabilidad de que el calcetín desaparecido vuelva a aparecer es inversamente proporcional a la intensidad de la búsqueda».

Por su mueca, supuso que Kitty esperaba una explicación.

– Bueno, verás. A aquel que crea que es posible encontrar un calcetín desaparecido siempre que lo busque con empeño, le diría que mi estudio muestra algo muy distinto. Es más bien al contrario. Si no buscas, hay una probabilidad bastante grande de que en algún momento «tropieces» con el calcetín que falta la próxima vez que pases el aspirador por detrás del televisor o limpies detrás de los tarros de cristal de la despensa. Mucho mayor que si pones toda la casa patas arriba.

Even levantó el tercer dedo.

– Tercer y último punto: «La probabilidad de que aparezca el calcetín perdido es directamente proporcional a la voluntad de deshacerse del calcetín sobrante».

– Creo que entiendo este último punto.-dijo Kitty-. Quiere decir que si guardas el calcetín sobrante o, como tú lo llamas, el calcetín soltero o suelto, el otro nunca aparecerá. Pero si te deshaces de él, no pasará mucho tiempo hasta que encuentres el que faltaba debajo de un cojín del sofá o dentro de una bota. ¿Estoy en lo cierto?

– Pues sí. -Even se incorporó y se echó al lado de Kitty-. Aunque suele pasar una semana o un poco más desde que te deshaces del calcetín soltero hasta que aparece el que estaba perdido. ¿Y sabes por qué?

– No.

– Porque seguro que el basurero ya ha recogido el calcetín, junto con el resto de la basura, y ya es imposible volverlos a juntar.

Kitty se rió, agarró la almohada y le golpeó la cabeza con ella. Even estaba a punto de devolverle el golpe de almohada cuando, de pronto, ella abrió los ojos de par en par.

– Uy, tengo que levantarme.

– Oh -dijo Even-. Si sólo son las nueve y media.

– Es domingo. ¿No piensas ir a misa?

Kitty sacó las piernas de la cama y se sentó en el borde.

Even la miró, esperando verla reír, pero ella se levantó y se fue directamente al baño.

– ¿Lo dices en serio? -le gritó Even, pero ella no lo oyó porque el agua de la ducha ya corría con fuerza.

Even se levantó y sacó unos bóxers y una camiseta del armario, se vistió y se fue a la cocina para poner en marcha la cafetera eléctrica.

– A misa -murmuró para sí-. Hace mil años que no voy a la iglesia. Al menos treinta. Entonces, ¿por qué iba a romper con una vieja y saludable tradición?

Al otro lado de la ventana, el vecino pasaba la escoba por el sendero enlosado, empleándose a fondo en cada una de las baldosas. Cada uno con su neurosis. Even se volvió y pensó en los cuatro folios que había dejado en el salón, en la fórmula de Newton. Dedicaría el día a estudiarla de nuevo, trataría de hacerse una idea de su significado. Tenía que ser posible, pese a que faltaban al menos dos folios.

– ¡Maldita sea, Finn-Erik!

Echó un vistazo al reloj. Seguramente ya se habrían levantado, a pesar de que era domingo. Marcó el número y al otro lado de la línea alguien descolgó el teléfono, como si su mano hubiera estado flotando sobre el auricular.

– Hola, soy Even. Querías hablar conmigo.

– Sí, sí, qué bien que hayas llamado. -La voz de Finn-Erik era más aguda que de costumbre, y además hablaba muy rápido, como si quisiera acabar de decir lo que quería decir antes de que apareciera alguien para detenerle-. Encontré algo en mi móvil que tienes que ver, algo que Mai me envió el día que ella… justo antes de… -La voz se fue apagando como si alguien bajara el volumen paulatinamente.

– ¿Antes de que muriera?

– Sí. Disculpa, sí. Eh… no entiendo qué pretendía con ello, pero… -Finn Erik volvió a quedarse callado.

– Envíamelo, Finn-Erik, y le echaré un vistazo.

– Sí, de acuerdo. Muy bien. Eh… ahora tengo que ir a misa; te lo enviaré en cuanto vuelva a casa.

– No, Finn-Erik, lo harás ahora mismo. Ya.

– Vale, vale, lo haré…

Un minuto después, su móvil empezó a zumbar; había llegado un mensaje con dos imágenes adjuntas.

– Dios mío -murmuró Even al ver las imágenes en la pequeña pantalla y saltó rápidamente hacia el ordenador.

Lo encendió y le conectó el móvil. Con un par de golpes en el teclado consiguió que una de las imágenes apareciera en la pantalla de veintiuna pulgadas: la silueta de un hombre al lado de una ventana hablando por un móvil. Even la estudió brevemente y luego pasó a la siguiente. Mostraba lo que había sobre una mesa: un teléfono, una carta y un juego de naipes que parecía estar dispuesto en un solitario.

– ¿Qué es esto?

Kitty había entrado en el salón. Llevaba una toalla envuelta alrededor de la cabeza y otra alrededor del cuerpo; caían gotas al suelo.

– Es… -Even tragó saliva; se había quedado paralizado mirando la pantalla-. Mai hizo unas fotos justo antes de pegarse un tiro.

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