Capítulo 84

Cuarto secreto

Los hermanos invisibles


Un lugar desconocido, Londres, 6 de diciembre de 1.692

Newton se recolocó la cogulla de manera que la capucha cayera debidamente. Debía cubrir su rostro lo mejor posible sin limitarle la visión. Se sentía incómodo, como solía sentirse en el mundo restringido que creaba la cogulla; el anonimato, los rituales y la información secreta que recibía, sin saber de quién, y sin poder transmitirla, tensaban una cuerda que le soliviantaba y le llenaba de esperanza cuando se acercaba una nueva reunión.

Llamaron tres veces a la puerta. Newton lanzó una última mirada al espejo antes de acercarse a la puerta y abrirla. En el pasillo se abrieron dos puertas laterales y aparecieron unas siluetas cubiertas con cogullas que se quedaron esperando en silencio. Se oyó el penetrante sonido de un gong desde un rincón de la mansión. A paso lento, pisándose los talones, empezaron a avanzar por el pasillo en dirección a las escaleras. Newton sabía que otros hermanos invisibles se acercaban desde otros lugares de la casa a la gran sala de la orden que se encontraba en el sótano. Otros, a los que tan sólo conocía por el nombre que les habían dado en la orden y que tan sólo le conocían por el suyo: Jeova Sanctus Unus.

Bajaron las escaleras. El borde de las casullas rozaba los escalones. Atravesaron unos pasillos iluminados con antorchas, llegaron a la gran puerta de roble y pasaron por debajo de la rosa para entrar en la sala, de la que todo lo que fuera a decirse no saldría nunca.

Hacía diecisiete años que era miembro de la orden. En estos diecisiete años su silla se había movido desde la parte más alejada de la sala hasta donde se hallaba ahora: algo más cerca de la mitad de trayecto hasta la tarima del gran maestro. A lo largo de estos diecisiete años, la voz del gran maestro había cambiado. Se había vuelto más oscura y había adoptado la identidad de Mr. F, el único en la sala que sabía quién se escondía tras el nombre en clave de Newton. Y el único en la sala que Newton sabía quién era en el mundo exterior.

Newton se detuvo delante de su silla, donde podían leerse las palabras «Jeova Sanctus Unus» grabadas en la madera de la parte superior del respaldo.

A lo largo de estos diecisiete años, Newton sólo había pedido la palabra en contadas ocasiones en la sala, la mayoría de veces planteando alguna pregunta a alguno de los hermanos que se hubiera pronunciado sobre algún asunto. En estas ocasiones, siempre había adoptado un tono de voz más agudo de lo habitual en él y con un acento más propio de Ipswich que de Cambridge.

Sin embargo, esta vez iba a ser distinto, esta vez no se limitaría a hacer preguntas. Hacía tiempo que Mr. F venía insistiéndole para que presentara los últimos resultados alquímicos que había alcanzado; esos que le habían sumido en un estado de ánimo exaltado y casi juvenil, hasta entonces desconocido para él. Newton se había resistido, durante mucho tiempo. Sin embargo, el compromiso adquirido ante la hermandad «que nunca le mantiene nada en secreto a usted» le llevaron finalmente a claudicar.

Tras los rituales y saludos iniciales el gran maestro se puso en pie, obligando así a los hermanos a dirigir la mirada al trono a través del túnel de sus capuchas. Señaló hacia la silla de Newton con el cetro y les comunicó que el «hermano Jeova Sanctus Unus en esta oscura noche de diciembre» compartiría un nuevo descubrimiento con todos ellos. Un descubrimiento que podría ofrecerles una visión más profunda de la vida y la muerte, y un conocimiento que les daría más poder e influencia en el mundo que se hallaba al otro lado de aquellos muros. El gran maestro volvió a tomar asiento y Newton se levantó lentamente. Una leve inseguridad se había colado en su mente mientras escuchaba las palabras del gran maestro. ¿Haría bien haciéndoles cómplices de sus descubrimientos? Le había prometido a Nicolás Fatio que nunca los compartiría con nadie…

«Apreciados amigos», empezó diciendo Newton con una voz ligeramente distorsionada. «Hace un tiempo, me llegó una especie de revelación durante un experimento con Regulus Mars. De pronto vi cómo el follaje verde me mostraba el camino al elixir vitae, un camino que hizo que ahora haya encontrado la fórmula de la vida eterna y…»

Una turbación momentánea entre los hermanos encapuchados le hizo detenerse, y una voz que provenía del fondo de la sala irrumpió sin que le hubieran otorgado la palabra: «¿La fórmula del elixir de la vida? ¿Pretenden que nos lo creamos sin más? ¡Tendrán que presentarnos pruebas de ello!».

El gran maestro se levantó y rugió: «¡Silencio! Dejad que el hermano Sanctus Unus se explique».

Newton notó cómo se le cerraba la garganta. Había algo que le resultaba conocido en la voz que había hablado. Observó la hilera de hermanos, encontró la silla del que se había pronunciado y leyó el nombre en el respaldo de la silla: «Other Brook». El otro arroyo. Modificó rápidamente el orden de las letras. Vaya anagrama más pobre. Respiró hondo y sintió un repentino mareo.

Robert Hooke. Robert Hooke se había convertido en miembro de la hermandad invisible.

El hombre que siempre había sido su adversario y enemigo, el hombre en el que Newton jamás podría permitirse confiar.

Actuó de manera rápida e inmediata. Sin vacilar, se abrió camino entre las filas de sillas en dirección a la puerta de roble, la abrió y salió. A sus espaldas oyó voces de sorpresa que se atropellaban, y por encima de ellas, la del gran maestro: «¡Nadie abandona la sala mayor sin el permiso del gran maestro!».

Newton cerró la puerta, subió las escaleras y atravesó los pasadizos hasta llegar a su habitación. Se mudó a su ropa civil y a punto estaba de salir cuando se abrió la puerta. El gran maestro le cerraba el paso en el umbral de la puerta.

Expectante, Newton dio un paso atrás.

«Sabes que las normas de la orden son estrictas. Sabes que no puedes abandonar la sala sin…»

«No voy a abandonar la sala -dijo Newton-. Abandono la orden.»

Newton miró por el túnel de la capucha y sintió los ojos penetrantes del gran maestro.

«Sabes que el castigo por abandonar la orden es la pena de muerte.»

«Lo sé. Pero he reconocido a uno de los hermanos, una persona a la que jamás confiaré un secreto. Y tú, Ezequiel, no deberías conf…»

«No digas mi nombre», resopló el gran maestro; dio un paso adelante y cerró la puerta detrás de sí.

Newton miró con calma al hombre que conocía desde su juventud.

«Tú eres el único que sabe quién soy. Como gran maestro que eres, nadie te exigirá que les cuentes qué ha sido de Sanctus Unus; ni quién es. Si no dices nada, nadie podrá castigarme.» Newton levantó un dedo. «Por lo tanto, depende de ti si mi fórmula tiene que acompañarme a la tumba. Porque sólo está aquí.» Con un dedo se tocó la frente.

El gran maestro se quitó la capucha y Mr. F sonrió fríamente.

«No te creo, Isaac, porque una fórmula así tiene que ser larga por necesidad y muy exacta. Tú jamás te confiarías únicamente a tu memoria en una materia tan importante. La has anotado y la has escondido en algún lugar, y nosotros la encontraremos. Y cuando la hayamos encontrado, tu vida no valdrá nada.»

Newton lo apartó y salió al pasillo. De pronto se detuvo. Se quedó parado un rato antes de hablar en voz baja y de espaldas a los demás:

«Muy bien. Digamos que la he anotado en algún lugar. Pero sabré ocultar mi secreto, no lo dudes.» Volvió la cabeza levemente. «Lo esconderé de tal manera que nunca podréis encontrarlo. Y si llegarais a encontrarlo…» La luz de las antorchas vaciló sobre el perfil afilado, como si un viento frío hubiera atravesado el corredor, y las sombras se escurrieron diabólicamente por su frente, «…si lo encontráis, lo lamentaréis terriblemente. Porque caerá una maldición sobre quien se haga con mi secreto de forma ilícita». Newton se giró completamente y miró al gran maestro a los ojos. «Conoces mis habilidades, Ezequiel, tú también deberías temerlas.»

Newton inclinó levemente la cabeza en un adiós y se fue.


Even levantó la cabeza bruscamente y miró hacia la escalera. ¿Había crujido el suelo del piso de arriba? Escuchó tenso. No, todo estaba en silencio. Seguramente era el viento que había sacudido la casa.

Una maldición. ¿Acaso Newton tenía poderes ocultos? Tenía que ser algo que se había inventado Mai. Aunque los acontecimientos de los últimos tiempos…

Con el texto de Mai en la cabeza se quedó mirando hacia la amplia estancia, y descubrió de pronto cosas en las que no se había fijado antes: la rosa seca sobre la puerta de la escalera; la cogulla con capucha que colgaba de una percha al lado del banco de herramientas; una pequeña placa de plata sobre la pantalla del PC. Se acercó y leyó: «Un padre amado, un hermano devoto, un maestro fiel, un amigo leal». Alrededor del texto trepaba una vid que en la parte superior se unía alrededor de una cruz y por la parte inferior, alrededor de un pelícano. Debajo del pelícano aparecían las letras F.I.

– Fratemitatis Invisibilis -murmuró Even. De pronto oyó el crujido de un peldaño. Se volvió lentamente y vio el contorno de una persona en la escalera.

– ¿Sabías que era yo?

Se contemplaron con una mirada escrutadora, no muy distinta a la primera que se habían lanzado.

– Sabía que eras tú -dijo él finalmente-. Al final lo supe.

Otra voz se mezcló con las suyas, una voz que hablaba en inglés con un fuerte acento francés:

– Estate tranquilo, tenemos a tu hijo, tenemos a Stig…

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