Capítulo 30

Even se estaba secando el pelo en la cabina de ducha cuando sonó el teléfono. Se enrolló la toalla alrededor de la cintura y entró en el salón.

– Sólo quería saber cómo va todo -dijo Kitty-. Desapareciste sin decir nada.

– Va bien -dijo Even. Y así era.

– ¿Tienes algún plan para esta noche?

– Esa preg… -dijo Even con cierta vaguedad.

– ¿Te apetece cenar en mi casa?

La toalla insistía en deslizarse al suelo y a punto estuvo de caérsele el auricular al suelo a Even cuando quiso recogerla.

– Hum. Suena muy bien. ¿Quieres que me lleve el cepillo de dientes?

Kitty se rió.

– Siento no ser de las que tienen cepillos de dientes de usar y tirar en casa, listos para mis conquistas, pero es que ya ha pasado algún tiempo que tuve a un hombre en mi casa por última vez. Pero, sí, creo que deberías traerte el cepillo de dientes, sí.

Even notó cómo su careto se rompía en una sonrisa satisfecha cuando volvió al baño, donde sacó ropa limpia de la secadora, llenó la lavadora una vez más y se vistió. Cuando de pronto se vio con el pie sobre la taza del váter y el cuchillo de lanzador en la mano, se sintió ridículo, una mala imitación de una película americana de serie B.

– El héroe que debe salvar al mundo con un cuchillo -refunfuñó cabreado y se fue al trastero, dejó el cuchillo en la funda junto con sus compañeros y dejó la cinta para el pelo encima.

La leche se había agriado. Even la vació en el lavadero y se puso a hacer café. Tostó un par de rebanadas de pan seco, encendió el ordenador e inquieto dio una vuelta por el salón mientras esperaba a que estuviera listo. Desde que Mai se fue, el salón había cambiado lentamente de carácter. De ser un salón amueblado a la manera tradicional, con un rincón para el sofá y las butacas y una mesa de comedor con sus sillas, no muy distinto al de Finn-Erik, ahora la mesa del comedor había sido arrinconada contra la pared y estaba cubierta de pilas de CD, papeles, revistas especializadas y libros. El sofá y las butacas también rebosaban de papeles, salvo dos de las sillas de la mesa del comedor, que soportaban el peso de los enormes altavoces. Un tablón de anuncios abarrotado colgaba de la pared donde antes había dos reproducciones de Chagall, y en un ángulo de noventa grados desde la mesa del comedor, había un escritorio con un ordenador y un teléfono. Sobre dos cajas verdes de cervezas de madera había un reproductor de CD aplastado por pilas enormes y tambaleantes de CD. Las cajas de cerveza eran los únicos «muebles» con los que Even había contribuido cuando Mai y él se fueron a vivir juntos.

Even se sentó en la silla del escritorio, encendió el reproductor de CD y puso a The Clash, Sandinista, a un volumen bajo. Luego entró en internet mientras se comía las tostadas, utilizó Google como buscador y escribió «hermes tris». Consiguió más de dos mil resultados, y tras algunas pruebas al azar, Even concluyó que prácticamente todos los resultados parecían estar relacionados con Hermes Trismegistos, un alquimista que vivió en la Alta Edad Media. Sin embargo, tras una lectura más concienzuda de un par de las páginas web más serias, descubrió que no era tan sencillo como eso.

Hermes Trismegistos provenía del antiguo Egipto y tenía su origen en el dios Thot. Thot era llamado el dios de la luna y era, aparte de muchas otras cosas, el dios de la sabiduría, de la escritura, la medicina y demás artes mágicas. Además de la muerte. Más tarde, cuando los griegos consiguieron cierta influencia en Egipto, Thot y el dios griego Hermes se fundieron en uno. Hermes también se asociaba a la muerte, la medicina y, sobre todo, a lo místico y a lo desconocido. Por eso era natural que los dos dioses se convirtieran en uno y adoptaran el nombre de Hermes Trismegistos, que significa Hermes, el tres veces grande. A medida que fue pasando el tiempo y los griegos perdieron de vista su origen egipcio, Hermes Trismegistos adquirió un aire más humano y se le adjudicó la responsabilidad de un gran número de escritos que circulaban en la Antigüedad tardía. Estos escritos versaban, entre otros temas, sobre cuestiones astrológicas, alquímicas y médicas. Posteriormente, algunos de los escritos, unidos bajo el denominador común de Hermenéutica, fueron considerados como una especie de Biblia para aquellos que se interesaban por la alquimia y los significados ocultos.

– ¡Válgame Dios! -murmuró Even, y a punto estaba de abandonar la página que había consultado cuando de pronto le llamó la atención una frase. «La hermenéutica se ocupa de la naturaleza dual del ser humano, de lo bueno y lo malo. Ofrece una explicación a por qué el mal en ciertas personas se apodera del bien; y cómo estas personas pueden encontrar la salvación»-. ¡Maldita sea! -Even golpeó la mano contra el ratón para salir de la página-. ¡Salvación! ¡Ya les daré salvación!

Cambió la búsqueda por «hermes tris bookshop»; aparecieron seis resultados, pero ninguno de ellos tenía que ver con una librería que se llamara Hermes Tris. Después de una búsqueda avanzada por bases de datos en inglés, el resultado fue casi tan pobre como la anterior: había una librería que incluía Hermes en su nombre, la Hermes Academic Bookshop A/S, una librería que encima se encontraba en Noruega, ¡de hecho en la zona de Oslo! Irritado, Even miró fijamente la página principal del librero mientras los dedos tamborileaban en el borde del plato siguiendo el ritmo de Somebody Got Murdered. Era casi seguro que se trataba de la librería equivocada.

¿Por qué demonios Mai no habría anotado también la dirección y el número de teléfono en el post-it? Podía, por supuesto, sólo para asegurarse, llamar mañana a la librería Her-mes Academic para preguntar si conocían a alguien de nombre Mai-Brit Fossen. Pero dudaba que fuera a dar resultado.

Había algo en todo aquel plan que le irritaba… Los ojos se desplazaron por la pantalla donde aparecía una lista de publicaciones, con los nombres de sus autores en letras pequeñas debajo de los títulos. De pronto, uno de los nombres le resultó familiar. Even se inclinó hacia delante y silbó divertido. Yes, ése era el hombre a quien se lo debía preguntar, si es que no seguía enfadado con él. Se metió en la página de la universidad y encontró un número de teléfono que se correspondía con el nombre.

– Hola, ¿está Bjarne Engelsrud, del Instituto de Teología?

– Sí, soy yo -gruñó una voz en tono curioso al otro lado del teléfono.

Even se presentó:

– Tal vez te acuerdes de mí, del Instituto de Matemáticas. Mantuvimos un debate hará ahora un par de años… acerca de los milagros.

Se hizo el silencio, pero al rato la voz volvió a gruñir:

– Te recuerdo. Eres el de los números.

«El de los números -Even echó la mirada al cielo-. Y tú eres el de los dioses.»

– Sí -dijo Even-. Recuerdo que durante el debate contaste que también estabas interesado en los aspectos más ocultos, es decir, en el interés del ser humano por lo metafísico, y he pensado que a lo mejor me podrías ayudar en un asunto.

– ¡Que yo conté…! -De pronto la voz ladró, alterada-. Tú fuiste quien lo contó. Lo convertiste en algo sombrío y sospechoso. La verdad es que te comportaste como un… -El teólogo respiró hondo y se calló.

– Me comporté como un mierda, sí. Entonces tú dijiste que…

Even no estaba seguro de cómo debía seguir. Se habían enfrentado en un debate organizado por la asociación de estudiantes hacía unos ocho o diez años, los habían invitado para que discutieran la afirmación «los milagros tienen lugar cada día». Bjarne Engelsrud había hablado sobre un estudio que había realizado en el que gente corriente había sido entrevistada acerca de los milagros que habían experimentado. Por ejemplo, los había que se habían encontrado con la mano sobre el auricular, dispuestos a llamar a un amigo, cuando de pronto el teléfono había sonado y ese mismo amigo estaba en el otro extremo de la línea. O alguien que había pensado en la enfermedad de una persona en concreto y, al momento siguiente, le habían comunicado que aquella persona había muerto, o que de pronto se había recuperado. O alguien que había soñado con una persona a la que llevaba años sin ver, y de pronto se había encontrado con ella en la calle al día siguiente. Eran muchos los ejemplos de telepatía, clarividencia, curaciones repentinas y demás fenómenos espiritistas o seudorreligiosos. Cerca de mil personas habían participado en el estudio, y casi tres cuartas partes de ellas habían dado ejemplos de grandes y pequeños milagros o sucesos increíbles que conocían o habían experimentado personalmente. La exposición había sido detallada, y el estudio había resultado convincente, hasta que Even lo desmontó todo ayudándose de los números.

– Conoces a diez personas en las que piensas al menos una vez al año -había dicho-. En aras de la comprensión dividiremos un año en 105.120 intervalos de cinco minutos cada uno. Es posible que en uno de estos intervalos pienses en una de las diez personas a la vez que ésta te llama a ti, se recupera, se muere o cualquier otra cosa que pueda parecer milagrosa. Expuesto así, hay una probabilidad de entre 10.512 de que ocurra; a fin de cuentas, y dicho en otras palabras, no es tan irremediablemente probable. Pero pongamos que piensas en ellas diez veces al año, es decir, apenas una vez al mes; creo que es probable que sea el caso de muchos de nosotros.

En tal caso, el número será de 1.051, lo que nos da muchas y mejores probabilidades. Digamos que lo mismo es aplicable a los 4,6 millones de habitantes del país, que cada uno de ellos piensa en diez personas en concreto diez veces al año. Es una división muy sencilla, y con ella llegamos a que 4.757 personas tienen la posibilidad de experimentar esta coincidencia cada año. Si dividimos las 4.757 personas entre los 365 días del año, nos dará que hay trece personas -Even había dispuesto la operación de manera que el resultado fuera 13; le gustaba este número- repartidas por todo el país que, de hecho, tienen este tipo de experiencias cada día. Naturalmente, los hay que se olvidan del episodio inmediatamente, no perciben lo excepcional de la vivencia, o tal vez ni siquiera recuerdan el sueño que debería ser el punto de partida del milagro. Otros convierten los episodios en algo extraordinario y los recuerdan cuando alguien les comenta una experiencia similar. Porque cuando trece personas en Noruega experimentan «un milagro» cada día, es normal que se puedan encontrar con otras personas que también hayan experimentado algo parecido. El hecho de experimentar una coincidencia «sospechosa», algo que a simple vista resulta enigmático o improbable, es, en realidad, tan habitual -explicó Even- que todo el mundo lo experimenta un par de veces al año. Lo que realmente es un milagro es que haya gente lo suficientemente estúpida para convertirlo en un milagro y, en el peor de los casos, en una experiencia religiosa, y, si son completamente dementes, convertirlo en una religión -había dicho Even para terminar.

Los aplausos habían sido ensordecedores; al público juvenil le había gustado aquel profesor joven y su exposición directa y sencilla, y el teólogo de mediana edad había dicho, eres un «saco de mierda» y había abandonado las hileras de bancos y había tomado las de Villadiego.

– Era joven, y un gilipollas. -Even dudó de si ahora era menos gilipollas de lo que había sido entonces-. Siento que las cosas se desmadrasen así; supongo que me dejé llevar.

Ambos se habían quedado callados. Hasta que Engelsrud gruñó:

– ¿Qué quieres?

Even se lanzó de cabeza y le contó que estaba en medio de un estudio acerca de la manera de Newton de trasladar estudios alquímicos a hechos científicos. Un colega de Inglaterra le había contado que el lugar al que acudir si quería encontrar literatura acerca de los lados más desconocidos de Newton era una librería de nombre Hermes Tris, pero no le había dado la dirección, y ahora el colega se había ido de vacaciones durante un mes a un lugar desconocido.

– ¿Por qué iba a ayudarte?

– Porque tú no eres un mierda.

El otro se rió.

– En eso estás en lo cierto. Un momento, sólo tengo que calcular la probabilidad de que yo tenga la dirección que tú necesitas, precisamente ahora, cuando me llamas para pedírmela.

– Ja, ja, ja -se obligó Even a reír. Oyó que Bjarne Engelsrud se divertía y reía al dejar el auricular sobre la mesa y se alejaba silbando, mientras rebuscaba entre unos papeles.

– Aquí está -dijo de pronto en el teléfono-. ¿Estás listo?

– Listo.

Engelsrud mencionó una dirección en Londres, más concretamente en Notting Hill.

– Disculpa, ¿qué decías?

Even no podía creer lo que estaba oyendo.

– Newton Road -repitió Bjarne Engelsrud-. No tengo ningún número, pero la calle no es muy larga.

– Gracias -dijo Even-. Muchas gracias. No sabes cómo te lo agradezco.

– De acuerdo, de acuerdo. No se merecen. La próxima vez que des con un milagro no olvides avisarme.

– Ja, ja, ja, lo haré, descuida -dijo Even, y colgó-. Idiota -murmuró y puso London calling en el reproductor de CD antes de entrar en un mapa en la red.

Encontró Londres, hizo un zoom en Notting Hill, pensó en Julia Roberts durante unos segundos, antes de encontrar Newton Road. No en Notting Hill, sino en Bayswater. Newton Road. Tenía que ser, por narices, el lugar que Mai había querido que encontrara.

Sonó el teléfono y Even agarró distraído el auricular mientras intentaba descubrir qué líneas de autobús salían desde el centro hacia Bayswater.

– Sí?

– Hola. ¿Hablo con Even Vik?

Even reconoció la voz, el acento sueco; miró el teléfono fijamente, como si alguien lo hubiera untado de sangre. Colgó lentamente el teléfono y lo desenchufó.

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