Capítulo 27

Oslo

– Tiene que ser un libro -dijo Mai-Brit con convencimiento-. Aquí hay mucho material increíblemente interesante con el que trabajar.

– Me cuesta creer que todavía quede algo sobre Newton que no haya sido escrito ya -dijo el director financiero, escéptico.

«Same procedure as last meeting -pensó Mai-Brit-. Este hombre ha nacido con un gen crítico del tamaño de una pelota de golf.»

– Eso depende de cómo abordemos el asunto. Hay tantas paradojas en Newton que una persona moderna tiene necesariamente que preguntarse cómo consiguió llegar a ser el gran genio que fue.

Desde la otra punta de la mesa, Odin Hjelm levantó la ceja.

– ¿A qué te refieres?

– Verás, deja que te dé un ejemplo. Como seguramente todos habréis aprendido en el colegio, fue él quien descubrió la gravedad y calculó la órbita elíptica de la Tierra alrededor del sol. Menos conocido es que Newton, sin que se conozca ningún experimento alguno que pudiera corroborarlo, estimó el peso de la Tierra en aproximadamente seis mil millones de trillones de toneladas métricas. Lo que es, por decirlo de alguna manera, bastante impresionante, pues se acerca muchísimo al resultado que Cavendish obtuvo ciento diez años más tarde gracias a unos experimentos exactos, y que en nuestra época se ha calculado que sólo se desvía un uno por ciento aproximadamente. Dicho en otras palabras, es tan genial que casi resulta incomprensible. Sin embargo -Mai-Brit alzó dos dedos para subrayar las conclusiones que ahora llegarían-, ese mismo hombre, ese mismo genio, utilizó la Biblia seriamente para calcular la edad de la Tierra. Y utilizó las profecías de Daniel para calcular el tiempo durante el que la Iglesia católica y el Papa reinarían sobre la Tierra.

Hjelm se golpeó pensativo el labio con el extremo del lápiz, e incluso el director financiero pareció encontrar la historia lo suficientemente interesante como para considerarlo. La editora de libros infantiles se volvió hacia Mai-Brit.

– ¿Quién es Cavendish?

Mai-Brit vio cómo el editor de literatura extranjera echaba la mirada al cielo, aunque, en cierto modo, esperaba la pregunta. Y también llevó los ojos al cielo. Les explicó que se trataba de un noble y físico inglés que vivió en la segunda mitad del siglo XVIII y que era todavía más introvertido y extraño que el propio Newton.

– Padecía hasta tal punto de timidez que incluso se comunicaba con su ama de llaves por carta. Nunca salía y si alguna rara vez se dejaba convencer para participar en una reunión de carácter científico, todos los demás invitados eran aleccionados previamente para que no se dirigieran, en ningún caso, a él. Ni siquiera tenían permiso para mirarle.

Mai-Brit tomó nota de que todos, sobre todo Hjelm, seguían escuchando con interés y decidió utilizar un minuto más del precioso tiempo de la reunión.

– Al igual que Newton, Cavendish era terriblemente reservado a la hora de publicar los resultados de sus experimentos. Muchos de ellos no se llegaron a conocer hasta después de su muerte, y por entonces ya no se disponía de Cavendish para que explicara lo que había descubierto. Es por eso que luego ha resultado que, en muchos aspectos, estaba cien años, o más, por delante de su tiempo.

– ¿Por delante con qué, por ejemplo? Fue Hjelm quien preguntó.

– Experimentó con la capacidad conductiva de la electricidad, algo que otros tardarían un siglo más en hacer. Y operó con leyes y reglas físicas que no fueron «inventadas» hasta mucho más tarde: la ley de Ohm, la ley de las presiones parciales de Dalton, la ley de proporciones equivalentes de Pvichter, incluso podría mencionar cinco más. Principios a los que ese tal Cavendish llegó sin hablar de ello con nadie. Sólo hace cincuenta años o así que alguien consiguió revisar todos sus papeles y comprendió que fue un genio.

– En otras palabras, un hombre sobre el que deberíamos escribir un libro más adelante -dijo Hjelm con una sonrisa.

– Sí, desde luego -dijo Mai-Brit y vio cómo el director financiero lanzaba una mirada escéptica a su jefe-. Pero para volver a Newton, también en él hay muchas cosas que han quedado ocultas, al menos para la gran mayoría de gente. No en cuanto a sus experimentos científicos, aunque éstos también tienen sus aspectos excéntricos, desde luego. ¿Sabíais, por ejemplo, que Newton experimentó con la luz y la vista introduciendo la hoja de un cuchillo por detrás de su propio ojo y apretándolo desde detrás?

Mai-Brit se llevó un dedo al ojo, mostrando cómo Newton había introducido el cuchillo entre el hueso y el globo ocular. Alrededor de la mesa, algunos hicieron muecas de aprensión al imaginárselo; otros parpadearon inconscientemente, como si quisieran proteger sus ojos.

– Es verdad -dijo Mai-Brit con una sonrisa-. Pero no hablemos más de eso. Lo que estoy sopesando estudiar en relación con este libro son sus intereses ocultos por la alquimia y el ocultismo. -Posó una mano sobre los papeles que tenía delante para dar más énfasis a su última fiase-. De hecho, creo que existen incluso más lados ocultos y sombríos del genio que desconocemos y por eso pienso viajar a Inglaterra la semana que viene para sumergirme en su pasado y arrebatarle sus últimos secretos.

Odin Hjelm asintió divertido con la cabeza y dio por finalizada la reunión mientras el director financiero anotaba algo en un bloc de apuntes negro.

– Acuérdate de la manzana -dijo el editor de literatura extranjera y se levantó.

– ¿Disculpa? -dijo Mai-Brit y lo miró.

– Acuérdate de la historia de la manzana que cayó del árbol y le llevó a descubrir la ley de la gravedad.

– Ah, ésa. -Mai-Brit recogió sus papeles-. No es más que una patraña. Una buena historia, pero, al fin y al cabo, una invención. Newton no era el tipo de hombre capaz de sentarse debajo de un árbol y esperar que le llegara la inspiración gracias a una manzana.

La editora de literatura infantil se detuvo delante de Mai-Brit y preguntó:

– ¿Qué es la presión parcial?

«La única que cuando hay algo que no sabe es capaz de reconocerlo -pensó Mai-Brit al entrar en su propio despacho un poco más tarde-. Está acostumbrada a tener que dar explicaciones y a simplificar, acostumbrada a tratar con niños haciendo preguntas.»

Los adultos no preguntan. Eres un tonto si preguntas, porque entonces demuestras que hay algo que no comprendes. Por lo tanto, no preguntas y sigues siendo el ignorante que eras. Sigues siendo un tonto.

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