Capítulo 54

– Dios no nos condena -dijo Kitty. Even sonrió.

– Entonces supongo que como cristiano puedes hacer todo lo que quieras. Estás salvado de antemano.

– No, Dios nos vigila, naturalmente, nos evalúa y conoce nuestra culpa. También nos pesa en su balanza.

Se habían quedado en el pub casi hasta medianoche, discutiendo mientras tomaban tazas de café y té sin parar, tan sólo interrumpidos por las visitas esporádicas al baño. Habían estado tan en desacuerdo que el tiempo había pasado sin que se dieran cuenta. Ahora se dirigían al coche. Doblaron la esquina y bajaron por la callejuela donde estaba aparcado el escarabajo.

– En el último día, cuando Dios tenga que juzgar a vivos y a muertos, la posición de la balanza decidirá dónde acabaremos. La película no era grotesca, como tú afirmas, sólo mostraba la dimensión de la culpa que Jesús tuvo que redimir con su sufrimiento -dijo Kitty y agitó el brazo-Jesús es el hijo de Dios y fue crucificado por nuestros pecados. Este es el mensaje del Nuevo Testamento. No debes olvidarlo.

– ¿No es más importante que nos juzguen mientras todavía podemos arrepentimos y enmendar nuestros errores? -dijo Even. Habían llegado al coche y Even se metió la mano en el bolsillo buscando las llaves.

– Sí -dijo Kitty impaciente-, claro que es importante que nos redimamos, pero la voluntad y el juicio de Dios…

– ¡Callaos de una puta vez y dadnos las llaves!

Los dos se quedaron helados, Even con la llave en la puerta. Dos jóvenes de unos veinte años aparecieron en la parte posterior del coche y se colocaron de manera que no pudieran huir por ahí. Uno de ellos dio unos golpes amenazantes con un bate de béisbol; el otro, que sostenía una navaja en la mano izquierda, sonrió y se cambió la navaja de mano. Un ruido a sus espaldas hizo que Even se volviera y le diera tiempo a levantar el brazo para evitar una patada en la cara. A cambio, su brazo quedó paralizado durante unos segundos y Even maldijo entre dientes. El atacante reculó y dio unos saltitos ágiles, preparándose para un nuevo ataque. Era una adolescente delgada y a su lado había un chico, grande como un toro, que frotaba expectante su puño americano en la camiseta. Even lo miró de reojo. Dos por delante y otros dos por detrás; una trampa muy bien montada.

– Cada uno se encarga de los suyos -resopló Kitty y atacó con un aullido al hombre del bate de béisbol.

Even se llevó tal sorpresa que no advirtió una nueva patada alta de la chica que le alcanzó cerca de la oreja. Dio un paso atrás tambaleándose, chocó con el coche y decidió seguir la táctica de Kitty. Como si estuviera preso de la confusión se echó a un lado, se acercó al chico con aspecto de toro; casi tropezó con sus propios pies, pero de pronto dio un salto hacia delante y le propinó un cabezazo en la nariz y un rodillazo en el estómago. El chico soltó un aullido desgarrador, recibió un par de golpes más en los riñones y desapareció encorvado calle abajo con las manos tapándole la cara mientras la sangre goteaba de su nariz rota. Sin preocuparse por estar sola contra Even, la chica volvió a atacar, la patada volvía a ser alta, y Even consiguió derribarla agarrando su pierna y echándola por encima de su cabeza, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera contra el asfalto. Durante un instante la tuvo indefensa en el suelo, y Even la hubiera podido patear, pisar, sentarse encima de ella y pegarle hasta dejarla inconsciente. Sin embargo, se quedó paralizado, viendo cómo ella se revolvía y volvía a ponerse en pie. Even oyó un alarido a sus espaldas y vio por el rabillo del ojo a uno de los hombres que perdía el equilibrio y trastabillaba con las dos manos apretadas contra la ingle. La visión le costó cara a Even, pues la chica le alcanzó con una nueva patada en el mismo lugar que antes y el asfalto voló hacia él dándole de pleno en el hombro. Even jadeó y rodó hacia un lado para escapar de las patadas que sabía que llegarían a continuación.

Kitty saltó por encima de Even, atacó a la muchacha hecha una furia, le dio una patada en el estómago y golpeó su cabeza con el bate. La chica se volvió y salió corriendo. Kitty le lanzó el bate pero sin alcanzarla.

– ¡Cuidado! -gritó Kitty señalando a sus espaldas.

Detrás de Even el hombre de la navaja intentaba girar la llave en la cerradura. Even logró ponerse en pie y lo empujó hacia atrás. El hombre agitó violentamente la mano donde sostenía la navaja. Even trastabilló; la sangre le corría por el ojo e intentaba desesperadamente retirarla con la mano.

– Yo me encargo de él.

Kitty saltó entre los dos hombres, mientras recogía un zapato del suelo y lo levantaba por encima de la cabeza. La mirada del hombre se fue directamente hacia la mano y el zapato, olvidándose así del pie que se le acercaba. Le alcanzó de pleno en la entrepierna levantándole prácticamente del suelo. Kitty se acercó al hombre que se retorcía entre rugidos, plantó tranquilamente un pie sobre una de sus manos y pisó con todas sus fuerzas. Even oyó un crujido cuando los huesos ya no soportaron la presión y el rugido del hombre se intensificó.

– Tú conduces -murmuró Even con la voz ronca; agarró su zapato y se dirigió tambaleante hacia la puerta del copiloto. Se hundió en el asiento mientras Kitty ponía el coche en marcha y lo sacaba a la calzada-. Cuidado -gritó Even, señalando a la chica, que de pronto apareció entre los coches con un pedrusco en la mano.

Kitty dirigió el coche directamente hacia la chica, que, asustada, saltó a un lado sin haber lanzado la piedra.

– ¿Por qué demonios no le diste una paliza a esa zorra cuando pudiste hacerlo? -gritó Kitty y dobló la esquina para coger la calle ancha, justo delante de un minibús que le pitó de mala manera.

– Cierra la boca y conduce -jadeó Even y se llevó la mano a la sien.

Kitty enfiló la E 6 en dirección a Nesodde, sin preguntarle a Even si prefería volver a su casa. Estaba bien, le importaba una mierda, ahora mismo todo le importaba una mierda.

De pronto habían llegado y Even se dio cuenta de que debía de haberse dormido o desmayado. Con un dolor de cabeza espantoso salió del coche como pudo y siguió a Kitty hasta el interior de la casa.

– Échate en el sofá -dijo y volvió inmediatamente con Pyriset y tiritas y un Dispril. Con mucho cuidado y profesionalidad palpó la mandíbula y el cráneo de Even-. No hay fractura -determinó-. Tómate el Dispril; hará que te relajes. Pero no debes dormirte hasta que estemos seguros de que no sufres una conmoción cerebral.

Kitty le limpió la herida de la frente y le notificó que no estaba tan mal como podía parecer, ahora que había retirado la sangre. Sólo se trataba de una herida superficial. Pero mañana tendría el ojo morado.

– Estupendo -murmuró Even-. Una noche perfecta. Primero la película con toda aquella salsa de tomate, y luego me dan una paliza como no me la habían dado desde que me fui de casa hace ya mil años.

– A cambio, esta noche tendrás que hacerme el amor -dijo Kitty y lo ayudó a incorporarse en el sofá-.Y deja ya de compadecerte. No soporto a los quejicas.

– Oh, cállate, haz el favor -murmuró Even. Podía haberle llevado a casa si no tenía ganas de escucharle-. Por cierto, ¿qué demonios estabas haciendo? -dijo de pronto-. Parecías completamente fuera de ti, pegando y dando patadas como si fueras yo hace veinte años y cinturón negro de Kung-Fu o algo parecido.

– Quédate quieto -dijo Kitty y le puso una tirita en la herida-. Uno de los entrenadores de la escuela superior lo tiene, me refiero al cinturón negro de karate. Nos dio un par de cursos a los demás y luego yo he estado entrenando con él por mi cuenta. No tengo ningún cinturón, ni amarillo ni morado ni de ningún otro color del arco iris, pero he aprendido un par de cosas.

– ¿Como por ejemplo?

– Bueno, pues verás. Por ejemplo que los hombres a menudo olvidáis protegeros vuestro punto más débil.

– Oh, ¿de verdad? -dijo Even irónicamente, llevándose las manos a la cabeza.

– No, no me refiero a esa cabeza, sino a la otra.

Even sintió náuseas y se mareó; tenía la cabeza como un bombo y su cerebro se había retorcido cuarenta grados impidiendo que sus pensamientos encontraran la manera de salir.

– Ven, vamos a dar una vuelta; necesitas aire fresco y movimiento.

Kitty lo ayudó a levantarse del sofá con cuidado y lo empujó suavemente a través de la puerta hacia el apacible aire primaveral. Rodeó su cintura con el brazo y empezaron a andar lentamente en dirección al mar. La cabeza de Even pareció perder un par de kilos de peso al aire fresco.

– Nunca pego a las mujeres -dijo Even.

– ¿A qué te refieres?

Kitty se detuvo y lo miró confusa.

– Antes me preguntaste por qué no había pegado a la chica que me atacó. No puedo.

Kitty lo cogió del brazo y avanzaron por la playa, como un viejo matrimonio, en dirección al bote.

– Después de que mi madre muriera…

Even se palpó los bolsillos con la esperanza de encontrar un cigarrillo pero sabía que era inútil.

– ¿Quieres que salgamos en barco? -preguntó Kitty-. Los remos están en el bote; vivo en una zona libre de robos.

Even contestó empujando el bote al agua. Kitty soltó las amarras y saltó dentro, Even la siguió y se dejó caer en la popa.

– Me niego a ser como él, ese cerdo asqueroso -murmuró y se llevó la mano a la oreja. De pronto se sentía aturdido-. Estoy dispuesto a desafiar la ley y a Newton, y dejar que la herencia desaparezca conmigo en la tumba, maldita sea.

Kitty lo miró sin decir nada, agarró los remos y dejó que el bote se deslizara sobre aguas tranquilas.

– Dejar que la herencia acabe en la tumba -dijo Even, como si se tratara de un mantra.

Kitty dejó los remos y controló el cabo antes de arrojar el ancla al agua.

– Venga -dijo, golpeando la proa con una mano-. Podemos echarnos aquí.-Soltó un par de tablas del costado del bote, las enganchó en la borda ampliando así el banco y convirtiendo toda la proa del bote en un somier de láminas anchas y muy separadas. De un saco que había en la popa del barco sacó una manta y la extendió sobre las tablas, se echó boca arriba y suspiró en dirección al cielo estrellado.

Even se echó a su lado con cuidado; cualquier movimiento violento tenía sobre su cabeza el efecto de los golpes de una taladradora neumática. Su mirada se perdió en la oscuridad.

Allí, en medio del agua, donde las luces de la ciudad no podía alcanzarlos, el cielo era omnipotente. Las estrellas se distribuían como una moqueta sobre el cielo y Even volvió a pensar en Mai y los viajes a Rendalen. Habían pasado infinidad de noches sentados en la loma delante de la cabaña mirando al cielo, señalando e identificando planetas y constelaciones. Era Mai quien sabía de estas cosas. El se sabía la teoría, los números, ella encontraba las estrellas, señalaba lo que se escondía detrás de los números de él. Sin embargo, él aprendió.

Encontró la Osa Menor y la Osa Mayor, o mejor dicho, el Carro de Carlsberg (siempre se había imaginado a Tor y a Odín montados en el carro con una cerveza danesa en la mano), y la constelación que serpenteaba entre ellas: el Dragón. Y luego estaba el denso racimo de estrellas en los confines de la Vía Láctea, la constelación que nunca recordaba… ¿Casiopea? Siguió una línea desde la Estrella Polar, a través de Mizar (que sabía que, en realidad, era una estrella doble), de la Osa Mayor y bajó hacia el este hasta alcanzar Espiga, una de las estrellas más cálidas del firmamento.

– Hubo un tiempo en que soñé con ser astrónomo -dijo en voz baja. Aquel terrible martilleo en la cabeza se mitigaba si hablaba en voz baja-. Cuando tenía diecisiete años. Estaba echado en el tejado de una casa que habíamos ocupado, mirando hacia la inmensidad de las estrellas y pensando que el profesor tenía razón. Era verdad que había una infinitud, imposible de contabilizar, tantas como granos de arena en la playa. Supongo que no me lo creí cuando lo dijo. Sonaba a tópico, un truco pedagógico para ayudarnos a entender lo ininteligible, comparando una irrealidad con otra. Sin embargo, estando allí echado, en el tejado, seguramente algo colocado por un porro o lo que fuera, entendí el infinito. Me pasé toda la noche con la mirada perdida en la eternidad, con pensamientos que nunca antes había tenido con tanto detalle.

– ¿En qué pensaste, pues? -dijo Kitty quedamente.

– Bueno, pues en Romer, que utilizó un eclipse solar en una de las lunas de Júpiter para calcular la velocidad de la luz. En las elipsis de Kepler, en el número disparatado de 600 millones de toneladas… De hecho, fue aquella noche cuando de pronto entendí la ecuación de tercer grado. No es que no supiera calcular una ecuación de tercer grado, pero de pronto me pareció evidente, como una parte del todo universal, y sentí que estaba listo para adentrarme en las matemáticas, como si hubiera llegado a una cognición, como si hubiera cruzado una frontera importante.

Even se quedó callado, como si hubiera dicho algo estúpido. Kitty tanteó la oscuridad buscando su mano.

– ¿600 millones de toneladas…?

– Eh… es la cantidad de hidrógeno que el sol consume por segundo.

– Ah, sí… es una locura.

Se quedaron un buen rato echados sin decir nada y sin moverse. Kitty se incorporó apoyándose sobre el codo y miró a Even.

– ¿Duermes? No te puedo ver en la oscuridad. -Estaba pensando en una historia que me contó una vez un colega inglés -dijo Even-. De ti y de mí. -No me digas.

– Sí, de un médico y un matemático. Estaban de vacaciones en Escocia junto con un tercer amigo, un astrónomo. Cuando hubieron cruzado la frontera, miraron por la ventanilla del tren y vieron una oveja negra en medio de un campo. «Qué raro -dijo el astrónomo-. Todas las ovejas son negras en Escocia.» -Even se rió para sus adentros, esta parte era la que más le gustaba-. Entonces el médico resopló y dijo: «Vaya estupidez. Vemos que algunas ovejas son negras en Escocia». Eso hizo que el matemático pusiera el grito en el cielo y precisara: «Lo que sabemos es que en Escocia hay al menos un campo en el que pasta al menos una oveja que es negra al menos por un lado. Más no sabemos».

Kitty se rió cordialmente y Even pensó que aquella noche, la gente a lo largo de la costa se dormiría al son de una música deliciosa: el rumor de las olas y las risas.

– ¿Están vivos tus padres? -preguntó Even.

– Sí y no. Mi madre murió hace ocho años de cáncer, una semana antes de jubilarse. Mi padre sufrió un ataque al corazón hará ahora un par de años. Vive en un geriátrico donde lo cuidan muy bien. -Kitty miró hacia la noche-. Está vivo.

– ¿Qué hacía tu padre?

– Era oficial del ejército, coronel.

Even soltó un gruñido, y Kitty le preguntó ofendida:

– ¿Qué tiene de malo?

– Nada en especial, sólo que este tipo de gente tiene cierta tendencia a creer que el uniforme les da derecho a mangonear a los demás, que son los elegidos, los gobernantes. Pero… -Even intentó moderarse-. La policía es peor.

– ¿Qué diablos te pasa? -exclamó Kitty, irritada-. ¿Acaso la policía se comió tus golosinas cuando eras pequeño, para que ahora te creas en el derecho de patearles constantemente?

Even miró hacia la Estrella Polar. ¡Cuántas veces había deseado poder perderse en el espacio metido en un cohete!

– ¿No te lo dije? -murmuró-. ¿No te conté que mi padre era policía? Creí habértelo dicho. Que su deber era proteger a los demás.

Kitty no contestó.

– Lo era.

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