Capítulo 39

Cambridge

Con soltura, al fin y al cabo llevaba casi una semana en Cambridge, Mai-Brit cruzó Queens Road y avanzó entre los árboles en dirección al río Cam. El viento soplaba, pero era cálido, por lo que decidió seguir adelante hasta que avistó el Trinity College en la otra orilla. Varios grupos de estudiantes se habían echado en la hierba, leyendo o simplemente charlando y para pasar un buen rato. Era su lugar preferido para la hora del almuerzo, con vistas a la magnífica biblioteca de Christopher Wren que se alzaba en la ribera del río. Fue construida como parte del Trinity College a finales del siglo XVII, cuando Issac Newton todavía vivía allí.

Había un poco de humedad en la hierba después de la llovizna de la mañana y Mai-Brit sacó su jersey de lana de la bolsa y se sentó encima. Había visitado muchas bibliotecas en todo el mundo por trabajo o para investigar, pero eran pocas, por no decir ninguna, las que demostraban un sentido de la proporción tan perfecto como la biblioteca de Wren. Y una comprensión de la necesidad de luz de los visitantes en el mundo de los libros, grandes cantidades de luz para poder concentrarse en el contenido de las obras. Además, debido a la proximidad del río, que tenía tendencia a salirse de su cauce cuando la lluvia caía durante semanas y cubría el condado de South Cambridgeshire, Wren había diseñado un edificio que estaba por encima de esa clase de trivialidades. La planta baja formaba una simple balaustrada por donde el agua podía fluir libremente cuando los dioses del tiempo así lo deseaban, sin alcanzar nunca los libros del primer piso.

Los jóvenes que tenía cerca gritaban y una risa estridente quebró la tranquilidad y los pensamientos de Mai-Brit. No era una risa bonita, era más bien como el sonido de una uña contra una pizarra. Bebió un poco de agua de la botella para rebajar el sonido. Rezaba para no tener una manera tan antipática de reírse. Resultaba difícil evaluar la risa de uno mismo. Tan difícil como valorar el propio encanto.

De nuevo, aquella risa la atravesó hasta la médula, y Mai-Brit tuvo que girarse para ver quién era capaz de proferir un ruido tan horrendo como aquél. Una chica de unos veintipocos años estaba sentada de rodillas delante de tres muchachos, hablando en voz muy alta. Era guapa, de una manera afectada, casi artificial, y se echaba la melena por encima del hombro, como las chicas atractivas de las películas americanas malas.

¿Se habría modificado a través de la historia la manera de reír, una risa podía considerarse hermosa de forma universal? ¿Cómo se reía la gente en la Edad de la Piedra, si es que realmente tuvieron algo de qué reírse? Uno se imaginaba que los vikingos tenían una risa tosca y grosera, con cierto deje malvado, pero ¿no se trataría en realidad de una simple suposición basada en los prejuicios? ¿Era razonable creer que, por ejemplo, un personaje tan influyente como Luis XIV podía haber cambiado lo que hasta entonces se había considerado una risa normal, sólo porque él, cuando estaba en buena y alegre compañía, sonaba como un caballo relinchando? A lo mejor algún día se podría hacer un libro sobre este tema. Si es que no estaba ya hecho. Mai-Brit sonrió en dirección al río y sintió un escalofrío de enorme placer recorriendo su espalda al pensar en el trabajo que tenía. Poder tener ideas estrafalarias y ocurrencias salvajes a modo de sustento, y poderlas llevar a cabo de vez en cuando era algo que no podían hacer muchos.

Mai se lamió los dedos para eliminar las migas de pan, arrugó el papel de envoltorio del sandwich y se puso las gafas de leer antes de sacar el diario y la pluma de la bolsa. La pluma estilográfica era una Faber-Castell carísima que había comprado aquella misma mañana, y estaba tan ilusionada como una niña, esperando el momento en que la usaría por primera vez. Le parecía que Newton bien se merecía que escribiera con pluma y se la había comprado como un pequeño regalo por el trabajo realizado hasta el momento. Como tenía por costumbre, Mai empezó leyendo las anotaciones de los últimos días.


10 de agosto, un café cerca del mercado (no me fijé en el nombre al entrar), Cambridge.

Es maravilloso estar de vuelta, en Inglaterra. Maravilloso encontrarse en Cambridge.

He pasado todo el verano leyendo sobre Newton, ahora, cuando acudo al Trinity College, es como si lo conociera personalmente. Me siento en la capilla o visito la habitación en la que se alojó entonces, con los documentos que él leyó y los manuscritos donde dejó sus huellas dactilares. (Bueno, en honor a la verdad, tengo que reconocer que lo que tengo entre manos son fotocopias y microfilmes. Pero he pedido consultar una de las libretas de notas de Newton de cuando estuvo trabajando con las ideas y las teorías para los Principia. También es cierto que el curador de los documentos científicos, Mr. Perkins, ya me ha dicho que no. Dice que para poder preservar los documentos, de 100 consultas rechazan 99. Pero… la esperanza es de color verde guisante… y debo de ser ese número cien.) Reviso todos los primeros apuntes de Newton, sus diarios y los curiosos blocs de notas de sus primeros años en la universidad. Hay mucho en latín, y me doy cuenta de que mi latín está un poco oxidado. Por la noche intento refrescar la gramática latina leyendo, entre otros, un libro sobre vocabulario y sinónimos.

Newton es complejo, sobre todo sus notas manuscritas, que contienen tantas trampas. Cuando algo parece importante, inmediatamente lo oculta sirviéndose de claves. Sigo pensando en Even y en lo que me enseñó con toda aquella tontería de códigos y claves con la que nos entretuvimos durante los primeros años que estuvimos juntos. Ahora me viene como anillo al dedo.

Uff. No me atrevo a pensar en lo que me dirá Even cuando oiga hablar del libro. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta sus grandes conocimientos de Newton lo más normal hubiera sido involucrarle en el proyecto. Sin embargo, no me apetece, porque sin duda él se hubiera hecho rápidamente con los mandos. Los límites nunca han sido su fuerte. Cuanto más trabajo en el tema y más me implico, más deseo que el libro aparezca como «mi obra» y sólo mía. Es la primera vez que me pasa algo así. Di, si quieres, que es infantil y una muestra de vanidad profesional, porque eso es. Tal vez haya llegado el momento de la separación definitiva de mi ex.


Se volvió a oír aquella risa espantosa, y Mai-Brit se giró bruscamente; estaba a punto de soltar un comentario agrio. La chica estaba sentada de espaldas a ella y no la vio. Afortunadamente. Avergonzada por su propia reacción, Mai-Brit levantó el diario con una extraña irritación que le corroía el pecho. Empezó a leer de nuevo, aunque con los pensamientos en otro lugar. ¿Había sido…?

Con mucho cuidado, como si sólo pretendiera agarrar la botella de agua, Mai-Brit torció el torso ligeramente y miró por encima del hombro, entre los árboles. Las sombras ondearon cuando el viento sacudió el follaje, un par de estudiantes montados en bicicletas y una señora mayor paseando tranquilamente un perro desaparecieron por uno de los senderos. Nada más.

Bebió del agua y se concentró en una página nueva del diario.


11 de agosto, Cambridge University Library.

¡Soy la número 100! Conseguí pasar por el ojo de la aguja y me han permitido consultar un manuscrito, una libreta de notas, justo delante de la ventana que da al despacho de Mr. Perkins. Ha sido una gran experiencia, casi sacra, sentarse con los papeles que el mismísimo Newton tocó. Ver las manchas de tinta que hizo; una de ellas mostraba parte de una huella dactilar; ver la cadencia de la escritura, la cadencia de los tiempos anteriores al bolígrafo. Por un instante, sentí su presencia a mi lado, una mano fría, invisible, pero muy presente.

Mr. Perkins sonríe a través de la ventana de mi entusiasmo; ve que olisqueo el papel, que, absorta, lo rozo con las puntas de los dedos; palpo la estructura del papel grueso. Creo que el bueno de Perkins ha tenido que hacer encaje de bolillos para conseguir colarme en la exclusiva lista de personas que se han sentado con los papeles del gran genio entre las manos. Tengo que acordarme de darle las gracias en el libro.

Y ahora, del entusiasmo desmedido al misterio: encontré una nota suelta entre las últimas páginas, dejada, probablemente, por la persona que tuvo acceso a la obra antes que yo. Había anotadas algunas palabras, con tinta roja. El texto de la nota era extraño: «Parece que Manuel P. puede estar en lo cierto, porque esto también puede considerarse una indicación de que…»

Se detenía aquí. No ponía nada más.

Pregunté al bibliotecario quién había consultado el manuscrito antes que yo, pero se mostró poco dispuesto a ayudarme. Un tipo francés que está sentado detrás de mí (sudando como un cerdo y, por lo tanto, oliendo como tal) le entregó el pedido de un libro que, por lo que entendí, se encontraba en un archivo del sótano. Mientras el bibliotecario estuvo fuera y el francés en el lavabo, o donde fuera, me colé en la base de datos de la biblioteca (el mostrador está colocado de tal manera que no puede verse desde el despacho de Mr. Perkins) y encontré la lista de visitantes.


Mai-Brit sonrió al recordar su osadía. Había sido casi como intervenir en una de las novelas del inspector Morse, salvo porque éstas siempre tenían lugar en Oxford.

Se ajustó las gafas y siguió leyendo.


Los nombres Frank Lampard y Vivian Collar aparecían el 26 de febrero, es decir, hacía medio año. Nadie había tenido acceso al manuscrito desde entonces. Y antes que ellos, seis años hasta el anterior… miré fijamente… ¡Manuel Pazcar! ¿El que aparecía en el papelito? Seguramente.

Tenía, pues, necesariamente que ser Lampard o Collar quien había escrito la nota, tal vez el uno para el otro. Consulté una enciclopedia y descubrí que Manuel Pazcar es un experto en Newton que sólo escribe en español y cuyos textos no están traducidos. Tengo que averiguar si ha sido citado por algo en especial. ¿A lo mejor debería ponerme en contacto con Pazcar?


Mai-Brit pasó a la siguiente página, sabía lo que vendría y, sin embargo, sintió cierta tensión en el cuerpo, parecida a la que se experimenta al leer una novela de misterio. De pronto, levantó la cabeza y miró por encima del hombro. Su mirada, que asomaba por encima de las gafas de lectura, se quedó fija en un punto entre los árboles. ¿No había algo que se había quedado quieto cuando ella se volvió? Siguió mirando hasta que los ojos empezaron a escocerle y parpadeó una vez. De repente, una sombra salió de detrás del tronco de un árbol y un hombre dio un paso atrás. Estaba de lado, sacudiéndose algo con cuidado a la altura de la entrepierna. Entonces meneó el trasero un poco y se incorporó. Mai-Brit sofocó la risa que la había asaltado y bajó la mirada. ¡Dios mío, hombre tenía que ser! Como todo el mundo sabe, tienen la costumbre de ir marcando los árboles del bosque. Nada por lo que valiera la pena preocuparse. Un vestigio de cuando andábamos sobre cuatro patas, se dijo para sus adentros.

El hombre cruzó el césped, bajó hasta el río y se enjuagó las manos antes de seguir su camino. Pronto desapareció detrás de un arbusto.


13 de agosto, Arundel House Hotel, Cambridge


Manuel Pazcar murió… en 1999.

1999. Mai-Brit se rió. Aquel año le hizo pensar en Even y el tatuaje que llevaba en el brazo. Al principio, ella había creído que ponía 999. Bueno, la verdad es que no había costado demasiado convencerle para que se lo quitara en cuanto ella descubrió que lo había leído al revés.

Su mirada buscó el agua turbia. En realidad, era extraño… A veces había pensado que era como si Even, durante el primer tiempo que estuvieron juntos, sólo esperara de ella que le prohibiera esto, aquello y lo de más allá. Lo aceptaba inmediatamente y pasaba por todos los sufrimientos y pesadillas imaginables, sólo para satisfacer sus exigencias: basta de drogas, cigarrillos y satanismo, aunque lo último era una máscara tras la que se escondía algo que llevaba en la sangre. Mai-Brit se había sentido como una salvadora, se había sentido buena y justa. Más tarde, él se había vuelto menos dócil y complaciente, con sus experimentos, su postura algo vaga hacia ciertas cuestiones, sus secretos y… Y entonces ella se había ido.

¿Le había fallado cuando él dejó de adorarla como a una santa? Mai-Brit levantó el diario y fijó la mirada en las letras para no tener que responder. No era el momento para pensar en cosas así. Bueno, pues lo dicho, Manuel Pazcar había muerto en 1999:


He encontrado valoraciones de su trabajo en varios libros ingleses. Es uno de los muchos expertos en Newton, aunque no se le conoce por haber hecho ningún descubrimiento que haya marcado una época. Aun así, aparece citado en dos obras inglesas, con una misma cita: «Hay entre las notas de Newton varias insinuaciones de que ha hecho un descubrimiento, o ha llegado a una verdad que nunca ha sido publicada. Es, por tanto, natural concluir que este descubrimiento está relacionado con sus trabajos alquímicos, y que el alcance de este descubrimiento era de tal magnitud que Newton decidió destruir la fórmula, lo cual resulta muy probable, aunque también puede estar tan oculta que nadie pueda encontrarla».

Ambos libros comentan la cita afirmando que sobre estas «insinuaciones» que Pazcar cree haber encontrado en los textos de Newton, ha habido grandes discrepancias a través de los casi trescientos años de investigación. Las insinuaciones siempre aparecen, escriben, en relación con reflexiones alquímicas y a menudo están escritas en clave. Por eso, la comprensión idiomática y los matices dependen a menudo del que haya descifrado la clave y la fuerza de las insinuaciones también depende del traductor de la clave.

En ambos libros se acepta de buen grado que hay material muy interesante en las anotaciones alquímicas, pero como también escribe uno de los autores: «Creer que Isaac Newton hizo un descubrimiento o llegó a una verdad importante sin publicarla, o al menos sin hacer partícipe de ella a uno de sus amigos alquimistas, como por ejemplo Robert Boyle o John Locke, es subestimar su integridad científica y su celo por llevar la ciencia a mayores alturas. Isaac Newton fue sin duda quien mejor sabía en el mundo de la ciencia pretérita que cualquier descubrimiento científico sólo es un paso en el camino hacia el siguiente. No hay verdad concluyente, no existe meta final.»

La nota de Lampard y Collar parece indicar que ellos dos encontraron una insinuación más al descubrimiento desconocido de Newton, ¡y que sin lugar a dudas la han encontrado en uno de los manuscritos científicos de Newton! No en uno alquímico. Esto es nuevo e indica que la distancia entre el pensamiento alquímico de Newton y el científico no era tan grande como tendemos a creer. A lo mejor, para él, eran dos lados de una misma moneda.

Suspiro profundo. Es decir, que encontraron algo en el manuscrito que yo ya he devuelto a Mr. Perkins (el acuerdo era que me cedería el manuscrito durante un día).Y entregarle una nueva solicitud con la esperanza de recibir una respuesta positiva es lo mismo que creer en Papá Noel, ¡como creer que encima te dejará un paquete debajo del árbol de Navidad con una vida eterna sólo para ti! No me apetece intentarlo. No hay que tensar la cuerda de la suerte innecesariamente.


Mai-Brit giró las páginas hasta que encontró una en blanco y torció el cuerpo de manera que el sol brillara sobre el libro desde la izquierda antes de empezar a escribir lo que ella denominaba «la liturgia del día».


16 de agosto, almuerzo a orillas del río Cam, Cambridge.

He estado preguntando un poco por ahí, pero nadie parece conocer a Lampard y Collar (aparte de un joven estudiante que dijo que Frank Lampard juega en el centro del campo del Chelsea; a fútbol, se entiende). Puesto que esos dos tuvieron acceso a un manuscrito «inaccesible», no pueden ser un don nadie (por otro lado, ¡yo lo soy! Nadie reconocería mi nombre si lo vieran escrito en una lista). Tengo ganas de preguntárselo a Mr. Perkins, pero está de viaje en Estados Unidos y no volverá hasta dentro de una semana.

Mañana visitaré la biblioteca del King's College, donde se encuentran los manuscritos alquímicos y solicitaré el acceso. He llamado al profesor Thompson, y dice que intentará ayudarme para que pueda tener acceso. Pero también dice que en la King's College Library son poco pródigos a la hora de conceder permisos. Entregaré la solicitud esta tarde y supongo que tendré una respuesta antes de volver a casa.

Tengo ganas de volver a ver a Stig y a Line.


Mai-Brit miró la última frase que había escrito, suspiró y dejó caer el libro y la pluma en el regazo. Cuánto amaba a esos niños. Eran, sin duda, lo mejor que le había pasado en la vida. Tenían una escala de valores propia. Una vez se sorprendió a sí misma pensando en que si algún día la elección llegaba a estar entre ellos y Dios, se convertiría en una infiel.

Finn-Erik era de la opinión de que bastaba con tener dos hijos. En el fondo, ella estaba de acuerdo, aunque la idea de un nuevo embarazo, un nuevo hijo, un nuevo parto, no era algo que la echara atrás. Todavía era capaz de evocar el sentimiento doloroso y sin embargo solemne cuando, después de horas de contracciones y sufrimientos, notó cómo el niño se escurría más rápido y salía volando de sus entrañas. Había sido como pelar una almendra hervida. Así era como se lo imaginaba. Fue un alivio para el cuerpo, pero también fue como si hubiera participado en un acto sagrado; se había sentido más cerca de Dios de lo que había estado nunca.

Mai-Brit echó un vistazo al reloj y metió el libro y la pluma en la bolsa; ya era hora de volver a la biblioteca de la universidad. Se quedó sentada un rato más, mirando entre los árboles y a su alrededor. Miró hacia el río y en dirección a la biblioteca de Wren, que se erguía en el aire, robusta e indomable. Protegiendo con flema la sabiduría incalculable que contenían sus muros. Entonces volvió a sacar el diario, pasó las páginas hasta llegar al final del último texto, trasladó la punta de la pluma un par de líneas más abajo y escribió lentamente:


No estoy segura…pero de vez en cuando pienso que alguien me está siguiendo.

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