Even se despertó temprano. Se quedó echado en silencio, mirando al techo a oscuras. Dos pensamientos brillaban con claridad como una oración matemática, irrefutable e incuestionable. En primer lugar: ¡alguien estuvo al lado de Mai cuando escribió la carta de despedida! En segundo lugar: este «alguien» sabía noruego o estaba en contacto directo con alguien que sí sabía.
Era tan obvio que le extrañaba que no lo hubiera pensado antes.
La idea no le abandonaba y besó suavemente el hombro desnudo que notaba contra su brazo y se levantó. Se vistió, se fue a la cocina de puntillas y desde allí, llamó a un taxi. Dejó las llaves del coche sobre la mesa, cerró la puerta principal con sigilo y fue en busca del taxi.
Una vez en el ferry miró la hora, sacó el móvil y marcó el número de Finn-Erik.
– Hola, soy yo. ¿Sabes si Mai se llevó un portátil a París?
– ¿Me llamas a estas horas sólo para eso? Estoy ocupadísimo lavando a los niños y vistiéndoles y… Llegamos tarde, tengo que estar en el trabajo…
– Limítate a contestarme. Y te dejaré en paz.
Finn-Erik le gritó algo a Stig acerca de un jersey.
– Un ordenador portátil -dijo-. No, no lo sé. No había ninguno en el equipaje que me traje a casa de vuelta. ¿Por qué lo preguntas?
– Pero ¿utilizaba un portátil?
– Disponía de uno en el trabajo, que de vez en cuando se traía a casa, pero no le gustaba. Decía que le dejaba las cervicales agarrotadas. Lo usaba lo menos posible.
Eso quería decir que el ordenador estaba en la editorial. O que había desaparecido junto con el móvil.
– De acuerdo. ¿Solía enviarte SMS?
– De vez en cuando.
– Me refiero al último día.
Finn-Erik volvió a gritarle algo a Line antes de volver a coger el auricular.
– No lo sé. Mi móvil está estropeado y lo están arreglando. Espero que me lo devuelvan la semana que viene.
– Pero ¿no te dieron ninguno de recambio? ¿Dónde tienes la tarjeta SIM?
– No tenían ninguno en aquel momento… eh, la tarjeta SIM está en el móvil, o eso creo. Todo fue muy rápido cuando…-De pronto el tono de voz subió medio octavo-: Déjalo ya, Even. Ríndete, maldita sea. Déjame en paz. ¡Yo he perdido a mi mujer, no a la tuya! ¡Deja ya de molestarme!
– Vale, vale. De acuerdo -murmuró Even a una conexión interrumpida y se metió el móvil en el bolsillo. Vaya mal humor.
Empezó a lloviznar y Even se cerró el cuello de la chaqueta y salió a cubierta para tomar el aire. Aire fresco para su cerebro. Volvería a repasarlo todo una vez más.
Mai había escrito una carta de despedida en noruego. En el hotel de París. Bajo amenaza. Even había creído que se trataba de extranjeros que estaban detrás de todo aquello, había llegado a esa conclusión a través de los prejuicios. Eso de utilizar a los niños de aquella manera era tan cínico que era simple y llanamente poco noruego, había pensado, y, además, el suicidio había tenido lugar en el extranjero, en Francia. Sin embargo, Mai había escrito la carta de despedida sin describir lo que la amenazaba, sin explicar lo que se escondía detrás del suicidio. Y por lo tanto, y ésa era la novedad, algo debería de intuir desde hacía tiempo: hubo alguien que controlaba lo que escribía, que controlaba que la carta no contuviera nada que pudiera utilizar la policía… o cualquier otra persona. Eso quería decir que tenía que haber un noruego, o alguien que supiese noruego, que de alguna manera estuviera involucrado en el asunto.
El ferry atracó y Even se dirigió hacia el ayuntamiento donde podría encontrar una cafetería abierta a aquellas horas. Se sentó y desayunó. Se tomó tres tazas de café. Una ambulancia pasó por delante de la cafetería, y Even se sorprendió pensando en una agente de policía que se caía de un caballo, se rompía la crisma y se casaba con un bombero. El fatalismo no era su fuerte y, sin embargo, le gustaba ver el matrimonio como un final feliz, después de un accidente funesto.
Poco antes de las nueve pagó, cruzó el centro de la ciudad y encontró la dirección de la editorial Phönix.
– Ahora mismo saldrá Hjelm -dijo la recepcionista, colgó el teléfono y señaló un pasillo donde en aquel mismo momento se abrió una puerta.
Odin Hjelm se acercó, y Even miró paralizado a aquel hombre, una antítesis andante de la ley de gravedad de Newton. A cada paso que daba el robusto editor le decía a quien lo estuviera viendo que el trabajo científico de Newton no era más que una mierda inservible y que, desde luego, regían otras leyes en el universo hjelmiano. De pronto Even recordó que una vez había visto a Odin Hjelm en televisión y había pensado lo mismo. Ahora, al verle en vivo y en directo, cruzando el suelo azul marino de la recepción, no tuvo ninguna duda. El hombre no caminaba, se lanzaba hacia delante con el torso vuelto en un ángulo que no parecía obedecer ninguna lógica ni ley física. Por cada paso que daba era como si consiguiera lanzar un pie hacia delante que le salvaba, en el último momento, de caerse de bruces. Ignorando el gran peligro que corría, Hjelm alargó una mano hacia Even, un acto que aumentaba la desigual distribución del peso y que sólo podía acabar en una catástrofe. Even se apresuró a darle la mano.
«Tiene que haber algo que haga que ese hombre consiga mantenerse en pie. Unos pies grandes, el centro de gravedad bajo, la media cabeza que le saco -razonó Even en silencio-.Y calcetines de plomo.»
Hjelm le dio el pésame, sonrió como se suele sonreír cuando compartes una pena con alguien y dispones de un sentido del humor sólido.
– Qué bien que te hayas pasado por aquí. He intentado ponerme en contacto contigo varias veces.
Entraron en su despacho, una estancia que hacía esquina, espaciosa y ventilada, con vistas al tráfico de Oslo por ambos lados. Un gran escritorio esquinado entre las ventanas rebosaba de manuscritos a lo largo del borde y alrededor de una agenda en cuero marrón que estaba colocada como una isla protegida sobre una carpeta verde. Había una antigua copa de la antigua Grecia, llena de lápices y bolígrafos, al lado de una cajita plana de plata.
– ¿Por qué has intentado ponerte en contacto conmigo? -preguntó Even cuando una secretaria les hubo servido un café en una mesa de conferencias alargada.
Hjelm agarró una carpeta de cartón de color azul atada con una cuerda, pero la dejó sin abrir.
– Es posible que me encuentres cínico e insensible, pero déjame que te lo diga de una vez por todas: la oferta que pienso hacerte está más que pensada. De hecho creo que Mai-Brit Fossen también lo hubiera querido así.
Even estuvo a punto de beber de su taza, pero la volvió a dejar sobre la mesa sin probar el café. Superó como mejor pudo las ganas de salir de allí y se inclinó hacia delante.
– Mi razón para venir hasta aquí es muy sencilla: quiero saber en qué estaba trabajando Mai cuando estuvo en París. No quiero saber nada de tus suposiciones ni de tus pensamientos. Siento mucho si te parezco maleducado. De todos modos, ésa era precisamente mi intención, ¡porque me cago en la oferta que pretendes hacerme!
Las mejillas de Hjelm se tiñeron ligeramente de rojo, aunque conservó la sonrisa en su rostro macizo. Se pasó una mano por la corbata y dijo:
– Por supuesto. Contestaré a todas las preguntas que quieras hacerme. Tengo entendido que estuviste casado con Mai-Brit Fos…
– ¿En qué estaba trabajando?
El editor asintió con un gesto con el que pretendía desarmarle y abrió la carpeta.
– Cuando contratamos a Mai-Brit, hace dos años y medio, se trataba de una fase aislada de un plan estratégico mayor de la editorial. En un intento de renovación, la nombramos editora de una sección que tendría los temas históricos como temática principal, pero en la que también tendría cabida la posibilidad de mezclar géneros y formas de expresión. Es decir, que no sólo eran sus conocimientos de historia los que queríamos, sino también su capacidad para renovar y aportar nuevas ideas, su talento literario, su habilidad para adivinar lo que se mueve, su creatividad; en general, todas las cualidades positivas que tenía Mai-Brit Fossen. -Odin Hjelm se quedó en silencio un rato; de pronto parecía estar en Babia-. Estas cualidades se han traducido en diversas publicaciones interesantes, y durante el último año la repercusión mediática ha sido tal que, ya en estos momentos, podemos decir que ha dado beneficio, y mucho antes de lo previsto. La última idea de Mai-Brit, en la que estuvo trabajando hasta su muerte, era, sin embargo, un proyecto en el que teníamos depositadas muchas esperanzas. Habíamos destinado muchos medios y el verano pasado le di permiso a Mai-Brit para que dedicara varias semanas a llevar a cabo investigaciones en Londres y París. El libro versaría sobre Isaac Newton, el gran físico y matemático, un personaje que, por lo que tengo entendido, no sólo conoces, sino en el que, de hecho, tú eres una especie de experto.
Hjelm hizo una pausa para permitir a Even decir algo, pero éste permaneció callado, esperando la continuación. Odin se volvió hacia el escritorio y cogió la cajita de plata. La abrió y le ofreció un purito a Even. Even sacudió la cabeza y pensó en burgueses sobrealimentados. Hjelm lo interrogó con la mirada, preguntándole si le importaba que él se fumara uno.
– Por favor, adelante -murmuró Even. Al fin y al cabo, era su despacho.
El editor encendió el purito y expulsó una nube de humo en dirección a la ventana. No olía nada mal. Tal vez debería decir que sí, si le volvía a ofrecer uno.
– El libro debía tratar aquellas facetas de Newton que son menos conocidas para el gran público, a través de un repaso minucioso de la documentación existente, pero añadiendo pasajes de ficción, escenas históricas en las que nos encontramos con Newton en su vida cotidiana. Debíamos verle sentado ante sus probetas, descubriendo, por así decirlo, la piedra filosofal.
Hjelm se rió con una mirada puesta en Even con la que pretendía decir que los dos estaban de acuerdo en que la alquimia no era más que una superstición estúpida. En cierto modo lo era, pero Even optó por no devolverle la sonrisa y en su lugar miró fijamente la carpeta.
Hjelm echó la ceniza en la taza de café.
– Mai-Brit había avanzado mucho con el libro cuando murió. Ella… ¿Sí?
La recepcionista había llamado a la puerta y ahora asomaba la cabeza por el hueco. Hjelm se lanzó hacia la puerta y hablaron un rato en voz baja.
– Desgraciadamente tengo que ir un momento al vestíbulo, a atender a un proveedor. ¿Tienes tiempo de esperar a que vuelva? Sólo será un minuto.
Even asintió con la cabeza y Hjelm se fue.
Oyó sus pasos perdiéndose por el pasillo y se puso en pie. Se paseó de puntillas por el despacho, contempló los cuadros que colgaban en la pared: un cuadro de gran colorido, aunque elegante, del artista plástico Reidun Ángel, varias fotografías de Hjelm con personajes conocidos y desconocidos, entre ellas, una en la que aparecía Hjelm con el brazo alrededor del ministro de Cultura. Se volvió hacia el escritorio, echó un vistazo a los manuscritos, los títulos, los nombres de los autores. Un auténtico humorista de incógnito, de Kyrre Erlandsen. Humbug [2], una ciudad de Alemania, de Karoline Riesling. Menos mal que él no era editor. Sólo los títulos le hacían bostezar. Habrían pasado meses hasta que hubiera sido capaz de dar una respuesta a aquellos escritores esperanzados. O mejor dicho, seguramente habría devuelto las obras sin leerlas antes, aunque con una notita: «El título ha sido considerado demasiado malo».
Una fotografía enmarcada, oculta tras un montón de manuscritos, mostraba a una mujer que sonreía débilmente mientras amusgaba los ojos hacia la cámara. Even miró a Kitty y pensó que a Kitty le sentaba bien el jersey verde.
Su mirada cayó sobre la agenda abierta. Aparecían varios nombres anotados el lunes, entre ellos, el de Even, con la anotación «¡Llamar!» detrás. O sea, que no era una fanfarronada, Hjelm realmente había tenido la intención de llamarlo. Even hojeó la agenda una semana atrás. Vio que ponía «Funeral – 4.00» en la página del miércoles y el nombre de Even en varios días de la semana. El viernes, Hjelm había trabajado hasta el mediodía y se había tomado el resto del día libre; al menos no aparecía ninguna otra cita. Even pasó las páginas hacia delante, hasta el día siguiente. Sólo aparecía un nombre en la columna del martes: Simon LaTour.
Even oyó pasos en el pasillo y se apresuró a volver a su silla, se sentó y dio un sorbo al café medio frío mientras entraba de nuevo Odin Hjelm.
– Siento que hayas tenido que esperar, pero había problemas con un impresor extranjero, o sea que… bueno, hay veces en que el jefe se ve obligado a tomar cartas en el asunto y poner las cosas en su sitio.
Hjelm sonrió, satisfecho.
«Te gusta, eso de ser jefe», pensó Even y echó una mirada furtiva al escritorio. ¿Se habría acordado de volver a la página del lunes?
– Como te estaba diciendo… -Hjelm cogió otro purito sin ofrecerle uno a Even, lo encendió y desapareció por un instante tras una nube de humo azul grisácea-. Mai-Brit había avanzado ya mucho en el libro que estaba preparando cuando murió. Había escrito borradores para los primeros textos de ficción y había reunido bastantes notas y documentos.
Odin Hjelm abrió la carpeta, extrajo algunos papeles y los dejó sobre la mesa, delante de Even. Even hojeó lentamente El primer secreto de Newton y constató que se trataba, literalmente, del mismo texto que le había enviado Mai a través de Kitty.
– ¿Hay más?
– Sí, sí. Aquí hay algunas notas más…
Se las dio a Even, que empezó a leer los pinitos literarios de Mai como si nunca los hubiera visto antes. Pidió un purito, lo encendió y volvió a hojear las páginas. Nada nuevo.
– ¿Cuándo has dicho que Mai empezó a trabajar en el proyecto?
Hjelm parpadeó y luego miró por la ventana.
– Has puesto el dedo en la llaga -dijo y movió la carpeta innecesariamente-. Empezó en el mes de marzo del año pasado. Al principio tenía varios proyectos que debía terminar a la vez, pero a partir de agosto la liberamos de un ochenta por ciento para que pudiera dedicarse plenamente al proyecto de Newton.
Even sostuvo los dieciocho folios en el aire.
– ¿Y esto es todo lo que hay después de diez meses de trabajo?
– Sí. -Hjelm apartó la carpeta como si se tratara de un niño pesado-. Sé que Mai-Brit había escrito borradores, tanto de lo que ella llamaba el segundo secreto de Newton como del tercero, porque me lo mencionó hace un mes. Y sé que había reunido bastante documentación nueva en sus últimos viajes, pero… -Hjelm se pasó la mano por la corbata, miró a Even y luego desvió la mirada hacia la ventana. Sus movimientos parecían algo nerviosos-. No he encontrado nada entre los papeles que nos dejó.
– ¿Ni en ningún disquete, ni en el disco duro del PC, ni en el portátil?
– No, tampoco en casa. He hablado con su marido. Todo lo que tenía que ver con el proyecto de Newton, excepto esto, ha desaparecido. Absolutamente todo.