Capítulo 53

Cambridge

Mai-Brit se acercó el soporte con el libro y sus espaldas parecieron ensancharse. Desde el primer día, en la sala de lectura de la biblioteca del King's College, se había sentado de manera que tapara con el cuerpo los libros a la cámara. No porque tuviera nada que ocultar, sino porque no pensaba tolerar que la vigilaran y la filmaran sin protestar. Era una protesta silenciosa y leve, ella no era de las que montaban grandes espectáculos. La secretaria estaba sentada detrás del escritorio y podía verlo todo, debería ser suficiente.

Con mucho cuidado pasó las páginas hasta llegar un poco más allá de la mitad del viejo libro de notas que descansaba sobre los cojines de espuma, y depositó una cinta blanca de unos veinte centímetros, con unas bolitas de plomo incorporadas en el tejido, en el borde del libro para mantener la página sujeta. En la parte superior de la página, la caligrafía del libro era enérgica y la tinta de color negro azulado. Notes on your preparation of Philosophical Mercury and ye meditation qf Diana's Dove, decía al principio. Había leído el texto en microfilme, pero estar allí, con el original entre las manos, era otra cosa. «Es como leer un vals lento», pensó. Al principio, la escritura era oscura, pero después de un par de líneas o tres se volvía más fina y pálida para, de pronto, volverse nítida de nuevo, cuando Newton había vuelto a mojar la pluma en la tinta y había empezado una nueva secuencia.

Durante los últimos días, Mai-Brit había repasado sistemáticamente todos los manuscritos y libros de notas desde 1670 en adelante. En un principio había cientos de páginas; la mayor parte versaban sobre alquimia, algunas sobre historia eclesiástica, astronomía, física y matemáticas; otras eran correspondencia o notas sueltas, por ejemplo, recetas de medicina para curar la acidez de estómago, el vértigo y los callos. No tardó en entender que tendría que clasificar los documentos en tres grupos. Uno recogería todo aquello que estaba atado entre dos tapas, en carpetas, finas o gruesas, sueltas o juntas. Había que examinar a fondo todo lo que tuviera cierta consistencia y que pudiera esconder algo. El segundo grupo reuniría todos los escritos que tenían que ver con la alquimia, el ocultismo o con temas igualmente enigmáticos. Naturalmente, estos dos grupos se solapaban algo, pero eso era una ventaja.

En el último grupo estaría todo lo demás. Es decir, los documentos científicos y las notas cotidianas sobre remedios caseros y cosas por el estilo. Los apartó; de momento no pensaba dedicarles demasiado tiempo.

Luego se había dedicado a lo meramente físico: había examinado el papel; la numeración de las páginas; lo había sostenido a contraluz en busca de posibles marcas de agua; había averiguado si había páginas adicionales sin numerar; se había detenido al encontrar una esquina doblada, algún borrón de tinta que pudiera ocultar alguna referencia, dibujos en el margen, notas en alguna página de relleno; había verificado la encuadernación y el lomo; en general, se había preocupado por todo lo que pudiera decirle algo que no fuera visible en las copias y los microfilmes.

Al principio había estado absorta y casi eufórica en su afán por encontrar algo, pero a medida que fueron pasando las horas y los días su optimismo fue menguando, y cuando cogió el último de los libros seleccionados y lo terminó sin haber encontrado nada, su humor había llegado a su punto más bajo. Estaba cansada, tenía morriña y se sentía culpable a causa de los niños. Tenía la sensación de haber malgastado los últimos días. Había estado bien dedicar un día a hacerse con el material auténtico, olerlo y llegar a conocer papeles que Newton había escrito y tocado personalmente. Pero utilizar cuatro días, y ahora un quinto, sin haber llegado a ningún resultado demostrable era despilfarrar el dinero de la editorial. Por no mencionar lo mucho que habría podido ver a sus hijos durante aquella semana.

Leer los textos alquímicos también había representado un bajón para ella, pues seguía sin entender gran cosa. Eso ya lo sabía, incluso antes de empezar, pero tuvo la estúpida idea de que si se sentaba con el material auténtico el tiempo suficiente e insistía, las puertas del conocimiento se le abrirían de par en par. Sin embargo, el intento fracasó. Los textos misteriosos seguían resultándole muy enigmáticos y tenían una profundidad que ella presentía, pero que no conseguía penetrar. Tendría que hacer mejor sus deberes en ese campo, pensó.

A pesar de todo, había decidido dedicar el último día a repasar, una vez más, algunos libros especialmente seleccionados, precisamente los de tapa dura. De todos modos, mañana tendría que volver a casa, de manera que resultaba algo absurdo y una pérdida de tiempo empezar con algo nuevo.

Acabó con el viejo libro de notas y lo devolvió a su caja. En el alféizar de la ventana la cambió por la tercera caja del día. Abrió un libro de notas de 1689, que contenía apuntes detallados sobre experimentos alquímicos. Había dibujados diagramas de metales y sobre el comportamiento y el desarrollo de otras materias, así como algunas conclusiones escritas e ideas para el nuevo paso que Newton quería dar. El texto estaba escrito casi íntegramente en latín y todo se había mantenido en un lenguaje técnico, con muchos signos y símbolos. Sobre todo los símbolos le causaban problemas. Interpretarlos (por ejemplo, un círculo con un punto en el medio era igual a oro) no era más que la punta del iceberg. Debajo de la comprensión química se escondía una traducción netamente astronómica (el círculo con el punto también era la representación del sol) y, además, había una especie de interpretación alquímico-astrológica del signo, por no hablar de la consecuencia alquímico-mitológica del símbolo. Y de todo esto apenas intuía su dimensión. Entender la profundidad real de los textos le parecía que resultaba tan ajeno como si se hubiera sentado con un libro sobre taoísmo, pero además escrito en chino.

Desanimada contempló un texto que se extendía a lo largo de casi dos páginas lleno de símbolos, solos o relacionados con otros. Con un suspiro de resignación siguió hojeando el libro; como tenía por costumbre, cuando la secretaria se metía en el despacho de la archivera o estaba ocupada en cualquier otro sitio, abría el libro separando las dos tapas con mucho cuidado como si fueran las alas de un pájaro y las dejara colgando. Estudió meticulosamente la simetría del lomo, la manera en que caían las páginas, si había alguna que sobresaliera, si había algo insólito que ver. Llevaba haciéndolo desde el primer día, esperando todo el tiempo a que la cámara la descubriera y la secretaria fuera a recriminarla severamente. Sin embargo, ni la archivera ni la secretaria le habían dicho nada. Entonces, ¿a lo mejor la cámara no era más que un engaño, una caja vacía cuyo único propósito era asustar?

El pulgar derecho se deslizó sobre un pequeño bulto en la tapa posterior, y Mai-Brit movió el libro en el aire hacia la luz de la ventana, esperando ingenuamente que algo se desprendiera y cayera delante de sus narices, a sabiendas de que otros antes que ella, expertos, investigadores, restauradores, encuadernadores, habían hojeado las mismas páginas miles de veces, también ellos en busca de pequeñas sorpresas. Una revelación. El pulgar pasó inconscientemente por encima del bulto, y Mai-Brit dejó el libro sobre la mesa, pensando si debía o no pasar al siguiente libro. Hasta que de pronto parpadeó asustada. ¿Qué era lo que había notado debajo del dedo? Hojeó rápidamente el libro hasta llegar a la tapa posterior; con mucho cuidado pasó el dedo índice por encima del papel y cerró los ojos para concentrarse mejor. ¡Aquí! Aquí había algo. Miró fijamente el cartoncillo basto de color marrón que cubría la tapa posterior. No se veía nada. Con la espalda vuelta a modo de escudo hacia el investigador que tenía a sus espaldas, se inclinó sobre el libro, dejó que la luz cayera desde diferentes ángulos y descubrió una línea fina, casi invisible, muy cerca de la costura del lomo. La secretaria tosió y siguió hablando en el despacho de la archivera. Con cuidado, Mai-Brit se levantó la manga por encima de la muñeca, se soltó unas pinzas de la correa del reloj donde llevaban ocultas inútilmente toda la semana y las pasó por el borde de la costura hasta que ésta se abrió a regañadientes y se convirtió en una rendija minúscula, en una abertura por debajo del cartoncillo que dejó al descubierto el borde de un papel blanco doblado.

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