CAPÍTULO 7

Un guardia del Servicio Secreto con una fea mandíbula prominente me ayuda a levantarme.

– ¿Se encuentra mal? ¿Está usted bien? ¿Me oye? -me pregunta, gritando hasta que le digo que sí con la cabeza.

Tengo los pies enredados en el teléfono y sus cables de cuando arranqué la consola de la mesa. Fue todo lo que se me ocurrió, el único modo de pedir ayuda. El agente aparta el teléfono de una patada y me lleva hasta el canapé del rincón. Vuelvo la vista hacia Caroline, cuyos ojos siguen abiertos de par en par. Durante toda mi vida seguiré viéndola congelada en esa posición.

Los siguientes quince minutos son un torbellino de eficacia investigadora. Antes de que me dé cuenta de lo que sucede, el despacho se ha llenado de todo un surtido de investigadores y otros servidores de la ley: dos agentes de uniforme más, dos del Servicio Secreto de traje, cinco personas de la Unidad para el Lugar de los Hechos del FBI, y un miembro del equipo de Intervención de Emergencia que está junto a la puerta armado con un Uzi. Tras una breve discusión en torno a cuestiones de competencia, el Servicio Secreto deja que el FBI se ocupe del tema. Un hombre alto con un polo azul oscuro del FBI saca fotos del despacho mientras una mujer oriental bajita y otros dos hombres con camisas azul claro registran toda la habitación. Un quinto hombre con un soniquete de Virginia en la voz es el que da las órdenes.

– Ustedes, muchachos -dice a los guardias de uniforme-. Serían de muchísima más ayuda si esperasen fuera. -Y antes de que puedan moverse siquiera, añade-: Gracias por su tiempo -Se vuelve hacia los del Servicio Secreto de paisano y les hace una rápida revisión con la mirada. Pueden quedarse. Después viene hacia mí.

– Michael Garrick -dice leyendo mi tarjeta-. ¿Está bien ahí, Michael? ¿Puede hablar?

Asiento con la cabeza mirando la alfombra. Al otro lado, el fotógrafo retrata el cuerpo de Caroline. Cuando dispara el primer flash, todo parece normal: en prácticamente todos los actos de la Casa Blanca hay fotógrafos. Pero cuando veo la cabeza caída y retorcida hacia un lado, y el gesto torpe de su boca abierta, comprendo que aquello ya no es Caroline. Se ha marchado. Ahora no es más que un cuerpo; una cáscara que se va poniendo rígida lentamente y posa para una sesión de fotos macabras.

El agente con acento de Virginia me levanta la mandíbula y su guante de goma rasca contra los restos de mi afeitado matutino. Antes de que pueda decir palabra, me mira a los ojos.

– ¿Seguro que se encuentra bien? Esto podemos dejarlo para más tarde, pero…

– No, lo comprendo… puedo hacerlo ahora.

Me pone una mano en el hombro.

– Le agradezco que nos ayude, Michael.

Mientras que los hombres del FBI llevan polo, él viste un traje gris con una manchita en la solapa derecha. Lleva el nudo de la corbata subido pero con el botón de arriba de su camisa blanca planchada suelto. El efecto es un sutilísimo atisbo de informalidad en su manera de estar, por lo demás, muy profesional.

– Menudo día, ¿eh, Michael?

Es la tercera vez desde que nos vimos que dice mi nombre, lo que tengo que admitir que pone en marcha mi radar. Como explicó una vez mi viejo profesor de Penal, repetir el nombre es el primer truco que emplean los interrogadores para establecer un primer nivel de intimidad. El segundo truco es el contacto físico. Echo una mirada a la mano que apoya en mi hombro. La aparta, se quita el guante y me tiende la mano.

– Randall Adenauer, agente especial al mando de la Unidad de Delitos Violentos del FBI.

El cargo me coge con la guardia baja.

– ¿Es que creen que la han asesinado?

– Eso es adelantar demasiado los acontecimientos, ¿no le parece? -me pregunta con una risa todavía más forzada que la manera que tiene de abrocharse la camisa-. Todo lo que podemos decir de momento es que parece un simple ataque de corazón… la autopsia nos lo dirá con seguridad. Entonces, fue usted el que la encontró, ¿no es así?

Asiento con la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo pasó hasta que llamó?

– En cuanto me di cuenta de que estaba muerta.

– Y cuando la encontró, ¿estaba exactamente así? ¿No se ha movido nada?

– Cuando entré tenía la cabeza caída. Pero cuando la sacudí y le vi los ojos, tal como están ahora, tal como está mirando… entonces me caí contra la pared.

– ¿Entonces tiró usted el cuadro?

– Estoy casi seguro. No esperaba verla de…

– No le estoy echando la culpa, Michael.

Tiene razón, me digo a mí mismo. No hay razón para ponerse a la defensiva.

– ¿Y el teléfono en el suelo…? -pregunta.

– Todo me daba vueltas… me senté para recuperar el aliento. Y con el susto lo tiré de la mesa para pedir ayuda.

Mientras le explico lo sucedido, me doy cuenta de que no está anotando nada. Se limita a mirar hacia mí, con sus ojos azules penetrantes apenas enfocados. Por la manera en que mira -y si yo no supiese nada más-, podría pensar que está leyendo unos bocadillos de tebeo justo encima de mi cabeza. Por mucho esfuerzo que ponga por atraer su atención, nuestros ojos no se encuentran. Finalmente, se saca del bolsillo del pantalón un paquete de Life Savers y me ofrece uno.

Lo rechazo negando con la cabeza.

– Como quiera. -Se lleva la punta del paquete a la boca y muerde uno-. Me parece que soy adicto a estas cosas. Me tomo un paquete al día.

– Es mejor que fumar -le respondo, señalando uno de los muchos ceniceros del despacho de Caroline.

Dice que sí con la cabeza y vuelve a mirar los bocadillos de diálogo. Se acabó lo intrascendente.

– Entonces, cuando la encontró, ¿para qué venía a verla?

Por encima de su hombro veo la montañita de carpetas rojas que sigue sobre la mesa de Caroline.

– Unos asuntos de trabajo, simplemente.

– ¿Alguno personal?

– La verdad es que no. ¿Por qué?

– Sólo trataba de adivinar por qué tenía aquí su expediente__dice, observando el cartucho de Life Savers que tiene en la mano y fingiendo indiferencia.

Este Adenauer no es ningún bobo. Ésta me la tenía preparada.

– ¿Ahora quiere decirme qué es lo que pasa en realidad? -pregunta.

– Nada, se lo juro. Simplemente estábamos repasando un conflicto de intereses. Ella es la encargada de la ética, trabaja en eso. Seguro que sacó mi expediente para comprobar algo. -No muy seguro de que se tragase aquello, señalo la mesa de Caroline-. Mírelo usted mismo: tiene otros expedientes además del mío.

Antes de que pueda responder, la agente asiática de la camisa azul claro se nos acerca.

– Jefe, ¿los de uniforme le dejaron la combinación de…?

– Aquí tiene -dice Adenauer. Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y le tiende una hoja de papel amarillo.

La agente coge la combinación y empieza a manipular la caja fuerte que está detrás del escritorio de Caroline.

Terminada la interrupción, Adenauer se vuelve hacia mí y me observa. Me inclino hacia atrás en el canapé, tratando de no parecer preocupado. Detrás de la mesa, se oye un ruido fuerte. La mujer abre la caja.

– Michael, mire. Yo ya comprendo que usted querrá mantenerse lo más alejado posible de esto. Ya sé cómo son las cosas aquí. Pero yo no lo estoy acusando de nada. Sólo intento averiguar lo que pasó.

– Ya le he dicho todo lo que sé.

– Jefe, será mejor que vea esto -dice la mujer asiática desde detrás de la mesa.

Adenauer se endereza y se dirige a la caja fuerte. La mujer saca un sobre grande amarillo. Lo pone boca abajo y el contenido rebota sobre la mesa. Uno, dos, tres fajos de billetes. Billetes de cien dólares. Todos ellos envueltos con una faja del Banco de América.

Hago cuanto está en mi mano por parecer sorprendido, y debo decir en mi honor que creo que lo consigo de verdad. Pero, al mirar los tres fajos de billetes que Nora se dejó, sé que, en el fondo, esto no es más que el principio.

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