CAPÍTULO 29

– ¿Cómo es que está sin aliento? -me pregunta Adenauer mientras entra detrás de mí en la antesala-. ¿Está preocupado por algo?

– En absoluto -digo con mi mejor cara de valiente.

– ¿Qué hace por aquí tan tarde?

– Eso mismo iba a preguntarle a usted.

Continúa avanzando y empujándome hacia mi despacho. Me planto firme en la antesala.

– ¿Y adonde iba tan de prisa? -pregunta.

– Iba a presenciar la salida. Despegan dentro de diez minutos.

Se queda pensando mi respuesta, fastidiado de que haya sido tan rápida.

– ¿Podemos sentarnos un momento, Michael?

– Me gustaría, pero estoy a punto de…

– Me gustaría que hablásemos de mañana -ni pestañea.

– Vamos -digo, volviendo hacia mi despacho. Me dirijo a mi mesa; él se va al sofá. Eso ya no me gusta. Se pone demasiado cómodo-. ¿Y cómo le va todo? -le pregunto, intentando adelantar las cosas.

– Nada -dice fríamente-. He estado mirando esos expedientes.

– ¿Encontró algo interesante?

– No me había dado cuenta de que usted había estado primero en Medicina -dice-. Es usted un hombre de muchas facetas.

Estoy preparado para replicar, pero eso no me llevará a ninguna parte. Si lo que quiero es convencerlo de que no haga público el asunto mañana, hará falta cierta sinceridad.

– Ése es el sueño de cualquier niño que tiene unos padres enfermos -le digo-. Ser médico, salvarles la vida. El único problema era que yo no pude soportarlo ni un minuto. No me gustan las pruebas con respuestas exactas. A mí que me den ensayos todos los días.

– Aun así, aguantó usted hasta segundo curso, incluso aprobó Fisiología.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– A ningún sitio. Sólo me preguntaba si alguna vez le explicaron algo sobre inhibidores de la monoaminaoxidasa.

– ¿De qué está hablando?

– Es asombroso, la verdad -me interrumpe-. Tenemos dos medicinas que por separado son inocuas. Pero que si se mezclan… bueno, digamos simplemente que no es nada bueno. -Me observa con atención un tanto exagerada. Allá va-. Déjeme ponerle un ejemplo -continúa-. Supongamos que es usted candidato a tomar el antidepresivo Quarnil. Le dice a su psiquiatra que se encuentra mal; le receta eso y se encuentra usted mejor de repente. Problema resuelto. Naturalmente, tiene que leer el prospecto como con cualquier otra droga. Y si se lee el del Quarnil, verá que mientras se está tomando hay que abstenerse de un montón de cosas: yogur, cerveza y vino, arenques en conserva… y de una cosa llamada seudoefedrina.

– ¿Seudo qué?

– Qué gracioso, es justo lo que pensé que diría. -Pierde la sonrisa y añade-: Sudafed, Michael. Uno de los descongestivos más vendidos en el mundo. Si lo mezclas con Quarnil te vas al suelo más de prisa que con el freno de emergencia de un tren de gran velocidad. Derrame instantáneo. Lo más curioso de todo es que en apariencia parecerá un vulgar ataque al corazón.

– ¿Está diciendo que así murió Caroline? ¿Por una mezcla de Quarnil y Sudafed?

– Es sólo una teoría -dice sin mucha convicción.

Le lanzo una mirada.

– Había Sudafed disuelto en su café -explica Adenauer-. Una docena de pastillas, a juzgar por la potencia de la muestra que sacamos. Ella ni se enteró.

– ¿Y el Quarnil?

– Llevaba años tomándolo. Desde que empezó a trabajar aquí. -Hace una pausa-. Quienquiera que hiciera esto había hecho sus deberes, Michael. Sabían que tomaba Quarnil. Y tenían que tener algo más que nociones básicas de fisiología.

– ¿Así que ésa es su gran teoría? ¿Cree que me enseñaron eso en Michigan? «Veneno 101: cómo matar a sus amigos con productos caseros.»

– Eso lo dice usted, no yo.

Los dos sabemos que es una teoría chapuza, pero si ha estado repasando mi expediente de la universidad, quiere decir que están destripando mi vida entera. Duro.

– Llevan un camino equivocado -le digo-. Yo no ando jugando con drogas. Nunca lo he hecho y nunca lo haré.

– Entonces, ¿qué estaba haciendo ayer en el zoo? -Esto es lo que estaba esperando. Entro directamente al trapo.

– Viendo los monos -digo-. Es sorprendente lo de ahora, todos llevan walkie-talkies.

Mueve la cabeza con desaprobación paternal.

– No tiene ni idea de con quién anda en tratos, ¿verdad? Vaughn no es simplemente un matón de pueblo. Es un asesino.

– Sé lo que me hago.

– Yo no estoy tan seguro. Lo cortaría en rebanadas sólo por divertirse. Ya ha oído lo que le hizo a su compinche Morty, una cuerda de piano por el…

– No creo que fuera él.

– ¿Eso es lo que le dijo Vaughn?

– Es sólo una teoría -digo.

Se levanta del sofá y viene hacia mi mesa.

– Déjeme que le pinte un cuadrito, Michael. Usted y Vaughn están al borde de un precipicio. Y la única salida para ponerse a salvo es un puente movedizo de bambú que cruza al otro lado. El problema es que el puente sólo resiste el paso de una persona más. Y después se vendrá abajo, caerá al cañón. ¿Sabe qué viene después?

– Déjeme adivinarlo: Vaughn cruza corriendo.

– No. Lo apuñala por la espalda, coge su cantimplora, le vacía la cartera y después cruza corriendo. Y partiéndose de risa.

– Es una analogía de lo más rebuscado.

– Sólo intento ayudarlo, Garrick. De veras. Según los testigos, usted fue el último que la vio. Y según el informe de tóxicos, la mató alguien que sabe de drogas. Y según los registros del SETV, usted autorizó la entrada de Vaughn. Así que no me importa qué arreglito tiene con Nora, de cualquier modo, los tengo a él y a usted relacionados. Y al borde del precipicio. ¿Qué quiere hacer?

No contesto.

– Lo que ellos le digan son embustes. Usted les importa un bledo, Michael.

– ¿Y a usted no?

– A pesar de lo que se cree, no quiero verlo tirar su vida por la borda en este asunto, me inspira respeto cómo llegó hasta aquí. Pónganoslo fácil y le prometo que yo se lo pondré fácil a usted.

– ¿Qué quiere decir con «ponerlo fácil»?

– Ya sabe qué andamos buscando. Probar la relación de Nora con Vaughn, consumidor de drogas con traficante de drogas con muerte relacionada con drogas. Denos eso y listos.

– Pero si no…

– No me diga que no se conocen, estoy harto de esa mierda. Si usted no nos facilita relacionar a Nora con Vaughn, entonces utilizaremos la relación de Vaughn con usted.

– ¿Aunque sepan que no es verdad?

– ¿Que no es verdad? Garrick, la única razón por la que estoy retrasando tanto esto es porque se trata de la hija del Presidente, y las evidencias tienen que ser a prueba de bomba. Si no puedo pillarla a ella, sin embargo, ya se lo he dicho, estaría encantado de empezar con usted. Mire, una vez que todo salga a la luz y la prensa se entere de con quién anda ligando no hace falta ser un genio para adivinar el resto. Puede que así nos lleve un paso de ventaja, pero Nora no irá a ninguna parte. -Aprieta las puntas de los dedos con fuerza hacia mi mesa y se inclina hacia mí-. Y a menos que nos dé esa pista, usted tampoco.

Se aparta. Me he quedado sin habla.

– Todavía puedo ayudarlo, Michael. Tiene usted mi palabra.

– Pero si yo…

– ¿Por qué no lo piensa esta noche? -sugiere. No me cambia el plazo, pero yo sigo necesitando aplazarlo, hasta después de reunirme a mediodía con Vaughn.

– ¿No puede darme por lo menos hasta mañana a última hora? Hay una última cosa que quiero preguntarle a Nora. Si tengo razón, lo entenderá usted. Si estoy equivocado y no saco nada… puede usted ponerme un buen lazo rojo y yo me ofreceré personalmente a la prensa.

Se toma un momento para pensarlo. Una promesa con resultados reales.

– Mañana a las cinco -dice finalmente-. Pero recuerde lo que le he dicho: Vaughn sólo está buscando otro primo. En cuanto lo tenga a usted bien pillado, se escabullirá.

Asiento con la cabeza mientras él se va hacia la puerta.

– Lo veré mañana a las cinco.

– A las cinco en punto. -Está a punto de irse cuando se gira con la mano todavía en el pomo de la puerta-. Por cierto -dice-. ¿Qué le ha parecido Nora en «Dateline»?

Se me hace un nudo en la garganta al sentir que tensa el dogal.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada. Estuvo muy bien, ¿eh? Nunca se hubiera dicho que estaban ya en el margen de error… y fue como si fuera ella la que mantuviera a toda la familia unida.

Escudriño sus ojos, intentando leer entre líneas. No tiene ningún motivo para sacar a relucir las encuestas.

– Ella es fuerte cuando tiene que serlo -digo.

– Entonces supongo que eso quiere decir que no necesita mucha protección -y antes de que pueda responder, añade-: claro que tal vez lo haya entendido al revés. En esto de los medios siempre parece que las cosas son mejores de lo que son, ¿no cree? -Y con un movimiento de cabeza cómplice, se gira hacia la antesala, cierra el interruptor de la luz y sale. La puerta da un golpe tras él.

A solas en la oscuridad, me repito las últimas palabras de Adenauer. Aunque a los dos nos siguen faltando algunas piezas, él tiene las suficientes para hacerse el cuadro. Por eso ha tomado una decisión: haga yo lo que haga, para mí se ha acabado. Ahora la única cuestión es saber a quién voy a arrastrar conmigo.


Después de que se haya marchado espero un minuto entero antes de ir hacia la puerta. Al margen de lo que digan los horarios, a la hora de hacer viajes casi nada se hace a la hora. Si van con retraso, todavía puedo pillarla. Voy por mi camino habitual y cruzo hacia el Ala Oeste. Pero en cuanto me da el aire de la noche, sé que ando muy corto. No hay centinela de la infantería de marina plantado bajo la luz exterior del Vestíbulo Oeste. El Presidente no está en el Despacho Oval. Atravieso a toda velocidad la Columnata Oeste y entro volando en el corredor de la Planta Baja. Mientras corro oigo aplausos y vítores que resuenan por el pasillo. Muy a lo lejos se oye el resoplido de un tren de vapor. Primero despacio, luego de prisa. Más de prisa. Va cogiendo velocidad, como a latidos. Rechinando. Zumbando. El helicóptero.

A la mitad del pasillo giro bruscamente a la derecha para entrar en la Sala Diplomática y me doy de bruces con la última persona que esperaba encontrar en una despedida.

– ¿Adonde te diriges? -pregunta Simon sin sorpresa en la voz.

Se me tensa la mandíbula. No puedo evitar imaginármelo con Nora en el asiento de atrás. Aun así, lo rechazo.

– A ver la salida.

– ¿Desde cuándo eres un turista?

No contesto. Necesito que me lo diga ella. Me giro y paso rodeándolo. Él me coge por el brazo. Es una presa firme.

– Llegas demasiado tarde, Michael. No puedes detenerlos.

– Ya veremos -digo soltándome.

Antes de que pueda contestar, sigo adelante y empujo las puertas del Pórtico Sur. En el camino hay un grupo de veinticinco personas que todavía aplauden. Los restos de la celebración posterior a «Dateline». En el prado del Jardín Sur, el Marine One está a punto de despegar. Tengo que guiñar los ojos para luchar contra el viento de las aspas, y aun así veo levantarse del suelo el panzudo helicóptero color verde militar. La fuerza del viento de las aspas choca contra mi pecho como una ola, mi corbata y mi tarjeta me flamean contra el hombro. Detrás de los cristales a prueba de balas, en su asiento blindado, el líder del mundo libre nos dice adiós con la mano. Dos asientos más atrás, Nora está enfrascada en una conversación con su hermano. Levanto la cabeza y contemplo el despegue. Simon está en lo cierto. No hay manera de pararlo. Está fuera de mi control. De un golpe, las luces del helicóptero se apagan y la Primera Familia desaparece en la negrura del cielo. Como ya no queda nada que vitorear, la gente empieza a dispersarse. Y yo me quedo allí parado. Solo. De vuelta a un mundo de uno.


– Eso es una estupidez -digo mientras la camarera nos pone una jarra de cerveza en la mesa.

– No me hables de estupideces -dice Trey, sirviéndose un vaso-. Estuve allí hoy y lo vi con mis propios ojos. Ahora lo mejor será planear el modo de salir.

Mientras dice esas palabras, mis ojos están fijos en la camarera que limpia la mesa de al lado. Como la pinza mecánica del juego de feria, va bajando el brazo y elevando después las cosas importantes: vasos, menús, un plato de cacahuetes. El resto es basura. Con un movimiento del brazo barre las botellas vacías y las servilletas usadas para que caigan en el cubo de plástico de los desperdicios. Un movimiento rápido, y ya está. Es lo que ella hizo: tras la diversión, barrer la basura. Con todo, me niego a creerlo.

– Tal vez Vaughn estuviera equivocado. Tal vez cuando Nora vuelva…

– Espera un momento, ¿vas a darle la oportunidad de que se explique? Después de lo de esta noche… ¿has perdido la cabeza?

– No es que tenga mucha elección.

– Hay cantidad de elecciones. Montones de carritos de compra hasta arriba: odiarla, despreciarla, maldecirla, ignorarla, pretender que eres natural y aborrecerla como una…

– ¡Basta! -lo interrumpo con los ojos todavía fijos en la camarera-. Ya sé que parece que… sólo que… no tenemos todos los datos.

– ¿Qué más necesitas, Michael? ¡Se está acostando con Simon!

Siento una opresión en el pecho. Sólo pensarlo…

– Lo digo en serio -susurra mirando recelosamente a las mesas de alrededor-. Por eso mataron a Caroline. Descubrió que esos dos andaban de patinaje horizontal y cuando empezó a chantajearlos decidieron contraatacar. El único problema era que necesitaban alguien a quien echar la culpa.

– Yo -murmuro. Y sin duda tiene sentido.

– Piensa cómo se lo montaron. No fue una simple coincidencia que aparecieseis en el bar aquella noche; estaba preparado. Ella te llevó allí a propósito. Todo: despistar a la escolta, fingir que se había perdido… hasta coger el dinero. Todo era parte de su plan.

– No -susurro, separándome de la mesa-. Así, no.

– ¿Y tú qué…?

– Vamos, Trey, no había modo de saber que la policía del distrito de Columbia iba a pararnos por exceso de velocidad.

– No, tienes razón… eso fue pura casualidad. Pero si no te hubieran parado, ella te lo hubiera colocado en el coche. Piénsalo. Lían a Vaughn y hacen que parezca que fuiste tú quien lo trajo. Cuando Caroline aparece muerta a la mañana siguiente, entre Vaughn y el dinero eres tú quien tiene la pistola humeante.

– No sé. Quiero decir, si la cosa es así, ¿por qué entonces no me han entregado? Todavía tengo la «pistola». La tiene la policía bajo custodia.

– No estoy muy seguro. Puede que estén preocupados de que los polis identifiquen a Nora. Puede que estén esperando hasta después de las elecciones. O puede que estén esperando a que lo haga el FBI por su cuenta. Mañana a las cinco en punto.

Seguimos sentados en silencio y yo contemplo mi cerveza, estudiando las burbujas que suben. Finalmente, miro a Trey.

– De todos modos, tengo que hablar con ella. -Y antes de que pueda reaccionar, añado-: No me preguntes por qué, Trey. Es sólo que… ya sé que tú piensas que es una tramposa… pero créeme, yo también sé que es una tramposa, pero que debajo de eso… tú no lo has visto, Trey. Lo único que ves es alguien para quien trabajas, pero detrás de toda esa pose de chica dura y todas esas tonterías de cara al público, en una serie distinta de circunstancias, podría ser fácilmente tú o yo.

– ¿De veras? Entonces, ¿cuándo fue la última vez que nos tomamos un Especial K en la bolera?

– He dicho debajo de eso. Debajo de eso sigue habiendo una niña.

– Oye, ahora parece que seas Mitrídates.

– ¿Quién?

– Un tío que sobrevivió a un intento de asesinato tomándose un poquito de veneno todos los días. Cuando finalmente intentaron envenenarlo poniéndoselo en el vino, su cuerpo ya estaba inmunizado.

– ¿Y qué hay de malo en eso?

– Fíjate bien en los detalles, Michael. A pesar de que sobrevivió, había estado tomando veneno todos los días.

No puedo evitar mover la cabeza.

– Sólo quiero saber lo que me dice. Tu teoría es una entre las posibles; hay muchas otras. Que nosotros sepamos, Pam es la que…

– ¿Pero qué coño te pasa? ¡Es como si siempre llevaras puesto el piloto automático!

– No lo entiendes…

– Sí lo entiendo. Y también sé lo que sientes por ella. Demonios, aunque me olvide de Nora, todavía tengo unas cuantas preguntas sobre Pam, pero da un paso atrás y ponte la ropa de razonar. Estás confiando en Nora y Vaughn, dos completos extraños que hace menos de un mes que conoces, y desconfías de Pam, una buena amiga que ha estado de tu parte durante dos años. Por favor, Michael, ¡mira los hechos! ¿No ves que no tiene sentido? Quiero decir, simplemente hoy… ¿qué estás pensando? Mi vista vuelve a la cerveza. No tengo respuesta.


El viernes a primera hora repaso de prisa los cuatro periódicos para comprobar si Adenauer mantuvo su palabra. El Herald trae un artículo corto sobre ciertas teorías conspiratorias que empiezan a surgir a propósito de la muerte de Caroline, pero eso era de esperar. Más importante es que Hartson subió seis puntos en las encuestas, un salto de gigante que lo sitúa por encima del margen de error. No es difícil ver por qué. La foto de portada del Post es una instantánea de toda la familia en «Dateline». A la derecha del todo, Nora se está riendo de un chiste de su madre. Un día más en la vida. Aparte de eso, que yo pueda ver, todo está en orden. Nada de Inez. Nada de nadie. Ahora, todo lo que tengo que hacer es la parte difícil. Según el horario, aterrizarán en cualquier momento. Me ajusto la corbata y la aprieto un poquito más. Es el momento de ir a ver a Nora.


Una vez que el Servicio Secreto me hace señas de pasar, me dirijo directamente a su dormitorio del tercer piso. Me detengo ante la puerta con la mano preparada para llamar. La oigo hablar con alguien dentro, así que me acerco más. Pero justo cuando lo hago, se abre la puerta y aparece Nora, radiante, con una camiseta negra y unos vaqueros ajustados sujetando un teléfono móvil en la oreja y sonriéndome toda una milésima de segundo.

– Me da igual que recaude dos millones -grita por el teléfono-. No pienso cenar con su hijo.

Cuando entro levanta el dedo índice para indicarme que «un minuto».

Basándome en el horario, supongo que debe de tratarse de algún donante de las recepciones de ayer. Cuando nos conocimos, me contó que esto siempre pasa después de los actos de recogida de fondos. Cualquier patán con talonario de cheques se pone a pedir favores. Al Presidente suelen pedirle cosas de negocios. A Nora, cosas personales.

– ¡Pero qué coño le pasa a esa gente! -dice por el teléfono sin dejar de andar. Me indica con un gesto que me siente en el canapé-. ¿Es que no pueden comprarse un coche blindado o algún mueble de Ralph Lauren como todo el mundo? -Con un movimiento de brazo, añade-: Diles la verdad. Diles que yo pienso que ese jefecito de Bolsa de papá es una cucaracha y que… -Hace una pausa escuchando a la persona que está al otro lado de la línea-. Me da igual que haya ido a Harvard, ¿eso qué coño tiene que…? -Se interrumpe-. ¿Sabes qué? En realidad sí que importa. Importa un montón. ¿Tienes un lápiz? Porque acaba de ocurrírseme lo que tienes que decir. ¿Apuntas? Cuando vuelvas a tener a los padres al teléfono, les dices que aunque estoy terriblemente excitada con la perspectiva de tener a su hijo entusiasmado metiéndome la lengua en la oreja, lamento no poder hacerlo. Es que cuando estaba en Princeton hice un juramento vaginal que me impide salir con dos clases de personas: la primera, chicos de Harvard. ¡Y la segunda -y aquí empieza a gritar-, hijos de padres con pretensiones, esos fanfarrones que se dan importancia y que piensan que sólo porque saben agenciarse entradas de preestreno y luego ir a los restaurantes más de moda del momento, el mundo entero tiene que llevar el precio puesto! Por desgracia, su queridísimo Jake está incluido en las dos. Atentamente, Nora. PD: Es usted una puta mierda, los Hampton están superpasados, y diga lo que diga el maître, ¡él también lo odia!

Contempla furiosa el auricular y apaga el teléfono.

– Perdona todo esto -me dice, todavía respirando fuerte.

Yo también respiro fuerte y apenas puedo oír por el estruendo de mis latidos.

– Nora, tengo algo import…

El teléfono empieza a sonar otra vez.

– ¡Mierda! -exclama, cogiéndolo-. ¿Sí?

Acepta de muy mala gana una nueva ronda de apariciones para recaudar fondos mientras mis ojos van recorriendo las dos cartas enmarcadas que tiene en la mesita de noche. La primera está escrita con cera rojo brillante y dice: «Querida Nora: eres súper. Te quiere, Matt, ocho años.» La otra dice: «Querida Nora: que los jodan a todos. Tus amigos, Joel & Chris.» Ambas están fechadas en los primeros meses del mandato de su padre. Cuando todo era divertido.

– Tienes que estar de broma -dice por el teléfono-. ¿Cuándo? ¿Ayer?

Mientras escucha, cruza la habitación hacia un escritorio antiguo y va pasando una pila de periódicos que hay encima. Saca uno de ellos y veo que es el Herald.

– ¿Qué página? -pregunta-. No, lo tengo aquí mismo. Gracias. Ya llamaré luego.

Deja el teléfono y va pasando páginas hasta encontrar lo que busca. Una amplia sonrisa le ilumina la cara.

– ¿Has visto esto? -pregunta poniéndome el periódico delante de la cara-. Les preguntaron a cien niños de quinto grado si querían ser yo. ¿Adivinas cuántos dijeron que sí?

Niego con la cabeza.

– Ya hablaremos de eso después.

– Di una cifra.

– No quiero adivinar nada.

– ¿Por qué? ¿Miedo a equivocarte? ¿Miedo a competir? ¿Miedo a…?

– Diecinueve -exclamo-. Diecinueve dijeron sí. Ochenta y uno preferían cuidar su alma.

Deja el periódico a un lado.

– Oye, perdona lo de ayer…

– ¡No se trata de lo de ayer!

– Entonces, ¿por qué te comportas como si te hubiera robado el tesoro?

– ¡No es momento para chistes, Nora! -La cojo por la muñeca-. Ven con…

El teléfono vuelve a sonar. Se pone tensa. Me niego a soltarla. Nos miramos.

– ¿Te estás acostando con Edgar Simon? -le espeto.

¿Qué? -Detrás de ella el teléfono sigue sonando.

– Lo digo en serio, Nora. Dímelo a la cara.

Nora cruza los brazos y me mira sin expresión. El teléfono acaba por abandonar. Entonces, como desde ninguna parte, Nora se echa a reír. Se ríe con su risa profunda, auténtica, de niña; la risa más sincera y libre que hay.

– No es ningún juego, Nora.

Sigue riéndose, boqueando, va cediendo. Luego me mira a los ojos.

– Vamos, Michael, no puedes…

– Quiero una respuesta. ¿Te estás acostando con Simon?

La boca se le cierra al fin.

– Lo preguntas en serio, ¿verdad?

– ¿Qué contestas?

– Michael, te juro que nunca… nunca te haría eso. Preferiría estar muerta que con alguien así.

– ¿Entonces eso significa que no?

– ¡Naturalmente que significa que no! ¿Por qué iba yo…? -Se corta en seco-. ¿Crees que estoy conspirando contra ti? ¿De verdad piensas que yo haría eso?

No me molesto en replicar.

– Yo nunca te haría daño, Michael. Después de todo esto.

– ¿Y antes de todo esto?

– ¿Pero qué dices? ¿Que yo tenía mis propios motivos para matar a Caroline? ¿Que yo he preparado todo ese montaje?

– Tú lo has dicho, no yo.

– ¡Michael! -Me coge las dos manos-. ¿Cómo has podido pensar que…? ¡Yo jamás…! -Esta vez es ella la que no suelta-. Te juro que no lo he tocado en mi vida… ni he querido tocarlo -se le quiebra la voz-, en mi vida. -Me suelta las manos y se gira-. Dios santo -dice luego-. ¿Cómo puede habérsete metido eso en la cabeza?

– Me parecía que tenía sentido -digo. Se para en seco. Todo el cuerpo se le cierra. Aunque me está dando la espalda, puedo ver que eso le ha dolido. Yo no pretendía…

– ¿Eso es lo que piensas de mí? -susurra.

– Nora…

– ¿Eso es lo que piensas? -repite temblándole la voz. Antes de que pueda contestarle se vuelve hacia mí buscando la respuesta. Tiene los ojos completamente rojos. Los hombros caídos. Ya conozco esa postura, es la misma que tenía mi madre cuando se marchó. La postura de la derrota. Como no le contesto, las lágrimas surcan sus mejillas-. ¿De verdad piensas que soy una puta?

Niego con la cabeza y voy hacia ella. Cuando pensé cómo iba a reaccionar, consideré siempre que sería con una rabia tremenda. Nunca pensé que se derrumbase.

– Nora, tienes que entender…

Ni siquiera me escucha.

Viene hasta mis brazos, se encoge como una bolita y aprieta la cara contra mi pecho. Todo el cuerpo le tiembla. Al contrario que con Pam, no puedo discutir. Nora es distinta.

– Lo siento -solloza con voz que se le quiebra otra vez-. Siento mucho que tuvieras que pensar eso.

Sus dedos acarician mi nuca y yo noto en su voz la herida y en sus ojos veo la soledad. Pero cuando se aprieta aún más, por una vez yo la retengo. No es como antes, no se me convence tan fácilmente. Ya no. Todavía no. Por lo menos hasta que hable con Vaughn.


Aunque mi destino es la parada de metro de Woodley Park, me apeo del tren en Dupont Circle. En los veinte minutos a pie entre ambas, me voy metiendo por calles laterales, atravieso entre el tráfico y corro en contra dirección de todas las de sentido único que encuentro. Si me siguen en coche, están perdidos. Si van a pie… bueno, por lo menos tengo alguna posibilidad. Cualquier cosa con tal de evitar que se repita lo del zoo.

Paso junto a los restaurantes y cafés de Woodley Park y por fin me encuentro en mi casa. Está la taberna libanesa a la que Trey y yo vinimos a celebrar su tercer ascenso. Y el sitio de sushi donde comimos Pam y yo cuando su hermana vino a verla. Aquí es donde yo vivo -mi terreno-, y por eso me fijo en un camión de basura sorprendentemente limpio que va recorriendo la manzana.

Cuando se para en la esquina apenas si le echo un segundo vistazo. Desde luego, el conductor y el tipo que vacía los cubos próximos tienen un aspecto un poco demasiado atlético, pero claro, éste no es un trabajo para alfeñiques. Entonces reparo en el letrero del costado del camión: «G. and B. Removal.» Debajo del nombre de la empresa está su número de teléfono que empieza con el prefijo 703. Virginia. ¿Qué hace un camión de Virginia tan lejos, en Washington D. C? Quizá el trabajo esté subcontratado. Conociendo los servicios públicos del distrito de Columbia, sin duda es posible. Pero justo cuando me vuelvo, oigo un ruido de restos-de-cristales-rotos-lluvia-de-botellas-resbalando del cubo de metal que están vaciando en la parte de atrás del camión. Los sonidos de la ciudad. Un ruido que oigo todas las noches justo cuando voy al… Las piernas se me ponen rígidas. De noche. Lo oigo de noche. Vienen de noche. Nunca de día.

Me doy la vuelta y observo la calle. En la esquina del fondo hay un cubo de basura rebosante de desperdicios. Y el camión venía de allí. Un cubo de basura lleno. Detrás del camión. Fingiendo que no me he dado cuenta, me meto en la tienda de vídeos a media manzana.

– ¿Desea algo? -pregunta una chica vestida de negro de arriba abajo.

– No.

Poniéndome unos prismáticos imaginarios delante de los ojos, me apoyo en la luna de la ventana, tapo el resplandor del sol y observo el camión. Ninguno de los dos hombres ha salido detrás. Siguen allí sentados. Mientras que el ayudante revuelve algo por detrás, el conductor desenrosca su termo como si de pronto hubiera decidido hacer un alto. La chica de los vídeos se está poniendo nerviosa.

– ¿Está seguro de que no puedo…?

Antes de que pueda terminar, salgo precipitadamente de la tienda y me meto en la tintorería de al lado. No hay nadie en el mostrador y no llamo al timbre de servicio. Lo que hago es ir hacia la ventana y mirar afuera. Todavía no se han movido. Esta vez espero un minuto largo y doy un salto hasta la cafetería contigua.

– ¿En qué puedo servirle? -pregunta una chica que lleva una camiseta con el lema «Cómete al Rico».

– Nada, gracias.

Pegado a la cristalera, me concedo dos minutos y un tercer «¿desea usted algo?» antes de salir corriendo por la puerta y meterme en el escaparate de mi izquierda. Lo hago en dos tiendas más; entrar rápidamente, esperar, salir y a la izquierda; entrar rápidamente, esperar, salir y a la izquierda. Así me recorro toda la manzana. En cada local que entro espero un poquito más. Que piensen que está programado. Una tienda más.

Corro hasta la farmacia CVS, al final de la manzana. Según calculo, aquí tengo unos cinco minutos de espera. Pero esta vez, después de abrir las puertas, me limito a seguir corriendo. Directo al pasillo de cosmética. Champús a la izquierda, crema de afeitar a la derecha. El aroma a farmacia flota en el aire. Sin detenerme, me precipito hacia el fondo de la tienda, hago un giro y cruzo por una rebotica sin decorar. Allí ya veo mi destino, es algo que sólo uno del barrio puede saber, y que los tipos del camión de basura nunca se figurarían, que esta CVS es el único local de toda la manzana que tiene dos entradas. Sonrío para mis adentros, empujo la puerta trasera y salgo de allí como una bala. Miro hacia atrás una sola vez. Nadie me persigue.

Cruzo la calle Veinticuatro rebosando adrenalina. Tengo el cuerpo inundado por la energía bruta de la victoria. A la vuelta de la esquina está la entrada lateral del hotel Woodley Park Marriott. Nada se interpondrá en mi camino.

Ya en el vestíbulo, meto la mano en el bolsillo del pantalón en busca de la nota con el sitio exacto. No está. Busco en el izquierdo. Luego, en la chaqueta. Oh, mierda, no me digas que… Registro frenéticamente los bolsillos de atrás y me palpo de arriba abajo. No está en la cartera ni en… Cierro los ojos y rememoro mis pasos. Esta mañana la tenía; la tenía con Nora… pero cuando me levanté para irme… oh, no. Me quedo sin aliento. Si se me cayó del bolsillo, puede que todavía esté encima de su cama.

Luchando por mantener la calma, recuerdo las instrucciones de la operadora cuando llamé esta mañana. Algún sitio en la planta del salón de baile. Me acerco al mostrador de información observando con desconfianza a los tres botones de la esquina delantera del vestíbulo. Con sus chalecos negros almidonados, parecen estar en su sitio, pero hay algo que no pega. En el momento en que el más alto se gira hacia mí veo que justo a mi derecha se cierra un ascensor. Un rápido acelerón me permite colarme entre las puertas cuando están a punto de chocar. Me revuelvo y consigo ver al botones alto. Ni siquiera está mirando. Sigo perfecto.

– ¿Algún piso favorito? -me pregunta un hombre con sombrero vaquero y corbata tejana.

– Salón de baile -digo, estudiándolo detenidamente. Aprieta el botón adecuado. Ya había apretado el ocho para él.

– ¿Te encuentras bien, hijo? -pregunta rápidamente.

– Sí. Fantástico.

– ¿Estás seguro? Parece como si necesitaras un poco de… comunión con los espíritus… ya sabes qué quiero decir-se atiza un trago imaginario de whisky.

– Uno de estos días -le digo, asintiendo con la cabeza.

– Alto y claro; alto y claro.

En la planta del salón de baile las puertas se abren.

– Que te vaya bien -dice el hombre del sombrero vaquero.

– A usted también -murmuro al salir.

Las puertas se deslizan y se cierran a mi espalda. Al frente, al fondo del largo pasillo, cruzo hasta la torre central del hotel donde hay una escalera mecánica con el rótulo «Subida a salones de baile. Primera planta». La tomo. Arriba debe de haber por lo menos trescientas personas, la mayoría mujeres, dando vueltas por el vestíbulo. Todos llevan una tarjeta con su nombre en la camisa y una bolsa de lona colgada del brazo. Una convención. Justo a tiempo para almorzar. Me voy abriendo paso tan de prisa como puedo entre la masa de mujeres que sonríen, parlotean y agitan los brazos con excitación. A todo lo largo de la pared del corredor principal cuelga una enorme pancarta de tela: «Bien venidos a la 34.a Reunión Anual de la Federación Norteamericana de Maestros.» Debajo de la pancarta encuentro el directorio del hotel.

– Disculpe, perdón, disculpe -digo, intentando llegar allí lo más rápido posible. Guiñando los ojos para leer el directorio, encuentro las palabras «Sala Warren» seguidas de una flecha que señala a la derecha.

Sala Warren. Eso es.

Tuerzo a la derecha tan de prisa que me doy contra una mujer que lleva en la blusa un broche que es una pequeña pizarra con brillantes de imitación incrustados.

– Perdone -digo, alejándome rápidamente.

Delante de la entrada de la sala hay una muchedumbre de maestros reunidos en torno a un enorme panel de corcho apoyado sobre un caballete de madera. Clavados en el panel hay por lo menos un centenar de papeles doblados, cada uno con un nombre diferente. Miriam, Marc, Ali, Scott. Mientras estoy allí de pie se añaden y retiran notas incesantemente. Anónimo y sin rastros. Tablón de anuncios. Sala Warren. No hay la menor duda: éste es el sitio.

Mientras lucho por abrirme paso entre la multitud camino del tablón, una falsa pelirroja que huele como si se le hubiera reventado un espray de laca me bloquea el paso. Estiro el cuello para leer los mensajes intentando ser lo más sistemático posible. Voy pasando los ojos por las notas descifrando nombres. Ahí está: «Michael». Meto la uña por detrás de la chincheta y arranco la nota. Dentro dice: «Esta noche la cena es mala. ¿Qué tal mañana en el Grossman's?» Firma Lenore.

Sigo repasando nombres por el tablón de anuncios y vuelvo a encontrarlo: «Michael». Clavo la primera nota en el corcho y saco esta otra. «Desayuno estupendo. A las ocho. Te veo a esa hora, Mary Ellen.»

Frustrado, devuelvo la nota al corcho y continúo la búsqueda. Encuentro otras tres más para Michaels diversos. La única vagamente interesante es una que dice: «Me he afeitado para ti», de una mujer llamada Carly.

Puede que lo haya puesto con otro nombre, pienso mientras contemplo el panel. Vuelvo a empezar otra ronda por la esquina de arriba a la izquierda, esta vez en busca de otra cosa familiar: Nora, Vaughn, Pam, Trey… No sale ninguno. Desesperado, abro una que no trae más dirección que una cara sonriente. Dentro dice: «Te he hecho mirar.»

La arrugo en mi mano sudorosa. Maestros. Dejo el tablón de anuncios mordiéndome el labio inferior. Alrededor de mí hay docenas de personas gritando y poniendo notas… Éste no es momento de abandonar… Estoy seguro de que simplemente está tomando precauciones… lo que significa que aquí ha de haber algo que tenga sentido…

No puedo creerlo. Ahí está, justo en el centro del panel. El nombre está escrito con una pluma que parece que se estaba quedando sin tinta. Con letras finas, mayúsculas. L. H. Oswald. Cabeza de turco total. Ése soy yo. Arranco la nota tan de prisa como puedo y me alejo del grupo del almuerzo. Me dirijo por el pasillo a toda prisa hacia la batería de ascensores del final del vestíbulo. Alterno el trote con la marcha rápida y mientras desdoblo la nota de Oswald un pliegue tras otro. En lo alto de la página dice: «¿Cuánto tiempo tardaste en coger ésta?» Siempre de listillo. Justo debajo de eso dice «1027». Exactamente lo que esperaba. Un número de habitación. Cuando le resto siete, es la habitación 1020.

Ya dentro del ascensor voy directo al botón del diez. Lo ataco con el dedo una y otra vez al estilo pájaro carpintero.

Me aferró a la barandilla de latón del ascensor apretando con ambas manos porque apenas puedo contenerme. Faltan nueve pisos. Tengo los ojos clavados en el indicador digital y en el momento en que oigo la campanilla de llegada, salto hacia adelante. Las puertas todavía se están descorriendo cuando me escurro entre ellas y salgo al décimo piso. Casi estoy, casi estoy. Pero al seguir el incremento lógico de la numeración de habitaciones hasta el 1020, siento como si el pasillo se me viniese encima. Empieza con un dolor agudo en los hombros que luego va subiendo hasta la nuca. Vaughn me va a explicar la verdad sobre Nora. Para bien o para mal. Y por fin voy a tener la respuesta. Por supuesto que no estoy seguro de lo que sabe, pero dijo que merecía la pena. Mejor será… porque cuento con llevárselo directamente a Adenauer. Por profunda que sea la herida. El estómago empieza a hacerme ruidos que normalmente están reservados a enfermedades graves. Un escalofrío helado se me cuela entre las costillas y maldigo el aire acondicionado del hotel. Aquí hace un frío helador.

Por fin estoy plantado delante de la habitación 1020. Cojo el pomo de la puerta, pero antes de poder girarlo, me detengo. Durante los dos últimos días he tenido la mente anegada por docenas de preguntas que no podía esperarme a hacer. Pero ahora no sé si quiero las respuestas. Es decir, ¿pueden servirme de algo? ¿Puedo creerlo? Tal vez sea como dijo Adenauer. Tal vez Vaughn no sea de fiar.

Vuelvo a pensar en nuestro encuentro detrás del cine. Su ropa arrugada. Sus ojos cansados. Y el miedo en su cara. Vuelvo a plantear una y otra vez la cuestión: si estaba intentando tenderme una trampa, ¿por qué iba a ligar su nombre con el mío, el de la única persona que sabía que iba a parecer el asesino? Sigo sin poder aclararlo. Así que, ¿estoy dispuesto a dar el paso siguiente? Como últimamente me pasa con todo, no tengo mucha elección. Me seco la mano en los pantalones y llamo a la puerta.

Para mi sorpresa, al dar los golpecitos se abre una rendija. Vuelvo a llamar y se abre un poco más.

– ¿Está ahí, Vaughn? -Hay unas voces débiles, pero nadie responde.

Al fondo del pasillo oigo volver el ascensor. Alguien viene. No hay tiempo para timideces. Empujo la puerta. Por las ventanas del fondo de la habitación se cuela un sol cegado. En cuanto la puerta se cierra de golpe detrás de mí, oigo un televisor a toda potencia. No me extraña que no me oyera.

– ¿Qué está haciendo? ¿Mirando telenovelas? -Avanzo hacia el interior de la habitación pero el pie me tropieza con algo, pierdo el equilibrio y me caigo hacia adelante. Pongo las manos por delante para amortiguar la caída y me doy con la alfombra produciendo un ruido sordo. Y un raspón irritante. Las piernas se me quedan torcidas, apoyadas en algún obstáculo.

– ¿Pero qué…?

La alfombra entera está empapada. Pringosa. Y rojo oscuro. Tengo las manos llenas. Ruedo hacia atrás para ver con qué he tropezado. No, no con qué. Con quién. Vaughn.

– Oh, Dios santo -susurro. Tiene la boca ligeramente abierta. Unas burbujitas de saliva roja se agrupan en el hueco que queda entre los dientes y el labio inferior. ¡Muévete, muévete, muévete! Me debato con furia para levantarme, haciendo fuerza para apartarme del cuerpo, pero las manos me resbalan y me devuelven directamente hacia el suelo. En el último instante consigo apoyarme en el codo con la corbata pisada debajo. Ahora hace juego con las manos. Más sangre.

Cierro los ojos y dejo que mis piernas hagan el resto. Se abren paso por encima del torso rígido de Vaughn, la rodilla derecha pasa frotando contra las costillas. Me pongo de pie a trompicones, me doy la vuelta y entonces puedo ver mejor cómo yace atravesado ante la entrada. Tiene el brazo izquierdo apretado contra el pecho, pero la mano todavía estirada hacia arriba, rígida, con el puño a medio cerrar. El agujero de la bala está en la frente, descentrado, encima del ojo derecho. Es una herida precisa, oscura y chamuscada. La sangre conjunta su espeso pelo negro con la alfombra gris ahuesado. En la cara, un ojo mira derecho al frente; el otro bizquea medio oculto hacia un lado. Como los de Caroline. Igual que los de Caroline. Y en lo único que puedo pensar es en la pistola que había dentro de aquella caja metálica junto a la sala de cine. En la pistola y en esa maldita nota, allí tirada, sobre la cama de Nora.

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