CAPÍTULO 15

El viernes por la mañana me despierto con la sensación de que me han atizado con una sartén en la parte de atrás de la cabeza. Siete días después de la muerte de Caroline, mis ansiedades están en plena ebullición, y los ojos medio cerrados por la hinchazón. Finalmente, esta semana de dormir mal se cobra su peaje. Arrastro los pies como Frankenstein hasta la puerta de entrada y abro los ojos lo justo para recoger los periódicos. Son las seis y un par de minutos y todavía no he llamado a Trey. Pero ya no tardaré mucho.

Doy dos pasos hacia la mesa de la cocina cuando suena el teléfono. Nunca falla. Lo cojo sin decir hola.

– ¿Quién es la mamaíta del nene? -canturrea.

Le contesto con un bostezo increíblemente largo.

– Ni siquiera te has duchado, ¿verdad? -me pregunta.

– Ni siquiera me he rascado.

– No quiero ni oírlo -dice Trey tras una pausa-. ¿Entiendes lo que te digo?

– Sí, sí, dime las noticias nada más. -Cojo el Post de lo alto de la pila y lo extiendo sobre la mesa. Mis ojos van directos a un pequeño titular en la parte de abajo de la página, a la derecha: «El esperma puede ser auténtico, pero el gobierno dice no a las prestaciones.»

– ¿Qué es lo del esperma, Trey?

Vuelve a haber una pausa.

– Más vale confiar en que nadie esté grabando estas llamadas.

– Cuéntame la historia y nada más. ¿Es sobre esa señora que inseminaron artificialmente con el esperma congelado del marido muerto?

– La misma. Lo conserva en hielo, se hace un crío después de morir el marido y luego solicita a la Seguridad Social las prestaciones del marido. Y ayer, Sanidad y Asuntos Sociales denegó la petición porque el niño fue concebido después de la muerte del padre.

– Entonces déjame adivinarlo: ahora quieren que la Casa Blanca vuelva a evaluar la decisión de Sanidad.

– Un hueso para el perrito -canta-. Puedes creerme, éste es un buen perro, más que ninguno. Así que ahora sólo es cuestión de a quién le endilgan el muerto.

– Diez pavos a que a nosotros. -Miro por encima el resto del periódico y añado-: ¿Hay algo más interesante?

– Depende de si consideras que perder una apuesta es interesante.

– ¿Qué?

– La columna de prensa de Jack Tandy en el Times. En una entrevista del Vanity Fair que estará en los quioscos la semana que viene, Bartlett dice, y cito textualmente: «Si no eres capaz de cuidar de la Primera Familia, ¿cómo vas a poder poner a la familia lo primero?»

Doy un respingo ante esa puñalada verbal.

– ¿Crees que eso pegará?

– ¿Lo preguntas en serio? Una cita como ésa… lamento decírtelo, Michael, pero habla como un ganador. Quiero decir que se le nota el cambio de registro. Y salvo que el país se ponga a sisear a coro, aparecerá en la base de los discursos del próximo ciclo de noticias. A los votantes no les gustan los malos padres. Y gracias a tu novia, Bartlett acaba de encontrar una frase nuevecita de ovación segura.

Busco instintivamente el Times. Lo primero que veo en cuanto lo despliego sobre la mesa es la imagen de portada: una bonita instantánea de Hartson y la Primera Dama hablando a un grupo de líderes religiosos en el Jardín de Rosas. Pero en la esquina derecha de la foto, al fondo, acechando en la última fila de la masa, hay una persona que no sonríe: el agente Adenauer.

Empiezo a sudar al instante. ¿Qué demonios hace ahí?

– Michael, ¿estás ahí? -grita Trey.

– Sí -digo, volviendo al teléfono-. Es que… sí.

– ¿Qué te pasa? Parece que te hubieras muerto.

– Nada -le respondo-. Ya hablaré contigo después.

En cuarenta y cinco minutos estoy duchado, afeitado, y con dos periódicos vistos. Pero al salir del apartamento sigo sin poder dejar de pensar en la foto de Adenauer. No hay ni una sola buena razón para que un detective del FBI esté tan cerca de Hartson, y ese estrés me ha hecho llegar más de quince minutos tarde al trabajo. No tengo tiempo para estas cosas, decido. No más distracciones. Cuando voy hacia el metro, veo a un vagabundo que lleva una rasqueta de limpiar parabrisas. En cuanto nuestras miradas se cruzan, comprendo que estoy a punto de recibir otra patada en la lista de deseos.

– Buenas, buenas, buenas… -dice, levantando la rasqueta.

Lleva unos pantalones militares de camuflaje verdes y la barba negra más piojosa que he visto en mi vida. Del bolsillo le cuelga un viejo pulverizador de limpiacristales Windex relleno de una agua gris lechosa. Al llegar más cerca, veo que también lleva una camiseta muy gastada de la Facultad de Derecho de Harvard. Sólo en el D. C.

– ¿Dónde está tu Porsche? ¿Dónde está tu Porsche? ¿Dónde está tu Porsche? -canta poniéndose a mi paso.

He visto antes a este tío. Me parece que estaba en Dupont Circle.

– Lo siento, pero no traigo coche -le digo-. Sólo el metro y yo.

– No, no, no. Tú no, tú no. Zapatos de moda siempre cogen coche.

– Hoy, no. La verdad es…

– ¿Dónde está tu Porsche? ¿Dónde…?

– Le he dicho que…

– ¿… está tu coche? ¿Dónde está tu coche?

Es evidente que no escucha. Sigue a mi lado más de una manzana y media sin dejar de pasar su limpiador por mi parabrisas imaginario. Para quitármelo de encima meto la mano en el bolsillo y saco un billete de dólar.

– Aah, aquí está -dice el señor Limpiador-. El señor Porsche.

Le alargo el dólar y por fin baja la rasqueta.

– Aquí está el cambio, señor -dice, sacándose algo del bolsillo-. Vaughn dice que tienen que hablar -me susurra-. Podemos probar el Museo del Holocausto. El lunes a la una. Y no lleve al negrito de la cabina de teléfonos.

– ¿Perdón?

Sonríe y me mete algo en la mano. Un papelito doblado.

– ¿Qué es esto?

No me responde. Ya se ha alejado. Lo veo detrás de mí, acercándose a un hombre calvo con traje de rayitas.

– ¿Dónde está tu Porsche? -le pregunta, alzando el limpiador.

Vuelvo mi atención al papelito y lo abro. Está en blanco. Apenas un momento de distracción. Miro atrás en busca del hombre del limpiador. Demasiado tarde. Ha desaparecido.


Tiro el maletín sobre la mesa y miro la pantalla digital del teléfono de mi despacho. Hay cuatro mensajes nuevos esperando. Aprieto la tecla del registro de llamadas para ver de quién son, pero todas vienen del exterior. Quienquiera que sea, está desesperado por encontrarme. Suena el teléfono y doy un brinco, sobresaltado. El identificador dice: «Llamada exterior.» Me lanzo sobre el auricular tan de prisa como puedo.

– ¿Diga?

– ¿Michael? -susurra una suave voz femenina.

– ¿Nora? ¿Eres…?

– ¿Has visto la frase de Bartlett? -me interrumpe.

No respondo.

– ¿La has visto, verdad? -repite. Le tiembla la voz, conozco ese tono. Se lo oí aquel día en la bolera. Está preocupada por su padre-. ¿Qué ha dicho Trey? -me pregunta.

– ¿Trey? ¿Qué importa lo que diga Trey? ¿Cómo estás tú?

– No comprendo -dice tras una pausa; suena confusa.

– ¿Cómo te va? ¿Estás bien? Quiero decir, no quiero ofender a tu padre, pero es a ti a quien le dan el palo.

Hay otra pausa. Ésta, un poco más larga.

– Estoy bien… muy bien -hay un cambio en su voz-. ¿Cómo estás tú? -pregunta, sonando casi feliz.

– Por mí no te preocupes. Bueno, ¿qué decías de esa frase de Bartlett?

– Nada… nada… no es más que el par del campo.

– Creí que querías hablar de…

– No. Ya no -dice con una risa-. Oye, la verdad es que tengo prisa.

– ¿Entonces hablaremos después?

– Sí -arrulla-. Seguro.

Cuando cuelgo el teléfono a Nora, ya llego tarde a la reunión semanal de Simon. Salgo corriendo del despacho, directo al Ala Oeste.

– Qué hay, Phil -digo al pasar corriendo ante la mesa de mi guardia del Servicio Secreto favorito.

Se levanta de un salto de su silla y me coge por el brazo.

– ¿Qué pasa…?

– Tengo que ver su tarjeta de identidad -dice con frialdad.

– ¿Me tomas el pelo? Si soy…

– Ahora mismo, Michael.

Me suelto y permanezco tranquilo. Al coger la tarjeta colgada al cuello, me doy cuenta de que la he metido en el bolsillo delantero de la camisa. Pero eso no tendría que importar. Nunca me había parado antes. La mira rápidamente y me deja pasar.

– Gracias -dice.

– No hay problema.

Simplemente, es precavido, me digo. Al acercarme al ascensor pienso que va a corregirse y abrirme la puerta de la cabina. Lo miro pero no se mueve. Hago como que no me entero y aprieto yo mismo el botón del ascensor. Empieza a correrse la voz. Hoy será un día de mierda.


Me cuelo en la oficina de Simon, ya atestada, y desde atrás veo que todo el mundo está en su sitio habitual: Simon en la cabecera de la mesa, Lamb en su lado favorito, Julian tan cerca de la cabecera como puede, y Pam… quietos un momento. Pam está sentada en el canapé. Cuando nuestros ojos se encuentran, espero que se encoja de hombros o haga un guiño, algún gesto que reconozca el ridículo de los cambios de poder. Pero no lo hace. Sigue sentada igual. Por lo menos hay alguien en el mundo que va hacia arriba.

Por cómo suenan las cosas, todavía estamos en la vuelta a la sala. Turno de Julian.

– …y siguen sin moverse un pelo en lo de indemnización por daños. Ya saben lo tozudos que son los de Terrill: metidos hasta el cuello en su propia mierda y, aun así, se niegan a decir que huele. Yo digo que se lo demos a la prensa y les filtremos el contenido del acuerdo. Mejor o peor, por lo menos eso obligará a tomar una decisión.

– Tengo una reunión con Terrill programada para esta tarde. Veremos qué sacamos entonces -sugiere Simon-. Ahora cuéntame qué han dicho en Justicia de lo de las grabaciones móviles.

– En eso siguen duros, quieren ser los héroes del programa contra el crimen de Hartson -mientras continúa con su exposición, Julian mira hacia mi lado con una sonrisilla burlona de lo más sutil. Gallito cabrón. Ese tema es mío.


– Usted me asignó ese proyecto a mí -le digo a Simon después de la reunión-. Llevo semanas trabajando en él y usted…

– Comprendo que estés enfadado -me interrumpe Simon.

– Por supuesto que estoy enfadado. Me lo ha arrebatado y se lo ha dado justo al vampiro jefe. Usted sabe que Julian acabará con él.

Simon alarga el brazo y deposita una mano blanda sobre mi hombro.

Es su modo pasivo-agresivo de tranquilizarme. Pero todo lo que consigue es que me apetezca meterle un ladrillo por los dientes.

– ¿Es a causa de la investigación? -pregunto finalmente.

Finge que el tema le preocupa, pero ya ha marcado su punto: sigue jodiéndome y te destrozaré esa tu miserable vida entera. Trozo a trozo. Lo más lamentable es que puede hacerlo.

– Mira, Michael, en estos momentos tienes mucha presión, y el asunto de las grabaciones itinerantes no hará más que incrementarla. Estoy realmente preocupado por ti, créeme. Y opino que lo mejor para ti es que te lo tomes con calma hasta que todo acabe.

– Puedo manejármelas bien.

– Seguro que sí -dice con un regocijo evidente al verme irritado-. Y además, hay este otro tema que acaba de surgir. Se refiere a una mujer que fue inseminada artificialmente por…

– Lo he visto. El caso del esperma.

– Eso es -dice con una sonrisa negra como el carbón-. Que Judy te prepare el papeleo… No te llevará mucho tiempo. Y con el nuevo enfoque de Bartlett sobre la familia, puede que eso acabe convirtiéndose en algo gordo.

Ahora está jugando conmigo. Lo veo en el brillo de sus ojos: está disfrutando de cada instante.

– Me pondré con ello inmediatamente -digo, simulando entusiasmo. No estoy dispuesto a darle el punto.

– ¿Seguro que todo va bien? -pregunta, tocándome otra vez en el hombro.

– Nunca he estado mejor -le digo, sonriendo y mirándolo directamente a los ojos.

Camino de la puerta, me concentro en la cita del lunes con Vaughn y me pregunto si todo esto no será mucho más que un simple caso de un pez gordo en un bar gay. Sea lo que sea lo que esté ocultando, Simon va subiendo poco a poco el envite. Y de aquí en adelante, hará lo que sea por detener la hemorragia.


De vuelta al despacho, todavía tengo en los ojos aquella sonrisa amenazadora en la cara de Simon. Si en algún momento lo vi como víctima, hace mucho que no. De hecho, eso es lo que más me asusta, porque aun cuando lo estuvieran chantajeando, encuentra demasiado placer en lo que ha hecho. Lo que me hace pensar que habrá más.

Tengo que admitir, sin embargo, que tiene razón en una cosa: desde que se inició esta crisis, mi trabajo ha ido para atrás. Mi registro telefónico está lleno de llamadas sin devolver. Hace una semana que no leo el correo electrónico y mi mesa, con sus montañas de papeles, se ha convertido oficialmente en una bandeja de entradas.

Sin ánimo de despejarlo y todavía menos de hablar, voy directo al e-mail. Repaso la lista interminable de mensajes y veo uno de mi padre. Casi había olvidado que le concedieron acceso limitado a un terminal. Abro el mensaje y leo la nota: «¿Cuándo vienes de visita?» En esto se ha marcado un punto: hace más de un mes. Cada vez que voy, me marcho deprimido y con sentimiento de culpa. Pero sigue siendo mi padre. Le contesto con otro mensaje rápido: «Procuraré ir este fin de semana.»

Después de borrar más de treinta versiones diferentes de la agenda presidencial por horas, semanas y meses, descubro un mensaje de hace dos días de alguien con una dirección del Washington Post. Doy por hecho que tiene que ver con el censo o con alguno de mis otros temas. Pero cuando lo abro, dice: «Señor Garrick: si tiene un poco de tiempo, me interesaría hablar con usted sobre Caroline Penzler. Naturalmente, puede ser de modo confidencial. Si puede usted hacerlo, hágamelo saber, por favor.» Lo firma: «Inez Cotigliano, redactora, Washington Post.»

Me quedo atónito y me cuesta bastante recuperar el aliento. Teniendo en cuenta la relación de Caroline con nuestra oficina y todos los que estamos en ella, no es chocante que alguien quiera empezar la investigación por mí. Pero no se trata de la página web de algún maníaco de las conspiraciones. Se trata del Washington Post.

Intento que mis manos dejen de temblar y voy hacia terreno más tranquilo. La experta en todo lo de Caroline es Pam. Me lanzo a la puerta y la abro. Pero me quedo sorprendido al ver que Pam está en la antesala, sentada en la mesa que hay justo junto a mi puerta y que suele estar desocupada. Esa mesa es el hogar de nuestra cafetera y de varias pilas de revistas viejas, y nunca ha tenido inquilino, que yo recuerde.

– ¿Pero qué estás…?

– No preguntes -dice Pam, colgando el teléfono de golpe-. Estaba en mitad de una llamada de la oficina del vicepresidente y de repente se cortó la comunicación. Sin razón ni explicación. Y ahora me dicen que tienen agobio de reparaciones, así que tengo que estar aquí fuera hasta mañana. Y encima de esto, no entiendo ni la mitad de este asunto nuevo. Tendrían que haber cogido a otra persona, no hay manera de que yo sea capaz de sacarlo.

Delante de ella, el pequeño escritorio está cubierto de carpetas rojas y blocs de notas. Pam no se gira hacia mí, pero no necesito ver las profundas ojeras de sus ojos para decir que está cansada y agobiada. Hasta su pelo rubio, que siempre está extraordinariamente limpio, le forma mechones y tiene aspecto pringoso. Caroline ha dejado una faena dura. Y como dijo Trey, los zapatos nuevos hacen daño.

– ¿Sabes qué es lo peor de todo? -pregunta sin esperar respuesta-. Que todos estos nominados son absolutamente iguales. Da igual que quieran ser embajadores, subsecretarios o miembros del puto Gabinete: nueve de cada diez engañan a sus esposas o se someten a terapia. Y déjame decirte algo: no hay ni uno, repito, no hay ni una sola persona en todo este gobierno que pague sus impuestos. «Uy, me olvidé del ama de llaves. Le juro que no me di cuenta.» ¡Pero si va usted a dirigir la Agencia Tributaria, por Dios!

Rabiosa, Pam se da la vuelta por fin y me mira.

– Y ahora, ¿qué quieres tú? -pregunta.

– Bueno, yo…

– La verdad, ahora que lo pienso, ¿no puedes esperar hasta más tarde? Quisiera terminar con esto.

– Claro -digo, contemplando su mesa atestada. Junto a la pila de carpetas rojas veo una de color marrón claro que pone: «LLI – Caroline Penzler.» Al reconocer las siglas de la Ley de Libertad de Información, le pregunto:

– ¿De quién es esa solicitud de la LLI?

– Una periodista del Post, Inez no sé cuántos.

– Cotigliano.

– Exacto -dice Pam.

Palidezco. Cojo la carpeta y hojeo sus varias páginas.

– ¿Cuándo te dieron esto?

– Pues… creo que fue ayer…

– ¿Por qué no me lo dijiste? -grito. Antes de que pueda contestar, veo el encabezamiento de la nota interna:


Para: Todo el personal jurídico

De: Edgar V. Simon, consejero del Presidente


Con la prensa mostrando tanto interés inmediato, seguro Incapaz de hablar, meto la mano en mi buzón vacío preguntándome dónde fue a parar mi copia de esa nota. Después miro a Pam.

– Lo siento -dice Pam-. Creí que lo sabías.

– Es evidente que no. -Arrojo la nota sobre la mesa y me voy hacia la puerta.

– ¿Adonde vas?

– Afuera -replico al salir de la oficina-. Acabo de acordarme de que tengo que hacer una cosa.


– Dale un respiro -dice Nora por la otra línea-. Creo que está desbordada de trabajo.

– Seguro que sí, pero tenía que saber lo importante que es para mí.

– ¿Y entonces se supone que tiene que leerte todo su correo? Venga, Michael, cuando recibió la nota seguro que pensó que tú también la tenías.

Reacciona exactamente igual que Trey, pero para ser sincero, esperaba una opinión diferente.

– No lo entiendes -añado-. No es sólo que no me lo dijera. Es que… desde que empezó a trepar escaleras arriba, es como si fuera una persona distinta.

– Suena como si tuviéramos en marcha un caso de celos benignos.

– No son celos.

Estoy en la cabina telefónica situada enfrente del EAOE, y me descubro escudriñando las hordas de peatones e intentando recordar la foto que vi de Vaughn.

– Escucha, cielito, empiezas a sonarme patético. Quiero decir, ¿no estarás tan paranoico que me llamas de un teléfono público? Venga, respira hondo, cómprate un chupa-chups, haz algo. Lo mismo que con la periodista del Post. Montañas y granos de arena, muchacho.

No estoy muy seguro de qué es más irritante: si el incidente con Pam o que de repente Nora se comporte como si no hubiera nada de qué preocuparse.

– ¿Tú crees?

– Naturalmente. ¿Nunca has oído cómo investigó Bob Woodward lo de The Brethren? Estaba escribiendo un libro sobre el Tribunal Supremo y no conseguía que ningún funcionario hablase con él. Así que escribe seiscientas páginas basadas en rumores y comentarios. Luego coge el manuscrito, hace unas cuantas copias y lo hace circular por el Supremo. Al cabo de una semana todos los ególatras del edificio lo van llamando para indicarle los detalles exactos. Y ¡zas!, ya tiene el libro.

– Eso no es verdad. ¿Quién te lo ha contado?

– Bob Woodward.

Finjo tranquilidad.

– ¿Entonces es verdad?

– Es verdad que estuve hablando con Woodward.

– ¿Y lo otro? ¿Lo del personal del Supremo?

– Dijo que era un camelo, uno de los grandes mitos de Washington. No tuvo ningún problema para conseguir fuentes. Es Bob Woodward -dice entre risas-. Esa otra periodista, la que te mandó el e-mail, sólo intenta pescar algo. Todo eso de la LLI no es más que un gran cebo. Ah, espera un segundo… la mujer de la limpieza… -Tapa el micrófono y se oye la voz en sordina, pero aun así se entiende-. Estoy charlando con un amigo, ¿puedes esperar un segundito?

– Disculpe, señora, sólo venía para recoger la ropa sucia.

– No te preocupes. No es gran cosa. ¡Gracias, Lola! -Vuelve a prestarme atención y pregunta-: ¿Dónde estábamos, perdona?

– ¿Sabes español?

– Soy de Miami, Paco. ¿Crees que iba a aprender francés? -Antes de que pueda contestar, añade-: Ahora vamos a hablar de otra cosa. ¿Qué haces este fin de semana? A lo mejor podemos vernos.

– No puedo. Le prometí a mi padre que iría a verlo.

– Eso está muy bien. ¿Dónde vive? ¿En Michigan?

– No exactamente -susurro.

Se da cuenta de mi cambio de tono y pregunta:

– ¿Qué te pasa?

– No, nada.

– ¿Entonces por qué te cierras así? Vamos, venga, puedes contármelo. ¿Qué está pasando en realidad?

– Nada -insisto, intentando cambiar de tema. Después de su llamada de esta mañana, estoy tentado de… pero no, todavía no-. Sólo que estoy preocupado con Simon.

– ¿Qué ha hecho?

Le explico cómo me apartó del asunto de las escuchas itinerantes. Como siempre, la reacción de Nora es instantánea.

– ¡Ese cabrón… no puede hacerte eso!

– Pues ya lo ha hecho.

– Entonces haz que lo cambie. Protesta. Díselo a tío Larry.

– Nora, yo no voy a…

– Deja de permitir que la gente te dé empujones. Simon, el FBI, Vaughn… digan lo que digan, lo aceptas. Cuando la comida está fría, se devuelve.

– Si la devuelves, el cocinero le escupe encima.

– Eso no es verdad.

– Estuve de camarero en Sizzler durante tres años cuando era estudiante. Créeme, prefiero tomar la comida fría.

– Bueno, pues yo no. Así que si tú no vas a llamar a Larry, lo haré yo. Tú puedes disfrutar de tu comida fría, yo voy a llamarlo ahora mismo.

– No, Nora…

Demasiado tarde. Ya no está.

Cuelgo el teléfono y noto un leve clic. Suena detrás de mí. Me vuelvo y veo a un hombre desastrado, con una barba ligera que claramente intenta compensar una calvicie incipiente. Clic, clic, clic. Lleva una bolsa verde vieja colgada del hombro y está sacando fotos del EAOE. Por un instante, sin embargo… justo cuando me di la vuelta… hubiera jurado que enfocaba la cámara hacia mí.

Ansioso por marcharme, le doy la espalda y bajo de la acera. Pero sigo oyendo los clics. Uno detrás de otro. Echo una última mirada al extraño y me fijo en su equipo. Teleobjetivo. Cámara de motor. No es un turista corriente. Vuelvo a subir a la acera y me acerco lentamente a él.

– ¿Lo conozco a usted? -pregunto.

Baja la cámara y me mira a los ojos.

– Ocúpese de sus asuntos.

– ¿Qué?

No contesta. Lo que hace es darse la vuelta y salir corriendo. Veo entonces que en la parte de atrás de la bolsa de las cámaras hay unas palabras escritas con rotulador negro: «Si me encuentras, llama al 202 334 6000.» Memorizo el número, dejo de correr y me lanzo hacia el teléfono público. Meto monedas por la boca del aparato, marco el número y espero que alguien descuelgue. «Vamos…», digo mientras suena el timbre y contemplo al fotógrafo desaparecer acera arriba. Es que nunca van a…

– Washington Post -contesta una voz femenina-. ¿Con quién quiere usted hablar?

– No puedo creerlo. ¿Por qué demonios…?

– Tranquilízate, Michael -dice Trey al otro lado del teléfono -. Que nosotros sepamos…

– ¡Me estaba sacando fotos a mí, Trey! ¡Lo vi!

– ¿Estás seguro de que te las sacaba a ti?

– Cuando se lo pregunté, echó a correr. Ya lo saben, Trey. Por algún motivo saben que han de enfocarme a mí, lo que significa que no van a dejar de escarbar en mi vida hasta que encuentren un ataúd o… ¡Oh, Dios mío!

– ¿Qué pasa? -pregunta Trey-. ¿Algo va mal?

– Cuando descubran lo que hice… lo van a destrozar.

– ¿Destrozar a quién?

– Tengo que irme. Ya hablaré contigo después.

– Pero ¿qué hay de…?

Cuelgo el teléfono con fuerza y marco otro número.


Diez números después, estoy hablando con Marlon Porigow, un hombre de voz profunda encargado de las visitas de mi padre.

– Mañana estaría muy bien -me dice con una voz de bajo cajún-. Procuraré que esté bien preparado.

– ¿Algún problema últimamente? ¿Se encuentra bien? -pregunto.

– A nadie le gusta estar en prisión, pero va tirando. Todos vamos tirando.

– Supongo -digo; tengo la mano izquierda aferrada con fuerza al brazo de la silla-. Mañana lo veré.

– Eso es, mañana.

Cuando está a punto de colgar, añado:

– Por cierto, Marlon, ¿puede hacerme un favor?

– Lo que usted diga.

– Estoy trabajando en… en unos temas muy importantes, algo que es un poco personal. Y como ya estoy nervioso porque la prensa me sigue el rastro muy de cerca, si pudiera usted…

– ¿Quiere que lo vigile un poco mejor?

– Sí. -Todavía estoy viendo a aquel fotógrafo corriendo por la acera-. Basta con que se asegure de que nadie entra a verlo. Algunos de esos tipos no tienen principios.

– ¿Cree que de verdad alguien…?

– Sí -lo interrumpo-. Si no lo creyera, no se lo pediría.

Marlon ya había oído antes ese tono.

– Está metido hasta arriba, ¿eh?

No contesto.

– Bueno, no se preocupe por nada -continúa-. Comidas, duchas, apagar la luz… me aseguraré de que nadie se le acerque.

Al colgar el teléfono en su sitio, me quedo solo en el despacho. Me parece que las paredes del ego se ciernen sobre mí. Entre Inez y el fotógrafo, la prensa ataca un poco demasiado de prisa. Y no sólo ellos. Simon, Vaughn, el FBI… todos están empezando a mirar de cerca. A mirarme a mí.

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