CAPÍTULO 1

Me asustan las alturas, las serpientes, la normalidad, la mediocridad, Hollywood, el silencio inicial de una casa vacía, la oscuridad persistente de una calle mal iluminada, los payasos malos, el fracaso profesional, el impacto intelectual de las muñecas Barbie, dejar a mi padre abandonado, quedarme paralítico, los hospitales, los médicos, el cáncer que mató a mi madre, morirme de repente, morirme por una razón estúpida, morir lleno de dolores, y, lo peor de todo, morirme solo. Pero no me da miedo el poder, y por eso trabajo en la Casa Blanca.

Sentado en el asiento derecho de mi jeep azul, destartalado y oxidado, no puedo dejar de mirar a mi compañera, la guapa muchacha que va conduciendo. El modo imperativo en que sus dedos finos y largos aferran el volante nos deja bien claro a los dos quién está al mando. No puede importarme menos, sin embargo… y mientras el coche vuela avenida de Connecticut arriba, voy mucho más contento observando cómo sus cabellos negros muy cortos le lamen la nuca. Por razones de seguridad, llevamos las ventanillas cerradas, pero eso no le impide abrir el techo corredizo. El aire cálido de setiembre le agita el pelo, y ella se lo echa hacia atrás y disfruta de él y de la libertad. Entonces, da su último toque personal al coche: enciende la radio, recorre las emisoras que tengo preseleccionadas y menea la cabeza.

– ¿Esto es lo que te gusta? -pregunta Nora-. ¿Las tertulias?

– Es por el trabajo. -Señalo el salpicadero y, con la esperanza de estar en la onda, añado-: La última es de música.

Me toma la palabra y aprieta el último botoncito. Más tertulia.-¿Siempre eres así de previsible? -me pregunta.

– Sólo cuando…

Antes de que pueda terminar la frase, el chirrido de una guitarra eléctrica me perfora el tímpano. Ha encontrado lo que le gusta.

Repiquetea con los pulgares en el volante y lleva el ritmo con la cabeza. Se la ve totalmente viva.

– ¿Esto es lo que te gusta a ti? -le grito por encima del estruendo-. ¿Radio basura?

– Es la única forma de mantenerse joven -dice con una sonrisa.

Me está machacando los nervios y le encanta. Con veintidós años, Nora Hartson es lista y un poco demasiado confiada. Sabe que soy consciente de la diferencia de edad entre nosotros, y lo sabe desde el mismo momento en que le dije que yo tenía veintinueve. Aunque no le importaba.

– ¿Crees que eso me va a asustar? -pregunté.

– Si te asustas, eres tú él que se equivoca.

Ahí la cacé. Necesitaba ese reto. El sexual sobre todo. Para ella las cosas habían sido demasiado fáciles durante demasiado tiempo. Y sabe perfectamente que no es divertido conseguir siempre lo que quieres. La cuestión es que probablemente eso le pasará toda la vida. Tiene ese poder, para lo bueno o para lo malo. Nora es atractiva, interesante y absolutamente cautivadora. También es la hija del Presidente de los Estados Unidos.

Pero, como ya he dicho, a mí no me asusta el poder.

El coche se dirige hacia Dupont Circle y echo una mirada a mi reloj preguntándome cuándo acabará esta nuestra primera cita. Son ya las once y cuarto, pero Nora parece que acabe de empezar. Nos paramos en un sitio que se llama Tequila Mockingbird. Alzo los ojos al cielo.

– ¿Otro bar?

– Necesitamos hacer por lo menos un poquito de calentamiento -me provoca. Hago como si oyera cosas de ésas todo el tiempo. No la engaño ni por un momento. ¡Dios, adoro América!-. Además -añade-, éste es un buen sitio… nadie lo conoce.

– ¿Así que realmente podremos estar un poquito en privado?

Instintivamente, observo por el retrovisor. El Chevy Suburban negro que salió detrás de nosotros por la verja de la Casa Blanca y ha estado ahí en cada una de las etapas posteriores, continúa justo detrás. El Servicio Secreto nunca abandona.

– No te preocupes por ellos -dice Nora-. No saben lo que viene ahora.

Antes de que pueda preguntarle qué quiere decir, veo a un hombre con unos caquis que está junto a la entrada lateral del Tequila Mockingbird. Nos señala una plaza de parking reservada y nos indica que nos acerquemos a él. Antes incluso de que apriete el botón que lleva en la mano y susurre algo en el cuello de su polo que-lucha-por-parecer-informal, ya sé quién es. Servicio Secreto. Lo que significa que no tenemos que hacer la larga cola de entrada: él nos meterá por el lateral. No es un mal sistema para ir de bares, si quieren mi opinión. Naturalmente, Nora lo ve de otro modo.

– ¿Preparado para aguarles la fiesta? -me pregunta.

Asiento con la cabeza, no muy seguro de qué está tramando, pero sin poder reprimir la sonrisa. La Primera Hija, y quiero decir la Primera Hija, está sentada a mi lado, en mi propio cacharro desvencijado, pidiéndome que baile el limbo y pase por debajo del palo con ella. Casi puedo saborear ya la salsa.

En cuanto establecemos contacto ocular con el agente que está en el exterior del Mockingbird, Nora pasa de largo y pone rumbo a una discoteca situada a media manzana de allí. Me doy la vuelta y compruebo la expresión del agente. No le ha hecho gracia. Logro leer sus labios desde aquí. «Sombra se marcha», le gruñe a su cuello.

– Espera un momento… ¿no les dijiste que íbamos al Mockingbird?

– ¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Tú crees que cuando sales por ahí resulta divertido que los del Servicio Secreto vayan a inspeccionar el sitio antes de que tú llegues?

Hago una pausa mientras lo pienso.

– La verdad es que a mí me parece bastante buen rollo.

– Vaya; pues yo no lo soporto -dice, riendo-. En cuanto ellos aparecen, toda la gente interesante coge la puerta. -Señala el Suburban que sigue detrás de nosotros y añade- A los que me siguen a mí, los puedo manejar. Los que me estropean la fiesta son los que llegan por adelantado. Además, con estas cosas todos van de puntillas.

Mientras nos detenemos donde el portero, intento pensar en algo ingenioso que decir. Y entonces lo veo. De pie ante la entrada principal de nuestro nuevo destino hay otro hombre que susurra en el cuello de su camisa. Como el agente que estaba a las puertas del Mockingbird, va vestido con el uniforme oficioso del Servicio Secreto: caquis y polo de manga corta. Para que Nora llame lo menos posible la atención, los agentes hacen cuanto pueden para resultar invisibles, y su atuendo se inspira en el de su protegida. Por supuesto, ellos creen que encaja, pero por lo último que yo he visto, la mayoría de la gente que va de caquis y polo no lleva pistola ni habla por el cuello de su camisa. En cualquier caso, sin embargo, estoy impresionado. La conocen mejor de lo que creía.

– Entonces, ¿entramos o qué? -pregunto, haciendo un gesto al portero que está esperando a que Nora abra su puerta.

Nora no contesta. Sus penetrantes ojos verdes, que fueron lo bastante persuasivos como para convencerme de que la dejase conducir, miran ahora por la ventanilla con expresión vacía. Le doy un golpecito juguetón en el hombro.

– Así que sabían que venías aquí. Buen asunto, ése es su trabajo.

– No es eso.

– Nora, todos somos animales de costumbres. Sólo porque ellos sepan las tuyas…

– ¡Ése es el problema! -exclama-. ¡Yo lo hacía espontáneamente!

Tras el exabrupto se nota en su voz un dolor que me pilla con la guardia baja. Hace años que la veo en la televisión, pero es la primera vez que la he visto mostrar su lado blando, y aunque sea por un grito, me lanzo. Mi golpecito juguetón en el hombro se convierte en una caricia apaciguadora.

– Olvídate de este sitio, encontraremos alguno nuevo.

Mira con rabia al agente que está cerca de la puerta principal. Él le sonríe. Ya han jugado antes a este juego.

– Nos vamos de aquí -gruñe. Con un rápido golpe de gas, los neumáticos chillan y salimos en dirección a la próxima parada. Mientras arrancamos, vuelvo a mirar por el retrovisor. El Suburban viene justo detrás de nosotros, como siempre.

– ¿Se rinden alguna vez? -pregunto.

– Es cuestión de territorio -dice, y suena como si le hubieran dado una patada en la barriga.

Esperando subirle la moral, digo:

– Olvidémonos de los gorilas. ¿Qué más nos da que sepan adonde…?

– Pásate dos semanas así. Ya verás si te cambia el rollo.

– El mío, no. El mío sigue siendo el mismo: «Me encantan los chicos con pistolas; me encantan los chicos con pistolas; me encantan los chicos con pistolas.» Es como un mantra.

Es un chiste fácil, pero funciona. Intenta ocultar una minúscula sonrisa.

– Tengo que querer esas pistolas -inspira profundamente, se pasa la mano por la nuca y entre las puntas de su pelo negro. Me parece que por fin está empezando a calmarse -. Gracias otra vez por dejarme conducir… empezaba a echarlo de menos.

– Por si te hace sentirte mejor, eres una conductora excelente.

– Y tú un mentiroso excelente.

– No es porque yo lo diga… mira esos lemmings de atrás; vienen sonriendo desde que saliste zumbando del club.

Nora lo comprueba por el retrovisor y saluda con la mano a aquellos otros dos de la patrulla-de-caquis-y-polos. Ellos no sonríen, pero el del asiento del pasajero devuelve el saludo.

– Son buenos chicos… llevan tres años conmigo -me explica-. Además, esos dos, Harry y Darren, no son tan malos. Sólo que se deprimen porque ellos son los únicos realmente responsables de mí.

– Parece un trabajo de ensueño.

– Más bien una pesadilla… Cada vez que salgo de la Casa, están ahí pegados, mirándome el trasero.

– Entonces, lo dicho, un trabajo de ensueño.

Se gira simulando que no le gusta el cumplido:

– Te encanta flirtear, ¿verdad?

– La forma más segura de interacción social intensa.

– ¿Segura, eh? ¿Eso es todo lo que significa para ti?

– Dice la dama joven de los guardaespaldas armados.

– ¿Y qué puedo decir? -pregunta entre risas-. A veces hay que andarse con cuidado.

– Y a veces hay que quemar la aldea para salvarla.

Ésta le gusta: como todo lo que supone algún desafío. Para ella, todo lo demás está planeado.

– ¿Así que ahora eres Gengis Kan? -pregunta.

– Soy famoso por haber saqueado unos cuantos pueblos indefensos.

– Oh, vaya, picapleitos, estás empezando a liarte. ¿Adonde quieres ir ahora?

Su fuerza me provoca. Intento parecer indiferente.

– Me da igual. Pero ¿tienen que seguirnos los gorilas?

– Eso depende -me dice con una sonrisa-. ¿Crees que tú puedes ocuparte de ellos?

– Oh, sí. Los abogados son bien conocidos por su facilidad para dar palizas a los militares del estilo estoy-dispuesto-a-llevarme-un-tiro. Hay todo un apartado de «puñetazos» en el examen de admisión… Justo después de hacer la «lluvia de dolor».

– Vale, entonces, si no va a haber pelea, tendremos que conformarnos con escapar. -Pisa el acelerador y mi cabeza choca con el reposacabezas. Otra vez volamos avenida de Connecticut arriba.

– ¿Qué haces?

– Querías estar en privado. -Y me lanza una mirada que puedo sentir en los pantalones.

– En realidad, lo que quería era el calentamiento.

– Bueno, si esto funciona tendrás las dos cosas.

Ahora la adrenalina está subiendo.

– ¿De verdad crees que podrás perderlos?

– Sólo lo intenté una vez antes.

– ¿Y qué pasó?

Me lanza otra de aquellas miradas.

– No quieras saberlo.

El velocímetro llega rápidamente a cien, y el mal asfaltado de las calles de Washington D. C. nos hace notar cada uno de sus baches. Me agarro al asidero de la puerta y me pongo bien derecho. En ese momento es cuando veo que Nora tiene los veintidós años que realmente tiene: sin miedo, lanzada, y todavía impresionada por las revoluciones de un motor. Aunque yo sólo tengo unos pocos años más, hace mucho que mi corazón no iba tan de prisa. Después de tres años de Derecho en Michigan, dos años de pasantías, dos años en un bufete, y los últimos dos en la Oficina de la Asesoría Jurídica de la Casa Blanca, mis pasiones han sido puramente profesionales. Y ahora Nora Hartson me despierta de golpe y enciende un fuego repentino en mis tripas. ¿Cómo demonios iba yo a saber lo que me estaba perdiendo?

Aun así, vuelvo otra vez la vista hacia el Suburban y se me escapa una risita nerviosa.

– Si esto me trajera problemas…

– ¿Eso es lo que te preocupa?

Me muerdo el labio. Ha sido un gran paso atrás.

– No… sólo es que… ya sabes lo que quiero decir. No hace caso de mis vacilaciones y aumenta la velocidad. Sumido en el silencio de nuestra conversación, sólo puedo oír lo fuerte que zumba el motor. Al frente tenemos la entrada del paso subterráneo que atraviesa por debajo el Dupont Circle. El pequeño túnel tiene al principio una rampa muy pendiente, de manera que no se puede ver exactamente cuántos coches van delante de ti. No parece que a Nora le importe. Sin reducir la marcha, entramos de un salto en el túnel y me da un vuelco el estómago. Por suerte, no hay nadie por delante de nosotros.

Al salir del túnel, no puedo dejar de mirar el semáforo verde que hay al final de la manzana. Se pone en ámbar. No estamos lo bastante cerca como para pasarlo. Pero a Nora tampoco parece importarle.

– ¡El semáforo!

Se pone en rojo y Nora tira del volante para hacer un giro prohibido a la izquierda. Los neumáticos chirrían y mi hombro se aplasta contra la puerta. Por primera vez pienso que realmente corremos peligro. Echo una mirada por el retrovisor. El Suburban continúa detrás de nosotros. Nunca se rinde.

Vamos a toda velocidad por una calle corta y estrecha. Enfrente veo una señal de stop. A pesar de lo tarde que es, sigue habiendo un río constante de coches que aprovechan su preferencia de paso. Espero que Nora frene. Pero en cambio, acelera.

– ¡No hagas eso! -le aviso.

Se da cuenta del volumen de mi voz, pero no responde. Fuerzo el cuello intentando ver cuántos coches hay. Veo unos pocos, pero no tengo ni idea de si ellos nos ven. Nos saltamos el stop y cierro los ojos. Oigo chirridos de frenos, coches que se paran y el estruendo simultáneo de las bocinas. No chocamos con nada. Me doy la vuelta y veo que los del Servicio Secreto siguen nuestra estela…

– ¿Qué te pasa, eres una sicópata?

– Sólo si nos matamos. Si seguimos vivos, soy arriesgada.

Se niega a ceder, haciendo eses y atravesando las calles con casas de piedra del Dupont Circle. Cada stop que nos saltamos deja atrás otro coro de bocinas estridentes y conductores cabreados. En un momento, atajamos por una calle de dirección única que vuelve hacia la travesía principal de la avenida de Connecticut. Lo único que hay entre nosotros y los seis carriles de tráfico es otra señal de stop. Cuando faltan treinta metros, Pisa el freno a fondo. Gracias a Dios. Ha recuperado la cordura.

– ¿Por qué no lo dejamos? -propongo.

– Ni hablar. -Está escudriñando en el espejo, observando a sus agentes favoritos. Parecen tentados a salir del Suburban, pero tienen que saber que en cuanto lo hagan arrancará. El agente del asiento de la derecha baja la ventanilla. Es joven, tal vez incluso más joven que yo.

– Venga, Sombra -grita, complaciéndose en usar el nombre en clave de Nora en el Servicio Secreto-. Ya sabe lo que nos dijo la última vez. No nos haga volver a llamarlo ahora.

A ella no le hace gracia la amenaza. Murmura entre dientes: «Estúpido gilipollas.» Y luego, aprieta el acelerador. Las ruedas patinan hasta que hacen tracción. No puedo permitir que haga eso.

– Nora, no…

– Cállate.

– No me digas que…

– He dicho que te calles.

Su respuesta es un gruñido grave y mesurado. No suena a ella. Estamos acelerando hacia la señal de stop y cuento siete coches que cruzan frente a nosotros. Ocho. Nueve. Diez. Esto no es como las calles laterales. Esos coches vuelan. Descubro una minúscula gota de sudor que baja por la sien de Nora. Aprieta el volante tan fuerte como puede. No saldremos de ésta. Al llegar al cruce, hago lo único que se me ocurre. Me inclino hacia el volante, aprieto el claxon y lo aguanto así. Salimos disparados de la calle lateral como un espectro a noventa por hora. Dos coches se apartan. Otro aprieta los frenos. Un cuarto conductor, en un Acura negro, intenta frenar, pero no le da tiempo. Sus neumáticos chirrían sobre el pavimento, pero sigue moviéndose. Aunque Nora hace todo lo posible por esquivarlo, nos pega justo en la punta de atrás del guardabarros. Lo suficiente como para hacernos perder el control. Y para colocar al Acura exactamente delante del Suburban del Servicio Secreto. El Suburban hace un giro brusco a la derecha y se detiene en seco. Nosotros seguimos corriendo.

– ¡Está bien! -grita Nora, peleando con el volante-. ¡Todo bien!

Y en un intervalo de dos segundos, comprendo que es verdad. Todos están a salvo y podemos escapar libremente. Nora arranca el coche con una sonrisa. Mientras avanzamos trato de recordar cómo se respira. El pecho de Nora palpita, intentando recuperar el aliento.-No ha estado mal, ¿eh? -pregunta finalmente.

– ¿Que no ha estado mal? -pregunto, enjugándome la frente-. Podríamos habernos matado, por no hablar de los otros coches y…

– Pero ¿no te has divertido?

– No es cuestión de divertirse. Ha sido una de las hazañas más estúpidas que nunca he…

– ¿Pero te has divertido?

Mientras repite la pregunta, el tono de su voz se va volviendo cálido. Sus ojos enfebrecidos brillan a la luz de la luna. Después de ver tantas fotos de ella en actos públicos en las dos dimensiones de los periódicos, es extraño verla sentada a mi lado. Creí que sabía cómo era su sonrisa y ahora ha cambiado. Ni siquiera me aproximaba. En persona, cambia toda su cara -el modo en que se le suben las mejillas y se enrojecen ligeramente con la excitación-, no hay modo de describirla. No es que yo esté embobado por la fama, sino que… no sé de qué otro modo decirlo… que me está mirando. A mí sólo. Me da una palmada en la pierna.

– Nadie se ha hecho daño, el Acura casi no nos tocó. Como mucho, nos hemos rascado los parachoques. Quiero decir, ¿cuántas noches se puede uno escabullir del Servicio Secreto y vivir para contarlo?

– Yo lo hago todos los jueves. No me parece una gran cosa.

– Ríete todo lo que quieras, pero tienes que admitir que ha sido emocionante.

Miro hacia atrás por encima del hombro. Estamos completamente solos. Y tengo que admitir que tiene razón.


Pasan unos diez minutos hasta que me doy cuenta de que nos hemos perdido. Sólo han pasado unas pocas manzanas y las piedras inmaculadas del Dupont Circle se han convertido en los edificios medio ruinosos de las afueras de Adams Morgan.

– Teníamos que haber torcido por la calle Dieciséis -digo.

– No tienes ni idea de lo que dices.

– Tienes toda la razón. Estoy un doscientos por ciento perdido. ¿Quieres saber cómo lo sé? -Hago una pausa buscando el efecto-. ¡Porque me fié de que tú conducías! Quiero decir, ¿en qué demonios estaba pensando? Tú casi no vives aquí; nunca vas en coche; y cuando vas, suele ser en el asiento de atrás.

– ¿Y qué se supone que significa eso?En cuanto hace la pregunta, me doy cuenta de lo que he dicho. Hace tres años, justo después de que su padre fuera elegido, durante su primer año en Princeton, la revista Rolling Stone sacó un escabroso perfil de lo que calificaban como «la vida de amor y drogas» de Nora en la universidad. Según el artículo, dos chicos distintos proclamaban que se los había tirado en el asiento trasero de sus coches estando colocada con Especial K. Otra fuente decía que iba de coca; y un tercero, que era heroína. En cualquier caso, y basándose en el artículo, un chaladillo salido de Internet tomó el nombre completo de Nora -Eleanor- y colgó un poema haiku titulado «Eleanor rodillas raspadas». Unos cuantos millones de e-mails más tarde, Nora tenía adjudicado su sobrenombre más conocido, y su padre veía caer sus cifras de popularidad. Cuando salió el reportaje, el Presidente Hartson llamó al director del Rolling Stone y le pidió que dejara en paz a su hija. Y desde entonces, lo hicieron. Los porcentajes de Hartson volvieron a subir. Todo iba bien. Pero el chiste ya estaba en circulación. Y, obviamente, por la expresión de la cara de Nora, el daño ya estaba hecho.

– No quería decir nada -insisto dando marcha atrás del insulto involuntario-. Sólo me refería a que tu familia siempre va en limusina. Con chóferes. En fin, con gente que las conduce.

De pronto, Nora se ríe. Tiene una voz sexy, fuerte, pero la risa de una niña pequeña.

– ¿Qué he dicho?

– Te da vergüenza -contesta, divertida-. Te has puesto muy rojo.

– Lo siento -y vuelvo la cara.

– No, está bien. Es encantador. Y todavía más encantador que te hayas puesto colorado. Por una vez sé que es verdad. Gracias, Michael.

Había dicho mi nombre. Por primera vez en toda la noche, había dicho mi nombre. Me volví hacia ella.

– De nada. Y ahora, a ver si salimos de aquí.

Giramos en la calle Catorce y seguimos buscando la pequeña tira de tierra que se conoce como Adams Morgan, la sede de los bares más sobrevalorados y los mejores restaurantes étnicos de Washington, y nos encontramos desandando el camino en la dirección que llevábamos. Rodeados por nada más que edificios deshabitados y calles oscuras. Empecé a preocuparme. Por muy dura que sea, la Primera Hija de los Estados Unidos no debería estar en un barrio así. Cuando llegamos al final de la manzana, sin embargo, vemos el primer signo de vida civilizada: a la vuelta de la esquina hay un pequeño grupo de gente que sale de la única fachada comercial que hay a la vista. Es un edificio grande de ladrillo que parece que han convertido en un bar de dos pisos. La palabra Pendulum está pintada con gruesas letras negras sobre un letrero blanco sucio. Una luz azul de medianoche dudosa rodea los bordes del rótulo. No es en absoluto del estilo de los sitios que me gustan.

Nora se mete en una plaza de aparcamiento allí al lado y apaga el motor.

– ¿Aquí? -pregunto-. Ese sitio es un antro de ratas.

– No, no lo es. La gente va bien vestida -señala a un hombre que lleva unos pantalones color camello y una camiseta negra ajustada. Antes de que yo pueda protestar, añade-: Venga, vamos a ir, por una vez somos anónimos.

Saca una gorra negra de béisbol del bolso y se pone la visera sobre los ojos. Es un disfraz malísimo, pero dice que funciona. Todavía nadie la ha parado.

Pagamos diez billetes en la puerta, entramos, echamos una ojeada alrededor. El local está repleto de la típica gente de Washington en noche de jueves: la mayoría todavía va de traje, con la corbata desanudada; algunos todavía con los cuellos de pico Calvin Klein. En el rincón, dos hombres juegan al billar. En la barra, dos hombres piden bebida. Junto a ellos, dos hombres se cogen de la mano. Entonces me doy cuenta de dónde estamos: aparte de Nora, no hay más mujeres en el local. Estamos plantados en mitad de un bar gay.

Detrás de mí, noto que alguien me agarra del culo. Ni siquiera me molesto en volverme.

– ¡Ay, Nora, cómo me gustaría que fueses un hombre!

– Impresionante -dice, poniéndose delante-. Ni siquiera pareces incómodo.

– ¿Por qué tendría que estar incómodo?

Por el fulgir de sus ojos, sé que está preparando otro examen. Necesita saber si yo estoy a la altura de la gente guapa.

– ¿Entonces te parece bien que nos quedemos?

– Totalmente -digo con una sonrisa-. No aceptaría ninguna otra propuesta.

Me mira con aquella mirada suya tan sexy. De momento, paso. Nos pegamos a la barra y pedimos bebidas. Yo, una cerveza; ella, un Jack & Ginger. Luego me conduce al otro extremo de la barra en forma de ele, donde está perpendicular a la pared. Con un movimiento desarrollado tras años de persecución y acosos, Nora me empuja al último taburete y se pone de espaldas al público. Para ella, eso es puro instinto. Con la gorra de béisbol cubriéndole el pelo, no hay la menor posibilidad de que la reconozcan. Tal como estamos colocados, el único que puede verla soy yo. Lanza una última mirada para controlar la sala y luego, satisfecha, coge su copa.

– Así que siempre has mimado tu lado serio.

– ¿Qué quieres decir? Yo no…

– No te disculpes -me interrumpe-. Ése eres tú. Yo sólo quiero saber de dónde te sale. ¿Cuestiones de familia? ¿Divorcio amargo? ¿Tu padre te abandonó y tu ma…?

– Nadie hizo nada -le digo-. Yo soy lo que está a la vista.

Por el tono de mi respuesta piensa que hay algo más. Tiene razón. Pero no lo va a averiguar el primer día. Buscando un respiro, intento volver a temas menos peligrosos.

– Cuéntame qué te pareció Princeton. ¿Agradable o una fábrica de esnobs?

– No sabía que querías hacerme una entrevista.

– Déjate de rollos. Por la universidad se saben muchas cosas de una persona.

– Por la universidad se sabe una mierda. Se escoge por una decisión racional basada únicamente en una visita al campus sin ningún contenido y en un baremo previo con la puntuación de un examen de aptitud. Además, tú tienes casi treinta años -dice con una sonrisa irónica-, y para ti eso es historia antigua. ¿Qué has hecho desde entonces?

– ¿Después de estudiar Derecho? Un poco de pasante, y después un bufete de pueblo. Pero para serte sincero, no era más que un modo de llenar el tiempo entre campaña y campaña. Barth en el senado, unos pocos tíos del consejo local… y luego tres meses de presidente de la campaña para sacar votos para Hartson en el gran estado de Michigan. -Ella no responde y tengo la sensación de que está juzgándome; añado rápidamente-: Ya sabes el circo que es una campaña a escala nacional; si quería una responsabilidad de verdad, para mí era mejor quedarme en mi estado.

– ¿Mejor para ti o mejor para tu ego?-Para todos. El cuartel general estaba a sólo veinte minutos de mi casa.

Ha descubierto algo en mi respuesta.

– ¿De modo que querías quedarte en Michigan? -pregunta.

– Sí. ¿Por qué?

– No sé… un chico tan listo como tú… que trabaja en la oficina de asesores jurídicos… Normalmente todos vosotros salís huyendo del pueblo.

– Como voluntario, era una decisión económica. Nada más.

– ¿Y qué me dices de la universidad y la Facultad de Derecho? Las dos en Michigan, ¿verdad?

Es realmente increíble: cuando se trata de debilidades, sabe exactamente dónde hay que mirar.

– La escuela era una historia diferente.

– ¿Alguna cuestión con tus padres?

Una vez más, habíamos llegado a mi límite.

– Una cuestión personal. Pero no por culpa de ellos.

– ¿Siempre eres tan comprensivo?

– ¿Siempre eres tan agobiante?

Apoya un codo en la barra, se me acerca y me fuerza a apoyarme en la pared.

– Yo soy lo que se ve -dice con una sonrisa enigmática.

– Exacto -le devuelvo el ataque-. Eso es exactamente lo que digo.

Salto del taburete y me acerco a ella. Es la primera regla que te enseñan en la Asesoría Jurídica de la Presidencia. Nunca dejes que te enganchen.

– ¿Adonde vas? -pregunta bloqueándome el paso.

– Al lavabo, simplemente -digo, y me aprieto para pasar de modo que todo cuanto tengo entre pecho y muslos se frota contra ella. Sonríe. Y no se mueve ni un centímetro.

– No tardes demasiado -ronronea.

– ¿Tengo tanta pinta de idiota?

Vuelvo de los servicios justo a tiempo de ver a Nora bebiendo un trago de mi cerveza. Le pongo una mano encima del hombro.

– Puedes pedir una para ti, tienen de sobra para todo el mundo.

– La necesitaba sólo para tomar una aspirina -explica, volviendo a meter en el bolso un frasquito de medicinas de color marrón.-¿Todo en orden?

– Un poco de dolor de cabeza. -Señala el frasquito y añade-: ¿Quieres una?

Niego con la cabeza.

– A tu gusto -dice con una sonrisa-. Pero cuando veas ésta, me parece que la necesitarás.

– ¿Y eso qué significa?

Al subirme a mi taburete contra la pared, Nora se inclina sobre mí.

– Cuando ibas hacia los servicios, ¿por casualidad viste entrar alguna cara conocida?

Miro por detrás de ella y recorro el bar.

– Me parece que no. ¿Por qué?

Su sonrisa se ensancha. Sea lo que sea, está disfrutando.

– En la esquina de la izquierda al fondo de la sala. Junto al vídeo. Debajo del botón blanco. Pantalones caqui.

Mis ojos siguen sus instrucciones. Allí está la pantalla del vídeo. Y allí… no puedo creerlo. Al otro lado de la sala, pasándose la mano por el pelo sal y pimienta y tratando de pasar lo más desapercibido posible, está Edgar Simon. Consejero legal de la Casa Blanca. Abogado del propio Presidente. Mi jefe.

– Adivina quién acaba de ganar el mejor cotilleo de la oficina -canta Nora.

– Eso no es gracioso.

– Tampoco es para tanto. Simplemente, es gay.

– Ésa no es la cuestión, Nora. Está casado. Con una mujer. Y a su nivel, si esto se sabe, la prensa…

– ¿Está casado? -la sonrisa de Nora desaparece-. ¿Estás seguro?

– Desde hace como treinta años -le digo, nervioso-. Está a punto de mandar a su chico mayor a la universidad. -Bajo la cabeza para asegurarme de que Simon no me ve-. Conocí a su mujer hace nada, en esa recepción del AmeriCorps. Se llama Ellen. O Elena. Algo con E.

– Gilipollas, allí me conociste a mí.

– Antes de que llegases. Justo al empezar. Simon me la presentó. Parecían felices de verdad.

– Y ahora él anda por aquí con la esperanza de algún extra de tapadillo. Tío, en cuestión de adúlteros, mi padre sabe cómo escogerlos.

En las dos semanas desde que nos conocimos, es la cuarta vez que Nora hace una referencia a su padre. Y no simplemente a su padre. Al Padre. El padre del pueblo norteamericano. El Presidente de los Estados Unidos. Tengo que admitir que, por muchas veces que lo diga, no creo que llegue a acostumbrarme nunca.

Curvado hacia adelante, aferrado al borde de la barra con mano sudorosa, mantengo inmóvil la postura. Frente a mí, Nora da la espalda a Simon.

– ¿Qué hace ahora? -me pregunta.

Yo me resisto a mirar, utilizando la cabeza de ella para establecer una interferencia. Si yo no puedo ver a Simon, él no puede verme a mí.

– Dime qué está haciendo -insiste Nora.

– Ni hablar. Si me ve, estoy acabado. No conseguiré otro puesto hasta que cumpla noventa años.

– Por el modo en que te comportas, eso no está demasiado lejos. -Antes de que pueda reaccionar, Nora me agarra por el cuello de la camisa y baja la cabeza. Mientras me tiene así, veo perfectamente a Simon.

– Está hablando con alguien -balbuceo.

– ¿Alguien que conocemos?

El extraño tiene el pelo negro rizado y lleva una camisa vaquera. Niego con la cabeza. Nunca lo había visto.

Nora no puede evitarlo. Echa una mirada furtiva y se vuelve otra vez en el momento en que el extraño entrega un papelito a Simon.

– ¿Qué ha sido eso? -pregunta Nora-. ¿Se están dando el teléfono?

– No sabría decirlo. Están…

Justo entonces, Simon mira hacia mí. Directo a mí. Oh, mierda. Bajo la cabeza antes de que establezcamos contacto visual. ¿He sido lo bastante rápido? Nora y yo, con las frentes tocándose, parece que estemos buscando monedas caídas debajo de la barra. De repente, una voz masculina dice:

– ¿Necesitan algo?

El corazón me da un vuelco. Levanto la vista. Es el camarero, simplemente.

– No, no -tartamudeo-. Es que ha perdido un pendiente.

Cuando el camarero se aleja me vuelvo otra vez hacia Nora. Tiene una expresión casi de éxtasis en la cara.

– Has sido rápido, machote.-Qué estás…

Pero antes de que pueda terminar, pregunta:

– ¿Dónde se ha metido?

Levanto la cabeza y miro en su dirección. El problema es que allí no hay nadie.

– Creo que se ha ido.

– ¿Que se ha ido? -Nora levanta la cabeza. Los dos recorremos el bar con la vista.

– Allí -dice ella-. Junto a la puerta.

Me vuelvo hacia la puerta justo a tiempo de ver que Simon se marcha. Echo otra mirada por el bar. Mesa de billar. Pantalla de vídeo. En la pared de los servicios. El chico de la camisa vaquera también se ha ido. Nora responde como un relámpago. Me coge de la mano y empieza a tirar.

– Vamos.

– ¿Adonde?

– Tenemos que seguirlo.

– ¿Qué? ¿Estás chalada?

– Venga, será divertido -dice sin dejar de tirar.

– ¿Divertido? ¿Es divertido seguir a tu jefe? ¿Es divertido que te pille? Que te despidan es div…

– Será divertido, y tú lo sabes. ¿No te mueres de ganas de saber adonde va? ¿Y qué había escrito en ese papel?

– Yo apuesto a que le ha dado la dirección de un motel por aquí cerca, donde Simon y su chico vaquero pueden jugar todo lo que quieran a «cómprame un chupa-chups».

– ¿Cómprame un chupa-chups? -dice Nora, riendo.

– Estoy dando unas pocas cosas por supuestas, ya sabes a qué me refiero.

– Naturalmente que sé a qué te refieres.

– Bien. Entonces también sabrás que no se gana nada con cotilleos.

– ¿Eso es lo que crees? ¿Que me interesa el cotilleo? Piénsalo un momento, Michael. Edgar Simon es el gran asesor legal de la Casa Blanca. El abogado de mi padre. Así que si lo pillan con el palo fuera, ¿quién crees que va a pasar vergüenza en público? Aparte de Simon, ¿a quién más crees tú que le van a poner el ojo morado?

La quinta referencia me pega donde más duele. Sólo quedan dos meses para la reelección y Hartson ya lo tiene bastante difícil en estos momentos. Otro golpe malo generará más problemas.-¿Y si Simon no anduviera metido en nada sexual? -pregunto-. ¿Y si se hubieran citado aquí por otro motivo?

Nora me mira de arriba abajo. Su mirada de «déjame conducir» hace horas extras.

– Ésa es la mejor razón de todas para ir detrás -dice.

Muevo la cabeza. No me convencerá de que me meta en esto.

– Venga, Michael, ¿qué vas a hacer, seguir aquí sentado y pasarte el resto de tu vida jugando a «y si…»?

– ¿Sabes qué? Después de todas las otras cosas que pasaron esta noche, para mí estar aquí sentado es más que suficiente.

– ¿Y eso es todo lo que quieres? ¿Ése es tu gran objetivo en la vida? ¿Tener lo suficiente? -Da tiempo a que su lógica se asiente antes de entrar a matar-. Si no quieres seguirme, lo comprendo. Pero yo tengo que ir. Así que dame las llaves y me quitaré de tu camino.

No hay ninguna duda. Se marchará y yo me quedaré aquí.

Saco las llaves del bolsillo. Ella me tiende la mano abierta. Vuelvo a mover la cabeza y me digo que no lo lamentaré.

– ¿De verdad crees que voy a dejar que vayas sola?

Me dirige una amplia sonrisa y se precipita hacia la puerta. La sigo sin demora. En el momento en que salimos, veo el Volvo negro de Simon que dale de donde está aparcado, un poco más allá de la calle.

– Allá va -digo.

Echamos a correr por la acera como locos a buscar el Jeep.

– Tírame las llaves -dice ella.

– Ni hablar -le replico-. Esta vez conduzco yo.

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