CAPÍTULO 4

Pasamos corriendo por la puerta doble ya abierta y la zona de espera donde está la secretaria de Simon, y doblamos una esquina a la derecha hacia su despacho. Con la esperanza de colarnos sin llamar la atención, compruebo si… Maldición, ya están todos esperando. Apretados en torno a una mesa de juntas de nogal que más parece de un comedor antiguo, seis abogados están ya sentados con plumas y cuadernos preparados. En una de las cabeceras de la mesa, en su silla reclinable favorita, está Lawrence Lamb, el adjunto de Simon. En el otro extremo, un asiento vacío. Nadie lo ocupa. Es el de Simon. Como consejero, Simon asesora al Presidente en todas las cuestiones legales que surgen en la Casa Blanca. ¿Podemos exigir análisis de sangre para pillar a los que niegan la paternidad? ¿Es correcto limitar el derecho de las compañías tabaqueras de anunciar cigarrillos en las revistas juveniles? ¿El Presidente tiene que pagar su plaza en el avión presidencial si lo utiliza para ir a un acto de recogida de fondos electorales? Desde inspeccionar la nueva legislación hasta investigar los nuevos nombramientos judiciales, el consejero y los diecisiete miembros asociados que trabajan con él, incluidos Pam y yo, somos el bufete de la Presidencia. Por supuesto, la mayor parte de nuestro trabajo es por reacción: el Gabinete de la Presidencia decide en el Ala Oeste qué ideas debe acometer el Presidente, y entonces nos convocan a nosotros para poner los cómos y los síes. Pero como bien sabe cualquier abogado, hay mucho poder escondido en los cómos y en los síes. En el rincón de la sala revestida de madera oscura, recostado en el todopoderoso canapé, el consejero del vicepresidente habla en voz baja con el consejero de la Oficina de Administración, y el asesor legal del Consejo de Seguridad Nacional con el consejero legal adjunto de la Oficina de Gestión y Presupuesto. Peces gordos hablando con peces gordos. En la Casa Blanca hay cosas que nunca cambian. Pam y yo nos abrimos paso hacia el fondo de la sala y nos quedamos de pie con el resto del personal sin asiento y esperamos a que llegue Simon. Al cabo de unos minutos entra y ocupa su asiento en la cabecera de la mesa.

Mis ojos se clavan en el suelo tan rápido como pueden.

– ¿Qué pasa? -me pregunta Pam.

– Nada.

Sigo con la cabeza baja, pero lanzo una rápida ojeada furtiva a Simon. Lo único que quiero saber es si anoche nos vio. Doy por hecho que se le notará en la cara. Para mi sorpresa, no se le nota. Si oculta algo, no se sabe. Su pelo sal y pimienta está tan perfectamente peinado como lo estaba en el camino del parque de Rock Creek. No parece cansado y sus hombros están firmes. Y que yo pueda decir, ni siquiera me ha mirado.

– ¿Seguro que no pasa nada? -insiste Pam.

– Seguro -respondo. Levanto la cabeza lentamente. Entonces hace la cosa más increíble de todas. Me mira directamente y sonríe.

– ¿Todo bien, Michael? -me pregunta.

La sala entera se vuelve y espera mi respuesta.

– S-sí -tartamudeo-. Esperando para empezar.

– Bien, entonces vamos a ello.

Hace unos pocos anuncios generales mientras yo intento borrar mi asombro de mi rostro lo mejor que puedo. Si no lo hubiera mirado directamente a los ojos, no lo hubiera creído. Ni siquiera echó una segunda mirada a la herida de mi frente. Pasase lo que pasase anoche, Simon no sabe que yo estuve allí.

– Hay una última cosa que quiero comentarles y después pasaremos a un asunto nuevo -expone Simon-. En el Herald de esta mañana, un artículo hacía referencia a la fiesta de cumpleaños que hicimos para nuestro adjunto del Presidente favorito. -Todos los ojos se dirigen a Lawrence Lamb, que se niega a darse por enterado con un mínimo gesto de atención-. El artículo seguía hablando de que en la lista de invitados era notoria la ausencia del vicepresidente y que todo era un bullir de rumores de por qué no estaba. Así que, para el caso de que ya se hayan olvidado, además del Presidente y la Primera Familia, la única otra gente que había en aquella sala eran unos pocos miembros del Gabinete y aproximadamente catorce representantes de esta oficina.

Apoya las manos de plano sobre la mesa y deja que el silencio haga su efecto. No hay duda de que nos ha pillado. Puede que nunca vuelva a mirarlo del mismo modo, pero cuando se pone a ello, Edgar Simon es un abogado increíble. Como maestro de decir sin decir, va haciendo un rápido examen de cuantos estamos aquí.

– Quienquiera que fuese… esto debe terminar. Esas preguntas no las hacen para dar una buena imagen de nosotros, y estando tan cerca de la reelección, tendrían ustedes que ser un poco más espabilados. ¿Me explico con suficiente claridad?

Lentamente, un murmullo de asentimiento crece por la sala. A nadie le gusta que le atribuyan filtraciones. Miro a Simon, sabiendo que éste es un problema que le preocupa poco.

– Estupendo, entonces dejemos esto y continuemos. Es hora de algunos asuntos nuevos. Alrededor de la sala; empezamos por Zane.

Julian Zane levanta los ojos de su cuaderno con una amplia sonrisa. Es la tercera reunión consecutiva en la que lo llaman el primero. Lamentable. Como si ninguno de los demás contase.

– Sigo regateando con los de la Comisión de Cambio y Bolsa para la reforma -dice Julian, dándose una importancia que es como una bofetada en la cara de todos nosotros-. Hoy tengo que reunirme con el asesor del portavoz para fijar unas cuantas cuestiones… Le interesa tanto que se salta el receso. Después de eso, creo que ya podré presentar el informe de decisión.

Me encojo cuando Julian pronuncia las últimas sílabas. El informe de decisión es la recomendación política oficial de nuestra oficina sobre un tema. Y aunque nosotros hacemos la investigación y lo escribimos, el producto final suele ser presentado por Simon al Presidente. De tanto en cuanto, también nos dejan hacer la presentación. «Señor Presidente, esto es lo que opinamos de…» Es la zanahoria definitiva en la Casa Blanca… algo que llevo dos años esperando.

La semana pasada, Simon anunció que Julian haría la presentación. No son noticias nuevas. Aun así, Julian no puede evitar mencionarlo. Entrecerrando los ojos para comprobar su agenda, Simon muestra la misma silueta que le vi en el coche. Intento olvidarlo, pero no puedo. Todo lo que veo son aquellos cuarenta mil, diez mil de los cuales están ahora relacionados conmigo. Simon me lanza una mirada y un reflujo de bilis me sube del estómago. Si lo sabe, está jugando conmigo. Y si no… si no, no me importa. En cuanto salgamos de aquí pediré algunos favores.

Tras una rápida indicación de cabeza, pasamos a la persona que está a la derecha de Julian. Daniel L. Serota. Una sonrisa compartida engloba el resto de la sala. Aquí está Danny L.

Cada una de las personas empleadas en la Oficina del Consejero aporta sus cualidades personales al despacho. Algunos somos listos, otros tienen conexiones políticas, algunos saben tratar con la prensa, y otros trabajar bajo presión.

¿Danny L.? Es bueno para manejar documentos grandes.

Rasca el frente de sus gafas con las uñas, tratando de quitar una mota. Como siempre, su pelo oscuro está alborotado.

– Los israelíes estaban en lo cierto. He repasado hasta el último MemCon que tenemos archivado -explica, refiriéndose a las notas de las conversaciones que toman los ayudantes cuando el Presidente se reúne con algún jefe de Estado-. El Presidente y el primer ministro nunca dijeron nada, ni siquiera sobre cómo llegó allí el material. Y desde luego, nunca mencionaron interferencias de las Naciones Unidas.

– ¿Y repasó también todas las notas que había en Gestión de Archivos? -pregunta Simon.

– Sí. ¿Por qué?

– Había más de quince mil páginas allí.

Danny L. ni siquiera pestañea.

– ¿Y?

Simon mueve la cabeza mientras Pam se inclina para dar una palmadita a Danny L. en la espalda.

– Eres mi héroe -le dice-. Mi auténtico héroe.

Cuando se apagan las risas, continúo luchando contra el pánico. Simon lo está pasando demasiado bien. Esto no casa bien con lo que hacía en el bosque. Al principio quería pensar que era la víctima. Ahora no estoy tan seguro.

Mi mente va sopesando las posibilidades cuando le llega el turno a Pam. Como encargada de comprobar los currículums para los nombramientos judiciales, Pam conoce toda la porquería que pueden esconder los futuros jueces del país.

– Tenemos unos tres que pueden estar a punto para anunciarlos al final de la semana -explica-, incluyendo a Stone para el noveno turno.

– ¿Y qué hay de Gimbel? -pregunta Simon.-¿El del DC? Es uno de la terna. Estoy esperando el final de un papel…

– ¿Así que todo está en orden? ¿No hay problemas? -interrumpe Simon con escepticismo.

Algo va mal. Está llamando al orden a Pam.

– Que yo sepa, no hay problemas -dice Pam en tono de duda-. ¿Por qué?

– Porque en la reunión del Gabinete presidencial de esta mañana, alguien me dijo que flotan rumores de que Gimbel tuvo un hijo ilegítimo con una de sus antiguas secretarias. Al parecer, les ha estado pasando dinero durante años.

Las consecuencias se imponen rápidamente. La sala queda en absoluto silencio y todos los ojos se vuelven hacia Pam. Simon va a machacarla por esto.

– Tenemos una elección de aquí a dos meses -empieza a decir con un tono mesurado y sin nervios-, y un presidente que acaba de refrendar unas leyes importantes en favor de la investigación de la paternidad. ¿Y qué hacemos para que nos pidan un bis? Decirle al mundo que el actual candidato judicial de Hartson tiene un íntimo conocimiento de nuestra ley más reciente.

– Veo a Julian y a unos pocos más reírse al otro lado de la sala-.

No es para reírse -advierte Simon-. En todo el tiempo que llevo aquí, no recuerdo la última vez que vi un conflicto tan embarazoso entre los tres poderes del Estado.

– Lo siento -dice Pam-. Pero él nunca mencionó nada sobre…

– Por supuesto que no lo mencionó. Por eso a este trabajo lo llamamos comprobación de currículums -la voz de Simon permanece tranquila, pero está perdiendo la paciencia. Debe de haber habido barullo en el Gabinete con esto, y con la campaña de Bartlett acercándose poco a poco, todos los jefazos están al límite-. ¿No es ése su trabajo, señorita Cooper? ¿No se trata de…

– Tranquilo, Edgar -interrumpe una voz femenina. Me giro hacia la derecha y veo a Caroline Penzler agitando un dedo desde el canapé. Vestida con un blazer de lana barato a pesar del calor, Caroline es un peso pesado y la supervisora de Pam en los nombramientos. Es también una de las pocas personas de esta sala que no le tiene miedo a Simon-. Si Gimbel lo mantuvo en silencio y no hay pruebas por escrito, para nosotros es casi imposible saberlo.

Pam agradece en silencio con un gesto de aprecio la ayuda de su mentora. Pero Simon no se impresiona.

– No hizo las preguntas adecuadas -le espeta a Caroline-. Ésa es la única razón de que se le escabullese entre las piernas.

Caroline lanza una mirada furiosa a Simon. Hay mucha historia entre ellos dos. Cuando Hartson fue elegido por primera vez, los dos aspiraban a la cabeza del Consejo. Caroline era amiga de la Primera Dama. Maniobró con fuerza, pero ganó Simon. Y los chicos blancos mandaron.

– Tal vez no te des cuenta del proceso -dice Caroline-. Hay diferencia entre hacer preguntas duras y hacer todas las preguntas posibles.

– En año de elecciones, no hay diferencia. Todos saben cómo funciona la opinión: hasta el más pequeño detalle se magnifica. ¡Lo que quiere decir que cualquier cuestión es una cuestión importante!

– ¡Yo sé hacer mi trabajo! -explota Caroline.

– Eso está claramente en discusión -replica rugiendo Simon.

Pam vuelve al ataque negándose a permitir que Caroline cargue con el fallo.

– Señor, comprendo lo que usted dice, pero llevo días llamando a Gimbel. Y continúa diciendo que…

– No quiero saberlo. Si Gimbel no tiene tiempo, no tiene nominación. Además, es amigo del Presidente, y sólo por esa razón, debería aceptar las preguntas.

– Lo intenté, pero él…

– Es amigo del Presidente. Lo comprende.

Antes de que Pam pueda responder, alguien dice:

– Eso no es cierto. -Desde la otra punta de la mesa, el consejero adjunto Lawrence Lamb continúa-: No es amigo del Presidente.

Lawrence Lamb es un hombre alto, robusto, de ojos azules como cristal y un cuello largo que se inclina ligeramente hacia abajo de tantos años de agacharlo para hablar con la gente. Lamb conoce al presidente Hartson desde sus días en la escuela secundaria en Florida. Debido a eso, Lamb es uno de los amigos más próximos al Presidente y uno de sus consejeros de mayor confianza. Lo que significa que tiene lo que todos nosotros deseamos: la atención del Presidente. Y si tienes esa atención, tienes poder. Así que cuando Lamb nos dice que Gimbel no es amigo del Presidente, sabemos que se ha acabado la discusión.

– Creía que habían ido juntos a la facultad -insiste Simon, intentando no quedar mal.

– Eso no significa que sean amigos -dice Lamb-. Puedes creerme, Edgar.

Simon asiente en silencio. Se ha acabado.

– Le preguntaré lo de esos rumores sobre el niño -añade Pam, rompiendo finalmente el silencio de la sala-. Perdón por olvidarlo.

– Gracias -le responde Simon. Decidido a continuar, se vuelve hacia mí y me indica que ha llegado mi turno de hablar.

Bajo el cuaderno, doy un paso adelante y me digo que nada ha cambiado. Por muchas cosas que viera la noche anterior, éste sigue siendo mi momento.

– He estado trabajando en la cuestión de las grabaciones para Justicia. Cuando van derechos al asunto, lo que quieren es algo que llaman jurisdicción móvil para grabaciones. Actualmente, si Justicia o el FBI quieren grabar a alguien, no pueden decir simplemente «Jimmy Machismo, alias el Puño, es un hampón, así que nos dais las cintas y lo arreglamos». En cambio, tienen que detallar los lugares exactos en los que tiene lugar la actividad sospechosa. Si cambian la norma y consiguen jurisdicción móvil, pueden ser mucho menos concretos en las peticiones y poner las grabadoras donde quieran.

Simon se pasa los dedos por la barba, sopesando detenidamente la cuestión.

– Eso tiene un gran potencial de mano-dura-contra-el-delito.

– Sin la menor duda -respondo-. Pero arroja las libertades civiles a la basura.

– ¡Oh, vamos! -interrumpe Julian-. Olvídate del paño de lágrimas. Eso no traerá problemas. Lo apoya Justicia, lo apoya el FBI y lo odian los delincuentes; es un asunto a prueba de bomba.

– No hay nada a prueba de bomba -le replico-. Y cuando el York Times te lo plante en primera página y diga que ahora Hartson tiene derecho a meter las narices en tu casa, sin ninguna sospecha razonable, todos, desde la prensa progresista a los ultraconservadores, se rasgarán las vestiduras. Justo lo que Bartett necesita. No es un buen tema para un año de elecciones, y lo más importante, no está bien.

– ¿No está bien? -se mofa Julian.

Menudo asno pomposo de la política.

– Ésa es mi opinión. ¿Algún problema?

– A sus rincones -interviene Simon, haciendo gesto de separarnos-. Hablaremos después de eso, Michael. ¿Algo más?

– Una cosa. El martes recibí la nota de Gestión y Presupuestos sobre la nueva revisión de Medicaid. Al parecer, en uno de sus programas de protección a largo plazo, Sanidad y Servicios Sociales quiere negar las prestaciones a quienes tengan antecedentes penales.

– Otro plan de mano-dura-contra-el-delito para la reelección. Es asombroso lo creativos que nos ponemos cuando están en juego nuestros puestos de trabajo.

Busco su mirada, preguntándome qué querrá decir con eso. Añado con precaución:

– El problema es que yo creo que entra en conflicto con el programa presidencial de ayuda al trabajo y su instancia de rehabilitación en la legislación penal. Los de Sanidad pueden pensar que es un modo estupendo de ahorrar dinero, pero no se pueden hacer las dos cosas.

Simon se toma un segundo para pensarlo. Cuanto más largo sea el silencio, más de acuerdo está.

– Escríbelo -dice finalmente-. Me parece que puedes tener algo de…

– Aquí está -lo interrumpo mientras saco un informe de dos páginas de la cartera-. Están a punto de sacarlo, así que le di prioridad.

– Gracias -dice cuando le paso el informe. Agradezco con la cabeza y Simon se dirige de nuevo al grupo sin darle más importancia. Está acostumbrado a los excesos de celo.

Cuando completamos la ronda, Simon pasa a los nuevos temas. Mirándolo, estoy verdaderamente asombrado de que en todo momento se lo ve y se lo oye más tranquilo incluso que cuando empezó.

– No hay mucho que decir -comienza con su tono siempre firme-. Quieren que le echemos otro vistazo a esa cosa del censo…

Levanto la mano el primero.

– Es todo tuyo, Michael. Quieren repasar las diferencias surgidas entre contar narices de una en una y hacer un análisis estadístico.

– Por cierto, había un editorial en el…

– Lo vi -me interrumpe-. Por eso nos solicitan datos. Nada muy elaborado, pero quiero poder darles una respuesta mañana.

– Simon lanza una última mirada en torno a la sala-. ¿Alguna pregunta? -Ninguna mano se levanta-. Bien. Si me necesitan, estoy a su disposición. -Se levanta de su asiento y despide la reunión.

Inmediatamente, la mitad de los presentes, incluidos Pam y yo, se dirige a la puerta. La otra mitad se queda y forma una fila para hablar con Simon. Para ellos no es más que el acto final de la comedia del ego: sus proyectos son de tan alto secreto que es absolutamente imposible hablar de ellos ante el resto de nosotros.

Cuando voy hacia la puerta, veo a Julian saltándose un puesto en la cola.

– ¿Qué pasa? -le pregunto-. ¿No te gusta andar con el resto de la clase?

– Es asombroso, Garrick, siempre sabes exactamente lo que está en marcha. Por eso siempre te da los temas sexy, los buenos como el censo. Oooh, muchacho, oro puro. Allá voy, señores actuarios.

– ¿Sabes? -le digo, mientras finjo que su chiste me ha hecho gracia-, siempre he tenido una teoría sobre ti, Julian. En cuarto grado, cuando te sacaban a la pizarra, siempre intentabas hablar de ti mismo, ¿no es así?

– ¿Eso te parece gracioso, Garrick?

– La verdad, creo que es muy gracioso.

– Yo, también -dice Pam-. No de histeria, pero gracioso.

Comprendiendo que nunca podrá sobrevivir a un enfrentamiento contra ambos, Julian se pone grosero:

– Podéis iros los dos a la mierda.

– Aguda respuesta.

– Bien elaborada.

Se vuelve, airado, y regresa a la cola. Pam y yo vamos hacia la puerta. Al salir echo una mirada hacia atrás y pillo a Simon volviéndose rápidamente. ¿Estaba mirándonos? No, no hagas interpretaciones. Si lo supiera, yo lo sabría. Necesariamente.

Evitamos la cola del ascensor, cogemos la escalera y nos vamos de vuelta al EAOE. En cuanto estamos solos veo que Pam cambia de humor. Camina mirando al suelo sin decir una palabra.

– No te machaques con ese tema -le digo-. Gimbel no te informó y tú no podías saberlo.-No me importa qué me dijera; mi trabajo es saberlo. Si no, no tengo nada que hacer aquí. Quiero decir, según están las cosas, apenas puedo figurarme qué más puedo hacer.

Ya estamos -el Yin de su propio Yang-, dureza contra sí misma. Al contrario de Nora, cuando Pam se enfrenta a las críticas su primera reacción es atacarse a sí misma. Es el clásico mecanismo de defensa de las personas con éxito… y el modo más sencillo de disminuir sus propias expectativas.

– Venga, Pam, sabes que tu sitio está aquí.

– Según Simon, no.

– Pero si incluso Caroline dijo…

– Olvídate de la lógica. Nunca funciona. Y quiero enfadarme conmigo misma un rato. Si quieres alegrarme el ánimo, cambia de tema.

Ya estamos otra vez, sinceridad guerrillera.

– Muy bien, qué te parece un poco de cotilleo de oficina: ¿quién crees tú que filtró lo de la fiesta de cumpleaños?

– Nadie -dice cuando entramos de nuevo en los pasillos estériles del EAOE-. Sólo lo decía para marcarse un tanto.

– Pero el Herald…

– Abre los ojos, muchacho. Era una fiesta para Lawrence Lamb, el Primer Amigo. En cuanto corrió la voz, el edificio entero vino corriendo. Nadie se pierde una función social con el Presidente. O con Nora.

Me paro justo delante de la sala 170. Nuestra oficina.

– ¿Piensas que yo fui por eso?

– ¿Me vas a dar otra razón?

– Tal vez.

– Ni siquiera sabes mentir, ¿verdad? -se ríe Pam-. Hasta eso es demasiado.

– ¿De qué hablas?

– Estoy hablando de tu disposición inquebrantable a ser siempre un boy scout.

– ¡Oh, y tú eres la hiper cool!

– Chica de la gran ciudad -dice, sacudiéndose orgullosamente alguna mota invisible del hombro.

– Pam, tú eres de Ohio.

– Pero he vivido en…

– No me cuentes otra vez lo de Nueva York. Estabas en la facultad, te pasabas la mitad del tiempo en tu habitación y el resto en la biblioteca. Además, tres años no dan para fabricar un hiper cool.-Pero sí para estar segura de no ser un boy scout.

– ¿Quieres dejar eso ya? -Antes de que pueda terminar, suena mi busca. Miro la pantallita digital pero no reconozco el número de teléfono. Me lo saco del cinturón y leo el mensaje: «Llama. Nora.»

Mis ojos no muestran reacción. Mi voz es supersuave.

– Tengo que contestar -le digo a Pam.

– ¿Qué quiere?

Me niego a responder. Ella vuelve a reírse.

– ¿También vendes galletitas o eso es sólo cosa de las girl scouts?

– Que te follen, paleta.

– Tú, ni el mejor día de tu vida -responde, mientras me dirijo a la puerta.

Abro la pesada hoja de roble de nuestra oficina y penetro en la antesala que conduce a otros tres despachos. Tres puertas: una a la derecha, una en el medio, otra a la izquierda. Le he puesto el nombre de Sala del Tigre o la Dama, pero nadie pilla nunca la referencia. La antesala es apenas lo bastante grande para albergar un escritorio pequeño, la fotocopiadora y la máquina de café que hemos metido, pero sigue siendo un buen sitio para un último momento de descompresión.

– De acuerdo, muy bien -dice Pam, yendo hacia la puerta de la derecha-. Si con eso te sientes mejor, puedes reservarme dos cajas de las finitas de menta.

He de admitir que esta última es divertida, pero no pienso darle la satisfacción de ninguna de las maneras. Sin volverme, irrumpo en el despacho de la izquierda. Al cerrar la puerta con fuerza tras de mí oigo exclamar a Pam:

– Dale recuerdos.

Para el nivel del EAOE, mi despacho es bueno. No es enorme, pero tiene dos ventanas. Y una de los cientos de chimeneas del edificio. Las chimeneas no funcionan, por supuesto, pero eso no quiere decir que tener una no sea una muesca en la culata. Aparte de eso, es típicamente Casa Blanca: mesa de despacho antigua que tienes la esperanza de que haya pertenecido a alguien famoso, lámpara de mesa comprada durante la administración Bush, silla comprada durante la administración Clinton, y un sofá de plástico que parece que lo hubieran comprado durante la administración Truman. El resto del despacho lo hace mío: archivadores ignífugos y caja fuerte industrial, por cortesía de la Oficina de Consejeros; sobre la chimenea, un retrato hecho por un dibujante de juzgados donde estoy sentado ante el tribunal de prácticas finales, cortesía de la Facultad de Derecho de Michigan; y en la pared sobre mi mesa, el estándar Casa Blanca, cortesía de mi ego: una fotografía dedicada en la que estoy con el presidente Hartson después de uno de sus discursos por radio, y donde me agradece mis servicios.

Arrojo la cartera sobre el sofá y me voy a la mesa. Una pantalla digital conectada al teléfono dice que tengo veintidós llamadas nuevas. Voy repasando la lista y voy viendo los nombres y números de teléfono de todos los que llamaron. Nada que no pueda esperar. Ansioso por volver a Nora, echo un vistazo a la tostadora, un pequeño aparato electrónico que tiene una extraña semejanza con su nombre y que dejó aquí mi antecesor en el despacho. Una pequeña pantalla muestra lo siguiente con letras verdes digitales:


Potus: Despacho Oval

Flotus: EAOE

Vpotus: Ala Oeste

Nora: Residencia Segunda Planta

Christopher: Academia Milton


Aquí están: los cinco grandes. El Presidente, el vicepresidente y la Primera Familia. Los principales. Como el Gran Hermano, compruebo por instinto todas las ubicaciones. La tostadora está ahí para casos de emergencia, y el Servicio Secreto la actualiza a cada movimiento de los principales. Jamás he oído que nadie la haya usado, pero eso no significa que no sea el juguete favorito de todos. La cuestión es que no me intereso por el Presidente de los Estados Unidos ni por la Primera Dama ni por el Vicepresidente. Lo que realmente miro es Nora. Cojo el teléfono y marco su número. Contesta al primer timbrazo.

– ¿Has dormido bien esta noche?

Está claro que tiene el mismo identificador de llamadas que nosotros.

– Bastante bien. ¿Por qué?

– Por ninguna razón… sólo quería comprobar que estabas bien. Te pido perdón otra vez por haberte puesto en aquella situación.

Aunque sea triste admitirlo, me encanta notar la preocupación en su voz.-Te agradezco que lo digas. -Me vuelvo hacia la tostadora y añado-: Por cierto, ¿dónde te estoy llamando?

– Dímelo tú, tú eres el que está mirando la tostadora.

– No, no la miro -digo, sonriendo para mis adentros.

– Ya te lo dije anoche, no sabes mentir, Michael.

– ¿Por eso tenías tanto interés en limpiarme la boca?

– Si de lo que hablas es de que te metiera la lengua en la garganta, sólo era para que tuvieras algo excitante en lo que pensar.

– ¿Ésa es tu idea de lo excitante?

– No, excitación sería si ese aparatito que estás mirando te enseñase exactamente lo que estoy haciendo con las manos.

Esta mujer es una bruta.

– ¿Así que este chisme funciona?

– No lo sé. Sólo se lo dan a los funcionarios.

– ¿Conque ésas tenemos, eh? ¿Ahora no soy más que un funcionario?

– Ya sabes lo que quiero decir. Normalmente… funciona como… Yo nunca he tenido oportunidad de verlo -tartamudea.

No puedo creerlo: ¡está realmente incómoda!

– Está bien -le digo-. Es una broma.

– No, ya sé que… sólo… no quiero que pienses que soy una esnob caprichosa.

Hago una pausa, perdido en la curiosidad casi científica por saber qué encuentra ella importante.

– Quítatelo de la cabeza -acabo diciendo-. Si pensara que eres una esnob, no habría salido contigo, en primer lugar.

– Eso no es verdad -me provoca.

Tiene razón. Pero su tono juguetón me dice que le ha gustado el intento. Como es Nora, su recuperación es inmediata-. ¿Dónde dice que estoy, pues? -añade, devolviendo mi atención a la tostadora.

– Residencia segunda planta.

– ¿Y qué te dice eso?

– No tengo ni idea… nunca he estado ahí.

– ¿Nunca has estado aquí? Pues tendrías que venir.

– Entonces tendrías que invitarme -me siento satisfecho de ésta. La invitación tiene que estar a la vuelta de la esquina.

– Ya veremos -dice.

– Oh, ¿todavía no he pasado el examen? ¿Qué tengo que hacer? ¿Fingir interés? ¿Mostrar un interés permanente? ¿Ir a alguna cena en grupo para que me examinen tus amigas?

– ¿Eh?- No te hagas la tímida, ya sé cómo sois las mujeres, hoy en día todo son decisiones en equipo.

– Las mías, no.

– ¿Y esperas que me crea eso? -le pregunto con una carcajada-. Venga, Nora, tú tienes amigas, ¿o no?

Por primera vez, no responde. No hay más que aire quieto. Mi sonrisa cae hasta ser una línea plana.

– Yo no… no quería decir…

– Naturalmente que tengo amigas -tartamudea finalmente-. Por cierto, ¿has visto ya a Simon?

Estoy tentado de volver a lo de antes, pero esto es más importante.

– En la reunión de esta mañana. Entré y el mundo entero empezó a moverse en cámara lenta. La cuestión es que, observando su reacción, no creo que nos viera. Lo hubiera notado en sus ojos.

– ¿De repente eres el arbitro de la verdad?

– Recuerda mis palabras, no se enteró de que estábamos allí.

– ¿Y has decidido lo que vamos a hacer?

– ¿Qué hay que decidir? Tengo que informar.

– Pero ve con cuidado en lo de… -dice después de pensar un momento.

– No te preocupes, no voy a decirle a nadie que tú estabas allí.

– Eso no es lo que me preocupa -me replica, molesta-. Iba a decir que tuvieras cuidado a quién se lo dices. Teniendo en cuenta el tiempo y la persona involucrada, este asunto irá a Hindenburg.

– ¿Crees que debería esperar hasta después de las elecciones?

Al otro lado de la línea se produce una larga pausa. Sigue siendo su padre. Finalmente dice:

– A eso no puedo responderte. Estoy demasiado cerca -lo noto en su voz. La ventaja es sólo de doce puntos, y ella sabe qué podría pasar-. ¿Hay alguna manera de mantenerlo al margen de la prensa? -me pregunta.

– No pienso darle esto a la prensa de ninguna de las maneras, créeme. Nos comerían vivos para almorzar.

– ¿Entonces a quién acudirás?

– No estoy seguro, pero creo que debería ser alguien de aquí.

– Si quieres, puedes decírselo a papá. Ya estamos otra vez. Papá. Cada vez que lo dice suena mucho más ridículo.

– Excesivo -digo-. Antes de que llegue a él, me gustaría que alguien investigara un poco más.

– ¿Sólo para que estemos seguros de que tenemos razón?

– Eso es lo que me preocupa. En cuanto esto se sepa, destrozaremos la carrera de Simon. Y no es cosa que me tome a la ligera. Aquí dentro, en cuanto te señalan con el dedo, estás listo.

Nora lleva demasiado tiempo del lado del receptor. Sabe que tengo razón.

– ¿Estás pensando en alguien? -me pregunta.

– En Caroline Penzler. Ella está al cargo de las cuestiones éticas en la Casa Blanca.

– ¿Y es de fiar?

Cojo un lápiz que está al lado y doy golpecitos con la goma contra la mesa.

– No estoy seguro… Pero sé exactamente a quién preguntárselo.

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