CAPÍTULO 12

A la mañana siguiente miro mis periódicos, los llevo a la mesa de la cocina y rastreo mi nombre en las cuatro primeras páginas. Nada. Nada sobre mí, nada sobre Caroline. Incluso las fotos de portada, que pensaba que serían de Hartson en el funeral, están dedicadas al fracaso de ayer de los Orioles. Terminado el funeral, ya no es noticia. Un simple ataque al corazón.

Voy hojeando descuidadamente el New York Times esperando que suene el teléfono. Suena treinta segundos después.

– ¿Tienes la cosa? -pregunto en cuanto descuelgo.

– ¿Lo has visto? -pregunta Trey.

– ¿Ver qué?

Hace una pausa.

– A 14 del Post.

Conozco ese tono. Aparto el Times de la mesa y busco nervioso el Post. Las manos casi no pueden pasar las páginas. 12, 13… aquí. «Abogada de la Casa Blanca en tratamiento por depresión.» Recorro el breve artículo que habla del episodio de depresión de Caroline y cómo parecía superarlo con éxito.

La historia se cuenta sin mencionarme a mí ni una sola vez, pero cualquier adicto a la política sabe lo que sigue. Puede que perdida por las páginas interiores, pero la historia de Caroline sigue viva.

– Por si esto te hace sentirte mejor, no eres el único con malas noticias -dice Trey tratando claramente de cambiar de tema-. ¿Has visto lo de Nora en el Herald? -Antes de que pueda contestarle, me explica-: Según la columnista de cotilleo, uno de los ayudantes principales de Bartlett la llamó, fíjate, «la primera pasota», porque todavía no se ha aclarado después de la escuela. Son unos vampiros chupasangres, violadores de reputaciones.

Me paso al Herald y localizo el artículo.

– No es un movimiento inteligente -le digo mientras lo leo en voz baja-. A la gente no le gusta que se ataque a la Primera Hija.

– No sé -dice Trey-. Los chicos de Bartlett llevan tiempo sondeando el tema. Si deciden sacarlo, apuesto a que es porque la gente está caliente.

– Si fuera así, lo habría dicho el propio Bartlett.

– Espera unos cuantos días… esto no es más que un globo sonda. Me parece estar oyendo a los redactores de discursos escribiendo: «Si Hartson no sabe cuidar de su propia familia, ¿cómo va a ocuparse del país…?»

– Eso es un riesgo muy grande, Dukakis. El rebote de…

– ¿Has visto las cifras? No hay ningún rebote a la vista. Pensábamos que daríamos un salto con el funeral… la ventaja de Hartson ha bajado a diez. Creo que a las mamis de Opinión Pública les encanta esa idea de luchar por las familias.

– No importa. Pondrán la raya ahí. Nunca saldrá de labios de Bartlett.

– ¿Apuestas algo? -pregunta Trey.

– ¿Tan seguro estás?

– Más incluso que cuando lo de la imagen de Hartson con gafas de sol y gorra de béisbol a bordo del portaaviones. Aunque no fuera más que un pequeño Top Gun, te dije que la usaríamos para el anuncio.

– Oh, oh, mucho rollo. -Miro el artículo pensando que se ha acabado una vez más. No habrá modo de hacerle decir eso a Bartlett-. ¿Cinco centavos?

– Cinco centavos.

La mayor parte de estos dos años ha sido el juego más divertido. Aquí a todo el mundo le encanta ganar. Yo incluido.

– Y nada de números -añado-. Nada de echarse atrás a la hora de acusar a Bartlett de ir a por una hija virgen e inocente.

– Oh, nosotros iremos a por él -promete Trey-. Tendré preparada la declaración de la señora Hartson para que salga a las nueve. -Hace una pausa-. Aunque no servirá de nada.

– Ya veremos.

– Seguro que lo veremos -me replica-. Y ahora, ¿estás preparado para leer?

Acerco el Herald, puesto que siempre pasamos primero el Post. Pero cuando miro el periódico, el artículo sobre Caroline sigue mirándome a la cara. Puedo taparlo todo lo que quiera, que no desaparece.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

– ¿Qué pasa? ¿Retiras la apuesta?

– No, sólo es… este artículo sobre Caroline…

– Oh, venga, Michael, creí que no ibas a…

– Dime la verdad, Trey, ¿crees que esto traerá cola?

No me responde.

Me hundo en mi asiento. Por alguna razón, el Post sigue interesado. Y por lo que yo entiendo, están empezando a enfocar el microscopio.


– Busco a un tal agente Rayford -digo leyendo el nombre en el acuse de recibo a primera hora de la mañana siguiente.

– Yo soy Rayford -contesta, molesto-. ¿Quién es?

Mientras dice esas palabras, me cambio el teléfono de oreja e imagino su nariz ganchuda y sus antebrazos sin vello.

– Hola, agente, soy Michael Garrick… usted me paró la semana pasada por exceso de velocidad…

– Y tal vez por traficar con drogas -añade-. Ya sé quién es usted.

– En realidad -cierro los ojos y pretendo no estar intimidado-, de eso quería hablarle. Me pregunto si habrá tenido usted oportunidad de comprobar el dinero, para que podamos terminar con esto…

– ¿Sabe usted cuánto dinero fotocopiaron antes de la última redada contra la droga? Casi cien mil pavos. A cuatro billetes por página, me llevará varios días comprobar que los números de serie de sus billetes no coinciden con los de los nuestros.

– No pretendía molestarle, pero es que…

– Escuche, cuando hayamos terminado, lo llamaremos. Hasta entonces, déjelo estar. Y mientras tanto, salude al Presidente de mi parte.

– ¿Cómo sabe dónde trabajo?

Se oye un clic al otro lado de la línea y luego todo queda en silencio.

– ¿Eso es todo lo que dijo? -pregunta Pam, sentada delante de mi ordenador.

Miro la mesa mientras jugueteo con el tirador del cajón del medio que se balancea. Lo pongo para arriba, pero sigue cayéndose.

– Tal vez tendrías que contarle al FBI lo del dinero -añade, estudiando mi reacción-. Sólo por estar a salvo.

– No puedo -insisto.

– Por supuesto que puedes.

– Piénsalo un momento, Pam: no es sólo decírselo al FBI… y no sería sólo a ellos, en primer lugar. Además, ya sabes lo que opinan de Hartson. De Hoover a Freeh, tienen odio a cualquier jefe del ejecutivo… la eterna lucha por el poder. Y si Nora anda involucrada… se lo pasarían a la prensa en un abrir y cerrar de ojos. Es lo mismo que hicieron con el expediente médico del Presidente.

– Pero por lo menos tú estarías…

– Yo estaría muerto, eso es lo que estaría. Si empiezo a jugar con el FBI, Simon pondría a todo el mundo detrás de mí. Y en un juego de él dijo/yo dije, pierdo yo. Cuando busquen pruebas, lo único que verán son los billetes de numeración consecutiva. Los primeros treinta mil en la caja fuerte de Caroline y los últimos diez en mi poder. Hasta yo mismo empiezo a pensar que el dinero es mío.

– ¿Así que vas a quedarte ahí sentado, bien calladito, y vas a ser el chico de Simon?

Cojo un papel de la bandeja y lo agito delante de su cara.

– ¿Sabes lo que es esto?

– Un árbol asesinado por la cruel máquina caníbal de muerte que llamamos sociedad moderna.

– Muy bien, Thoreau, en realidad es una solicitud oficial a la Oficina de Ética Gubernamental. Les pedí copias de las declaraciones de bienes de Simon, que hay que presentar todos los años.

– De acuerdo, ya dominas los archivos públicos. Y eso lo único que te da es la lista de sus acciones y algunas cuentas corrientes.

– Claro, pero cuando tenga su expediente, tendremos un sitio completamente nuevo donde buscar. No se sacan cuarenta mil dólares de la nada. O bien liquidó alguna inversión importante, o tiene un asiento deudor en alguna cuenta. Si encuentro ese asiento tendré el camino perfecto para demostrar que el dinero es suyo.

– Déjame que te explique un camino todavía más fácil: haz que Nora corrobore que…

– Ya te he dicho que eso no lo voy a hacer. Ya lo hemos discutido: en el momento en que ella aparezca, salimos en primera página. Mi carrera está muerta; la elección, acabada.

– Eso no es…

– ¿Quieres ser tú Linda Tripp? -le desafío.

No me contesta.

– Eso pensaba. Además, lo que Nora vio sólo cubre la primera noche. En cuanto llegamos a la muerte de Caroline, incluso aunque fuera un infarto, sigo estando solo.

Pam mueve la cabeza a los lados y el teléfono empieza a sonar. Negándome a meterme en lo otro, me decido por el teléfono.

– Aquí Michael.

– Hola, Michael, soy Ellen Sherman. ¿Te cojo en mal momento? ¿Estás hablando con el Presidente o algo así?

– No, señora Sherman, no estoy hablando con el Presidente.

La señora Sherman es la profesora de Sociales de sexto grado de mi pueblo, Arcana, Michigan. También se ocupa del viaje de estudios anual a Washington, y cuando supo lo de mi trabajo añadió una nueva parada en el itinerario: visita privada al Ala Oeste.

– Estoy segura de que sabes por qué te llamo -dice con celo de escuela elemental y voz aguda-. Sólo quería asegurarme de que no te has olvidado de nosotros.

– Yo nunca me olvido de usted, señora Sherman.

– ¿Entonces estamos todos apuntados para fin de mes? ¿Has dado todos los nombres a los de seguridad?

– Ayer lo hice -le miento mientras busco por mi mesa la lista de nombres.

– ¿Y qué pasa con Janie Lewis? ¿Están de acuerdo? Su familia son mormones, ya sabes. De Utah.

– La Casa Blanca está abierta para todas las religiones, señora Sherman. Utah incluido. Si no quiere usted nada más, es que realmente tengo mucha prisa.

– Mientras hayas pasado los nombres…

– Todo está en orden -digo mirando cómo Pam continúa hirviendo-. Y ahora, que pase usted un buen día, señora Sherman. Yo la veré en…

– No intentes librarte de mí por teléfono, jovencito. Puede que seas grande y famoso, pero para mí seguirás siendo Mickey G.

– Sí, señora Sherman. Perdone. -El Medio Oeste no cambia.

– ¿Qué tal está tu padre? ¿Alguna noticia suya?

Me quedo mirando la solicitud de las declaraciones de bienes de Simon.

– Lo normal. No hay mucho que contar.

– Bueno, dale recuerdos de mi parte cuando lo veas -me dice-. Ah, otra cosa más, Michael…

– ¿Sí?

– Aquí estamos muy orgullosos de ti.

Es fácil, pero ese cumplido sigue haciéndome sonreír.

– Gracias, señora Sherman. -Cuelgo el teléfono y me vuelvo hacia la pantalla del ordenador.

– ¿Quién era? -pregunta Pam.

– El pasado -le explico mientras encuentro la lista de la señora Sherman. La primera vez en mi vida que salí de Michigan fue en viaje de estudios. Sólo el viaje en avión ya hizo del mundo un sitio más grande para mí.

– ¿Y no puedes dejarlo para más tar…?

– No -insisto-. Voy a hacerlo ahora.

Hago doble clic en la carpeta SETV, abro un formulario en blanco para solicitar un Sistema para Entradas de Trabajadores y Visitantes. Para que a un visitante se le permita la entrada tanto en el EAOE como en la Casa Blanca, primero tiene que ser autorizado por el sistema. Voy escribiendo uno a uno los nombres, fechas de nacimiento y números de la seguridad social de la señora Sherman y sus alumnos de sexto grado. Cuando termino, añado la fecha, la hora y el lugar de reunión, y hago clic en el botón de Enviar. En mi pantalla aparece una ventana rectangular: «Su solicitud de visita al SETV ha sido remitida al Servicio Secreto de los Estados Unidos para ser procesada.»

– ¿Listo para reanudar la conversación? -pregunta Pam.

Miro el reloj y me doy cuenta de que se me hace tarde. Me levanto de un salto y le replico:

– Cuando vuelva.

– ¿Adonde vas?

– Adenauer quiere verme. -¿Ese tío del FBI? ¿Qué quiere?

– No lo sé -le digo, ya camino de la puerta-. Pero si el FBI descubre lo que está pasando y esto sale a la luz pública, Edgar Simon será la menor de mis preocupaciones.


Entro en el Ala Oeste con el pensamiento ocupado por el viaje escolar de la señora Sherman. Es un regateo mental que confío que me preservará del pánico de pensar en Adenauer y en si es o no un ataque al corazón. El problema estriba en que cuanto más pienso en los escolares, más me angustia no poder estar aquí para dirigir la visita. Me acerco al puesto de guardia del primer control de seguridad, ansioso por encontrar una cara amiga.

– Hola, Phil.

Levanta la vista y me hace un gesto con la cabeza. Nada que decir.

Lo miro al pasar pero sigue sin decirme ni palabra. Es como el guardia a la entrada del aparcamiento. Cuanto más metido está el FBI, más miradas raras cosecho. Trato de no pensar en eso, paso junto a Phil, giro a la derecha bruscamente y me dirijo al pequeño tramo de escaleras. Otro giro brusco a la derecha y me encuentro ante la Sala de Situación, donde controlan la situación del mundo.

La Sala de Situación es la guarida habitual de los jefazos del Consejo Nacional de Seguridad, el lugar más protegido de todo el complejo de la Casa Blanca. Los rumores sostienen que cuando pasas por la puerta, te baña una fina banda de luz de un láser invisible que escanea tu cuerpo por si llevas armamento químico. Al pasar dentro, no me creo ni una palabra. Somos buenos, pero no tanto.

– Busco a Randall Adenauer -explico a la primera recepcionista que veo.

– ¿Y su nombre es…? -pregunta, mirando su registro de citas.

– Michael Garrick.

Levanta la vista, sorprendida.

– ¡Oh! Señor Garrick… venga por aquí.

El estómago se me viene abajo. Aprieto las mandíbulas para moderar la respiración y sigo a la recepcionista hacia lo que supongo que será uno de los pequeños despachos periféricos. Pero en vez de eso, nos detenemos ante la puerta cerrada de la sala principal de reuniones. Otra mala señal. En vez de citarme en las oficinas del FBI en la quinta planta del EAOE, me ha llevado a la sala con más seguridad del complejo. Aquí es donde el equipo de Kennedy sopesó la crisis de los misiles cubanos, y donde los de Reagan pelearon con sus malas artes para ver quién dirigiría el país cuando el atentado contra el Presidente. Si Adenauer se instala aquí, es que tiene algo serio que ocultar.

El clic de un cerrojo magnético me permite el acceso a la sala. Abro la puerta y entro. A la vista, es una sala de reuniones normal: una larga mesa de caoba, sillones de cuero, unos pocos vasos de agua. Desde un punto de vista tecnológico, es mucho más. Se rumorea que las paredes de esta sala tienen de todo, desde satélites espía infrarrojos a sistemas de vigilancia electromagnética que miden las radiaciones del teléfono, red, series o cables eléctricos. Pase lo que pase, no habrá ningún testigo.

Cuando la puerta se cierra detrás de mí, noto que un ligero zumbido flota por la habitación. Es como si estuviera sentado junto a una fotocopiadora, pero en realidad se trata de un generador de ruido blanco. Si llevase una cinta grabadora o un micrófono, ese ruido los ahogaría. No quiere correr ningún riesgo.

– Gracias por venir -dice Adenauer.

Tiene un aspecto distinto de la última vez que lo vi. Su pelo arenoso, la mandíbula ligeramente descentrada, ambas cosas parecen más suaves sin el cuerpo de Caroline como fondo. Igual que esa vez, lleva el botón de arriba de la camisa desabrochado. La corbata, ligeramente suelta. Nada que intimide. Tiene delante de él una carpeta roja, pero está sentado al otro lado de la mesa con la palma de la mano derecha completamente abierta. Una evidente oferta de ayuda.

– ¿Hay algo que le moleste, Michael?

– Estaba preguntándome por qué me recibe aquí. Podía haberme hecho subir a su despacho.

– Hay alguien allí ahora, y si lo hubiera hecho bajar a la oficina grande, lo hubiera visto hasta el último periodista de los que hacen guardia en el edificio. Por lo menos aquí lo tengo a usted a salvo.

Buen punto.

– No estoy aquí para acusarlo, Michael. Yo no creo en los chivos expiatorios -me explica con su dulce acento de Virginia.

Al contrario que la otra vez, no intenta tocarme en el hombro, lo que es una de las razones por las que considero que es serio de verdad. Al hablar, tiene un difuso tono profesional en la voz. Hace juego con su traje de tweed y me recuerda a un viejo profesor de inglés de instituto. No, no exactamente un profesor. Un amigo.

– ¿Por qué no se sienta? -pregunta Adenauer. Señala la silla en la esquina de la mesa y sigo su invitación-. No se preocupe -me dice-. Será rápido.

No hay duda de que se lo toma con tranquilidad. Una vez que estoy sentado, abre la carpeta roja. Manos a la obra.

– Bien, Michael, ¿sigue manteniendo que usted lo único que hizo fue encontrar el cuerpo?

Mi cabeza se levanta de golpe antes incluso de que termine la pregunta.

– ¿Qué está usted…?

– No es más que una formalidad -me promete-. No tiene que ponerse nervioso.

Sonrío forzadamente y acepto su palabra. Pero en sus ojos… ese modo en que se entrecierran… lo veo un poco demasiado divertido.

– Yo solamente la encontré -insisto.

– Fantástico -replica sin cambiar de expresión. El zumbido del ruido blanco a mi alrededor se está haciendo irritante-. Ahora, cuénteme lo que sabe de Patrick Vaughn -dice, fiándose nuevamente de los viejos trucos de interrogatorio. Más que preguntar si yo conozco a Vaughn, va directo a la cuestión. Pero yo estoy en guardia. P. Vaughn. Nombre de pila: Patrick. El individuo que pasó la nota por debajo de mi puerta. Con esperanza de averiguar algo más, le digo la verdad a Adenauer.

– No conozco a ese individuo.

– Patrick Vaughn -repite.

– Ya lo he oído la primera vez. No tengo ni idea de quién es.

– Vamos, Michael, no se comporte así, usted es más inteligente.

No me gusta como suena eso -no es un truco-, hay auténtica preocupación en su voz. Lo que significa que tiene alguna buena razón para creer que yo tendría que conocer a ese tal Vaughn. Es hora de lanzar el cebo.

– Intento recordarlo, se lo juro. Ayúdeme un poco. ¿Cómo es físicamente?

Adenauer busca en la carpeta y saca una foto policial en blanco y negro. Vaughn es un tipo bajito con un bigotito fino de gángster de película de televisión y el pelo grasiento aplastado hacia atrás. La tarjeta de identificación que sujeta delante del pecho lleva un número de la policía y su fecha de nacimiento. La última línea de la tarjeta dice «Wayne County», lo que me indica que ha pasado algún tiempo en Detroit.

– ¿Le suena ahora? -pregunta Adenauer.

Pienso en la descripción que hizo mi vecino del individuo con cadenas de oro.

– Le he hecho una pregunta, Michael.

Mi cerebro sigue encallado en la nota al pie de mi puerta. Si el tipo de las cadenas… si ése era Vaughn, ¿por qué va haciéndole preguntas al vecino? ¿Intenta ayudar? ¿O intenta enredarme?

Mientras no sepa la respuesta, no correré el riesgo.

– Se lo estoy diciendo, no tengo ni idea de quién es. No lo he visto en mi vida -es una respuesta de abogado, pero sigue siendo la verdad. Contemplo la foto y encajo otro diálogo-. ¿Por qué lo detuvieron?

Adenauer no mueve ni un músculo.

– No quieras tocarme los huevos, muchacho.

– Yo no… no sé qué quiere que le diga. ¿Qué hizo?

Chasquea el cuero cuando se inclina hacia adelante en el sillón. Se prepara para saltar.

– Adivínelo así, a pelo… Al fin y al cabo, usted fue el primero en llegar.

Oh, Dios mío.

– ¿Es un asesino? ¿Creen que éste es el tipo que mató a Caroline?

Me arrebata la foto de las manos.

– Le he dado una oportunidad, Michael.

– ¿Cómo? ¿Usted cree que lo conozco?

– No voy a contestarle a esa pregunta.

Empiezo a sudar. Hay algo que no me dice. ¿Será éste el tío que contrató Simon? Tal vez Simon lo esté usando para señalarme con el dedo. El ruido blanco hace más difícil pensar.

– ¿Alguien le contó a usted algo?

– Olvídelo, Michael. Vámonos.

– No quiero irme. Dígame qué le hace pensar que lo conozco. ¿Mi padre? ¿Tiene que ver con él? ¿Es porque es de Detroit? ¿Porque los dos somos de Michi…?

– ¿Y si le digo que lo han trincado dos veces en el distrito de Columbia por vender drogas? -me interrumpe Adenauer-. ¿Eso le suena de algo?

No me gusta adonde se encamina esto.

– ¿Tendría que sonarme?

– Dígamelo usted. Dos veces detenido por drogas aquí y un juicio por asesinato hace dos años en Michigan. ¿Le suena a alguien que conozca?

Centrado en las drogas, intento no pensar en la respuesta.

– Por cierto -dice Adenauer con una sonrisa-. ¿Vio ese artículo sobre Nora en el Herald de esta mañana? ¿Qué le parece eso de que la llamen «la Primera Pasota»?

– ¿Perdón? -digo, intentando conservar la calma.

– Hombre, ya sabe, pensé que como ustedes dos salen juntos y eso… ¿Es duro tener que compartirla siempre con el resto del mundo?

Estoy tentado de decir algo, pero decido esperar.

– Quiero decir, salir con la Primera Hija… eso debe de dar algunas historias interesantes que contar.

Se cruza de brazos esperando mi reacción. Pero no consigue más que cargar la sala de una atmósfera irrespirable. Una cosa es salir con ella, y otra permitirle que mezcle a ese Vaughn en los rumores sobre Nora y las drogas. Por lo que yo sé, no es más que un farol basado en el artículo del Rolling Stone. O, simplemente, su vendetta pendiente contra Hartson.

– ¿Entonces cuánto tiempo llevan juntos? -añade finalmente.

– No estamos juntos -gruño-. Sólo somos amigos.

– ¡Oh! Estaba equivocado.

– ¿Y qué tiene eso que ver con lo demás, de todos modos?

– Nada… nada de nada -dice Adenauer-. No hago más que comentar algunos acontecimientos recientes con un empleado de la Casa Blanca. Esto ni siquiera lo tengo en la agenda como interrogatorio. -Me observa con atención, guarda la foto de Vaughn y cierra la carpeta-. Ahora volvamos a su historia. ¿Se había peleado con Caroline antes de encontrar el cuerpo?

– Sí, porque ella… -Me corto en seco. Hijo de puta. Nunca le había dicho a Adenauer que Caroline y yo nos hubiéramos peleado. Me está batiendo en toda regla.

Sin embargo, como buen virginiano, no hace exhibición.

– Lo que le dije lo dije en serio: no estoy aquí para acusarlo -explica-. Alguien los oyó gritar desde el pasillo. Sólo quisiera saber de qué iba todo. -Y antes de que pueda responderle, añade-: Esta vez, la verdad, Michael.

No hay rodeos. Tengo los ojos fijos en la carpeta roja de Adenauer. Como antes, no toma notas, se limita a leer los bocadillos. Con la esperanza de ahogar el ruido blanco con una profunda inspiración, le hablo de mi padre, de sus antecedentes penales, y del conflicto con sus beneficios médicos.

Adenauer escucha sin interrumpir.

– Yo no creía hacer nada ilegal, pero Caroline pensaba que tendría que haberme declarado incompatible. Lo veía como un conflicto de intereses.

Adenauer me escudriña buscando alguna incoherencia en la historia.

– ¿Y eso es todo lo que pasó? ¿Como ella no quería escucharlo, usted se marchó y volvió a su despacho?

– Eso es. Y cuando volví, estaba muerta.

– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

– Diez minutos, quince como mucho.

– ¿Alguna parada en el camino?

Niego con la cabeza.

– ¿Está seguro? -pregunta con tono de sospecha. Otra vez tengo la sensación de que sabe algo.

– Eso es todo lo que pasó -insisto.

Me lanza una mirada larga para darme todas las oportunidades posibles de cambiar de historia. Como no lo hago, recoge la carpeta y se levanta del asiento.

– Le juro que no le miento… es la verdad…

– Michael, ¿Caroline le estaba haciendo chantaje?

– ¿Qué? -pregunto, esforzándome por reír-. ¿Eso es lo que usted piensa?

– A usted no le importa lo que yo piense -dice-. Ahora, acláreme esto otro. Ésa no fue la primera vez que ella sacó su expediente, ¿verdad?

Me quedo helado.

– No sé de qué me habla.

– ¡Está aquí! -exclama, señalando la carpeta. La abre y me muestra la lista de peticiones grapada a la cubierta por dentro.

Hay dos firmas en la columna de Salidas, y veo que Caroline sacó la mía dos veces: la semana pasada y seis meses después de empezar a trabajar.

– ¿Le importaría decirme a qué obedece la primera?

– No tengo ni idea.

– Cuantas más mentiras diga, más le dolerá.

– Ya se lo he dicho, no tengo ni idea.

– ¿Realmente espera que me lo crea?

– Crea usted lo que quiera… yo le estoy diciendo la verdad. Es decir, si la maté yo, ¿por qué no me llevé mi expediente? ¿O por lo menos el dinero?

– Escuche, hijo, una vez tuve un sospechoso que se clavó un cuchillo de cocina en los pulmones, dos veces, sólo por alejar las sospechas de él. Cuando llega la hora de encubrirse, no hay límites.

– ¡Yo no estoy encubriéndome de nada! -exclamo-. ¡Tuvo un ataque al corazón! ¿Por qué no puede aceptarlo tal cual?

– Porque murió con treinta mil dólares en la caja fuerte. Y lo más importante, porque no fue un ataque al corazón.

– ¿Perdón?

– He visto la autopsia con mis propios ojos. Fue un derrame.

Aprieto la mandíbula y pongo la cara más valiente que puedo.

– Eso no significa que fuera asesinada.

– Pero sí significa que no fue un infarto -indica Adenauer, estudiando mi reacción-. No se preocupe, Michael: cuando llegue el informe de Toxicología ya sabremos qué se lo produjo. No es más que cuestión de tiempo.

Así que esto es lo que se guardaba en la manga; esperaba a ver lo que yo soltaba. No está seguro de que sea un asesinato, pero tampoco de que no lo sea.

– ¿Y qué pasa con la prensa? -pregunto.

– Eso depende de usted. Por supuesto, no dejaré que obstaculicen esta investigación… especialmente si consideramos lo cerca que andamos. -Me lanza otra de sus miradas de preocupación-. ¿No están de acuerdo usted y su novia?

Lo miro, pero el ruido blanco me tiene perdido. La cabeza me late. Si los informes vienen con malas noticias, y eso se sabe… Todo este tiempo estaba preocupado por que pudieran intentar colgarme el asesinato… pero esa manera de provocarme con Nora… y de relacionarla con Vaughn… No puedo dejar de pensar que ha puesto la vista en algo más grande.

Controlo como puedo el pánico y juego mi mejor alternativa: la única cosa cuyo rastro sé que no puede conducir otra vez a mí.

– ¿Han investigado las cuentas bancarias de Simon?

– ¿Por qué íbamos a hacer eso?

– Ustedes compruébenlas -digo, con la esperanza de que así ganaré algún tiempo.

– ¿Quiere decirme algo más? -pregunta Adenauer.

– No, ya está. -Tengo que salir de aquí. Dejo a Adenauer donde está, me incorporo como puedo y voy hacia la puerta.

– Ya lo llamaré cuando tengamos los informes de Toxicología -dice, empezando por fin a resplandecer. Me trajo aquí para estudiar mis reacciones. Y ahora que las tiene, quiere ver qué haré-. No tardarán mucho -añade.

Ni siquiera me paro para girarme. Cuanto menos lo vea, mejor. Ahora lo único que quiero es averiguar si existe alguna conexión entre Nora y Patrick Vaughn.

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