CAPÍTULO 21

– ¿Puede decirme cómo se va al Registro de Supervivientes?

– Justo detrás de esa esquina -dice un hombre con una tarjeta de identificación-. La primera puerta a la derecha.

Mientras voy hacia esa puerta, me hago un rápido resumen de Vaughn. La foto policial que vi tenía unos cuantos años, pero sé a quién busco. Bigotito fino. Pelo planchado para atrás. No sé por qué escogió este museo. Si realmente le preocupa el FBI, no es un sitio en que sea fácil ocultarse, que es exactamente lo que me da miedo.

Convencido de que no está esperando a la entrada de esa sala, abro la puerta de cristal y entro en el Registro de Supervivientes. Primero estudio el techo. No hay cámara de vigilancia a la vista. Bien. Luego las paredes. Ahí está, en la esquina del fondo a la derecha. La razón por la que escogió esta sala: una puerta de salida de emergencia. Si las cosas se complican, tiene escapatoria, lo que significa que o está tan preocupado como yo o esto forma parte de su trato con las autoridades.

La sala en sí es de tamaño modesto y está dividida con paneles. Alberga ocho ordenadores a la última, que permiten acceder a la lista de más de setenta mil supervivientes del holocausto que tiene el museo. Prácticamente en cada terminal hay dos o tres personas apretadas en torno al monitor buscando a sus familiares. Ni uno solo levanta la vista cuando me dirijo hacia el fondo. Observo el resto de la sala y me confirmo en que dejar a Trey en la oficina fue una buena idea. Podríamos haberlo disfrazado, pero habiéndolo visto en la cabina telefónica, no valía la pena correr el riesgo. Necesito esos dos tercios.

Me siento ante un terminal vacío y espero. Mantengo los ojos en la puerta mis buenos veinte minutos. Quién entra, quién sale; estiro la cabeza por encima del panel para analizarlos a todos. Tal vez él no quiera que lo haga tan evidente, decido al cabo. Cambio de táctica y me pongo a mirar el monitor y a escuchar las voces de la gente que me rodea.

– Te dije que vivía en Polonia.

– Es con K, no con CH.

– Ésa era tu bisabuela.

En un museo dedicado a recordar a seis millones de muertos, esta pequeña estancia se enfoca sobre los pocos afortunados que sobrevivieron. No es un mal sitio para esperar.


– Odio este sitio -mascullo quince minutos más tarde. Ese hijoputa cabrón no va a aparecer.

Para combatir mi frustración, me levanto y hago otro rápido reconocimiento de la sala. A estas alturas ya vamos por el quinto turno de turistas. Sólo queda uno de los miembros originales de la banda, y ése soy yo.

Rodeo el grupo principal de mesas y miro el reloj de pared. Vaughn lleva más de media hora de retraso. Me ha dado plantón. Aun así, si mi plan es seguir esperando, será mejor mantener el personaje y actuar como todas las demás personas de la sala. Miro alrededor y me doy cuenta de que soy el único que está de pie. Todos los demás hacen exactamente lo mismo: con la pluma en la mano y los ojos centrados en sus ordenadores, todos van tecleando nombres…

Oh, claro, hombre.

Me precipito hacia el terminal y ocupo el asiento. Pulso trece letras en el teclado del Registro de Supervivientes. V-a-u-g-h-n, P-a-t-r-i-c-k.

La pantalla del ordenador me dice que está «buscando correspondencias».

Eso es. Ésta es la verdadera razón por la que escogió esta sala.

«Lo siento, no hay correspondencias.»

¿Qué? No es posible. V-a-u-g-h-n, P.

«Lo siento, no hay correspondencias.»

V-a-u-g-h-n.

El ordenador vuelve a hacer la búsqueda. Y vuelvo a obtener el mismo resultado: «Lo siento, no hay correspondencias.»

No puede ser. Convencido de que estoy en el buen camino, le meto todos los nombres que se me ocurren.

G-a-r-r-i-c-k, M-i-c-h-a-e-l.

H-a-r-t-s-o-n-, N-o-r-a.

S-i-m-o-n, E-d-g-a-r.

Cuando termino, tengo toneladas de correspondencias. Viena, Austria. Kaunas, Lituania. Gyongyos, Hungría. Incluso Highland Park, Illinois. Pero ninguno de ellos me lleva más cerca de Vaughn. Aparto el teclado a un lado, y fastidiado, me inclino hacia atrás en la silla. Estoy a punto de considerar el día perdido cuando noto una mano en el hombro.

Me doy la vuelta tan de prisa que casi me caigo del asiento. Detrás de mí hay una mujer de piel aceitunada con pelo negro rizado. Una camiseta negra con la palabra «Perv» en letras blancas le marca tan ajustada como para mirarla dos veces. Unos vaqueros gastados le cuelgan sueltos de las caderas.

– Salgamos de aquí, Michael -dice con voz temblorosa.

– ¿Cómo sabe…?

– No pregunte lo que es obvio, eso no nos ayudará. -Me levanto del asiento mientras ella observa la sala moviendo ligeramente las manos y repiqueteando las largas uñas de sus dedos medios contra los pulgares. Se frota la nariz dos veces, incapaz de estarse quieta.

– ¿Dónde está…?

– Hoy no -dice rápidamente. Me empuja por la espalda, derecho hacia la puerta-. Ahora a ver si lo saco de aquí de una sola pieza.

Acelero sin más palabras. Me coge por detrás de la camisa para frenarme.

– Sólo corren los cretinos -susurra.

Empujo la puerta de cristal y espero hasta que volvemos a estar entre la multitud. Giramos a la izquierda y nos vamos hacia la amplia escalera que conduce al vestíbulo general.

– ¿Entonces no va a venir? -pregunto.

Con su hipervelocidad, tuerce el cuello en todas direcciones. Sobre su hombro, sobre el mío, sobre la barandilla de la escalera… no lo puede evitar.

– Se cargaron a su ex novia el martes -explica-. Y a Vaughn ni siquiera le gustaba.

– No comprendo.

– No importa -tartamudea-. Aquí, no.

– Entonces, ¿cuándo…?

Me pone una mano sudorosa en el hombro y me acerca a ella.

– Zoo nacional. Miércoles a la una en punto -me suelta, y baja a toda velocidad el resto de los peldaños.

– ¿Realmente están tan mal las cosas? -pregunto.

Se para en seco y se da la vuelta.

– ¿Está de broma? -pregunta, apartándose un mechón negro rizado de la cara-. ¿Sabe lo difícil que es meterle miedo a él?

Me agarro a la barandilla para sujetarme. Me parece que no quiero saber la respuesta.


– ¿Entonces la dejaste marchar? -pregunta Nora con los ojos muy abiertos de incredulidad.

– ¿Qué querías que hiciera? ¿Tirarla al suelo y pedir un trato justo?

– Lo de tirarla no estoy muy segura, pero tendrías que empezar a hacer algo.

Me levanto de la silla y cruzo la habitación de Nora para apoyarme en el borde de su escritorio antiguo. A mi izquierda observo una Nora manuscrita con la firma de Carol Lorenson, la administradora del fideicomiso que guarda todo el dinero de los Hartson. «Paga semanal. Segunda semana de setiembre.» Junto a la nota hay un pequeño montón de billetes de veinte dólares.

– No lo entiendes -digo.

– ¿Qué hay que entender? La tenías y la dejaste marchar.

– El malo no es ella -le replico rápidamente-. Estaba incluso más asustada que yo, y tal y como sonaba parecía que estuviera a punto de tener un ataque al corazón.

– Oh, vamos, Michael. Esa mujer conoce al tío que estás buscando, ¡ese que nadie puede encontrar! Sin ofender, tendrías que haber llevado a Trey contigo, por lo menos así él podría haberla seguido.

– ¿No lo entiendes, Nora? El FBI está loco por pillarte a ti en ésta, a ella la estaban siguiendo ya. Además, no voy a permitir que nadie más resulte dañado con esto.

– ¿Nadie? ¿Quién es nadie?

No contesto.

– Vale, vamos allá -dice con la cara iluminada-. ¿Qué es lo que no me dices?

– No quiero volver a hablar de esto.

– Entonces, ¿esto tiene que ver con por qué no buscaste apoyo? ¿Por eso has sudado tanto?

Continúo sin responder.

– Es eso, ¿verdad? No llevaste a Trey porque no te fías de él, crees que está trabajando para…

– Trey no trabaja para nadie -insisto-. Pero si lo hubiera llevado conmigo, también lo hubiera puesto en peligro.

Nora enarca una ceja, casi confundida por la explicación.

– ¿Entonces, aunque sabías que necesitabas apoyos, decidiste no llevarlos?

Permanezco callado.

– ¿Y tú hiciste eso sólo para proteger a un compañero de trabajo?

– No es un compañero de trabajo, es un amigo.

– No pretendía… sólo quería decir… -Se para, corrigiéndose-. Pero ¿y si Trey…? -Se para nuevamente. Trata de no juzgar. Aparta la mirada y luego la vuelve otra vez hacia mí. Finalmente pregunta-: ¿De verdad renunciaste a encontrarte con Vaughn por un amigo?

Es una pregunta tonta.

– ¿Crees que tenía elección?

Mientras las palabras salen de mis labios, Nora no replica. Se limita a estar sentada, con la boca apenas abierta, un surco en la frente. Poco a poco, sin embargo, sus labios empiezan a curvarse. Un esbozo. Una sonrisa. Amplia.

– ¿Qué? -pregunto.

Se levanta de un salto y se va hacia la puerta.

– ¿Dónde vas?

Levanta el dedo índice y me hace el gesto de «ven aquí». En un segundo está en el vestíbulo. Y yo voy tras ella. Un giro a la izquierda la pone camino de una puerta cerrada al final del pasillo de la tercera planta.

Cuando entramos, un pensamiento acude a mi mente: Esta salita es fea. Una vitrina de fórmica negra blasonada con el sello presidencial, un entelado demasiado-discreto-para-ser-kitsch cubierto de instrumentos musicales. Este lugar sólo puede describirse como «un accidente de coche en Dollywood-Graceland».

Hay algunas fotos dedicadas de músicos famosos en la pared, así como una urna de cristal con uno de los saxofones de Clinton. Por algún motivo, también hay una tarima enmoqueta-da de un metro de ancho en medio de la habitación y sin barandilla. Imagino que se supone que es un miniescenario. La Sala de Música donde ensayaba Clinton.

Estoy a punto de preguntar a Nora qué pasa cuando veo que abre la vitrina negra con el sello. Dentro hay un violín reluciente y muy pulido y un arco. Se sienta en el escenario de manera que las piernas le cuelgan desde el borde y apoya el violín en el hombro. Apoya el arco en la cuerda del la, afina unos segundos y después me mira.

Desde cuándo…

Desliza el brazo con elegancia y el arco acaricia las cuerdas para que una nota perfecta inunde la sala. Sujetando el instrumento con la parte de abajo de la barbilla, Nora cierra los ojos, encorva la espalda y empieza a tocar. Es una canción lenta… recuerdo haberla oído una vez en una boda.

– ¿Cuándo aprendiste a tocar el violín? -le pregunto.

Igual que antes, la respuesta está en la canción. Tiene los ojos fuertemente cerrados; la barbilla apretada contra el instrumento. Sólo quiere que la mire, pero a pesar de la calma que produce la música, no logro quitarme de encima la sensación de que algo se me escapa. Cuando Hartson fue elegido la primera vez, a mí -y al resto del país- nos metieron por la fuerza todos los detalles referentes a la vida de la Primera Familia. La vida de Nora. Por qué fue a Princeton, su amor a las tazas de mantequilla de cacahuete, el nombre de su gato, hasta los grupos musicales que escuchaba. Y, sin embargo, nadie habló nunca de un violín. Es como un secreto gigante que nadie…

Sigue con la mandíbula en su sitio pero, por primera vez, Nora mira hacia mí y sonríe. Me quedo helado. De todo lo que hace, los sitios adonde va, es lo único que todavía tiene bajo su control. Su único secreto verdadero. Con un sutil movimiento de cabeza, me explica el resto. No está tocando simplemente. Está tocando para mí.

De pronto me noto relajado y me siento en una silla al lado de ella.

– ¿Cuándo empezaste? -le pregunto, ansioso. Continúa tocando.

– Toda la vida -responde sin perder compás-. Cuando papá fue gobernador, al principio me daba apuro, así que me prometió que lo mantendría en secreto. Y según fui haciéndome mayor… bueno… -Hace una pausa como pensándolo-. Tienes que guardarte algo para ti misma.

Estoy tan cerca que las vibraciones me rebotan en el pecho, casi me empujan para atrás. Me inclino hacia adelante, más cerca.

– ¿Por qué el violín?

– ¿Vas a decirme que a ti no te apeteció cuando oíste El diablo bajó a Georgia?

Me río con ganas. La canción sube, sus dedos bailan sobre las cuerdas sacando la música de su sueño. Poco a poco va subiendo el tono, pero nunca llega a perder el toque ligero.

Con un último golpe suave, Nora vuelve a pasar el arco en el la. En cuanto termina, me mira en busca de mi reacción. Tiene los ojos muy abiertos por los nervios. Incluso aquí, no le resulta fácil. Pero en cuanto ve la sonrisa en mi cara, no puede evitarlo y se pone de puntillas y se balancea arriba y abajo sobre los dedos. Y a pesar de que se tapa la sonrisa con los dedos, sus ojos brillantes destellan por todo el cuarto, logrando que hasta las cortinas Graceland parezcan arte renacentista. Esos ojos preciosos, radiantes, tan claros que prácticamente me reflejo en ellos. Todas las otras veces estaba equivocado: ésta es la primera que la veo verdaderamente feliz.

Me pongo en pie y aplaudo tan fuerte como puedo. Sus mejillas se ruborizan y hace una reverencia burlesca. Entonces, el aplauso aumenta.

– ¡Bravo! -exclama alguien detrás de mí, fuera, en el pasillo.

Me giro siguiendo el sonido. Nora levanta la vista hacia mi espalda. Justo cuando los descubro, el aplauso se cuadruplica. Cinco hombres, todos ellos con trajes azules de burócrata y corbatas insoportablemente espantosas. A la cabeza está Friedsam, uno de los ayudantes principales del Presidente. Los otros cuatro trabajan a sus órdenes. Debían de estar aquí arriba para informar a Hartson, a quien le gusta mucho hacer reuniones en el solarium después del almuerzo. Pero por la expresión satisfecha de sus caras se ve que consideran esta audición casual como una guinda más de su trabajo.

– Ha sido fantástico -dice Friedsam a Nora-. No sabía que tocabas.

Me vuelvo para ver su reacción. Ya es demasiado tarde. Sonríe forzadamente, pero no engaña a nadie. Tiene las mandíbulas apretadas. Los ojos húmedos de lágrimas. Con el violín agarrado por el cuello, pasa zumbando a mi lado hacia la puerta.

Friedsam y sus chicos se abren a su paso como las aguas del mar Rojo. Corro tras ella, asegurándome de quedar bien cerca de Friedsam.

– Como filtre algo, me aseguraré de que Hartson sepa que ha sido usted -le susurro al pasar.

Sigo a Nora por el pasillo, rehaciendo el camino anterior hacia su cuarto. Arriba, en la Residencia, no hay guardias, lo que significa que puedo correr. Al pasar junto al solarium, me digo que no he de mirar. Pero como un Orfeo moderno, no puedo evitarlo. Vuelvo la vista a la izquierda y veo al Presidente sentado junto a los ventanales, repasando unos papeles. Me da la espalda y… demonios, ¿qué coño me pasa?

Antes de que se vuelva hacia mí, abro la puerta de la habitación de Nora y entro. Está sentada junto a la mesa de cara a la pared. Con la regularidad de un metrónomo humano, va dando golpes inconscientemente con el arco en el borde delantero del escritorio.

– ¿Qué tal estás?

– ¿A ti qué te parece? -me replica, negándose a levantar la vista.

– Si esto te hace sentirte mejor, de verdad que me encantó la canción.

– No me des explicaciones. Hasta un animal sabe que está en el zoo cuando hay visitantes que vienen a mirarlo.

– ¿Así que ahora tú estás en un zoo?

– Esa música era para ti, Michael, no para ellos. Que ellos entren y me vean, es como si… -Hace una pausa, apretando los dientes-. ¡Mierda! -exclama, dando un golpe con el arco contra la mesa. Con el golpe, el arco se parte en dos, y aunque las fibras de crin de caballo continúan sujetas, la mitad de arriba se bambolea hacia adelante, golpea un vaso de lápices de plata y su contenido sale despedido por el aire en todas direcciones.

Hay un largo silencio antes de que ninguno de los dos diga nada.

– ¿Y qué vas a tocar ahora en el bis? -pregunto finalmente.

Nora no puede contener la risa.

– ¿Tú te crees que eres el auténtico señor chistes, eh?

– Si naces con ese talento…

– No me hables de talento.

Me acerco a ella, aparto a un lado el arco roto y cojo sus magnos entre las mías. Pero cuando me inclino para besarla en la frente, me doy cuenta de que lo había entendido mal. No es que se identifique con lo perdido. Nora Hartson se identifica con lo destruido. Por eso puede entrar en una sala llena de gente y descubrir a la única persona que está sola. Por eso me encontró a mí. Reconoció la herida, se reconoció a sí misma.

– Por favor, Nora, no permitas que te hagan esto. Ya le he dicho a Friedsam que como se sepa algo de esto, lo colgaré de un clavo por el dedo gordo del pie.

– ¿Se lo has dicho? -pregunta, levantando la vista.

– Nora, hace dos semanas me detuvieron con diez mil dólares en la guantera del coche. Al día siguiente, una mujer con la que acababa de discutir apareció muerta en su despacho, tres días después de eso, me entero de que el día que murió yo había autorizado a un asesino reconocido a entrar en el edificio. Esta mañana me pasé dos horas intentando encontrarme con ese supuesto asesino, y probablemente me estén siguiendo. Luego, esta tarde, por primera vez desde que empezó toda esta maldita mierda, tocaste esa canción para mí y durante tres minutos… ya sé que es un tópico pero… nada de todo eso existía, Nora. Nada de nada.

Me observa atentamente sin saber qué decir. Se limpia un lado del cuello, como si sudase. Después, finalmente, señala el arco roto tirado sobre la mesa.

– Si quieres, tengo otro en la vitrina. Así que, eh… sé un montón de canciones.


Mi sueño es tan poco profundo que a la mañana siguiente oigo llegar los cuatro periódicos. Entre uno y otro, vuelvo a acordarme de Vaughn. Cuando dan los cuartos, aparto las sábanas y voy derecho a la puerta para recoger la lectura matutina. Voy abriendo y agitando cada periódico sección por sección, preguntándome si de alguna caerá algo. Diecinueve secciones después sólo he conseguido tener los dedos negros de tinta. Supongo que sigue siendo mañana en el zoo. Mientras espero la llamada de Trey, voy mirando y me fijo en la foto de portada del Herald. Una toma de Hartson desde detrás del podio mientras pronuncia un discurso sobre trabajo en Detroit. Nada realmente digno de un e-mail a casa, salvo el hecho de que por encima de su hombro no se ven más que cinco o seis personas escuchándolo. El resto de los asientos está vacío. «Intentando conectar», proclama el pie. Alguien se quedará sin trabajo por esto. Un minuto después, contesto la llamada de Trey al primer timbrazo.

– ¿Algo? -pregunta queriendo saber si he oído algo de Vaughn.

– Nada -digo-. ¿Qué tal por ahí?

– Oh, lo de siempre. Supongo que has visto nuestro harakiri en la primera página.

Miro la foto de Hartson y la sala vacía.

– ¿Cómo es posible que…?

– Es todo una mentira de mierda. Había trescientas personas a la derecha y a la izquierda de la foto, y los asientos vacíos eran los de la banda de música que llegaba entonces. El Herald lo ha hecho así buscando el efecto. Les vamos a pedir que lo arreglen mañana, porque, ya sabes, cuatro líneas de disculpas enterradas en la A 2 es mucho más eficaz que una foto en color a tamaño natural en primera página.

– O sea, ¿que los números no pintan bien?

– Siete puntos, Michael. Y ya está. Siete de ventaja. Quita dos más, que es exactamente donde estaremos en cuanto las agencias distribuyan la foto, y nos quedamos oficialmente dentro del margen de error. Bien venido a la mediocridad. Disfrute de su estancia.

– ¿Y qué hay del artículo del Vanity Fair? ¿Alguna respuesta?

– Oh, ¿no lo sabes? Al parecer, ayer en California, ¡precisamente en California!, Bartlett utilizó su frase de «la Primera Familia /la familia primero» en una radio religiosa. Y hubo montones de llamadas.

– No sabía que todavía tuvieran religión en California.

Se produce un largo silencio. Debe de estar recuperándose de ésta.

– Imagino que estarás planeando algo drástico -añado.

– Tendrías que ver cómo está todo por aquí. Anoche, la cosa se puso tan mal que hubo quien sugirió que sacásemos a toda la Primera Familia en televisión, una entrevista en vivo a todos juntos en prime time.

– ¿Y qué han decidido?

– Entrevista a todos juntos en televisión en prime time. Si el país está realmente preocupado por la falta de control de Nora o por si los Hartson son unos malos padres, la única manera de arreglarlo es demostrar que no es verdad. Mostrarles a toda la familia unida, soltar un par de «Oh, padres», y rezar para que todo vuelva a estar bien otra vez.

– ¿Así de fácil, eh? -pregunto, riendo-. Así que doy por hecho que no tienes nada que ver con esta tentativa evidente de alcahuetería pública.

– ¿Estás de broma? Yo estoy en la pista central, mi jefa y yo nos encargamos del asunto.

– ¿Qué?

– No sé qué encuentras tan divertido, Michael. No es cosa de risa. Estamos tocando fondo en todas las batallas por los estados clave. California, Texas, Illinois… si no empezamos a convencer a unos cuantos indecisos, nos quedaremos sin trabajo.

Me quedo helado al oír sus palabras.

– ¿De verdad crees…?

– Mira, Michael, ningún presidente en activo ha dado jamás una entrevista con toda la Primera Familia. ¿Por qué crees que vamos a hacerlo nosotros? Por la misma razón que Lamb te pidió que guardaras silencio. Es decir, si los números no salen, Nora y compañía se van derechitos al sol de Flori…

– Dime sólo qué prefieres tú: ¿20/20 o…?

– «Dateline» -suelta-. Yo sugerí «Sesenta Minutos», pero todos opinaron que era demasiado Clinton. Además, a la Primera Dama le gusta Samantha Stulberg, hizo algo bonito sobre ella después de la toma de posesión.

– ¿Y cuándo se va a hacer eso?

– Este jueves, a las ocho de la tarde. Y, además, por suerte para nosotros, resulta que es el cincuenta cumpleaños de la Primera Dama.

– No perdéis el tiempo.

– No podemos permitírnoslo. Y no te ofendas, chico, pero según andan las cosas, tú tampoco.


Son apenas las siete de la mañana cuando abro la puerta de la sala 170 y la oscuridad de la antesala me indica que llego el primero. Con un café en una mano y la cartera en la otra enciendo la luz con el codo e inicio un nuevo día fluorescente. Cuento tres destellos antes de que la luz se haga de verdad, que es exactamente el tiempo que me lleva apagar la alarma, sacar el correo de mi buzón y llegar a la puerta del despacho.

Al ir hacia mi mesa echo una mirada por la ventana para ver la vista. Abrazada por la luz, la Casa Blanca brilla al sol de la mañana. Recién salida de la caja. Árboles verdes. Geranios rojos. Mármol reluciente. Por un instante glorioso, en el mundo todo está bien. Pero entonces, una ligera llamada a la puerta lo interrumpe.

– Entra -digo en alto, dando por hecho que es Pam.

– ¿Le importa que me siente? -pregunta una voz de hombre.

Me doy la vuelta. El agente Adenauer.

Cierra la puerta y me tiende la mano.

– No se preocupe -dice con una cálida sonrisa-. Soy yo.

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