CAPÍTULO 35

Para las seis menos cuarto estoy refugiado en el mejor escondrijo accesible por metro, de mucho tráfico y abierto las veinticuatro horas que se me ha ocurrido: el Aeropuerto Nacional Reagan. Antes de decidirme por mi asentamiento actual, hice una escala en la consigna de equipajes fuera del Terminal C. Por dos dólares y setenta y dos centavos vendí mi billete de dos dólares de la suerte y todo el suelto que llevaba en el bolsillo lo di por una bolsa de viaje de plástico negro que estaban a punto de devolver al fabricante por defectuosa. ¿Qué importa que la cremallera no se abra?, no es como si la necesitase para viajar. Sólo la necesito para dar el tipo. Y como la combino con un billete anulado que pesqué en una papelera, cumple su función.

Desde entonces estoy metido en el rincón del fondo del Legal Seafood, el único restaurante del aeropuerto que tiene puestas las noticias locales y, por consiguiente, el mejor lugar para cuidar mis últimos doce dólares.

– Aquí tiene la soda -dice la camarera poniendo el vaso sobre mi mesa.

– Gracias -le digo con los ojos clavados en la televisión.

Para mi sorpresa, la emisora local ha adelantado su programación para cubrir en vivo la conferencia de prensa cotidiana. Es un movimiento de fuerza que hacen las emisoras para presionar a la Oficina de Prensa y que saque la historia. Naturalmente, la Casa Blanca contraataca. La CNN es una cosa, pero no van a dejar que el país entero esté en directo, eso hace cundir el pánico entre la gente y da votos a Bartlett. Así que hacen lo mejor que pueden hacer: dar vuelta a la agenda. Empezar con las noticias pequeñas e ir subiendo hasta el bombazo.

En consecuencia, vemos a un burócrata del Departamento de Estado con sus gafitas de alambre explicar a ochenta y cinco millones de personas los beneficios de los acuerdos de Kyoto y el efecto que tendrán sobre nuestras posiciones comerciales a largo plazo en Asia. Con un gigantesco bostezo colectivo, treinta millones de personas cambian de canal. Para las cadenas, es la pesadilla de los índices. Para la oficina de prensa, es un KO técnico. El mensaje está dado: menos joder con la Casa Blanca.

Convencido de que ya sólo quedan los irreductibles, la secretaria de prensa Emmy Goldfarb y el Presidente se acercan al podio. Ella está allí para hablar y él para que sepamos que es serio. Un candidato que sabe manejar una crisis.

Nada de perder más tiempo: directa al grano. Sí, la muerte de Caroline Penzler no se debió a causas naturales. No, la Casa Blanca no lo sabía. Por qué, porque los informes toxicológicos se completaron hace muy poco. Del resto no se puede hablar, porque no quieren interferir con las investigaciones en curso. Igual que antes, procura que las cosas sean breves y amables. Pero no tiene oportunidad. Una vez el olor a sangre flota en el aire, la prensa se relame los colmillos.

En cuestión de nanosegundos, los periodistas de la sala están de pie y lanzan preguntas.

– ¿Cuándo les entregaron los informes de tóxicos?

– ¿Es verdad que la noticia fue filtrada al Post?

– ¿Qué hay de Michael Garrick?

Al ir a coger mi vaso de soda, lo tiro sin querer. La camarera acude corriendo al ver la catarata que cae de la mesa.

– Lo siento mucho -le digo mientras pone una bayeta.

– No tiene importancia -replica.

En la pantalla, la secretaria de prensa explica que no quiere interferir en la investigación que tiene en marcha el FBI, pero no hay forma de que los periodistas la dejen eludir el asunto con facilidad. A los pocos segundos ya vuelan otra vez las preguntas.

– ¿Han confirmado el asesinato o siguen considerando la posibilidad de suicidio?

– ¿Qué se sabe de los diez mil dólares?

– ¿Es verdad que Garrick continúa en el edificio?

No paran de machacarla. Alguien tendrá que salvarla. Y, por supuesto, el Presidente se adelanta. Para el pueblo norteamericano, aparece como un héroe. Para la prensa… en cuanto lo vieron en la sala, supieron que lo tendrían dispuesto. El Presidente no se limita a estar ocioso en los comunicados. Pero aun así, la muchedumbre se calma. Apoya las manos en los lados del atril y coge lo que Goldfarb nunca debería haber dejado suelto. Este caso es del FBI. Punto. Ellos son los que investigan; ellos se ocupan de los análisis y ellos lo mantienen en secreto para evitar exactamente que pase lo que está pasando. En cuestión de segundos, les ha pasado el muerto. Es tan bueno para estas cosas, que asusta.

Cuando está convencido de estar limpio, despeja las cuestiones. No, no puede comentar nada sobre Vaughn ni sobre mí. Sí, eso dificultaría mucho la investigación. Y sí, por si los señores de la prensa lo han olvidado, las personas son inocentes hasta que se demuestre su culpabilidad, muchas gracias a todos.

– No obstante -dice cuando la sala queda en silencio-, quiero dejar una cosa perfectamente clara… -Hace una pausa de la longitud precisa para dejarnos a todos con la boca hecha agua-. Si se tratara de un asesinato… encontraremos a la persona que mató a mi amiga Caroline Penzler, cueste lo que cueste. -Y lo dice exactamente así: mi amiga, Caroline Penzler.

Dicho precisamente así, lo cambia todo. De defensa a ataque en cuestión de sílabas. Casi percibo cómo se disparan para arriba las encuestas. Que se joda Bartlett. No hay nada que a Norteamérica le guste más que una pequeña venganza personal. Una vez dicho eso, mira directamente a la cámara para el gran primer plano:

– Sean quienes sean, estén donde estén, esas personas pagarán su culpa.

– Es todo lo que tenemos que decir -salta de inmediato la secretaria de prensa.

Hartson abandona la sala; la prensa sigue haciendo preguntas. Pero es demasiado tarde. Son las seis en punto. Ahora, las noticias locales tendrán que recomponer las piezas y todo lo que tienen es el sonido sin un solo fallo de Hartson. Tengo que concedérselo. Este acto lo han escenificado mejor incluso que el cumpleaños de la Primera Dama. Sin un solo momento que no fuera brillante. Incluso cuando Goldfarb pretendía estar abrumada, el Presidente se adelanta, suena sincero y salva el día. Defender a la amiga muerta; insinuar una cierta venganza. La firmeza ante el crimen nunca tuvo mejor representación.

Por supuesto, cuando se aclara el humo, sólo puedo concentrarme en quién era la persona por la que preguntaban los periodistas. No era Simon. Ni Nora, gracias a Dios. Era exclusivamente yo. Vaughn y yo. Dos hombres muertos.


A las ocho, para evitar la lata de las series infantiles de los viernes por la noche, el restaurante pasa a la CNN, justo a tiempo de ver otra vez la noticia. Pero cuando terminan de poner la frase definitiva de Hartson, la presentadora dice: «Mañana, el Washington Post publicará que en estos momentos las autoridades buscan a este hombre, Michael Garrick, para interrogarlo.» Cuando dicen mi nombre, aparece en la pantalla la foto de mi tarjeta de identidad. Es todo tan rápido que apenas puedo reaccionar. Lo único que puedo hacer es mirar a otro lado. Cuando termina, levanto la cabeza y observo el bar. Camarera. Barman. Hombres de negocios cenando su salmón de cuenta de gastos. Nadie más que yo lo sabe.


Como he estado más tiempo de la cuenta en las mesas, me cambio a la barra del restaurante, donde el barman está acostumbrado a los viajeros perdidos que sólo quieren mirar un rato la televisión.

– ¿Tienen servicio de objetos perdidos? -le pregunto-. Me parece que en el último viaje me olvidé unas cosas aquí.

Coge una caja de cartón de ketchup Heinz de detrás de la barra y me la pone delante. Entre llaveros y libros de bolsillo, selecciono unas gafas de sol y una gorra de béisbol de los Miami Dolphins. Mi padre hubiera cogido toda la caja.

– ¿Ya está? -pregunta el barman.

– Para empezar -digo poniéndome los Dolphins en la cabeza.

Para las nueve, ya he visto pasar la noticia cuatro veces. A las diez, el doble. No sé muy bien por qué sigo mirándolo, pero no puedo evitarlo. Es como si esperase que cambiara, que el locutor saliera y dijera: «Acaba de llegar a nuestra redacción: Nora Hartson admite tener un problema con las drogas; la Asesoría Jurídica de la Presidencia está totalmente corrupta; Garrick es inocente.» Por ahora, eso no ha sucedido. Cuando las luces de neón del restaurante se encienden y se apagan, entiendo la indirecta y me voy cojeando hacia las puertas de embarque. El tobillo está mejor, pero sigue entumecido. Me ajusto las gafas y, arrastrando la bolsa tras de mí, me hundo en un asiento de una esquina y estiro el cuello para ver las televisiones colgadas del techo. Tres horas más de CNN hacen subir el total a veinte. Cada vez, las palabras son idénticas. Por supuesto, hay algunas variaciones -los presentadores cambian adjetivos y entonaciones para que las cosas tengan vida: «… este hombre, Michael Garrick…», «… este hombre, Michael Garrick…», «… este hombre, Michael Garrick…»-, pero el mensaje siempre es el mismo. Mi cara está allí; mi vida; y mientras siga aquí sentado en mi propia fiestecita de caridad, irá poniéndose peor.


A las dos y quince de la mañana, un vuelo retrasado de Chicago llega a la terminal de US Airways. Cuando la gente sale del avión, dos guardias de seguridad se me acercan y me dicen que la terminal se cierra.

– Perdone, tenemos que pedirle que se marche -dice el segundo guardia.

Para asegurarme de que no me ven bien la cara, mantengo la cabeza baja y sólo les dejo ver el logotipo de los Dolphins.

– Creí que estaba abierto las veinticuatro…

– Las puertas se cierran por razones de seguridad. La terminal principal está abierta toda la noche. Si quiere usted esperar allí, puede hacerlo.

Sin levantar la vista, cojo la bolsa de viaje y dejo atrás la CNN.

A las tres de la mañana estoy tumbado en un banco pequeño junto a la cabina de información con la bolsa tapándome el pecho. En los últimos quince minutos, los guardias han echado a dos vagabundos. Yo llevo traje. Me dejan en paz. No es un escondite muy bueno, pero sí uno de los pocos donde me dejarán dormir. Aquí el metro no es como en Nueva York, aquí cierra a medianoche. Además, si las autoridades me están buscando, buscan a alguien que pretende marcharse. Y yo quiero quedarme.

Durante los quince minutos siguientes, me cuesta un buen trabajo mantener la cabeza levantada, pero tampoco consigo tranquilizarme lo suficiente como para dormir de verdad. Naturalmente, ando pensando en Nora y en cómo va a reaccionar, pero la auténtica verdad es que no puedo dejar de pensar en mi padre. A estas alturas, la prensa ya estará metiendo la excavadora en todo el resto de mi vida. No tardarán mucho en encontrarlo. Y por muy independiente que sea, sé que no está hecho para una cosa como ésta. Nadie lo está. Excepto, tal vez, Nora.

En un fundido, mi mente se va al camino del parque de Rock Creek. Siguiendo a Simon. Pillado con el dinero. Diciendo que era mío. Ahí empezó la bola de nieve. Hace apenas dos semanas. Desde ahí, las imágenes se precipitan. Vaughn muerto en la habitación del hotel. Nora en el tejado de la Casa Blanca. Los ojos de Caroline, uno recto, el otro torcido. Las escenas se emborronan entre sí y voy dibujando mentalmente cómo podría haber sido distinto. Siempre había una salida fácil, sólo que yo… no quería cogerla. No merecía la pena. Hasta ahora.

En Washington… No. En la vida… hay dos mundos separados. Uno es lo que se percibe como importante, y otro lo que es en realidad. Hace demasiado tiempo que comprendí que hay una diferencia.

Como los párpados se me cierran, tiro de la bolsa de viaje y me la subo hasta la barbilla. Va a ser una noche fría, pero por lo menos he tomado una decisión. Estoy harto de estar atrapado en una cabina telefónica.

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