CAPÍTULO 40

No me dejan irme de la Sala de Situación hasta las doce y cuarto de la noche, cuando los pasillos desiertos del EAOE sólo son una ciudad burocrática fantasma. En cierta manera, pienso, todo estaba planeado voluntariamente; de este modo, no hay nadie por aquí para hacer preguntas. Ni para cotillear. Ni para señalarme con el dedo y susurrar: «Es ése… es él.» Sólo hay silencio. Silencio y tiempo para pensar. Silencio y… Nora…

Bajo la cabeza y cierro los ojos queriendo creer como que no ha sucedido. Pero sucedió.

Cuando voy de regreso a mi despacho, dos pares de zapatos resuenan por el pasillo cavernoso: los míos y los del agente del Servicio Secreto que viene directamente detrás de mí. Me han cosido el hombro, pero cuando llegamos a la sala 170, la mano todavía me tiembla al abrir la puerta. El agente sigue observándome atentamente. En la antesala enciendo las luces y vuelvo a enfrentarme al silencio. Es demasiado tarde para que haya nadie aquí. Pam, Julian… los dos se habrán ido hace horas. Cuando todavía había luz de día.

No me sorprende que la oficina esté vacía, pero tengo que admitir que tenía la esperanza de que hubiera alguien. Pero la cosa es, sin embargo, que estoy yo solo. Y así será por un buen rato. Abro la puerta de mi despacho y trato de decirme otra cosa, pero en un lugar como la Casa Blanca, no hay mucha gente que…

– ¿Dónde coño andabas? -pregunta Trey, levantándose de un salto de mi sofá de vinilo-. ¿Qué tal estás? ¿Has llamado a un abogado? Me han dicho que no tienes, así que llamé a Jimmy, el cuñado de mi hermana, que me puso en contacto con ese tal Richie Rubin, y el tío dijo que…

– Está bien, Trey. No necesito abogado.

Vuelve la vista hacia el agente del Servicio Secreto que entró justo detrás de mí.

– ¿Estás seguro?

– ¿Cree usted que podríamos…? -le digo al agente, dirigiéndole una mirada.

– Lo siento, señor. Tengo órdenes de esperar hasta que usted…

– Escuche, sólo quiero estar unos minutos con mi amigo. No le pido nada más. Por favor.

Nos observa a ambos y finalmente dice:

– Si me necesita, estaré ahí fuera -señala la antesala con la cabeza y cierra la puerta al salir.

Cuando estamos solos, espero otra andanada de preguntas. Pero Trey, en cambio, se queda callado.

Echo una ojeada a la tostadora del alféizar. El nombre de Nora ya no está. Contemplo las letras digitales verdes que se mantienen, casi como si hubiera un error. Rogando para que sea un error. Lentamente, las líneas de letras luminosas parecen devolverme la mirada -parpadean, destellan-, su resplandor más acusado ahora que está oscuro. Tan oscuro. Oh, Nora… Las piernas me flaquean y me apoyo en la esquina de la mesa.

– Lo siento, Michael -me consuela Trey.

Apenas puedo tenerme en pie.

– Por si esto hace que te sientas mejor -añade-, creo que Nora no hubiera… no hubiera tenido una vida feliz. Después de…

Muevo la cabeza sin responder.

– Sí. Es cierto. -Trago saliva con fuerza; todo se pone borroso de nuevo.

– Si puedo hacer algo…

Le doy las gracias con un movimiento de cabeza, intentando encontrar el control de mí mismo.

– Te has enterado de que Lamb…

– Todo lo que sé es que ha muerto -dice Trey-. Lo dicen todos los noticiarios, pero ninguno sabe cómo ni por qué. El FBI ha programado el comunicado para mañana a primera hora.

Está a punto de decir algo más, pero su voz se apaga. No me sorprende. Está demasiado implicado para quedarse al margen. Conoce muy bien los rumores, pero, sencillamente, no quiere preguntar. Lo observo al otro lado de la habitación, lo miro juguetear con su corbata. Apenas si puede sostener mi mirada. Y aunque está pegado al sofá no quiere sentarse. Pero tampoco va a preguntar. Es demasiado buen amigo.

– Dilo, Trey. Alguien tiene que decirlo.

Levanta la vista calculando la situación. Después se aclara la garganta.

– ¿Es verdad?

Asiento con la cabeza, otra vez.

Las cejas de Trey pasan del arco de la curiosidad al círculo de la sorpresa. Se deja caer hasta el sofá.

– La esperé en mi despacho, tal como me dijiste. Mientras Pam y tú hurgabais entre los expedientes, pensé las posibles formas de mantenerla ocupada… expedientes falsos que repasar, llamadas falsas de teléfono que comprobar… hubiera sido perfecto. Pero no apareció.

– Sabía lo que estábamos tramando… lo supo todo el tiempo.

– Así que Lamb…

– Lamb borró su requerimiento del ordenador de Caroline, pero lo que no sabía es que ella era tan maniática como para guardar una copia en papel. Y el FBI no los necesitaba, tenían los expedientes originales. Si he de serte sincero, creo que Nora sabía dónde estaban. Quizá eso fuera su seguro, quizá fuera… quizá fuera algo más.

Trey me observa atentamente.

– Era algo más sin la menor duda.

Sonrío, pero la sonrisa desaparece rápidamente.

– ¿Y ella…? -me dice, vacilante-. ¿Estaba…?

– Peor de lo que te puedas imaginar. Tendrías que haberla visto… cuando entró Lamb… se lo había estado haciendo desde que tenía once años. En sexto grado, Trey. ¿Sabes qué clase de monstruo hay que ser? ¡Sexto grado, joder! ¡Y creían que les hacía un favor!

Mi voz coge velocidad, se precipita, salta, vuela para contarle el resto de la historia. De la pistola de Lamb a la vidriera; de que me friesen en la Sala de Situación a las disculpas exageradas de Adenauer, todo sale como un vómito. Trey no me interrumpe ni una sola vez.

Cuando termino, los dos quedamos allí sentados. Me cuesta horrores no mirar la tostadora, pero el silencio empieza a dolerme. Ella ya no está allí.

– ¿Y ahora qué? -acaba preguntando Trey.

Me acerco a la chimenea y descuelgo lentamente mi diploma de la pared.

– ¡Busca el chivo expiatorio! -continúa Trey-. Aunque tú no lo hayas hecho, van a presentarte como…

– No me van a presentar en ningún sitio -digo-. Por una vez, me creen.

– ¿Sí? -Hace una pausa, inclinando la cabeza-. ¿Por qué?

– Muchísimas gracias -digo, bajando el diploma al suelo y apoyándolo en la base de la chimenea.

– Lo digo en serio, Michael. Nora y Lamb están muer… Sin ellos dos, no tienes más que un requerimiento archivado que lleva el nombre de Lamb. ¿De dónde van a sacar el resto? ¿Movimientos en las cuentas bancarias de Lamb?

– Sí -digo, encogiéndome de hombros-. Pero también… -mi voz se apaga.

– ¿Qué?

No digo nada.

– ¿Qué? -repite Trey-. Dímelo.

Respiro hondo.

– El hermano de Nora.

– ¿Christopher? ¿Qué pasa con él?

– Aunque ahora esté en el internado -mi voz es de seca monotonía-, andaba por allí cuando iba al instituto. Y todos los veranos.

La expresión atónita del rostro de Trey me indica que es la primera vez que lo oye.

– Pero entonces… qué horror… ¿significa eso que…?

– La prensa no se enterará. Petición personal de Hartson. Llevara la vida que llevara, Nora Hartson morirá como una heroína que ha entregado su vida para atrapar al asesino de Caroline.

– Pero entonces, Lamb y ella…

– Sólo lo has oído porque eres un amigo. ¿Entiendes qué quiero decir?

Trey baja la cabeza y empieza a frotársela. Rápido. Más nervioso que incómodo. A menos que yo saque el tema, es la última vez que oiré hablar de ello.

Vuelvo a la pared de la chimenea, rae pongo de puntillas para alcanzar el retrato que el dibujante del tribunal me hizo durante la encerrona final de prácticas. Está cubierto con un cristal enorme y es mayor de lo que parece a primera vista. Y más grueso también. Necesito todo un segundo para cogerlo con ambas manos. Trey se precipita junto a mí para ayudarme a dominarlo.

– ¿Entonces qué van a hacer? -pregunta Trey mientras ambos lo apoyamos contra el diploma-. ¿Despedirte, u obligarte a dimitir?

Me quedo parado.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Quieres decir además de por esta sutilísima pista de verte desmantelar tu despacho? Es una crisis, Michael. Lamb y Nora están muertos y tú te acostabas con ella. Cuando las cosas se ponen tan calientes, hay que correr a ponerse a la sombra.

– No me han despedido -le digo.

– Entonces te pidieron que te fueras.

– No llegaron a decirlo, pero… tengo que hacerlo.

Se pone a mirar por la ventana. Todavía hay unos pocos periodistas de guardia en el prado.

– Si quieres, puedo echarte una mano en cuestiones de prensa.

– Sería estupendo.

– Y también podré seguir metiéndote en los actos verdaderamente buenos, no sé, el Estado de la Unión, el Baile Inaugural… lo que quieras.

– Te lo agradezco.

– Y te diré qué más… Cuando solicites tu próximo trabajo, donde sea, puedes estar seguro de que tendrás una carta de recomendación en papel de la Casa Blanca. Robaré un paquete entero, coño… podemos mandar cartas a toda la gente que odiamos: guardias de la ORA, tipos que llaman «machote» a todo el mundo, los de las tiendas que se comportan como si te estuvieran haciendo un favor, esas azafatas cabreadas de los aviones que siempre te engañan y te dicen que no les quedan almohadones («sólo uno por persona, tontito del culín, por mucha tortícolis que tengas»), como si uno fuera a dejarlos sin material para sus guerras de almohadas.

Por primera vez en dos días, me río. En realidad es más bien una tos mezclada con sonrisa. Pero ya es algo.

Trey toma aliento y va conmigo hasta la mesa.

– No lo digo en broma, Michael, de verdad. Pide lo que quieras y te lo conseguiré.

– Ya sé que sí -digo, repasando a toda prisa las pilas de papeles de mi mesa. Notas, horarios presidenciales, hasta mi informe de las escuchas: nada de eso es importante. Se queda todo. En el cajón de abajo a la izquierda encuentro unos pantalones de deporte viejos. Ésos me los llevo. El resto, cajón tras cajón, no lo necesito.

– ¿Seguro que estarás bien? -pregunta Trey-. Quiero decir, ¿qué vas a hacer con tanto tiempo?

Abro el cajón de arriba a la derecha y veo una nota manuscrita: «Llámame y llevaré comida china.» Debajo, un corazón minúsculo y la firma de Pam. Me meto la nota en el bolsillo y cierro el cajón.

– Estaré perfectamente. Te lo prometo.

– No es cuestión de estar perfectamente… es más que eso. Tal vez deberías hablar con Hartson…

– Trey, lo último que necesita ahora mismo el presidente de los Estados Unidos es que un recordatorio permanente de la horrible tragedia de su familia ande circulando por estos pasillos. Además, aunque me pidiera que me quedase… esto ya no es para mí… ya no.

– ¿De qué me hablas?

De un único movimiento habilidoso, descuelgo la foto mía con el Presidente de la pared de detrás de la mesa.

– Estoy listo -le digo, alargándole a Trey lo que queda de mi pared del ego-. Y por mucho que gruñas y te lamentes, ya sabes que es definitivo.

Trey contempla la foto y su pausa dura un segundo de más. Se acabó la discusión.

Me acerco a recoger el diploma y el dibujo de las prácticas, deslizo los dedos bajo el alambre del marco del cuadro, los levanto con la mano y me voy hacia la puerta. Al caminar me van golpeando en las pantorrillas. Puede que sea la última vez en mi vida que estoy en este sitio, pero cuando salgo del despacho, Trey viene justo detrás de mí.

Le lanzo una mirada rápida y le pregunto:

– ¿Entonces seguirás llamándome temprano todos los días para contarme lo que pasa?

– Mañana a las seis.

– Mañana es domingo.

– Entonces, el lunes.

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