CAPÍTULO 34

– Casi estamos -anuncia el taxista al cabo de veinte minutos.

Levanto la cabeza justo lo suficiente para atisbar por la ventanilla izquierda. Arriates de flores, césped bien cortado, cantidad de callejones sin salida. Cuando pasamos de largo ante las McMansions recientemente construidas que salpican el paisaje demasiado-consciente-para-ser-natural de Potomac, me dejo resbalar en el asiento, tratando de quedar a cubierto de las miradas.

– Menudo barrio -dice el conductor con un silbido-. Fíjese en las ranas del césped de ésa.

No me molesto en mirar. Estoy demasiado ocupado intentando pensar en otros sitios a los que huir. Es más difícil de lo que me había figurado. Gracias a la investigación inicial de antecedentes que hace el FBI, en mi expediente está toda la red al completo. Familia, amigos. Ellos lo comprueban todo, se apoderan de tu mundo. Lo que significa que si busco ayuda tengo que buscarla fuera del laberinto. La cosa es que, si alguien está fuera del laberinto, suele ser por una buena razón.

– Ahí es -digo, señalando lo que tengo que admitir que es una casa impresionante de estilo colonial de Nueva Inglaterra en la esquina de la Buckboard Place.

– ¿Tuerzo por aquí? -pregunta el taxista.

– No, siga recto.

Al pasar frente a la casa me giro para observarla desde la ventanilla trasera. Unos doscientos metros más allá señalo el camino de entrada vacío de una caseta desastrada. Césped sin cuidar, persianas despintadas. Igual que nuestra antigua casa. La vergüenza del vecindario.

– Pare aquí -digo, escudriñando las ventanas polvorientas de la fachada. No hay nadie. Esta gente trabaja.

Sin decir palabra entramos en el camino que va perpendicular a la calle. Detiene el coche de tal manera que sólo el maletero y la ventanilla de atrás quedan ocultos por la casa vecina. Es un magnífico escondite: una habitación con vistas.

En diagonal, más abajo de la manzana, mantengo la vista fija en la casa colonial. Tiene un amplio garaje para dos coches. El camino de entrada vacío.

– ¿Cuánto habrá que esperar hasta que vuelva? -pregunta el taxista-. Esto está subiendo de lo lindo.

– Ya le he dicho que le pagaré. Además -añado mirando el reloj-, esa persona llegará en seguida, ya no trabaja a jornada completa.

El taxista pone el taxímetro en espera y lleva la mano a la radio.

– ¿Qué le parece si pongo las noticias para que podamos…?

– ¡No! -bramo.

– Lo que usted quiera, hombre -dice enarcando una ceja-. Lo que usted quiera.


Al cabo de quince minutos, Henry Meyerowitz aparece en la calle conduciendo su crisis de madurez personal: un descapotable Porsche negro de 1963. Muevo la cabeza al ver las matrículas personalizadas que dicen fumar. Odio a la familia de mi madre.

Para ser justos, sin embargo, es el único que alguna vez me echó una mano. En el funeral me dijo que tenía que llamarlo, que le encantaría invitarme a una buena cena. Cuando se enteró de que había conseguido un trabajo en la Casa Blanca, reiteró la oferta. Con la esperanza de tener una relación familiar que pudiera significar algo, le tomé la palabra. Me acuerdo de venir explorando hasta aquí la semana después de empezar a trabajar, tuve que usar incluso un mapa de la Asociación Americana de Automovilistas para manejarme por las callejuelas laterales, pero hasta que me vi dando vueltas por la propia urbanización no me di cuenta de que no habían invitado a mi padre. Sólo a mí. Sólo a la Casa Blanca.

Peor para ellos, pero siempre ha sido un negocio conjunto. No me importa si son la otra parte de la familia, hicieron lo mismo con mi madre. Si no querían a mis padres, no me tendrían a mí. Después de pasarme casi una hora aparcado a la vuelta de la esquina, me fui a una gasolinera y lo llamé por teléfono para decirle que me había surgido algo. Y nunca volví a llamarlo. Hasta ahora.

Henry toma a la izquierda para entrar en Buckboard Place y yo cojo la manilla de la puerta del taxi. Estoy a punto de abrirla cuando descubro que un sedán negro se mete detrás de él en el camino de acceso. Dos hombres salen del coche. Trajes oscuros. No tan robustos como los del Servicio Secreto. Más como los tipos de mi edificio. Se acercan a mi primo, abren una carpeta y le enseñan una fotografía. Estoy bastante más allá de la calle, pero puedo descifrar desde aquí su lenguaje corporal.

No lo he visto, dice mi primo moviendo la cabeza.

¿Le importa que entremos de todos modos?, pregunta el primer agente, señalando la puerta.

Por si acaso aparece, añade el segundo agente.

Henry Meyerowitz no tiene elección. Se encoge de hombros. Les indica que pasen con un gesto.

La puerta de la casa estilo colonial de Nueva Inglaterra se va a cerrar ante mis narices.

– Vámonos de aquí -digo al taxista.

– ¿Qué?

– Que nos vayamos de aquí. Por favor.

Los agentes del FBI están entrando detrás de mi primo. Instintivamente, el taxista gira la llave y el motor ruge.

– ¡Todavía no! -le grito.

Demasiado tarde. El taxi se estremece y arranca. El agente que está más cerca de la puerta se para. Yo no me muevo. El agente se gira desde la puerta y mira hacia nosotros. Aguza la vista intensamente pero no ve nada. Todo va bien, me digo para mis adentros. Me parece que desde este ángulo estamos…

– ¡Allí! -grita, señalándonos con el dedo-. ¡Allí está!

– ¡FBI! -chilla el primer agente sacando una placa.

– ¡Vámonos de aquí! -le grito al taxista.

No se mueve.

– ¿A qué espera?

La triste mirada de sus ojos lo dice todo. No arriesgará su medio de vida por una carrera.

– Lo siento, muchacho.

Miro por la ventanilla de atrás. Los dos agentes se acercan. La decisión es simple. No voy a ser un prisionero. Por ahí fuera todavía tengo una oportunidad. Y si me entrego, nunca descubriré la verdad.

Abro la puerta de una patada y salto afuera. Como sé que sólo me quedan unos pocos dólares en la cartera, me arranco los gemelos presidenciales, se los tiro al taxista por la ventanilla y salgo corriendo. Sin saber muy bien adonde ir, me precipito por el camino arriba y rodeo la casa por un lado. Detrás de mí, el taxista hace un giro de cuarenta y cinco grados hacia atrás, justo lo suficiente para bloquear el paso de los agentes.

– ¡Quite esta mierda de aquí! -le chilla uno de los agentes mientras yo paso por el patio trasero. Agarro dos postes de la valla de madera que rodea el patio y salto por encima. Aterrizo en el patio de la casa abandonada y oigo a los del FBI trepar por encima del taxi, sus zapatos resuenan contra la chapa de metal.

– ¡Está en el otro patio! -exclama uno de los agentes.

Sigo corriendo hacia la parte delantera de la casa y me encuentro en la manzana vecina. Cruzo la calle a toda prisa, subo corriendo otro camino de entrada hacia el patio trasero de una tercera casa. En éste, la valla trasera de la finca es demasiado alta para escalarla, pero las de los lados son más bajas. Salto sobre una de ellas al patio de la derecha. Desde allí supero la valla trasera y doy a otra manzana más. Por el rápido vistazo que les di cuando corrían hacia el taxi tengo la impresión de que los dos agentes andan por los cuarenta y pocos años. Yo tengo veintinueve. Eso debería bastar.

– ¡Entrégate, Garrick! -grita uno de ellos a sólo un patio por detrás.

Entonces recuerdo que soy abogado.

Se me va acercando, casa a casa. Lo percibo en cada valla. Su voz suena cada vez más fuerte. Cuando empecé a correr estaba por lo menos a un minuto de mí. Ahora, son menos de treinta segundos. Pero cuando aterrizo en el patio trasero de una casa beige estilo Tudor, alzo la vista justo a tiempo de ver la mejor escapatoria: un enorme autobús metropolitano azul y blanco pasa delante del camino, arrastrando una nube negra de humo de escape. Al pasar, chirrían los frenos. ¡Se para! Esprinto camino abajo. Y efectivamente, al salir a la calle, está esperando en la esquina.

– ¡Espere! -grito con toda la fuerza de mis pulmones.

A bordo, una anciana que lleva una bolsa de compra arrugada desciende los peldaños con dificultad.

Corro a toda velocidad, está casi al alcance de la mano. La señora llega a la acera y dice adiós con la mano al conductor. Mi mano tropieza contra el neumático trasero derecho del autobús al lanzarme sobre la puerta.

– ¡FBI! -grita a mis espaldas el agente-. ¡No lo deje subir!

Estiro la mano… casi estoy… si consigo entrar, ya estaré…

La puerta se cierra de golpe antes de que lo consiga. Se acabó. Lo he perdido. No puedo creer que lo haya perdido. El autobús arranca despacio, lanzándome una nube de humo negro a la cara. Me giro y veo que el agente del FBI está a menos de veinte metros. Estoy demasiado fatigado… no puedo… pero no hay elección. Cruzo la calle corriendo y subo por el camino de la casa más próxima. En pocos segundos estoy en el patio de atrás. Al contrario de los demás, éste está cerrado por una verja negra de hierro forjado. Dos metros de alto, demasiado para trepar. Busco otra salida. El agente ya está en el camino. No hay más salida que hacia arriba. Agarro una mesa de un patio español que hay al lado, la apoyo contra la verja y salto sobre ella. Es el impulso que necesitaba. Desde esta altura, me cojo con las manos a dos de las lanzas de metal negro y me doy impulso hacia arriba. Detrás de mí, el agente se acerca. Maniobro con cuidado sobre las lanzas en forma de flor de lis y noto que se aprietan contra mi muslo. Despacio… despacio…

– ¡Ya te tengo! -exclama el agente. Me agarra por el tobillo mientras me encaramo a esa alta verja. Suelto el pie y le doy una patada directamente en la cara. Cae para atrás y me suelta justo cuando supero la verja, pero al caer al suelo yo pierdo el equilibrio. Aterrizo sobre el tobillo, que se me tuerce bajo el peso. Un espasmo caliente me recorre la pierna izquierda. Me levanto a trompicones, no hago caso del dolor y me voy cojeando. Al otro lado de la verja, el agente ya se ha subido a la mesa.

El tobillo me duele, pero corro. Sigo corriendo.

Él trepa a la verja con un tremendo impulso y pasa una pierna por encima. No está firme, pero todo lo que tiene que hacer es…

– ¡Aaaah! -chilla.

Me vuelvo corriendo. En lo alto de la verja, se ha clavado una de las puntas en el muslo. La sangre le corre lentamente pierna abajo. Me estremezco sólo de verlo.

– ¿Está usted bien? -le grito.

No me contesta; tiene la cara retorcida de dolor.

A lo lejos, oigo al otro agente.

– Lou, ¿estás por ahí? ¡Lou!

Encontrará a su socio muy pronto. Es hora de que yo me largue. Apoyo todo el peso en la pierna buena y me voy cojeando de allí lo más de prisa que puedo. Cinco calles más allá, veo otro autobús. Esta vez logro subir. Cuando las puertas se cierran oigo la sirena de una ambulancia por allí cerca. Lo han hecho rápido. De pie en la delantera del autobús, miro por el parabrisas y contemplo las luces intermitentes que avanzan en nuestra dirección.

– ¿Va a pagar el billete o qué? -me pregunta el conductor, devolviéndome de golpe a la realidad.

– S-sí -digo. La ambulancia se cruza con nosotros a toda velocidad y yo busco mi cartera y meto un dólar en la máquina. Cuando me dirijo a la parte de atrás del autobús, noto el zumbador de mi busca en el bolsillo. Lo saco y reconozco el número inmediatamente. Es el mío. Sea quien sea, está en mi despacho.


El autobús tarda veinte minutos en pararse en el parking trasero de la estación del metropolitano de Bethesda. Desde allí puedo acceder al tren y a todas sus conexiones: centro, salir de la ciudad, cualquiera de las intermedias. Pero primero tengo que encontrar un teléfono. Me meto en el edificio de la estación, esquivo la muchedumbre que se dirige hacia la escalera mecánica absurdamente larga y me dirijo hacia la batería de teléfonos públicos que está a mi derecha. Todavía tengo algunas monedas en el bolsillo, pero después de mi conversación con Pam, no voy a correr riesgos. En vez de marcar directamente mi número, cojo el teléfono y llamo al número 900 que me conectará con la central. En cuanto esté conectado con el sistema telefónico de la Casa Blanca, será mucho más difícil localizar mi llamada.

«Ha llamado usted a la centralita principal -dice una voz mecánica de mujer-. Si desea una extensión de oficinas, marque uno.» Marco el cero.

– Operadora central 34 -contesta alguien en seguida.

– Acabo de recibir un busca de Michael Garrick, ¿puede usted ponerme?

– ¿Puede repetirme el apellido?

Parece completamente sincera. Bien, todavía no lo saben todos.

– Garrick -digo-. De Asesoría Jurídica.

A los pocos segundos suena el teléfono de mi despacho. Quienquiera que esté allí, en el identificador de llamadas sólo verá la palabra «Central».

– Muy astuto -contesta Adenauer-. Llamar a través de la central.

El puño se me crispa sobre el auricular. Sabía que era él. En realidad, me sorprende que tardase tanto.

– No fui yo -insisto.

– ¿Por qué no me contó lo del dinero, Michael?

– ¿Me hubiera creído?

– Inténtelo. ¿De dónde lo sacó?

Estoy harto de que me ande acosando.

– Hasta que me den alguna garantía, no diré nada.

– Dar garantías es fácil, pero ¿cómo voy a saber que me dice usted la verdad?

– Tenía un testigo. Aquella noche no estaba solo.

Al otro lado de la línea se produce una breve pausa. Recordando el consejo de Vaughn sobre la localización de llamadas, miro el segundero de mi reloj. Ochenta como máximo.

– Me está usted mintiendo, Michael.

– Yo no…

Adenauer interrumpe con algo que suena como el zumbido de una grabadora.

«La noche pasada, jueves tres», dice una voz femenina.

¡Oh, no! -pienso-. Antes de que parase la cinta…

«¿Anoche quiere decir el jueves 3?»

«Quiero decir, exactamente -dice mi voz grabada-. De todos modos, yo iba en coche por la calle Dieciséis cuando vi…»

«Antes de seguir, ¿iba alguien contigo?»

«Eso no es lo importante…»

«Limítate a contestar la pregunta», dice Caroline.

«No. Iba solo.»

– ¿Había olvidado que teníamos la cinta? -pregunta Adenauer en un tono un poco demasiado satisfecho de sí mismo.

El segundero corre. Quedan treinta.

– Le juro que… ésa no es…

– Encontramos a Vaughn -dice Adenauer-. Y la pistola, basta de mentiras, Michael. ¿Lo hizo por Nora?

– Le estoy diciendo que…

– ¡Deje ya de cabrearme, coño! -explota Adenauer-. ¡Cada vez me cuenta una historia diferente!

Veinte segundos.

– ¡No es ninguna historia! ¡Es mi vida!

– No tiene más que venir aquí. -Está tratando de ponerse amable, preocupado de que me escape-. Si nos ayuda, si nos entrega a Nora, le prometo que todo el proceso será mucho más fácil.

– Eso no es verdad.

– Sí que es verdad. Sea usted listo, Michael. Cuanto más tiempo esté huido, peor pintarán las cosas.

Diez segundos.

– Tengo que marcharme -digo con voz temblorosa-. Necesito… necesito pensar.

– Dígame simplemente que vendrá usted. Déme su palabra y estaremos de su lado. ¿Qué me dice?

– Tengo que irme.

Se le ha agotado la paciencia y yo estoy a punto de colgar.

– Déjeme decirle algo, Michael: ¿recuerda que Vaughn le dijo que se necesitaban ochenta segundos para localizar una llamada telefónica?

– ¿Pero cómo…?

– Estaba equivocado -dice Adenauer-. Nos vemos.

Cuelgo el teléfono de golpe y me vuelvo lentamente. Detrás de mí hay una muchedumbre de viajeros haciéndose sitio a codazos por la escalera mecánica. Hay al menos tres personas que me miran directamente: una mujer con gafas de sol estilo Jackie Onassis y dos hombres que me observan por encima de un periódico. Antes de que pueda reaccionar, los tres desaparecen por la escalera. La mitad de la gente baja hacia el metro; la otra mitad sube hacia la salida de la calle. Escudriño el resto de la multitud en busca de miradas sospechosas y movimientos forzados. Esto es Washington D. C, a la hora punta. Cualquiera puede ser.

Mi cuerpo se tensa. Siento la tentación de echar a correr, pero no lo hago. No tendría sentido. No pueden localizar una llamada a través de la central. Es imposible: lo único que pretende es que me asuste, que cometa una equivocación. Descubierto el farol, doy un paso vacilante hacia la muchedumbre. Por muy buenos que sean, nada es tan rápido. Sigo diciéndome a mí mismo esa frase al subir en la escalera mecánica y quedar absorbido por la masa de gente.

Aprieto la mandíbula, procurando olvidarme del tobillo. Nada que pueda hacer que parezca fuera de lugar. Echo una ojeada en derredor cuando llegamos arriba, pero todo está tranquilo. Van pasando coches, los viajeros se dispersan. Sigo a otros dos pasajeros hasta la parada de taxis inmediata, me pongo en la cola y cojo uno. Sólo otro día más de trabajo.

– ¿Adonde? -me pregunta el taxista al entrar.

No hago caso de la pregunta y miro, nervioso, a derecha e izquierda. En busca de un apoyo de seguridad, mi mano se va por instinto hacia la corbata. Pero al ir a tocarla, me doy cuenta de que no está. Casi lo había olvidado. Estaba llena de sangre.

– Vamos a ver -me dice el taxista-. Necesito que me diga un destino.

– No lo sé -tartamudeo al fin.

Me mira por el retrovisor.

– ¿Se encuentra usted mal?

Vuelvo a ignorar la pregunta. No puedo creer que Adenauer tenga la cinta, sabía que nunca tenía que haber dejado que Caroline empezara a grabar, incluso aunque la paré pronto, hay lo bastante como para… No quiero ni pensarlo. Me inclino hacia adelante sobre la tapicería sucia del asiento y me sujeto entre las manos el tobillo hinchado y me siento a punto de colapso. Puede que haya conseguido salir de los suburbios, pero tengo que planear algo. Sigo necesitando algún sitio adonde ir. Algún sitio donde pensar.

Mi casa no sirve. Ni el apartamento de Trey. Ni el de Pam. Tengo unos cuantos amigos de la universidad y la Facultad de Derecho, pero si el FBI manda a gente a casa de mi primo, eso significa que están cubriendo todas las posibilidades de mi expediente, y alguna más. Y tampoco estoy dispuesto a hacer correr riesgos a más amigos y parientes. El ojo se me empieza a torcer una vez más. No hay manera de evitarlo. Todo depende de mí.

Todo lo que queda es un motel que esté cerca. No es mala opción, pero tengo que hacerlo con mucho cuidado. Nada de tarjetas de crédito, ni nada que los pueda llevar hasta mí. Abro la cartera y veo que estoy casi seco: sólo me quedan veinte dólares en efectivo, mi billete de dos dólares de la suerte y una tarjeta del metro. Lo primero es lo primero.

– ¿Qué me dice de un cajero automático?

– Eso ya está mejor -dice el taxista.


Introduzco la tarjeta en la ranura y marco el PIN de cuatro números. Incluso teniendo en cuenta el límite diario de seiscientos dólares que pone el banco para los reintegros, tendría que haber más que suficiente para poder pasar la noche. Luego empezaré a pensar en una solución. Tecleo la cantidad de dinero y espero que la máquina haga sus movimientos y ruiditos. Pero en vez de oír el siseo de los billetes al salir, veo en la pantalla un mensaje que dice: «Esta operación no puede realizarse. Espere un momento.»

¿Qué? Puede que intentase sacar demasiado. Aprieto el botón de cancelar para empezar de nuevo. Esta vez aparece un nuevo mensaje: «Para recuperar su tarjeta, póngase en contacto con el director de su oficina o con su entidad financiera local.»

– ¿Qué? -aprieto otra vez cancelar, pero no hay respuesta. La máquina vuelve al principio y en la pantalla aparecen las palabras «Por favor, introduzca la tarjeta». No lo entiendo. ¿Pero cómo…? Miro fijamente la máquina y recuerdo que el informe general del FBI incluye la relación de todas las cuentas bancarias en activo-. ¡Mierda! -exclamo, dando un puñetazo contra el vidrio irrompible. Se han quedado mi tarjeta.

Me niego a rendirme y saco una tarjeta de crédito y la meto en la máquina. Sólo necesito un anticipo en efectivo. Pero, sin embargo, de nuevo aparecen en la pantalla las palabras «Esta operación no puede realizarse. Espere un momento».

El sol apenas ha empezado a ponerse, así que cuando me doy la vuelta todavía hay luz suficiente para que el taxista pueda ver la expresión de mi cara. Pone una marcha. Reconoce una carrera inútil en cuanto la ve.

– ¡Espere! -le grito.

Los neumáticos chirrían. Se ha largado. Y yo estoy en medio de la calle. La última vez que me pasó esto, tenía siete años. Volviendo a casa desde la peluquería del pueblo, papá decidió coger un atajo nuevo a través del patio de la escuela recién asfaltado. Dos horas más tarde se le había olvidado dónde vivíamos. Podía haber ido a un teléfono público y llamar a mi madre, pero eso no se le ocurrió.

Por supuesto que, entonces, aquello era una aventura. Perdido en el laberinto de edificios de apartamentos, no paraba de bromear acerca de que estuviésemos donde estuviésemos, aquél sería su sitio preferido para jugar al escondite. Yo no podía parar de reír. Es decir, hasta que él se puso a llorar. Sentirse frustrado siempre le causaba aquel efecto. Aquel lamento agudo de adulto desesperado es uno de mis recuerdos más antiguos, y uno que desearía poder olvidar. Pocas cosas se te clavan tan adentro como las lágrimas de un padre.

Aun así, aun viniéndose abajo, intentaba protegerme, refugiándome entre las paredes de cristal de una cabina telefónica.

«Tendremos que dormir aquí hasta que mamá nos encuentre», dijo cuando empezaba a oscurecer.

Yo me senté en la cabina. Él se apoyó contra ella por fuera. A los siete años, yo estaba verdaderamente asustado. Pero ni la mitad de asustado que ahora.

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