CAPÍTULO 33

Con la boca tan abierta que me llega a los tobillos, contemplo el túnel secreto de los sótanos de la Casa Blanca.

– ¿Cuándo…? ¿Dónde…?

Nora da un paso hacia mí y me coge de la mano.

– Estoy aquí, Michael. Soy yo. -Viendo mí expresión atónita, añade-: Puede que en las películas no lo saquen muy bien, pero eso no quiere decir que sea mentira.

– Pero es que…

– Venga, vamos.

En el tiempo que parpadeo, ha desaparecido. De cero a sesenta. Instantáneo. El túnel tiene paredes de cemento y está mejor iluminado de lo que hubiera esperado. Parece ser un pasadizo directo por debajo del Ala Oeste.

– ¿Y adonde va a parar?

No me oye. O no me oye, o no me lo quiere decir.

Al final del túnel hay otra puerta de hierro. Nora teclea el código frenéticamente. Las manos le tiemblan apreciablemente. Contemplamos el cierre electrónico, esperando ansiosos el chasquido para acceder. No suena.

– Inténtalo otra vez -digo.

– ¡Lo estoy intentando! -y vuelve a introducir el código. Otra vez nada.

– ¿Qué es lo que pasa? -pregunto. Aprieto los puños con tanta fuerza que me duelen los brazos.

– ¡Déjanos salir! -grita Nora, levantando la cabeza.

– ¿Quién…? -Sigo su mirada hasta una esquina del techo. Hay una pequeña cámara de vigilancia enfocada hacia nosotros.

– ¡Sé que estás mirando! -continúa-. ¡Déjanos salir!

– Nora -digo cogiéndola por el brazo-, tal vez no deberíamos…

Me aparta de un empujón. Está mirando a la cámara de la misma manera que miraba a los del Servicio Secreto la primera noche que salimos.

– No estoy jugando, gilipollas. Éste es mi novio. Llama a Harry, él lo autorizará.

Ahora está haciendo una apuesta. Harry puede que me diera paso, pero lo seguro es que no sabe que estamos escapándonos.

– ¿Puedes creértelo? -me dice, forzando una carcajada desdeñosa y echándose el pelo para atrás-. Estoy tan confusa.

Capto la idea. Pero relajar las manos y tranquilizar la respiración me exige un esfuerzo sobrehumano.

– No, no tienes por qué -apoyo un brazo contra la pared como sin darle importancia-. Me pasó lo mismo la última vez que estuve en el Gulag.

Es un gran momento. Y también falso. Probablemente siempre haya sido así.

Nora me mira con una sonrisita cómplice y luego mira otra vez a la cámara.

– ¿Qué? ¿Lo has llamado?

Silencio. Estoy a punto de desmayarme de angustia, con ansias de darme la vuelta y echar a correr. Pero entonces, de improviso, chasquea un cerrojo que corre. Nora abre la puerta y me hace salir. La cámara ya no puede vernos.

– Estamos en los sótanos del edificio del Tesoro -susurra.

Asiento con la cabeza. Es el edificio de al lado de la Casa Blanca.

– Puedes subir por la rampa del aparcamiento hasta la East Exec, o coger una escalera y salir por el Tesoro. Por las dos se llega afuera.

Me voy directo a la escalera. Nora viene detrás. Me doy la vuelta, levanto el brazo y la detengo, dejándola en el umbral del túnel.

– ¿Qué? -me pregunta.

– ¿Adonde vas?

Me mira de la misma forma que miró a mi padre cuando se puso histérico.

– Lo decía de verdad. No voy a dejarte, Michael. Después de todo esto, no.

Por primera vez desde que empezamos a correr mi ojo deja de dar vueltas.

– No tienes por qué…

– Sí. Sí que tengo.

– No, Nora -digo moviendo la cabeza-. Y agradezco el ofrecimiento, pero los dos sabemos lo que pasará. Si te pillan andando por ahí con el máximo sospechoso para la prensa…

– No me importa -exclama-. Por una vez, merece la pena.

Me acerco más a ella y trato de obligarla a volver hacia la puerta. No cede.

– Por favor, Nora, no es momento de estupideces.

– ¿Así que ahora es una estupidez que quiera ayudarte?

– No, la estupidez es pegarte un tiro en los dos pies. En cuanto la prensa nos relacione, te saltarán al cuello. En todas las primeras páginas. En todas las cabeceras. «Primera Hija, relacionada con presunto asesino.» Harán que tu famosa historia del Rolling Stone parezca la última página de People.

– Pero…

– Por favor, por una vez, no discutas. En estos momentos, lo mejor que puedo hacer yo es ser discreto. Si tú andas alrededor, será imposible, Nora. Al menos de este modo los dos estaremos a salvo.

– ¿De verdad piensas que estás a salvo?

No respondo.

– Por favor, Michael, ándate con cuidado.

Sonrío y me dirijo a la escalera. Oyéndola hablar así… no es fácil marcharse.

– ¿Entonces adonde vas? -me grita.

Me quedo helado. Los ojos se me estrechan. Y, lentamente, me vuelvo. Detrás de ella, el exterior de la puerta de acero reforzado está camuflado para que parezca una salida normal. Todo el asunto es una ilusión.

– Ya te lo diré cuando llegue -le contesto. No queda nada por decir, así que me giro y echo a andar. Luego a trotar.

– Michael, ¿y qué hay de…?

Luego a correr. Adelante. No mires atrás. A mis espaldas la oigo gritar mi nombre. Lo dejo correr.


Me lanzo por la escalera interior del edificio del Tesoro, saltando los escalones de dos en dos. La voz de Nora se ha ido perdiendo a lo lejos y me concentro exclusivamente en el pequeño letrero en blanco y negro que dice «Salida a vestíbulo principal». Al acercarme a la puerta quisiera abrirla de una patada y salir a toda velocidad a la entrada principal. Pero, temeroso de llamar la atención, la abro un poquito y escudriño el exterior justo lo suficiente como para descubrir dónde demonios estoy. Al fondo del vestíbulo, frente a mí, hay un detector de metales y una mesa de recepción. Tras ella, dándome la espalda, hay un par de agentes del Servicio Secreto de uniforme. Maldición, ¿cómo voy a pasar? Espera… no tengo que pasar por ningún sitio. Ya estoy dentro. Todo lo que tengo que hacer es salir. Salgo de la escalera, enderezo los hombros, revisto de confianza mi apariencia y avanzo con firmeza hacia el torno de la salida. Al ir acercándome, veo que los agentes comprueban la identificación de los visitantes para dejarlos pasar. Ninguno de los dos se ha fijado en mí.

Estoy a menos de tres metros del torno. ¿Necesito enseñar mi identificación para salir? Observo a la mujer que está delante y creo que no. Me meto en el torno, pero justo cuando mi cintura se apoya en la barra de metal, el agente más próximo se vuelve hacia mí. Fuerzo una sonrisa y lo saludo levantando dos dedos de la mano.

– Que tengan un buen día -añado.

Asiente con la cabeza sin decir palabra, pero continúa mirando. Al pasar por el torno noto su mirada en la nuca. Ignóralo. Que no te entre el pánico. Unos pocos pasos más hasta la puerta de cristal que lleva al exterior. Ya casi estás. Un poquito más. Al otro lado de la calle veo la entrada blanco y oro del Oíd Ebbitt Grill. Ya está. Si piensa pararme, tendrá que ser antes de cinco segundos. Cuatro. Tres. Me apoyo en la puerta y la empujo. Dos. Es su última oportunidad. Uno. La puerta se vuelve hacia atrás a mis espaldas y me deja solo en la calle Quince. He salido.

El primero al que descubro está justo pegado al edificio: complexión robusta, traje oscuro, gafas de sol negras. Hay otro a mitad de la manzana. Y dos de uniforme en la esquina. Todos del Servicio Secreto. Y por lo que puedo ver, tienen toda la manzana cubierta.

El pánico me hace rodar la cabeza y me esfuerzo por permanecer firme. Qué rápido se movilizan… Por supuesto, es su trabajo. Esquivo al primer agente y avanzo por la acera tan de prisa como puedo. Mantén la cabeza baja y no dejes que te vean bien.

– ¡Alto ahí! -grita el agente.

Finjo que no lo oigo y sigo adelante. Veinte metros más allá hay otro agente.

– Le han pedido que no se mueva, señor -me dice.

Las manos se me llenan rápidamente de sudor. Mi respiración es tan trabajosa que la siento retumbar. El agente cuchichea algo en el cuello de su camisa. Oigo a lo lejos el lamento penetrante de una sirena de policía. Viene hacia mí. Se acerca. Busco en todas direcciones por dónde huir. Estoy rodeado. Por la Puerta Sureste aparecen dos guardias en moto que vuelan hacia mí. En cuanto los veo, me quedo helado e, instintivamente, levanto las manos para rendirme.

Sin embargo, para mi sorpresa, pasan de largo, zumbando. Los sigue una limusina, seguida de otra limusina, seguida de un Chevrolet Blazer, seguida de una furgoneta, seguida de una ambulancia, seguida de otros dos guardias en moto. Cuando desaparecen calle arriba, los agentes los siguen. A los pocos segundos, las nubes se han disipado y el cielo claro ha vuelto a la zona. Inmóvil donde estaba, suelto una risa nerviosa. No era una caza del hombre, era una comitiva. Simplemente una comitiva de servicio.


Sin tiempo para esperar el metro, me meto en un taxi y regreso a mi apartamento. La nota de la cita con Vaughn no estaba en la habitación de Nora, lo que significa que o bien ella la quitó de allí o está todavía en mi cama. Volver a casa puede ser arriesgado, pero necesito conocer esa respuesta. Antes de que el taxista me deje, le pido que dé una vuelta a la manzana para así poder observar las matrículas. No hay tarjetas de prensa ni placas federales a la vista. Hasta aquí, todo estupendo.

– Aquí mismo está bien -le digo cuando se acerca a la entrada trasera de servicio.

Le lanzo un billete de diez dólares, cierro la puerta y subo de un salto el pequeño tramo de escalones. Escudriño la zona lo mejor que puedo pero no me permito perder tiempo y arriesgarme a que me pillen. Si el Post informa de que yo soy el principal sospechoso, Adenauer no va a esperar a las cinco para cogerme. Probará a hacerlo ahora mismo. Naturalmente, la única razón por la que acepté ir era que creía que obtendría la información de Vaughn. Después de lo que pasó, sin embargo… bueno… ya no.

Entro con precaución por la parte de atrás del vestíbulo con la vista alerta a cualquier cosa que pueda haber fuera de lo habitual. Cuarto de buzones, zona de recepción, conserjería… todo parece en orden. Asomo la cabeza por la esquina, escudriño la entrada principal del vestíbulo y el exterior de la puerta de entrada. Mañana a esta hora la prensa estará acampada ahí fuera, a menos que discurra algún modo bien sólido de demostrar que ha sido Simon.

Convencido de que no hay nadie, cruzo a toda prisa por delante de la conserjería hacia el ascensor. Pulso el botón de llamada, las puertas se abren y me dispongo a entrar.

– ¿Adonde va usted? -pregunta una voz grave.

Me giro rápidamente y choco contra las puertas del ascensor que se están cerrando.

– Perdone, Michael -dice riendo-. No pretendía asustarlo.

Respiro hondo. No es más que Fidel, el portero. Está mirando la televisión detrás del mostrador y como tiene el sonido quitado es fácil no fijarse.

– Demonios, Fidel, ¡casi me da un infarto!

Sonríe tan ampliamente como puede.

– Los Orioles van ganando a los Yanquis… final del segundo.

– Deséales suerte de mi parte -le digo, volviendo hacia el ascensor. Aprieto el botón de llamada nuevamente y las puertas se abren.

En el momento de entrar, Fidel me dice:

– Por cierto, ha venido por aquí su hermano.

Cuando las puertas están a punto de cerrarse pongo el brazo entre ellas.

– ¿Qué hermano? -le pregunto.

– Uno… de pelo castaño. -Fidel parece alarmado-. Estuvo aquí hará diez minutos… Dijo que tenía que coger algo de su apartamento.

– ¿Le diste la llave?

– No -dice Fidel, vacilando-. Dijo que ya la tenía. -Coge el teléfono y añade-: ¿Quiere que llame a ver si…?

– ¡No! No llames a nadie. Todavía no. -Entro de un salto en el ascensor y dejo que se cierren las puertas. En vez de apretar el botón del séptimo piso, aprieto el sexto. Sólo por seguridad.

Cuando el ascensor se abre en el sexto piso, corro directamente hacia la escalera del otro lado del vestíbulo. Subo sin hacer ruido hasta el séptimo. Si el FBI espera pillarme por sorpresa, yo no tendría que estar aquí. Pero si es Simon, si él mató a Vaughn para tener las cosas ocultas, podría estar plantándome algo… Me corto en seco. No pienses en ello. Lo averiguarás bastante pronto.

En el rellano del séptimo piso atisbo por la mirilla de la puerta de la escalera. El problema es que mi apartamento está al final de todo el pasillo, y desde aquí no puedo verlo. No hay manera de evitarlo, para mirar tengo que abrir. Pongo la mano en la manilla y respiro hondo. Está bien, me digo. Gírala. Suave y preciso. No demasiado de prisa.

Tiro lentamente de la pesada puerta de metal. Cada chirrido suena como un gritito. Oigo voces que murmuran al fondo del pasillo. Más bien discuten. Pongo el pie de tope en la puerta, la abro y espío con cuidado el pasillo. Al ir abriendo la puerta poco a poco, el pasillo se va ofreciendo a la mirada. El ascensor… el cuarto de la basura… la puerta del vecino… mi puerta… y los dos hombres de traje oscuro que juguetean con mis cerraduras. Los hijos de puta están forzándola. La mitad de mi torso está ya en el vestíbulo cuando un fuerte campanillazo anuncia la llegada del ascensor. Las puertas se deslizan hacia los lados y los dos hombres de traje oscuro miran directamente… hacia mí.

– ¡Ahí está! -exclama uno de ellos-. ¡FBI! ¡Quédese donde está!

Directamente enfrente de mí, Fidel sale del ascensor sin enterarse de lo que pasa.

– Michael, quería asegurarme de que…

– ¡Agárralo! -grita el segundo agente.

¿Agárralo? ¿Con quién está habí…? La cabeza se me va para atrás al recibir un empellón por la espalda. Siento un brazo que me pasa por el cuello y otro por debajo del brazo. Estos chicos vinieron preparados.

Aterrado, lanzo el codo hacia atrás con toda la fuerza que puedo e impacto directamente en el estómago de mi atacante. Suelta un gemido gutural y su presa se afloja y me escabullo.

– ¿Pero qué…? -exclama Fidel.

Los otros dos agentes cargan sobre nosotros por el pasillo.

– ¡Vuelve al ascensor! -le grito a Fidel.

Las puertas están a punto de cerrarse.

Antes de que nadie pueda reaccionar, me lanzo en plancha hacia adelante, derribando a Fidel y arrastrándonos a ambos hacia el ascensor. Nos colamos dentro justo cuando las puertas se cierran. Por encima del hombro lanzo el brazo hacia atrás y aprieto el botón que dice Bajos. Cuando arranca oigo que los agentes del FBI aporrean la puerta. Demasiado tarde. Ayudo a Fidel a levantarse del suelo y las manos me tiemblan.

– Ése era el tipo que dijo que era su hermano -dice Fidel.

Todavía temblando, apenas si puedo oír lo que dice.

– ¿De verdad son del FBI? -me pregunta.

– Creo que sí… no estoy seguro.

– ¿Pero qué hizo…?

– No he hecho nada, Fidel. A cualquiera que aparezca, dile eso. Soy inocente. Lo demostraré. -Miro hacia arriba y veo que ya estamos casi abajo.

– ¿Entonces por qué…?

– Bajarán por la escalera -lo interrumpo-. Cuando los veas, diles que me fui por detrás. ¿Vale? Que salí por atrás.

Fidel asiente con la cabeza.

En el momento en que se abren las puertas del ascensor me precipito hacia el frente del vestíbulo. Puede que como ruta de escape sea menos discreta, pero el único sitio para coger un taxi es la avenida de Connecticut. Por supuesto, cuando salgo de un salto del edificio no se ve ni uno. Maldición. Echo a correr calle arriba. Lo que sea para escapar. Si pretendo salvarme, es preciso recuperar el aliento y pensar.

Tras un minuto de loca carrera, me vuelvo justo cuando dos de los agentes del FBI aparecen en la puerta de mi edificio. No creyeron a Fidel y sólo uno se fue por detrás.

Al otro lado de la calle hay un taxi que va en dirección opuesta.

– ¡Taxi! -le chillo.

Por fin, algo está de mi parte. El taxi hace un giro prohibido en redondo y se para justo delante de mí.

– ¿Adonde va? -pregunta con un suelto acento del Medio Oeste. Cuando se vuelve para darme frente pone un grueso brazo en torno al respaldo del asiento del pasajero.

– A cualquier sitio… siga recto… hay que salir de aquí -le digo sacudiéndome mentalmente por haber venido a buscar la nota. Sabía que pasaría esto.

El taxista pisa a fondo y me lanza contra el respaldo del asiento.

Me vuelvo para mirar hacia atrás. Los agentes están gritando algo, pero no puedo oírlos. Tampoco importa, ya han contestado a mi pregunta. Ha corrido la voz. Todas las miradas están puestas sobre mí.

Diez minutos después entramos en un aparcamiento de la avenida de Wisconsin. El taxista me jura que es el teléfono público más cercano que no es visible desde la calle. Acepto su palabra.

– ¿Le importa esperar? -le pregunto mientras me lanzo hacia el teléfono.

– Usted paga, yo espero, estilo americano.

Descuelgo el auricular y marco el número de Trey. Suena dos veces antes de que lo coja.

– Aquí Trey.

– ¿Cómo vamos? -le pregunto.

– Mi… -Se interrumpe; hay alguien en la oficina-. ¿Dónde diablos estás? ¿Estás bien? -susurra.

– Estoy perfectamente -digo, poco convencido. Al fondo oigo que los otros teléfonos de su oficina suenan-. ¿Qué tal ahí?

Suenan otros dos teléfonos.

– Esto es un zoológico… nunca has visto nada igual. Nos han llamado todos los periodistas del país. Dos veces cada uno.

– ¿Crees que me darán muy fuerte?

Al otro lado de la línea se produce una breve pausa.

– Eres como Dan Quayle.

– ¿Han sacado…?

– No hay declaraciones de nadie, ni Simon, ni Oficina de Prensa, ni siquiera Hartson. Se rumorea que saldrán en directo a las cinco y media, para asegurarse de que tendrán algo para las mentiras de la noche. Te digo, tío, que nunca he visto nada igual… todo está paralizado.

– ¿Y tu amigo del Post?

– Lo único que sé es que tienen una foto tuya en la que estás de pie delante del edificio… probablemente la que sacó aquel fotógrafo. A no ser que les surja algo mejor, me ha dicho que saldrá mañana en la Al.

– ¿Y no puedes…?

– Lo intento -dice-. Pero no hay manera de impedirlo. Inez lo tiene todo: que tú saliste del despacho de Caroline, los registros del SETV, los informes de toxicología, el dinero…

– ¿Descubrió el dinero?

– Mi colega dice que ella conoce a alguien en la policía del distrito de Columbia. Teclearon tu nombre en el ordenador y salió en «Investigaciones Financieras». Diez mil billetes requisados a Michael Garrick… -la voz de Trey se amortigua-. ¿Qué? -pregunta con voz en sordina: ha puesto la mano sobre el micrófono-. ¿Quién lo dice?

– ¡Trey! -exclamo-. ¿Qué pasa?

Oigo hablar a gente, pero no me contesta.

– ¡Trey!

Nada de nada.

– ¡Trey!

– ¿Estás ahí? -pregunta al fin.

Me encuentro tan mal que estoy a punto de vomitar.

– ¿Pero qué demonios pasa?

– Steve acaba de volver de la Oficina de Prensa -me dice, titubeando.

– ¿Malas noticias?

No puedo oírlo, pero sé que se está frotando. Y éste bate el récord.

– Yo no me asustaría hasta que nos confirmen…

– ¡Pero dime de qué se trata!

– Dice que encontraron una pistola en tu coche.

– ¿Qué?

– Envuelta en un mapa viejo, escondida en la guantera.

Me siento como si acabaran de darme una patada en el gaznate. El cuerpo se me afloja. Me apoyo en la cabina para seguir de pie.

– Yo no tengo ninguna… pero cómo… oh, Dios mío, van a encontrar a Vaughn…

– Es sólo un rumor, Michael, que nosotros sepamos sólo es… -Vuelve a cortarse en seco. Y todo lo que sonaba al fondo. La oficina está en silencio. Sólo oigo teléfonos que suenan. Alguien debe de haber entrado.

– ¿Qué nos dicen? -pregunta una voz femenina. La reconozco al instante.

– Aquí está, señora Hartson -dice otra voz.

– Tengo que irme corriendo -dice muy bajito Trey por el teléfono.

– ¡Espera! -exclamo-. Tú no…

Es demasiado tarde. Ya no está. Pongo el teléfono en el soporte, miro alrededor, buscando ayuda. No hay nadie más que el taxista, enfrascado ya en su periódico. Oigo el taxi toser y resoplar de tantos años de abuso. El resto del garaje está en silencio. En silencio y desierto. Me pongo la mano sobre el estómago y siento el cuchillo que se revuelve en mis tripas. Tengo que… tengo que conseguir ayuda. Levanto el auricular y meto otras cuantas monedas por la ranura. Sin siquiera pensarlo marco el número de ella. Es la primera idea que me viene a la mente. Olvídate de lo que pasó, llámala. Necesito la primera línea; necesito saber qué está pasando; y más que ninguna otra cosa, necesito un poco de sinceridad. Sinceridad guerrillera.

– Aquí Pam -dice al descolgar el teléfono.

– Hola -digo, tratando de sonar animoso. Después de nuestra última conversación, probablemente esté dispuesta a hacerme trizas.

Hace una pausa lo bastante larga como para permitirme saber que ha reconocido mi voz. Cierro los ojos y me preparo para una buena regañina.

– ¿Cómo estás, Pete? -pregunta con cierta tensión en la voz.

Algo no va bien.

– ¿Es mejor que…?

– No, no -me interrumpe-. El FBI no ha venido… no podrán localizar las líneas de teléfono…

Es todo lo que necesitaba oír. Cuelgo el teléfono de un golpe. Tengo que dárselo a ella… sin tener en cuenta lo enfadada que estuviera, se ha portado. Y tendrá problemas gordos por esto. Pero si ya han acosado a uno de mis mejores amigos… Demonios, puede que Trey ni siquiera lo supiera. Puede que ellos ya… Dejo el teléfono y corro hacia el taxi.

– Larguémonos de aquí -le lanzo al conductor.

– ¿Adonde? -me pregunta, haciendo chirriar los neumáticos en dirección a la avenida de Wisconsin.

Sólo tengo una opción más.

– Potomac, Maryland.

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