CAPÍTULO 8

Dos horas de interrogatorio más tarde vuelvo andando a mi despacho con una migraña implacable y un dolor que me late en la base del cuello. Todavía no me puedo creer que Caroline tuviera el dinero. ¿Por qué…, quiero decir, si lo tenía… es porque ella también estaba en el bosque? ¿O simplemente lo cogió después? ¿Por eso fue a por Simon en la reunión de la mañana, porque faltaban diez de los grandes? La mente me da tumbos entre las varias explicaciones buscando las piezas de las esquinas del puzzle. Casi no puedo dar con una línea.

Los pasillos están casi completamente vacíos y al pasar voy oyendo en cada puerta el débil eco de docenas de televisores. Normalmente, en el EAOE los televisores se ponen sin sonido. Con noticias como ésta, todo el mundo escucha.

Es una reacción típica de la Casa Blanca. Como me explicó hace años un antiguo asesor de Clinton, la estructura de poder de la Casa Blanca es similar a la de un partido de fútbol entre niños de diez años. Por mucho que asignes una posición a cada uno y les pidas que permanezcan donde tienen que estar, en cuanto empieza el partido todos los que están sobre el terreno abandonan su puesto y corren tras la pelota.

Caso a observar: los pasillos vacíos del EAOE. Incluso antes de comentarlo con Trey, sé lo que está pasando. El Presidente está pidiendo información, lo que significa que el jefe de Gabinete está pidiendo información, lo que significa que los asesores principales están pidiendo información, lo que significa que la prensa está pidiendo información. A partir de ahí, todos los demás la están buscando -llamándose unos a otros y estableciendo todos los contactos que se les ocurren-, intentando ser los primeros en transmitir las respuestas. En una jerarquía en la que la mayoría de nosotros recibe un salario similar del Estado, la moneda que se valora es el contacto y las influencias. Para ambos, la información es la clave.

Cualquier crisis se desarrolla igual que los niños persiguen la pelota como unos desesperados. Y en cualquier otro diseño de circunstancias, yo estaría junto a todos. Pero hoy, sin embargo, vuelvo a mi despacho sin poder dejar de pensar que la pelota soy yo.

Cierro la puerta tras de mí, enciendo la tostadora y después voy directo a la tele, y todas las cadenas con pases de prensa están en directo desde la Casa Blanca. Como comprobación, miro por la ventana y veo la fila de reporteros que se mueven por la esquina noroeste del prado.

Me entra el pánico, cojo el teléfono y marco el número de Nora. La tostadora dice que sigue en la Residencia, pero continúa sin responder. Necesito saber lo que pasa. Necesito a Trey.

– Michael, ahora no es precisamente un buen momento -me dice al contestar el teléfono. Oigo al fondo como una sala repleta de gente y timbres incesantes de teléfono. Es un mal día para ser un encargado de prensa.

– Cuéntame sólo lo que está pasando -le suplico-. ¿Qué sabes?

– Se rumorea que ha sido un ataque al corazón, aunque el FBI no soltará prenda hasta las dos. El agente que llegó primero allí nos explicó la mayor parte: dice que no había heridas externas ni nada sospechoso. -Trey continúa sus explicaciones sin que su teléfono deje de sonar-. Tendrías que haberlo visto, el típico tío de la división uniformada, buscando atención y después fingiendo que no quiere hablar.

– ¿Entonces, no soy yo la pelota?

– ¿Por qué ibas a ser tú la pelota?

– Porque fui yo el que la encontró.

– ¿Entonces eso está confirmado? Oímos algún rumor, pero me figuré que me llamarías si… Jami, escucha esto, tengo…

– ¡Trey, cállate! -le grito tan fuerte como puedo.

– …un cotilleo fantástico sobre Martin Van Buren. ¿Sabías que siempre se reían de él porque llevaba corsé? ¿No es increíble? Nunca me canso de ese tío… un pequeño demócrata con corsé. Y era tan mono… Déjame que te cuente, lo del pánico de 1837 fueron todo exageraciones de la prensa… No me creo ni una palabra de…

– ¿Ya se ha marchado? -lo interrumpo.

– Sí -dice-. Ahora cuéntame lo que pasa.

– No es para tanto.

– ¿Que no es para tanto? ¿Sabes cuántas llamadas he tenido sobre el tema desde que estamos hablando?

– Catorce -le digo, seco-. Las he ido contando.

Al otro lado se produce una pausa. Trey me conoce demasiado bien.

– Tal vez deberíamos hablar más tarde.

– Sí. Creo que es mejor. -Miro de nuevo por la ventana la fila de reporteros en el jardín-. ¿Crees que podrás mantenerme al margen de esto?

– Yo puedo conseguirte información, Michael, pero no puedo hacer milagros. Todo depende de con qué nos salga el FBI.

– Pero ¿tú no puedes…?

– Escucha, según lo cuenta el tipo ese de los guardias, la mayoría cree que la encontró él. Y a cualquiera que pregunta, tu nombre ha sido oficialmente sustituido por «un compañero empleado de la Casa Blanca», eso te evitará como mínimo mil cartas de electores.

– Gracias, Trey.

– Hago lo que puedo -dice al mismo tiempo que se abre la puerta de mi despacho. Pam asoma la cabeza.

– Oye, tengo que irme. Ya hablaré contigo después.

Cuelgo el teléfono y Pam me pregunta, dubitativa:

– ¿Es buen momento ahora? Porque…

– No te preocupes, pasa.

Al entrar noto la torpeza de sus pasos. Generalmente decidida y con paso incansable, ahora se mueve despacio, con los hombros caídos hacia un lado.

– ¿No es increíble? -pregunta, derrumbándose en el sillón situado delante de mi mesa. Tiene los ojos cansados. Y rojos. Ha estado llorando.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunto.

Esa simple pregunta produce una reactivación de emociones que inunda sus ojos de lágrimas. Se sujeta la mandíbula y lucha por contenerla. No es de las que lloran en público. Busco en mi mesa un pañuelo. Lo único que tengo son unas servilletas viejas con el sello presidencial. Se las tiendo, pero niega mi ofrecimiento con la cabeza.

– ¿Seguro que te encuentras bien?

– Fue ella la que que contrató, ¿sabes? -Se aclara la garganta y añade-: Cuando vine para las entrevistas, Caroline fue la única persona a la que le gusté. Simon, Lamb, todos los demás, pensaban que no era lo bastante dura. Simon anotó las palabras «pan blando» en la hoja de mi entrevista.

– No, no es posible.

– Claro que sí. Caroline me la enseñó -dice Pam con una risita-. Pero como yo iba a trabajar con ella, consiguió hacerme pasar. El día que empecé me pasó la evaluación de Simon y me dijo que la guardase. Me dijo que algún día le haría tragarse esa hoja entera.

– ¿Y la has guardado?

Pam continúa con la risa.

– ¿Qué? -Una sonrisa maliciosa aparece en sus mejillas-. ¿Te acuerdas de aquella fiesta de triunfo cuando Simon hizo su declaración en el Congreso sobre anuncios de bebidas alcohólicas?

Asiento con la cabeza.

– ¿Y te acuerdas de la tarta de victoria que servimos? ¿La que Caroline dijo que habíamos hecho de restos?

– ¡Oh, no!

– ¡Oh, sí! -añade Pam con una amplia sonrisa-. El día que hacía ciento cincuenta y dos que estaba aquí, Edgar Simon se tragó sus palabras.

– ¿Me estás diciendo que echasteis la hoja de evaluación en la tarta? -le digo, riéndome con ella.

– Yo no admito nada.

– ¿Pero es eso posible? ¿Crees que él no notaría el sabor?

– ¿Qué quieres decir con eso de él? Créeme, yo lo estuve observando todo y tú también te comiste un buen trozo.

– ¿Y no me lo impediste?

– Entonces no me caías tan bien.

– Pero ¿cómo pudiste…?

– Empapamos el papel, lo cortamos en trocitos pequeños y lo echamos en la masa. Se mezcló en un momento. La mejor lección de cocina que me han dado. Caroline era una loca genial. Y en cuanto a Simon… no aguantaba a ese cabrón.

– Justo hasta una hora antes de mor… -me contuve-. Perdona… no quería…

– No importa -dice.

Y sin más palabras, los dos dejamos transcurrir el siguiente minuto en un absoluto silencio, desnudo; un tributo improvisado en recuerdo de uno de los nuestros. Para ser sincero, hasta ese preciso momento no me doy cuenta de lo que he dejado. Durante las dos horas de interrogatorio, y la preocupación, y los quiebros para protegerme a mí mismo, olvidé una cuestión clave: me olvidé del duelo. Las piernas se me ablandan y el corazón se me encoge. Caroline Penzler ha muerto hoy. E independientemente de lo que pensara de ella, éste es el primer momento en que lo noto de verdad. Este breve silencio no la convierte en una santa, pero ser consciente de su muerte me hace un bien enorme.

Pam levanta la vista e inmediatamente nota el cambio en mi expresión.

– ¿Te encuentras mal?

– No, no… es que no me lo puedo creer.

Pam asiente y vuelve a encogerse en su asiento.

– ¿Qué aspecto tenía?

– ¿Qué quieres decir?

– El cuerpo. ¿No fuiste tú el que encontró el cuerpo?

Asiento con la cabeza, incapaz de responder.

– ¿Quién te lo dijo? -digo al fin.

– Debi, de Enlaces Públicos, se lo oyó decir a su jefe, que tiene un amigo que tiene el despacho justo frente al de…

– Entendido -la interrumpo. Esto no va a ser fácil.

– ¿Puedo hacerte una pregunta al margen? -añade Pam. Por el tono de su voz sé por dónde va-. Lo de anoche, fuera lo que fuese en lo que andabas, ¿es por lo que murió Caroline?

– No sé de qué me hablas.

– No me hagas esto, Michael. Dijiste que era un asunto de portada de Newsweek. Tú fuiste a verla por eso, ¿verdad?

No le contesto.

– Era a cuento de Nora, ¿verdad?

Sigo sin hablar.

– Si Caroline ha sido asesinada por alg…

– ¡No la asesinaron! ¡Fue un ataque al corazón!

Pam me observa atentamente.

– ¿De veras te crees eso?

– Totalmente.

Cuando nos asignaron la misma oficina, Pam se describió a sí misma como la persona de quinto grado que quedaba atrás cuando sus amigos se hacían populares. Que era una persona anodina y retraída, pero tengo que decir que ni siquiera entonces, al principio, lo creí. Es demasiado aguda para eso, y no estaría aquí si no lo fuera. De modo que aunque le encante jugar a perdedora y rebajarse, incluso aunque siente una constante necesidad de rebajar sus expectativas, yo, hasta hoy, siempre he pensado que es una gurú de la dinámica interpersonal.

– ¿Así que esa nena neurótica es tan importante para ti? -me pregunta.

– Puede que te cueste mucho creerlo, pero Nora es una buena persona.

– Pues si es tan buena, ¿dónde está ahora?

Echo un vistazo a la tostadora. Nada ha cambiado. Las letras digitales verdes siguen formando las mismas tres palabras: «Residencia segunda planta.»


Voy a toda prisa por el pasillo del EAOE, pues sé que el único modo de descubrir lo que pasa es cara a cara y en persona. Cruzo a toda velocidad la salida de ejecutivos oeste, con un tubo de comunicaciones internas vacío apretado en el puño nervioso, atravieso el pasaje entre los edificios y me dirijo al Ala Oeste de la Casa Blanca. Al cruzar las puertas bajo el fuerte arco blanco, saludo brevemente con la mano a Phil.

– ¿Arriba? -me pregunta, llamándome el ascensor.

Le digo que sí con la cabeza.

– Menudas noticias, ¿eh?

– De eso no hay duda -le digo mientras paso rápidamente a su lado.

Subo el corto tramo de escaleras de mi izquierda, reduzco el paso a un simple caminar con ímpetu. No se corre tan cerca del Despacho Oval. A no ser que quieras que te derriben o te peguen un tiro. Echo una ojeada rápida a la secretaría de Hartson para ver cómo van las cosas. Como siempre, el Despacho Oval y todo lo que está cerca del Presidente arde. Cargado con una energía imposible de describir. No es pánico… no hay pánico cuando se está cerca del Presidente. Es, simplemente, una marea viva de energía, evidente e inexcusablemente viva. Como Nora.

Mantengo el rumbo y sigo adelante. Frente a mí veo otros dos agentes de uniforme y la oficina de prensa de abajo, en la que cuatro norman rockwells auténticos se alinean en la pared que va hasta la columnata oeste. Abro las puertas y salgo, paso volando junto a las espectaculares columnas blancas que delimitan el Jardín de Rosas y vuelvo a entrar en el palacio de la Casa Blanca por el Corredor de la Planta Baja.

Justo enfrente, al otro lado de la ola de alfombra gruesa rojo pálido, hay cuatro mamparas plegables de cerezo que bloquean la mitad trasera del pasillo. Las visitas públicas van por aquel lado. Todos los años, miles de turistas son conducidos de la Planta Baja a la Planta Noble, las dos primeras de la Casa Blanca. Visitan el Salón del Vermeil, el Salón de las Porcelanas, el Salón Azul, el Salón Rojo, el Salón Verde, el Salón Llene-usted-la-casilla. Pero no ven ni dónde viven realmente el Presidente y la Primera Familia, ni dónde duermen, dónde reciben o dónde pasan el tiempo: las dos plantas más altas de la Casa Blanca. La Residencia.

Más adelante del pasillo, por la segunda puerta a la izquierda, hay un vestíbulo que alberga un ascensor y una escalera. Ambos conducen a la Residencia. Lo único que interrumpe mi camino es el Servicio Secreto: un agente uniformado en esta planta y dos en la de arriba. No hay que perder la calma, me digo. Es como cualquier cosa en la vida: un paso decidido te lleva adentro. Con paso uniforme y consciente, exhibo la comunicación interna y avanzo por el pasillo hacia el primer guardia. Está apoyado contra la pared y parece contemplarse los zapatos. Mantén la cabeza baja, limítate a mantener la cabeza baja. Estoy a sólo tres metros de la puerta. Dos metros de la puerta. Un metro de la… Levanta la vista de repente. No me paro. Le hago un saludo amistoso con la cabeza cuando veo que mira mi tarjeta. El pase azul puede ir a casi todas partes. Y el correo interior presidencial pasa directamente para subir a la Oficina del Ujier. Para que resulte más auténtico, añado un «Buenaas». Vuelve a mirarse los zapatos sin decir nada. La confianza vuelve a resultar el salvoconducto definitivo. Me dirijo a la escalera. Ya sólo falta un piso. Aunque me siento tentado de celebrarlo, sé que el agente de la Planta Baja sólo está allí para garantizar que la gente no se despiste de su visita guiada. El auténtico control de acceso a la Residencia está en el siguiente rellano. Mientras subo, avisto en seguida a dos guardias del Servicio Secreto que me esperan. De pie ante el ascensor, estos dos no se miran los zapatos. Evito el contacto ocular y mantengo el paso decidido.

– ¿Desea usted algo? -pregunta el más alto de los dos.

Sigue andando… tragarán, me digo para mis adentros.

– ¿Qué tal? -digo, intentando que suene como si me pasara la vida aquí-. Me está esperando. El otro agente se pone delante de mí y me bloquea el paso hacia el siguiente tramo de escaleras.

– ¿Quién lo está esperando?

– Nora -le respondo, enseñándole el correo. Doy un paso a la derecha y actúo como si pensase subir en el ascensor el resto del camino. Cuando aprieto el botón de llamada resuena un timbre rasposo en el pequeño vestíbulo.

Me doy la vuelta y veo a los dos guardias que me están mirando.

– Puede usted dejar el correo al ujier -dice el más alto.

– Me pidió que se lo entregara en mano -intento yo.

Ninguno de los dos se impresiona. Después de leer el nombre de mi tarjeta, el más alto entra en la Oficina del Ujier, que está justo junto a la escalera, y coge el teléfono.

– Tengo aquí a un tal Michael Garrick -se queda un segundo escuchando-. No. Sí. Se lo diré, gracias. -Cuelga el teléfono y vuelve a mirarme-. No está arriba.

– ¿Qué? Eso es imposible. ¿Cuándo se marchó?

– Me han dicho que no hace más de diez minutos. Si baja en el ascensor, nosotros no la vemos.

– ¿Y no ponen al día sus movimientos en su radio?

– Hasta que no sale del edificio, no.

Me quedo mirándolo. No hay nada más que decir.

– Dígale que he venido -añado, empezando a bajar otra vez la escalera.

Mientras bajo veo que sube alguien. La caja de la escalera no es muy ancha, de manera que nos rozamos los hombros y puedo verlo bien por primera vez. Lleva unos caquis y un polo azul marino. Pero lo que lo delata es el auricular en la oreja. Servicio Secreto. Uno de los agentes de Nora. Harry. Se llama Harry. Forma parte de su guardia personal. Y solamente deja de estar junto a ella cuando está arriba, en la Residencia. Me doy la vuelta y lo sigo escaleras arriba. En cuanto me ven, los agentes de uniforme saben que lo sé.

– ¿Me ha mentido usted? -pregunto al agente más alto.

– Escuche, hijo, esto no es…

– ¿Por qué me ha mentido?

– Tómeselo con calma -dice Harry.

A los pocos segundos veo que un agente de paisano sube corriendo la escalera desde la Planta Baja. Un segundo agente con traje oscuro aparece y bloquea la entrada del pasillo.¿Cómo demonios han reaccionado tan rápido? Miro hacia atrás y comprendo la respuesta. En el aparato de aire acondicionado sobre la puerta hay una minúscula cámara de vídeo que apunta directamente hacia mí. Harry me pone una mano en el hombro.

– Acepte lo que le digo -me dice-. No puede usted ganar.

En eso tiene razón. Me aparto de él y vuelvo hacia la escalera. Miro a Harry y añado:

– Dígale que tenemos que hablar.

Asiente con la cabeza pero no dice palabra.

Bajo corriendo la escalera y paso rozando al agente que me obstruye el paso.

– Que tenga un buen día -me dice mientras me voy.


De regreso al EAOE, me doy cuenta de que llevo los dos puños fuertemente apretados. Los abro, estiro los dedos, intento desprenderme del rechazo de Nora. Pero con la relajación llega el pánico. No estamos tan mal, me digo a mí mismo. Acabará viniendo. Sólo es que ahora va con cuidado. Además, yo lo único que hice fue encontrar el cuerpo y gritar un poco. No es como si fuera el sospechoso. Ni siquiera sabe nadie lo del dinero. Excepto Nora. Y la policía del Distrito de Columbia. Y Caroline. Y cualquier otro al que ella le dijera lo de… demonios, los rumores ya podrían estar corriendo. Y cuando se den cuenta de que los billetes son consecutivos…

Las vibraciones de mi busca interrumpen mis pensamientos. Lo saco del bolsillo y miro el mensaje. Entonces me acuerdo de quién es la otra persona que sabe lo del dinero. El mensaje lo dice todo: «Me gustaría hablar contigo. En persona. E. S.»

E. S. Edgar Simon.

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