CAPITULO 30

Intento no sucumbir al pánico, me precipito por la puerta abierta del cuarto de baño y arranco una toalla blanca del toallero de la pared. Cualquier cosa que sirva para librarse de la sangre. Tras dos minutos de frotar frenéticamente, mis manos están tan limpias como es posible. Puedo abrir el grifo, pero… no, no seas estúpido… si una mínima escama de piel cae al lavabo… no les des nada más que los pueda llevar a ti. Con la mano envuelta en la toalla salgo corriendo del cuarto de baño y salto por encima de Vaughn sin mirar al suelo.

Estoy en la puerta. Ni huellas digitales, ni pruebas físicas. Lo único que tengo que hacer es marcharme. Sólo girar el pomo y… no. Así, no.

Luchando con los múltiples miedos que me retuercen las tripas, me vuelvo y doy un paso hacia el cuerpo. Hiciera lo que hiciese, Vaughn murió por ésta. Por mí. Por intentar ayudarme. Se merece algo más que un rodillazo en las costillas.

Me arrodillo junto a él y le cierro los ojos con la mano envuelta en la toalla. Patrick Vaughn. La persona que se suponía que tenía todas las respuestas.

– Duerme bien -susurro. No es el mejor elogio fúnebre del mundo, pero es mejor que nada.

A través de la puerta oigo un grupo de voces por el pasillo. Quien haya hecho esto sabía que Vaughn estaría aquí. Lo que quiere decir que probablemente sabían que yo iba a… Oh, mierda… hora de marcharse. Abro la puerta y salgo corriendo. Hay dos personas esperándome. Doy un salto atrás, sobresaltado.

– Perdone -dice el hombre-. No pretendía asustarlo.

La mujer que está junto a él empieza a reírse bajito. Lleva una camiseta blanca de niña con un pequeño arco iris cruzando el pecho. Son una pareja joven, simplemente.

– Está bien -digo intentando ocultar la toalla que llevo sobre la mano-. Es culpa mía.

Paso entre ambos y voy directo a los ascensores. Los cuatro están parados en el vestíbulo. Treinta segundos después siguen sin subir.

– ¡Vamos! -exclamo, golpeando el botón de llamada. ¿Por qué demonios tarda tanto? Al fondo del pasillo veo que la pareja viene hacia mí entre risitas. Ha sido una estancia rápida, tal vez simplemente hubiesen olvidado algo. Fuera lo que fuese, ya no se ríen. Según van acercándose, en su paso hay un aire nuevo, decidido. No pienso quedarme aquí para ver por qué.

Recorro el pasillo con la vista y veo un cartel de salida blanco y rojo encima de lo que parece la puerta de la escalera. En la puerta hay una pegatina amarilla que dice en letras rojas brillantes: «Aviso: la alarma sonará si se abre la puerta de incendios.»

Ya lo creo que sí. Empujo la puerta y me lanzo a la escalera. A los dos pasos, un chirrido penetrante resuena por aquella caverna horizontal, retumbando por el cemento. La mayoría de la gente no está en sus habitaciones, pero ya puedo oír los resultados escaleras abajo, desde el nivel del salón de baile. Trescientos maestros se agobian en la salida de incendios dejando atrás su convención. Con eso contaba yo: la fuerza del número. La oleada humana de educadores que baja atronadora por la escalera circular me absorbe como uno más de los suyos. No hay pánico ni gritos, esta gente se aprendió el manual de simulacros de incendio. Cuando desembocamos en el vestíbulo, tengo tanta cobertura como necesito. Perdido entre las bolsas de lona y las placas de colores con sus nombres, me escabullo hacia el exterior por la puerta principal y continúo andando a paso enérgico. No puedo permitir que nadie me vea. Ahora, el guión, en el mejor de los casos, será que me culparán a mí de la muerte de Vaughn. Y en el peor… Todavía estoy viendo aquel agujero oscuro y chamuscado sobre el ojo derecho de Vaughn.

No aminoro hasta estar por lo menos a cuatro manzanas. Hay un callejón estrecho con una cabina telefónica. Recupero el aliento, me registro los bolsillos en busca de monedas. Tengo que conseguir ayuda. Trey, Pam, cualquiera. Pero en cuanto cojo el auricular, vuelvo a colgarlo. ¿Y si alguien escucha del otro lado?

No hay tiempo para riesgos. Hazlo cara a cara. Sigue adelante. Corre. Saco el cuello desde el callejón para observar el ámbito de la manzana. No hay nadie. Mala señal en una zona generalmente animada. En la calle hay un taxi parado ante un semáforo en rojo. Espero a que la luz esté a punto de ponerse verde y salgo corriendo como un loco hacia él. Los zapatos de vestir resuenan sobre el pavimento y justo cuando el taxi empieza a moverse alargo la mano y cojo la manija de la puerta trasera. El chófer pisa el freno con fuerza y yo me doy contra la puerta.

– Perdone -dice cuando me meto dentro-. No lo había visto…

– A la Casa Blanca. Tan rápido como pueda.


– ¡Pare aquí! -exclamo a unas pocas manzanas de mi destino.

– ¿Aquí? -pregunta el taxista, deteniendo inmediatamente el coche.

– Un poquito más allá -digo mirando el McDonald's de la calle Diecisiete-. Perfecto. Pare.

Al ver el periódico que alguien se ha dejado en el asiento de atrás, cojo la corbata y la enrollo sobre la toalla manchada de sangre. Una vez hecho, embuto las dos en la Sección Metropolitana del periódico, salto fuera del coche y lanzo un billete de diez dólares por la ventanilla del conductor. Cuando el taxi se aleja, respiro hondo y camino lo más tranquilo que puedo hacia el McDonald's. Rodeo la cola de dentro y no tardo mucho en llegar a los contenedores de desperdicios. Con un rápido empujón, echo la pelota de periódico en la basura. Ahí dentro cualquier mancha roja es ketchup.

Tres minutos después ya estoy subiendo la escalera del EAOE. Tengo cuatro horas hasta que Adenauer me entregue al público, y voy a necesitarlas. Mientras no se me ocurra algo mejor, lo único que puedo hacer es mantener la historia en silencio. Y a la hora de mantener historias en silencio, Trey es un maestro. Escudriño los arbustos próximos y vigilo las columnas de alrededor. Sea quien sea quien mató a Vaughn, si piensan culparme a mí ya deben de haber avisado al Servicio Secreto. Desde fuera, no obstante, todo parece en orden. Abro la pesada puerta de cristal y veo una pequeña cola ante el control de seguridad, la gente que vuelve al trabajo después del almuerzo. Me pongo el último y estudio a los cuatro agentes uniformados de servicio. ¿Sabrán algo? ¿Habrán dado la alarma? Aquí parado es difícil de decir. Hay dos detrás de la mesa charlando entre ellos y otros dos junto al aparato de rayos X.

Me voy acercando muy lentamente a la cabecera de la cola. Con la esperanza de evitar su mirada, entierro la cabeza en las secciones que me quedan del periódico. Ya casi estoy, hay que seguir tranquilo.

– Siempre trabajando, ¿eh? -pregunta una voz de hombre mientras noto una mano en el hombro.

– ¿Qué dem…? -me vuelvo rápidamente y le cojo de la muñeca.

– Perdona -dice, riendo-. No pretendía asustarte.

Levanto la vista y veo el pelo rubio y la sonrisa cálida de uno de los abogados jóvenes, Howie Robinson. Un tío encantador; trabaja en la oficina del vicepresidente.

– No, nada, no importa. -Atisbo sobre el hombro para vigilar a los guardias. Todos nos están mirando. Demasiado movimiento.

– ¿Estuviste ayer en la fiesta? -pregunta Howie.

– Sí -digo echando otra mirada a los guardias. Los dos de la mesa están empezando a cuchichear.

– Tendrías que haberlo visto, Garríck -dice Howie-. Yo colé a mi hermana y a mi sobrino. Y el crío, te digo la verdad, estaba como loco. Yo creo que está enamorado de Nora.

– Sí… fantástico -murmuro. El guardia de la mesa se levanta y va hasta los dos del detector de metales. Algo no va bien.

– ¿Te encuentras mal? -me pregunta Howie al dar otro pasito. Yo soy el próximo.

– No, no -digo moviendo la cabeza. Tendría que salir de aquí ahora mismo. Irme a casa y…

– ¡El siguiente! -dice el agente. Todos los ojos están clavados en mí.

Sin levantar la vista, saco mi tarjeta de identidad, marco el código y paso por el torno. Cruzo tan de prisa como puedo por el detector de metales, tanto que ni siquiera oigo el ruido de la alarma que se dispara. El guardia me coge con fuerza por el brazo.

– ¿Adonde vamos, jefe?

No puedo creerlo.

– Usted no entiende…

– Vacíese los bolsillos. Aquí.

Me recupero antes de decir nada más. No es ninguna alarma de seguridad; sólo el detector de metales.

– Lo siento -digo repentinamente de vuelta a la realidad-. El cinturón. Es el cinturón.

Con un recorrido del detector manual verifica el resto.

– Tranquilo, hombre -dice Howie, dándome una palmadita en la espalda-. Tendrías que salir de aquí de vez en cuando, venir con nosotros al baloncesto o así. Es bueno para el espíritu.

– Sí, sí, ya lo haré -digo forzando una sonrisa.

Howie se va hacia la derecha y yo giro a la izquierda. Aunque estoy rodeado de compañeros de trabajo, el pasillo nunca había estado tan vacío. Justo antes de doblar la esquina, echo una última mirada a los agentes de uniforme. Los dos de la mesa se concentran en la cola. El de los rayos X sigue observándome. Hago como que no me doy cuenta, contengo la respiración y giro rápidamente a la derecha. En el momento en que estoy fuera de su vista, salgo zumbando. Directo a ver a Trey.


Abro la puerta de la oficina de Trey y miro hacia su mesa. No está a la vista.

– ¿Necesitas algo? -pregunta su colega Steve.

– ¿Has visto a Trey? -le replico, luchando por aparentar que no estoy sin aliento.

– No, es que…

– Yo lo he visto -interrumpe otro colega de despacho-. Creo que… hum… creo que tenía la cabeza metida en el trasero de la Primera Dama.

– Eso es -dice Steve riendo-. La puta sesión de fotos. Trajimos a unos cuantos niños. Los colocamos en un decorado de sala de estar. Cojines mullidos sueltos. Cámara con objetivo desenfocado. Entrega precisa.

Secretarios de prensa. Cómicos permanentes.

Cojo un post-it, escribo una nota rápida y la pego sobre la pantalla del ordenador de Trey: «Búscame. ¡911!»

– Un código magnífico -dice Steve-. Mucho mejor que el Morse.

Regreso corriendo al pasillo y doy un portazo al salir. Otra vez me ahogo en el silencio. Tengo que hablar con alguien… aunque sólo sea para planear el próximo paso. Observo, nervioso, el pasillo de mármol, y la primera persona que me viene a la mente es Pam. ¿Puedo acudir a ella y…? ¿En qué estoy pensando? No puedo. Después de lo que pasó. Todavía no. Y, además, con Vaughn muerto, todo este asunto está a punto de reventar. Lo que quiere decir que el último sitio en el que me gustaría estar es al volante del camión. Me da igual que sea año de elecciones, he estado evitándolo desde que salí del hotel, necesito ir arriba.


Me apresuro por la mullida alfombra roja del corredor de la Planta Baja y veo una falange de turistas a mitad de su recorrido por la Casa Blanca para VIPS guiados por uno de los guías del Servicio Secreto. Cuando los adelanto a toda velocidad, dos de ellos me sacan una foto. Deben de pensar que soy famoso. Si las cosas continúan por este camino, van a tener razón.

No me detengo hasta llegar ante el guardia uniformado que está a las puertas de la sala de cine.

– ¿Puedo pedirle un favor? -le pregunto con voz acelerada.

No me contesta. Se limita a mirarme, calculando.

– Ya sé que esto le parecerá una locura -empiezo-, pero estaba en el cuarto de baño del EAOE…

– ¿En cuál?

– En el primer piso, el que está junto a Asuntos de Gabinete. Es igual, estaba en el escalón y oigo a dos internos presumiendo de… hum -señalo con el hombro la caja metálica de herramientas-, lo de la pistola que tienen ahí. -El guardia se pone tenso-. Puede que lo oyera mal, porque cuchicheaban todo el tiempo, pero me pareció que o bien sabían que ahí había una pistola o que habían cogido una pistola de ahí. A lo mejor sólo eran fanfarronadas, pero…

Pega un salto en la silla, que sale patinando hacia atrás por el suelo de mármol. Me advierte que me quede quieto, saca un manojo de llaves del cinturón y se va a la caja todavía medio torcida. Contemplo en silencio cómo lucha con la cerradura. Está atascada. El cuerpo me arde. Es como si alguien me golpeara el cráneo. Sólo oigo el tintineo de las llaves. Como está de pie delante de mí, no puedo ver nada. Parece que ahora tira de la puerta. Más fuerte. Más fuerte. Entonces… oigo chirriar el metal oxidado. La puerta se abre y el guardia se vuelve para mirarme. Da un paso a un lado para dejar que lo vea con mis propios ojos. La pistola está donde tiene que estar.

– Lo siento -digo con forzado alivio-. Debo de haber oído mal.

– Eso parece.

Me encojo de hombros, doy la vuelta y paso nuevamente ante la estatua de Lincoln. En el momento en que doblo la esquina, salgo corriendo tanto como puedo por el corredor de la Planta Baja. Es una buena señal, pero también podría haber vuelto a ponerla allí sin mayor dificultad.

Cuando llevo tres cuartos de pasillo y me acerco a la escalera principal de la Residencia, reduzco por fin la marcha. Como siempre, mi tarjeta de identidad y un gesto decidido me permiten pasar ante el guardia de abajo.

– Sube uno -susurra por su walkie-talkie.

Salto los escalones de dos en dos sabiendo que me pararán. Podría haberla llamado para que me dejasen pasar, pero no quería que nadie supiera que venía. La sorpresa es todo lo que me queda, y a pesar de la pistola, sigo queriendo ver su reacción por mí mismo. Naturalmente, al llegar a la planta de Estado, dos agentes del Servicio Secreto me bloquean el paso.

– ¿Necesita algo? -pregunta el del pelo negro.

– Tengo que ver a Nora. Es una emergencia.

– Y usted es…

– Dígale que soy Michael… ella sabe.

Me observa bien y lanza una mirada a mi identificación.

– Lo siento -dice-. Nos pidió que no la molestasen.

Intento mantener la calma.

– Mire, no quiero ser una molestia. Pero haga una llamada. Es importante.

– Ya le hemos dado una respuesta -añade el segundo agente-. ¿Qué palabra no ha entendido usted?

– Las entendí todas muy bien. Sólo intento ahorrarnos un dolor de cabeza.

– Oiga, señor…

– No, óigame usted -insisto de nuevo-. He venido aquí en plan civilizado… es usted el que decidió pelear. Mire, tengo que resolver una crisis de verdad, así que tiene usted dos alternativas: o hace una simple llamada telefónica y explica que se trata de una emergencia, o me larga a patadas y se enfrenta usted al enfado de Nora cuando averigüe quién es el causante de todo este follón. Personalmente yo preferiría la segunda, me encantan los deportes violentos.

Me estudia atentamente, acercándose más. Finalmente, gruñe:

– Las órdenes que yo tengo, señor, es que no debemos molestarla.

Me niego a ceder y miro hacia la pequeña cámara de vigilancia oculta en la toma de aire acondicionado. Es hora de pasar por encima de su cabeza.

– Harry, sé que estás mirando…

– Le estoy pidiendo que se vaya, señor -me advierte el agente.

– Llámela, por favor -solicito en dirección al techo-. No tiene más que…

Antes de que pueda terminar, tres agentes de paisano corren escaleras arriba. Al frente de ellos viene Harry.

– Le hemos dicho que no quería que la molestasen -explica el agente.

– Tengo que verla, Harry. Yo…

El agente me interrumpe, agarrándome con fuerza por detrás del cuello.

– Afloje -le advierte Harry.

– Pero si…

– Quiero oír lo que tiene que decirnos, Parness.

Parness se entera. Los de uniforme no discuten con los de paisano. Sigue las instrucciones y afloja sólo un poco.

– Bueno, ¿dónde está el fuego? -pregunta Harry.

– Tengo que hablar con ella.

– ¿Por razones personales o por asuntos oficiales de la Casa Blanca?

– Vamos, venga, usted sabe de qué se trata. Estuvo allí aquella noche.

Me dirige un sutilísimo movimiento de cabeza.

– Es importante, Harry. Si no lo fuera no habría venido de este modo. Por favor.

Los otros agentes lo observan. Todos conocen las órdenes de Nora. No quería que la molestasen. Aun así, la pelota es suya. Y finalmente, dice:

– La llamaremos.

Sonrío ligeramente.

Se mete en la oficina del ujier que está al lado y coge el teléfono. No puedo oír lo que dice y, para asegurarse de que no le leemos los labios, nos da la espalda. Cuando ha terminado, vuelve a la escalera. Me mira con cara de palo.

– Hoy es su día de suerte.

Respiro hondo una vez más y corro hacia la escalera. Por el rabillo del ojo consigo ver al agente del pelo negro abrir el registro de visitantes y apuntar mi nombre. Harry niega con la cabeza y lo detiene.

– A éste, no -le dice.

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