CAPÍTULO 26

– ¿Qué te ha dicho? -me pregunta Trey cuando cuelgo el teléfono.

– No puedo creerlo -digo, derrumbándome en la silla.

– ¿Qué? Cuéntame.

– Tú lo has oído… todos estábamos en la misma línea.

– Quiero decir, después de que hube colgado.

– ¿Qué más hay que decir? Caroline tenía el expediente de Pam.

– Eso no me lo creo.

– ¿Crees que se lo inventa?

– Puede ser que… ¿Te dijo qué había en él?

Todo lo que puedo hacer es menear la cabeza.

– El FBI no se lo quiso dar.

– ¿Crees que realmente Caroline le hacía chantaje a Pam?

– ¿Se te ocurre alguna otra razón para que Caroline necesitase su expediente?

– ¿Y si Pam tenía alguna cuestión sobre ética? ¿No era eso lo que hacía Caroline?

– No importa qué hacía o dejaba de hacer, ya has visto el teléfono: Pam ha estado escuchando por mi línea.

– Sólo porque tuvierais una línea compartida no se puede decir…

– Trey, en todo el tiempo que llevo en esta oficina, Pam no había usado el teléfono de la antesala ni una sola vez. Y entonces, en cuanto empiezo a husmear en busca del asesino de Caroline, se pasa el tiempo con él.

– Pero si hubiera estado espiándote, ¿no crees que ya la habrías oído alguna vez?

– Si apretaba el botón de quitar el sonido, no. Podría haberlo descolgado sin que yo oyera nada. -Me levanto de un salto y voy hacia la puerta-. Seguro que hasta desconectó el timbre para que yo no pudiera oír cuando alguien…

– Pues está desconectado -susurra Trey, dándose la vuelta.

– ¿Qué?

– Lo comprobé cuando colgué. El timbre está desconectado.


– Mejor que sea bueno -dice Nora, irrumpiendo en mi despacho. Pasa rápido junto al sofá pero yo sigo con los ojos en la puerta. No necesita preguntarlo, sabe lo que busco. La escolta.

– No vienen -dice.

– ¿Estás segura?

– ¿Tú qué crees?

– Entonces…

– Sólo me siguen si salgo del recinto. Mientras esté dentro, me dejan en… -La voz se apaga. Se fija en algo detrás de mi mesa. La pared del ego. Maldición. Se lanza hacia ella y va directa a la foto en que estoy con su padre. Es la misma que le di a mi padre, pero ésta está firmada.

– ¿Qué? -pregunto.

Estudia la foto, pero no responde.

– Nora, ¿no puedes…?

– Debía de estar de buen humor… la firma es auténtica.

– Estoy emocionado… Y ahora, ¿puedes estarte quieta un momento?

No hace caso de la petición porque está demasiado ocupada revisando el resto del despacho. Lo más absurdo de todo es que la mayor parte de la gente se siente intimidada cuando no está en su propio terreno. Nora se refuerza.

– De manera que aquí es donde sucede todo, ¿eh? Aquí es donde tú pones el culo a cambio del autógrafo de un figurón…

– ¡Nora!

Me mira y sonríe, gozando de la explosión.

– Sólo te estaba tomando el pelo, Michael.

– Pues ahora no es el momento.

– Oye -dice porque conoce ese tono-, lo siento… dime sólo de qué gran asunto se trata. ¿Alguien se quema?

Le relato brevemente todo lo que ha pasado con Pam y los expedientes. Como siempre, Nora emite rápidamente su juicio.

– Ya te lo dije -afirma, sentándose en una esquina de la mesa-. Te lo dije desde el principio. Aquí siempre es así. Todo es cuestión de rivalidades.

– Esto no tiene nada que ver con rivalidades.

– Oh, así que ahora vas a ignorar el hecho de que la muerte de Caroline ha supuesto un gran ascenso para Pam.

– Sólo está de interina. Cogerán a alguien después de las elecciones.

– ¿Y entonces crees que le hacían chantaje? ¿Que ella mató a Caroline para ocultar lo que haya en su expediente?

No contesto.

– Y Jill vino rodando detrás -dice Nora-. Y no nos olvidemos de la ficha de Vaughn. ¿No te prometió Pam que la sacaría y te la daría? Lo último que sé es que todavía no la tienes.

– No la necesito. Lamb me explicó la mayor parte y Vaughn me contó el resto.

– Pero eso no cambia los hechos. Pam te la prometió y nunca te la dio.

– ¿Puedes dejar el tema, por favor?

Cruza las piernas y mueve la cabeza.

– De modo que si la acusas tú, perfecto; pero si la acuso yo, malo. Es así como…

– No quiero hablar de ello -la interrumpo alzando la voz. Los siguientes segundos permanecemos sentados en un silencio embarazoso. Miro el sobre que tiene en el regazo. Y por fin, digo-: ¿Conseguiste la información?

– ¿Tú qué crees? -pregunta, balanceando el sobre con la punta de los dedos.

Se lo arrebato y lo rasgo. Dentro hay la fotocopia de cuatro páginas del libro de visitas del Despacho Oval del Presidente. Cuando Trey solicitó esa misma información, no obtuvo más que buenas palabras. Sin arredrarnos, sacamos la artillería pesada.

Diez minutos después, Barbara estaba más que contenta por atender la petición de Nora.

– ¿Qué le dijiste? -pregunto, hojeando las páginas.

– Le dije que pensábamos que Simon era un asesino y que queríamos ver si de verdad estaba en el Despacho Oval cuando murió Caroline.

– Muy gracioso.

– No tuve que explicar nada, le dije que era una cuestión personal. Antes de que pudiera soltar otra palabra por la boca ya me había puesto las copias en la mano.

Las cuatro fotocopias cubrían las cuatro horas, de ocho a doce de la mañana, del día que murió Caroline. Cada hora, una página. Mirándolas bien, un auténtico maratón.

08.06: entra Terry. 08.09: entra Pratt. 08.10: entra McNider. 08.16: sale Terry. 08.19: salen Pratt y McNider. 08.20 a 08.28: llamadas de teléfono. 08.29: entra Alan S. 08.41: sale Alan S. Las citas cubren la mañana entera. Hartson no necesita ir a ningún sitio. Todos van a verlo.

Paso a la página siguiente y encuentro en seguida lo que estaba buscando.

09.27: entra Simon. Recorro el resto de la lista con el dedo buscando la correspondencia. El corazón me da un salto en cuanto la veo. 10.32: sale Simon. Maldición. Yo no encontré el cuerpo hasta por lo menos las diez y media. Eso significa que la tiene. La coartada perfecta. Hay una expresión de tristeza en la cara de Nora.

– Lo siento -dice; como no contesto, su voz se acelera-. Aunque está claro que la cosa apunta hacia Pam, ¿no crees?

– ¿No podrías parar por una vez en tu vida?

Eso no le ha gustado.

– Escucha, Archie, sólo porque Betty te haya jodido no tienes por qué hacer el tonto con Verónica. -Y antes de que pueda replicar, ya está camino de la puerta.

– Perdona que te hablara así, Nora.

No hace caso.

– Por favor, Verónica, no te vayas. No puedo hacer nada sin ti.

Se para en seco.

– ¿Lo dices en serio? -pregunta, sorprendentemente seria.

Asiento con la cabeza y añado:

– Me vendría muy bien tu ayuda.

Vuelve titubeante hacia mi mesa. Pasea los dedos por las páginas fotocopiadas. Las observa y finalmente dice:

– ¿Tienes alguna idea de por qué se reunían? Una hora es mucho tiempo para estar allí dentro.

– Ya comprobé el horario viejo -le digo con una sonrisa de agradecimiento-. Los primeros veinte minutos eran para un informe sobre unos tipos de la Seguridad Nacional. Los otros cuarenta estaban anotados como ceremonia de liderazgo para algunos prebostes de la asociación de juristas. Probablemente, algún sarao para grandes contribuyentes a la campaña: enseñarles el Despacho Oval, mandarles una foto dedicada, y una semana después, pedirles una donación.

– Fuera lo que fuese, tuvo a Simon retenido durante una hora.

– No lo sé. Hay otras puertas que dan al despacho. Puede que Simon se escabullera sin que Barbara se diese cuenta.

– O puede que Pam… -Se interrumpe, con la lección aprendida. Incluso así, Nora sabe qué estoy pensando-. ¿Ya le has preguntado algo a ella?

– ¿A quién? ¿A Pam?

– No, a Nancy Reagan. Pues claro que a Pam.

– Todavía no. Miré en su despacho, pero no estaba.

– Entonces mueve el culo y búscala. Llámala al busca, mándale un e-mail. Tienes que averiguar qué está pasando.

– Ya lo intenté. Pero no contesta.

– Apostaría a que está en la fiesta.

– ¿Qué fiesta?

– A las seis en punto en el Jardín de Rosas. Para mi madre. Trey organizó la cosa.

Casi lo había olvidado. Hoy la Primera Dama cumple cincuenta años… y hacen la entrevista en directo de «Dateline».

– ¿Crees que Pam estará allí?

– ¿Estás de broma? Allí estará hasta el último mono de este edificio. Y Pam estará como en casa. -Nora mira el reloj y añade-: Y hablando de eso, tendría que ir tirando…

Hay un instante de titubeo en su voz.

– ¿Algo va mal? -pregunto.

– No. Todo bien.

Conozco ese tono.

– Dime qué estás pensando, Nora.

Se queda callada. Alargo el brazo y la cojo de la mano. Lo más suave que puedo le hago abrir el puño. Esto no puede ser por culpa de la fiesta, en estos temas preparados es una profesional.

– ¿Estás nerviosa por la entrevista?

– No, Michael, me encanta que me juzgue todo el maldito país. Me encanta que me inunden con diez mil cartas diciéndome que no me pongo bastante maquillaje y que mi lápiz de labios se corre. ¿Y que sea en vivo? Eso es la cereza podrida que va encima de todo, sólo a una respuesta equivocada de mi propio sketch de «Saturday Night Live». Quiero decir, que mis padres se buscaron esta mierda, pero yo me limité a nacer en ella.

Hace un alto para tomar aliento y yo no digo ni una palabra.

– Tienes que comprenderlo -añade-. Quiero decir… puedo aguantar toda esa otra mierda, pero no me gusta ser yo el tema de conversación.

– ¿Y quién dice que seas tú…?

– Michael, por favor, a mí también me mandan los datos de los sondeos. Hay una razón por la que quieren que toda la familia esté allí.

– Pero, Nora, eso no significa que…

– No sé lo que estás a punto de decir, Romeo, pero tengo un millón de votantes que no están de acuerdo contigo. Y hasta el último voto cuenta.

– Es posible que cuente, pero eso no importa. Hay una diferencia.

Me mira y se detiene.

– ¿Eso lo piensas de verdad, no es así?

– Por supuesto que sí.

– Sí, bueno, tú sí. -Con una última mirada al reloj se aparta de la mesa y se dirige a la puerta-. Sea tortura o no, tengo que estar allí. La Oficina de Prensa me pidió que me pusiese vestido; tienen suerte de que tenga ropa interior.

En un suspiro, el huracán Nora sale zumbando del despacho y me deja solo en un mar de silencio. De todos modos, sé dónde estoy. He estado aquí antes muchas veces. El rugido del silencio absoluto. La calma que precede a la tempestad.


– ¿Hay alguien? -pregunto al entrar en la antesala. Nadie responde. Doy un golpe fuerte en la puerta de Julian-. Julian, ¿estás ahí? -Nada. Llamo todavía más fuerte en la puerta de Pam-. Pam, ¿estás ahí? -No hay respuesta.

Convencido de que estoy solo, voy hacia la puerta principal que da al pasillo. Con un giro de muñeca muevo el cerrojo del pomo. El pestillo entra en su sitio con un fuerte ruido. Los tres tenemos llave, pero esto me dará por lo menos unos segundos para prepararme.

Voy hacia el despacho de Pam diciéndome que esto no es un abuso de confianza: es simplemente una precaución necesaria. No es que sea una gran justificación, pero no tengo otra.

– Pam, ¿estás ahí? -vuelvo a preguntar una última vez. Sigue sin responder nadie. Aprieto el pomo frío con la palma sudorosa y voy empujando poco a poco la puerta para abrirla-. ¿Pam? ¿Hola? -La puerta gira hasta la pared, dando un golpe sordo y apagado. En el aire flota todavía el aroma de su champú de albaricoque.

Todo lo que tengo que hacer es entrar. Pero la cosa es que… no puedo. No está bien. Pam se merece algo mejor que esto. Ella nunca haría nada que me hiriese. Por supuesto, si lo hizo… si le estaban haciendo chantaje y entonces se dio cuenta de que la cuestión de Nora le daba una coartada y una salida fácil… yo tendría problemas. Problemas tipo final-de-mi-vida. La verdad, esto es la mejor razón para entrar. Quiero decir, no es como si fuera a llevarme algo. Sólo quiero echar un vistazo. Si Caroline tenía su expediente es que Pam debía tener algo gordo que esconder. Dejo las dudas en la puerta y entro en el despacho. Mis ojos van directos a la bandera roja, blanca y azul que hay detrás de su escritorio. Salvar mi pellejo. A la manera americana.

Me acerco a la mesa, echo una mirada rápida hacia atrás para volver a comprobar la antesala y estar seguro. Sigo solo.

Vuelvo a la mesa con el corazón latiéndome contra las costillas. El silencio es abrumador. Oigo el flujo y reflujo de mi propia respiración trabajosa. Es una marea oceánica sostenida. Dentro… y fuera otra vez. Igual que aquella primera noche que vigilábamos a Simon. Mi teléfono empieza a sonar al otro lado del vestíbulo. Me giro, asustado, pensando que hay alguien en la puerta. No importa, me digo al oír que sigue sonando. Mantengamos el rumbo.

Intento ser sistemático y no hago caso de la pila de carpetas que hay sobre la mesa. Es demasiado lista para dejar algo a la vista. Por suerte, hay cosas que no se pueden ocultar. Voy directo a su teléfono y aprieto la tecla de registro de llamadas con los ojos puestos en la pantallita digital. En un segundo tengo los nombres y números de teléfono de las últimas veintidós personas que la llamaron.

Recorro la lista y lo primero que me llama la atención es la cantidad de llamadas exteriores que tiene. O bien la llaman mucho desde teléfonos públicos o la llaman un montón de peces gordos. Ambas cosas son malas. Cuando termino con la lista, hay cinco personas por lo menos que no puedo identificar. Busco una libreta y un lápiz para apuntarlos, pero antes incluso de que pueda estar cerca de su vaso de lápices de «Pregúntame por mis Nietos», oigo una llave en la puerta principal de la antesala. Alguien llega. Salgo del despacho corriendo tan de prisa como puedo y aterrizo en la antesala justo en el momento en que se abre la puerta.

– ¿Qué demonios pasa aquí? -pregunta Julian-. ¿Por qué has cerrado la puerta con llave?

– No… nada -digo sin aliento-. Sólo arreglaba la antesala.

– Ya entiendo -dice, riendo-. Arreglando la antesala.

Me niego a reconocer lo que debe de ser el chiste más viejo de Julian. Subrayar un gerundio para fabricar eufemismos por masturbación. Arreglando la antesala. Faxeando el documento. Archivando el informe. La verdad es que funciona, pero jamás le daré el placer de decírselo.

– ¿Has visto a Pam? -pregunto sin humor para juegos.

– Sí, se iba a la fiesta de la Primera Dama.

Me dirijo a la puerta sin decir nada más.

– ¿Adonde vas? -pregunta Julian.

– A buscarla en el Jardín de Rosas… tengo que hablar con ella.

– Estoy seguro de que sí, Garrick -dice con un guiño-. Haz lo que tengas que hacer.

– ¿Cómo?

Buscándola en el Jardín de Rosas.


De mi despacho al Jardín de Rosas hay cinco minutos andando. O dos minutos corriendo. Cruzo por el Ala Oeste y al mirar el reloj ya llego veinte minutos tarde. Teniendo en cuenta el retraso garantizado de la Primera Familia, debería llegar justo a la hora. Abro las puertas de la Columnata Oeste, esperando ver un montón de gente. Me encuentro una muchedumbre.

Debe de haber por lo menos dos centenares de personas, todas ellas mirando hacia el podio que está al final del Jardín de Rosas. Instintivamente, empiezo a mirar las chapas de identidad. La mayoría las llevan con fondo naranja, limitadas al EAOE. Unos pocos las tienen azules. Y los que la tienen guardada en el bolsillo de la camisa son los internos. Por eso está tan lleno el jardín. Todo el mundo está invitado. Lo raro del asunto es que ni siquiera el personal más joven suele estar tan entusiasmado por un acto. A mi espalda, oigo una voz de hombre que dice:

– Me he pasado toda mi vida haciendo colas como ésta.

Me pongo de puntillas y estiro el cuello para ver por encima de la masa. Entonces me doy cuenta de que no estamos ante un acontecimiento corriente. La ventaja del Presidente disminuye, así que estas próximas horas son necesarias para volver a estar hombro con hombro en primera línea. Primero, la fiesta familiar; después, la entrevista en directo. Hay que exhibir la mejor cara posible ante toda Norteamérica, y no reparar en gastos para realizarlo.

Junto al podio está el objeto de la atención de todos: una enorme tarta de pisos con glaseado de vainilla que tiene un extraño parecido a la Primera Dama dibujada con azúcar de diferentes colores. A la derecha de la tarta, detrás de un largo cordón de terciopelo, está el equipo de «Dateline», filmando material para la introducción de esta noche. Delante de ellos, dos hombres con cámaras. Fotógrafos de la Casa Blanca. Demonios, Trey es implacable. Tómate un trozo de pastel; sácate una foto con Mickey y Minnie. En los últimos meses, antes de la elección, quieren que todos parezcamos una familia. La familia primero.

Dejo de lado lo de las fotos y me meto entre la gente. Tengo que encontrar a Pam. Me abro paso con los codos entre el mar de colegas funcionarios en busca de su pelo rubio.

Sin previo aviso, la muchedumbre empieza a bullir. La ovación empieza por delante y va extendiéndose hacia atrás. Con un impulso repentino, todo el bloque empuja hacia adelante. Aplausos. Gritos. Silbidos. La Primera Familia está aquí.

Con el Presidente a su derecha y Nora y Christopher a su izquierda, Susan Hartson saluda a la multitud como si le sorprendiera tener a doscientas personas en el jardín. Como siempre, hay un grueso cordón de terciopelo que los separa del personal, pero el Presidente estrecha todas las manos que se le tienden. Lleva corbata de rayas rojas y camisa azul claro y el típico traje azul marino y se lo ve más relajado que nunca que yo lo haya visto. Detrás de él, la Primera Dama resplandece con la alegría de rigor, y va seguida por Christopher, que lleva una camisa del mismo color que su padre pero sin corbata. Bonito toque. Finalmente, a la cola, y con una falda negra de muy buen gusto, está Nora. Lleva un regalo de cumpleaños envuelto en papel rojo blanco y azul. Cuando avanzan hacia el podio, tres equipos de televisión, incluido el de «Dateline», captan el momento. Es un acto brillante. Todo el mundo -el personal, los Hartson, todos nosotros- es una gran familia unida y feliz. Siempre y cuando nos quedemos de este lado del cordón.


Ciertamente, la definición de «no tener oído» es un rebaño de empleados de la Casa Blanca cantando Cumpleaños feliz a todo pulmón. Cuando termina la canción, he cruzado ya la cuarta parte de la muchedumbre, pero sigo sin ver a Pam.

– La hora de los regalos -anuncia el Presidente. Con ese pie, Christopher y Nora suben al podio. Para esto, me paro.

Nora se coloca frente a nosotros con una sonrisa convincente. Hace un mes, me la hubiera creído. Hoy, ni siquiera estoy cerca de ser engañado. Se siente fatal allí arriba.

Christopher se aparta el pelo oscuro de los ojos y se acerca al micrófono con orgullo adolescente y se lo pone a su altura.

– Mamá, ¿vienes aquí…? -dice.

La Primera Dama se adelanta y Nora se inclina torpemente hacia el micrófono.

– Éste es el regalo de Chris, papá y yo. Y como no queremos que lo devuelvas, hemos decidido que lo recogeré yo. -La multitud llena la banda sonora con risas de serie cómica-. De todos modos, esto te lo damos nosotros a ti.

Nora coge el paquete rojo, blanco y azul que yo sé que ella no envolvió y se lo tiende. Pero mientras la Primera Dama desenvuelve el papel de regalo, algo sucede. Hay una nueva expresión en el rostro de Nora. Sus ojos bailan con una emoción nerviosa. Esto no está en el guión. Ya no son Nora y la Primera Dama. No es más que una hija dándole un regalo de cumpleaños a su madre. Y por el modo en que Nora se balancea sobre los talones, es que se muere de ganas de que a mamá le guste.

En el momento en que abre la caja, todo son oooohs y aaaahs entre el público. Los cámaras se mueven para tomar primeros planos. Dentro hay una pulsera de oro labrada a mano con pequeños zafiros incrustados. Al sacarla, la primera reacción de la señora Hartson -lo primero que hace- es de puro instinto. Con un movimiento lento se vuelve hacia la cámara de «Dateline» con expresión radiante y dice:

– Gracias, Nora y Chris, os quiero mucho.


Casi una hora y media después estoy de vuelta en mi despacho, intentando aclarar el montón de correo de la noche. He llamado a Pam por el busca dos veces más. No me ha contestado.

Trato de controlar la migraña que me corretea por el cráneo y abro el cajón de arriba y rebusco entre mi colección de medicinas: Maalox, Sudafedr, Zetirizine… siempre preparados. Cojo un frasco de plástico de Tylenol y me peleo con la tapa a prueba de niños. No estoy de humor para ir a buscar agua, así que echo la cabeza para atrás y me lo trago tal cual. No son fáciles de pasar.

– ¡Venga, muchachos, es la hora del fuego de campamento! -grita Trey, abriendo la puerta de mi despacho de una patada-. ¡A ver, Annette, dilo tú! ¿Quién es el jefe del campamento que más te gusta a ti? ¡TREY-T-R-E-Y-Y-Y!

– No puedes dejar nunca el rollo Disney, ¿verdad?

– Cuando viene tan a cuento, no. Es que, chico, ¡esto es el reino mágico! ¿Has visto lo bien que salió el acto? Ya está en la CNN. Preparado para las noticias de la noche. Nancy predice que saldrá en primera página de la sección Estilo. Y en menos de una hora, en directo en «Dateline». ¿Puedo conseguir algo mejor? ¡No! ¡No señor, no puedo!

– Estoy entusiasmado con que tú y tus nigromantes consigáis lavar el cerebro a media nación, Trey, pero por favor… -Me quedo mirando el vaso de lápices con la mente perdida. No importa.

– No me pongas esa cara de palo -me riñe sentándose delante de la mesa-. ¿Qué te pasa?

– Es que… no lo sé. Todo ese rollo me ha dejado mal sabor de boca.

– Se supone que tiene que dejar un mal sabor, ¡así sabemos que es bueno! Cuanto más jarabe, mejor. Es lo que toman los norteamericanos para desayunar.

– No fue sólo la parte cursi. Ya la viste cuando cogió el regalo. Nora fue a escoger algo bonito para su madre, y ¿qué hace la Primera Dama? Da las gracias a la cámara en vez de a su hija.

– Te juro que cuando estaba allí, lloré.

– No es gracioso, Trey. Es dramático.

– ¿No podrías bajarte del pedestal, por favor? Los dos sabemos la verdadera razón de que estés de mal humor.

– ¡Para ya de decir cómo tengo que sentirme! ¡Tú no eres el dueño de mis procesos mentales!

Se apoya en el respaldo en silencio y me concede un segundo para tranquilizarme.

– No la tomes conmigo, Michael. Yo no tengo la culpa de que no encontrases a Pam.

– ¡Oh! ¿Así que tú no eres el que metió doscientos trepas detrás del flautista de vainilla glaseada?

– No era glaseado, era cobertura. Es distinto.

– ¡No hay diferencia!

– Tendría que haber diferencia, sólo que nosotros dos no la sabemos.

– ¡Deja de joder, Trey! ¡Estás empezando a cabrearme!

En vez de contestarme con otro grito, empieza a frotarse la cabeza. Con intensidad media, más bien como modo de contenerse. Otro que no fuera tan buen amigo ya estaría en la puerta. Trey se queda donde está. Al cabo de un momento, le miro al otro lado de la mesa.

– No pretendía…

Baja la mirada a sus rodillas y se saca algo del cinturón. Su busca suena.

– ¿Algo importante? -le pregunto.

– Falta una hora para «Dateline». Quieren que esté allí para hacer los preparativos.

Asiento con la cabeza y él se va hacia la antesala.

– Cuando vuelva, nos sentaremos y lo pensaremos -me promete.

– No te preocupes -digo yo-. Todo irá bien.

Trey se para en la puerta y se vuelve.

– Nunca he dicho que no.


Doy otra media hora a Pam para contestar otros dos buscas. No contesta. En este punto, tendría que considerar que ya es de noche, pero lo que hago es poner la CNN para echar un último vistazo a las noticias de hoy. Todo el día han tenido como historia principal la entrevista de «Dateline», pero cuando la imagen se estabiliza, me veo mirando un clip del mitin de Bartlett de hoy. Sea donde sea, el local está enloquecido: saltos, gritos, chillidos de entusiasmo y pancartas caseras. Cuando aparece un texto que dice Miami, Florida, casi me caigo de espaldas. El estado de Hartson. Es una jugada arriesgada de Bartlett, pero parece que le está dando resultado. No sólo consigue que la prensa cubra su enfrentamiento, sino que, comparado con la semana pasada, su música suena más fuerte, tiene más gente y, como dice la presentadora: «Cuando terminó todo, se quedó allí y estuvo casi una hora entera estrechando manos.» Ahora sé que tenemos problemas. Los candidatos sólo se quedan cuando el resultado es bueno.

Apago la tele y decido ir a la Sala de Recepciones Diplomáticas, donde el trabajo de Trey con «Dateline» se está preparando para arrancar. Cualquier cosa que Bartlett pretenda, la entrevista de esta noche sigue siendo el juego más importante de la ciudad. Así que, ¿por qué verlo por televisión si Trey puede dejarme verlo en directo? Además, después de lo que dijo Nora antes, le vendrá bien algún apoyo.

Desde el fondo oeste del corredor de la Primera Planta veo que, como de costumbre, no soy el único que ha tenido esa idea y ya se va reuniendo un nutrido grupo de funcionarios. Salir en directo desde la Casa Blanca no es tarea pequeña, y por el modo en que todos corren arriba y abajo, tenemos el circo habitual. Atisbo por encima del hombro del tipo que tengo delante y tengo una primera impresión del decorado.

El fondo cálido lo da el empapelado de la sala -paisajes norteamericanos del siglo XIX- y el plato se monta en torno a dos sofás y un sillón antiguo. Pero en vez del sofá frío con respaldo de madera que suele estar en la Sala Diplomática, han puesto dos más cómodos y confortables que, si la memoria no me falla, vienen de la segunda planta de la residencia. Tiene que parecer una familia auténtica. Que nadie -ni los padres, ni los hijos- se sienta solo.

Rodeando la sala de estar improvisada hay cinco cámaras separadas que forman un amplio semicírculo (el pelotón de fusilamiento del siglo XXI). Más allá de las cámaras, al otro lado de los montones de cables negros que zigzaguean por el suelo, el Presidente y la señora Hartson están charlando con Samantha Stulberg y una mujer de treinta y muchos, con clase y vestida toda de negro y con sombrero. La productora. Hartson lanza una sonora carcajada: ha hecho su último envite para que la entrevista tenga un buen enfoque. Miro mi reloj y comprendo que aún faltan diez minutos. Esto es importante para él. Si no fuera así, no habría bajado tan pronto.

Al fondo, en medio de la gente de sonido, los cámaras y las maquilladoras, descubro a Trey hablando por teléfono. Con expresión angustiada, casi de pánico, se acerca al hermano de Nora, Christopher, que se ha sentado en su sitio del sofá. Hasta que Trey se pone a susurrarle algo al oído, no me percato. El Presidente, la señora Hartson, Christopher, sus ayudantes, el equipo de televisión, la productora, la entrevistadora, los técnicos del satélite… todos están aquí. Todos menos Nora.

Cuando termina con Christopher, Trey va de puntillas hasta la Primera Dama y le da un golpecito en el hombro por detrás. Hace un aparte con ella pero no puedo oír lo que le dice. Pero la cara de la Primera Dama lo dice todo. Durante un mínimo, casi inapreciable nanosegundo, se pone roja de ira y luego -casi igual de de prisa- vuelve a sonreír. Sabe que aquellas cámaras la enfocan; hay un tipo con una de mano que graba para unas noticias locales. Tiene que mantener la calma. Aun así, consigo leer desde donde estoy lo que rugen sus labios.

– Encuéntrala.

Trey sale andando con calma de la habitación, la cabeza alta, abriéndose paso entre nosotros. Nadie le presta demasiada atención, todos están mirando a POTUS, pero en cuanto me ve, Trey me lanza esa mirada. Esa mirada de esto-me-va-a-producir-disfunciones-sexuales-y-estoy-muy-asustado. Me separo del grupo y caigo justo detrás de él. Cuanto más se aleja por el pasillo, más rápido va.

– Por favor, dime que sabes dónde está -susurra con el mismo paso rápido.

– ¿Cuándo fue la última vez que…?

– Dijo que iba al baño. Nadie la ha visto desde entonces.

– Entonces si fue al…

– Eso fue hace media hora.

Miro a Trey en silencio. Cuando cruzamos las puertas de la Columnata Oeste se echa a correr.

– ¿Has mirado en su habitación? -pregunto.

– Eso es lo que estaba haciendo por teléfono. Los guardias del ascensor dijeron que no había subido.

– ¿Y los del Servicio Secreto? ¿Se lo has notificado?

– Michael, estoy intentando convencer a un equipo de quince personas de «Dateline» y a cien millones de espectadores de que Hartson y su familia son los clones de los Nelson, la familia perfecta de la tele. Si aviso al Servicio Secreto, organizarán una caza del hombre. Además, llamé a mi amigo el de la Puerta Sureste y, según él, Nora no ha salido del recinto.

– Lo que significa que está en el EAOE o en las dos primeras plantas de la mansión.

– Hazme un favor y mira en tu despacho -dice Trey.

– Yo vengo ahora de allí. Y ella no…

– ¡Compruébalo! -dice susurrando con la frente cubierta de gotas de sudor.

Entramos en el Ala Oeste y Trey sale disparado hacia el Despacho Oval. Yo continúo rápido hacia el EAOE y compruebo la hora. Faltan ocho minutos. Me doy la vuelta para correr marcha atrás y le pregunto:

– ¿Cuánto dura el…?

– Hay un minuto de introducción, treinta segundos de créditos y dos minutos de grabación de la fiesta de cumpleaños -le tiembla la voz-. Michael, ya sabes las cifras. Si esto se convierte en una crisis…

– La encontraremos -digo, y empiezo a correr-. Te lo prometo.

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