CAPÍTULO 19

– Michael, ¿te encuentras mal? -pregunta Nora cuando intento abrir los ojos-. ¿Me oyes? -Como no respondo, repite la primera pregunta-: ¿Estás mal? ¿Te encuentras mal? -cada vez que lo dice suena menos a pregunta y más a orden.

Parpadeo, recobrando la conciencia e intentando recordar cómo me tumbaron en esta cama. Me quito el paño frío de la frente y echo una ojeada a mi alrededor. El armario antiguo y las estanterías empotradas me dicen que no estoy en un hospital. El diploma de Princeton de la pared del fondo me dice el resto. La habitación de Nora.

– ¿Cómo te encuentras? -pregunta con voz inquieta, con preocupación.

– Hecho una mierda -respondo, sentándome en la cama-. ¿Qué demonios pasó? -Antes de que pueda responderme, una oleada de vértigo me sube desde la base del cráneo. Asustado por este súbito ataque, cierro los ojos y aprieto los dientes. Lo veo todo gris. Luego, remite.

– Michael, ¿qué tal…?

– Bien -insisto al notar que se me pasa. Los puños se cierran lentamente-. ¿Qué demonios me metiste en la boca?

– Lo siento muchísimo…

– Limítate a contestar, Nora.

– No tendría que haberte hecho eso…

– ¡Deja de pedir perdón, joder! ¡Yo ya noté el papel en el chicle!

Sorprendida por el pronto, se echa para atrás, yéndose más hacia los pies de la cama.

– Te juro que no era algo como para hacerte perder el sentido -dice con una voz que es apenas más que un susurro-. No tenía ninguna intención de que pasara eso.

– Dime qué coño era.

Con la mirada baja sobre la colcha blanca impoluta, no responde. Casi no se atreve a mirarme.

– Demonios, Nora, dime qué…

– Ácido -susurra finalmente-. Sólo una pastilla de ácido.

– ¿Sólo una…? ¿Estás completamente mal de la cabeza? ¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer?

– Por favor, Michael, no te enfades… Yo no quería…

– ¡Tú me la metiste en la boca, Nora! ¡No se metió allí solita!

– Ya lo sé… y siento muchísimo haberte hecho eso. No tendría que haber violado nuestra confianza así… sobre todo después de que hoy… pensé que… -su voz se pierde.

– ¿Sólo pensaste que qué? Me gustaría oír qué lógica retorcida aplicas a eso.

– No sé… me figuré… ya sabes, ahí fuera, mientras hacíamos el tonto, creí que sería divertido.

– ¿Divertido? ¿Eso es lo que a ti te resulta divertido? ¿Drogarme contra mi voluntad?

– Créeme, Michael, si no te hubieras puesto malo, me lo hubieras agradecido. No es como el sexo normal… es algo que cambia la vida.

– ¡Cojones si cambia la vida…! ¡Doy un paso más por el tejado y me mato! ¡Podría haberme matado!

– Pero no te mataste. Cuando llegaste al borde, yo te sujeté. Y cuando te pusiste mal, le dije al antiterrorista que te trajera aquí. Yo sólo quería que no corrieras peligro.

– ¿Peligro? ¿Y qué pasa si me llaman para hacerme análisis de drogas, Nora? ¿Has pensado en eso por un segundo? ¡Hacen análisis al azar entre el personal! ¡Qué pasaría entonces!

– ¿Siempre se trata de lo mismo? -dice, entrecerrando los ojos-. ¿De cómo va a afectar a tu trabajo?

Aparto las sábanas, aprieto los ojos ante la oleada que me viene a la cabeza, salgo de la cama y cojo mis pantalones del respaldo de una silla antigua.

– ¿Adonde vas? -me pregunta mientras me los voy poniendo.

Recojo los zapatos a trompicones, negándome a contestar. De un salto se pone delante de mí, suponiendo que me detendrá. Se equivoca. Bajo un hombro, dispuesto a cargar contra ella.

Aguanta firme. Me digo a mí mismo que debería derribarla. Eso le daría una lección. No tendría que importarme. Pero me importa. Justo en el momento de ir al choque, me detengo.

– Quítate de en medio -digo, rugiendo.

– Vamos, Michael, ¿qué más quieres que te diga? Perdóname. Siento mucho lo que pasó. Debes de haber tenido algún mal viaje o algo así para que hiciese efecto tan rápido.

– ¡Pues claro que tuve uno malo! ¡Pero ésa no es la cuestión!

– Estoy tratando de disculparme, ¿por qué te enfadas tanto?

– ¿Quieres saber por qué? -le grito-. Porque tú todavía no te enteras. No es por el ácido, ni siquiera tiene que ver con nuestro acuerdo, ¡es porque resulta que eres una sicópata de calidad extra! ¡Busca todas las razones que quieras, esto te coloca en una categoría nueva!

– ¡No te atrevas a juzgarme!

– ¿Por qué no? Tú me drogas, yo te juzgo. Lo menos que puedo hacer es devolverte el favor.

Está empezando a explotar.

– Tú no sabes lo que es, gilipollas… comparado conmigo, tú lo has tenido fácil.

– ¡Oh! ¿Así que ahora eres experta en toda mi infancia?

– Conocí a tu padre. Vi la película -me dice-. Es retrasado. Es frustrante. Punto.

En este momento rae encantaría cruzarle la cara.

– Así que realmente crees que es así de simple, ¿eh?

– No quería decir…

– No, no, no, no te eches atrás -la interrumpo-. Viste Rain Man, claro, eso era autismo, pero tú sabes cómo funciona. Sólo desearía que hubieras pasado algo más que unas horitas con mi querido papi. Así hubieras disfrutado de los momentos cumbre… como cuando se lía con la medicación y tienes que impedir que se ahogue con la lengua. O aquella vez cuando estaba en cuarto que se escapó al darse cuenta de que yo era más inteligente que él. O cuando estuvo un mes entero cagándose en los pantalones porque estaba preocupado por si lo abandonaban si yo me iba a la universidad. O aquella vez que un pequeño come-mierda, un malvado que se llamaba Charlie Stupak, lo convenció de que es correcto coger el coche de la gente siempre que prometas que se lo devolverás. Y armado con un defensor de oficio sin puta idea, mi papi puede demostrarte lo bien que funciona el sistema legal. Oh, claro, hoy lo has visto todo.

– Oye, siento mucho que tu padre sea retrasado. Y también siento que tu madre se escapase…

– No se escapó, se fue a hacer un tratamiento. Y como no funcionó, se murió. A los tres meses de entrar en la clínica. Intentaba ahorrarnos el dolor de ver cómo se deterioraba, tenía miedo de que eso me retrasara a mí. Ahora intenta explicarle eso a un hombre con un CI de sesenta y seis. O todavía mejor, intenta protegerlo de todo lo que hay en el mundo preparado para hacerlo pedazos.

– Ya sé que fue difícil, Michael…

– No. No lo sabes. No tienes ni idea de cómo es. Tus padres viven los dos. Todos tenéis salud. No tenéis nada de que preocuparos aparte de la reelección.

– Eso no es verdad.

– Oh, es cierto, olvidé lo de tus horrores secretos: las cenas oficiales, reuniones de peces gordos, ir a la universidad que tú elijas…

– Ya basta, Michael.

– … y no nos olvidemos de los lameculos: el personal, los periodistas, incluso Juan del Pueblo y Susi la Jet Set… Todos tienen que querer a la Primera Hija.

– ¡He dicho que ya basta!

– Ooooh, se nos está enfadando. Avisen al Servicio Secreto. Manden una nota a su padre. Si hace una escena en público, habrá mala prensa…

– Escucha, capullo…

– ¡Y tenemos tacos! ¡Noticia de nacional! Eso es lo peor de todo, ¿verdad, Nora? ¡Mala prensa en las noticias nacionales!

– ¡Tú no me conoces, joder!

– ¿Te acuerdas siquiera de cómo es un día malo? No estoy hablando de mala prensa, hablo de un mal día. Hay verdadera diferencia. -Ella parece a punto de morder, así que le aprieto un poco más-. Ni siquiera tienes ya ninguno, ¿eh? Oh, cielos, ser la Primera Hija. Cuéntame, ¿qué tal es eso de que te lo hagan todo? ¿Sabes cocinar? ¿Sabes limpiar? ¿Te lavas tú la ropa?

Tiene los ojos llenos de lágrimas. No me importa. Se lo ha buscado.

– Venga, Nora, no seas tímida. Explícalo. ¿Firmas tú los cheques? ¿O pagas tus facturas? ¿O haces tus…?

– ¿Quieres ver un mal día? -explota por fin-. ¡Aquí tienes tu jodido mal día! -Se levanta la camisa y me enseña una cicatriz de quince centímetros que le baja hasta el ombligo, con las marcas de los puntos todavía rojas.

No puedo musitar ni una sílaba, petrificado. Así que por eso no me dejaba tocarle el estómago.

Se baja la camisa y, finalmente, se viene abajo. La cara se le retuerce en un sollozo mudo y las lágrimas se le disparan. Es la primera vez que la he visto llorar.

– Tú, es que tú no sabes… -solloza, tambaleándose hacia mí. Me cruzo de brazos y pongo mi mejor gesto de duro.

– Michael… -Quiere que la acoja… que la abrace. Igual que ella hizo con mi padre. Cierro los ojos y sólo veo eso. Sin pensarlo más, me acerco y la estrecho entre mis brazos.

– No llores -susurro-. No tienes que llorar.

– Te juro que no quería hacerte daño -dice, sollozando, sin poder controlarse aún.

– Shhh, ya lo sé. -Se derrumba sobre mí y siento que la niña pequeña ha vuelto-. Está bien -le digo-. Está bien.

Pasa un minuto entero antes de que digamos otra palabra. Coge aliento y noto que se aparta. Se limpia los ojos tan de prisa como puede.

– ¿Quieres contármelo? -pregunto.

Hace una pausa. Ése es su instinto.

– El día de Nochevieja, el año pasado -dice finalmente, sentándose en la cama-. Había leído que una manera estupenda de suicidarse era clavarse un cuchillo en el estómago, así que decidí comprobar la teoría personalmente. No hace falta decir que no es muy firme.

Me quedo helado, no estoy seguro de qué responder.

– No comprendo -tartamudeo al fin-. ¿No te llevaron al hospital?

– Recuerda quiénes somos, Michael. Y con quién estás. Los médicos de mi padre están aquí las veinticuatro horas del día, y todos visitan a domicilio. -Y después, para marcar su punto, da una palmada en el colchón-. No tuve ni que salir de mi habitación.

– Pero para estar seguros de que nadie lo descubría…

– Por favor. Si ocultaron diez meses el cáncer de mi padre, ¿crees que no iban a poder esconder un intento de suicidio de su hija yonqui?

No me gusta cómo lo dice.

– Tú no eres yonqui, Nora.

– Dice el tío al que acabo de drogar.

– Ya sabes lo que quiero decir.

– Te agradezco que lo pienses, pero sólo tienes la mitad de la información. -Pellizca los encajes de la almohada y pregunta-: ¿Tienes la menor idea de por qué estoy en casa?

– ¿Perdona?

– No es una pregunta con trampa. Terminé la universidad en junio. Ahora es setiembre. ¿Qué estoy haciendo aquí todavía?

– Pensé que esperabas noticias de las escuelas de posgraduados.

Sin decir palabra, va hasta el escritorio y saca una pila de papeles del cajón de arriba. Vuelve a la cama y los tira sobre el colchón. Me siento a su lado y hojeo la pila. Universidad de Pennsylvania. Washington. Columbia. Michigan. En total, catorce cartas. Todas la aceptan. Así que, finalmente, digo:

– No entiendo.

– Bueno, eso depende de a quién quieras creer. O bien estoy haciendo tiempo para la escuela de posgraduados, o bien a mis padres les preocupa que vuelva a intentar hacerme daño. ¿Qué crees tú que es más probable?

Oyéndola explicarlo, no es difícil de imaginar. La única cuestión es: ¿qué hago yo ahora? Acurrucada al borde de la cama, Nora está esperando mi reacción. Trata de no mirarme, pero no puede evitarlo. Está preocupada por si me marcho. Y por la manera en que restriega una y otra vez el pie desnudo contra la alfombra, no sería la primera vez que alguien la deja plantada. Recojo las cartas y las tiro al suelo.

– Dime la verdad, Nora, ¿dónde tienes las drogas?

– Yo no…

– ¡Última oportunidad! -bramo.

Sin decir palabra, baja la vista hacia las cartas y luego mira la puerta ligeramente abierta del armario. Su voz suena blanda, derrotada.

– Hay una lata de pelotas de tenis en el suelo. Están dentro de la pelota del medio.

Voy hasta el armario y en seguida encuentro la lata. La vuelco en la mano, dejo que las otras dos pelotas caigan al suelo y entonces cojo la del medio y la aprieto fuerte. Por supuesto, se abre de par en par, como un pez abre la boca, por donde han cortado la costura. Dentro hay un frasquito de medicinas marrón con unas cuantas píldoras en el fondo y, encima, una especie de rollo de siete u ocho sellos con unas caritas sonrientes amarillas. Esto es el ácido.

– ¿Qué son las pastillas? -pregunto.

– Un poco de éxtasis… pero son antiguos. Hace meses que no tomo.

– ¿Meses o semanas?

– Meses… por lo menos, tres… No he tomado desde final de curso. Te lo juro, Michael.

Me quedo mirando el frasquito, que sigue dentro de la pelota, y dejo que se cierre la costura. La aprieto en el puño con fuerza y se lo enseño a Nora.

– Se acabó -le digo-. Se acabaron los juegos. De ahora en adelante, tú lo controlas. Si quieres ser una enferma mental, háztelo por tu cuenta. Pero si quieres que seamos amigos -hago una pausa y me guardo la pelota en el bolsillo-, estoy aquí para ayudarte. No estarás sola, Nora, pero si quieres ganarte mi confianza, tendrás que componértelas tú sola.

Se la ve completamente atónita.

– ¿Entonces, no vas a dejarme?

Vuelvo a verla acunando a mi padre entre sus brazos. Identificándose con lo que se echa en falta.

– Todavía no… ahora, no. -Espero verla sonreír por efecto de mis palabras; pero en cambio, la frente se le arruga de inquietud-. ¿Qué te pasa? -le pregunto.

– No lo entiendo -dice, mirándome con la barbilla baja y los ojos completamente perdidos-. ¿Por qué eres tan amable?

Desde los pies de la cama me acerco a ella.

– ¿Todavía no lo entiendes, Nora? No estoy fingiendo.

Levanta la cabeza, no puede echarse atrás. Con los ojos bien arriba, surge la sonrisa. Una sonrisa auténtica. Me inclino hacia ella y le doy un suave beso en la frente.

– Sólo te digo una cosa… Si vuelves a hacer una cosa así otra vez…

– No lo haré. Te lo prometo.

– Lo digo en serio, Nora. Si veo alguna droga más, yo mismo daré un comunicado a la prensa.

Me mira directamente a los ojos.

– Lo juro por mi vida… te doy mi palabra.

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