CAPITULO 20

A veces sueño que soy verdaderamente pequeño. Quince centímetros. Simon alarga la mano y yo doy un paso y me subo en su palma. Me eleva hasta sus labios agrietados y susurra en mi oreja de muñeca Barbie: «Todo irá bien, Michael… te prometo que todo irá bien.» Poco a poco, su voz grave se va haciendo aguda como una sirena en funcionamiento. «No llores, Michael; sólo lloran los niños.» Entonces, de repente, grita y su voz atruena y su aliento caliente me lanza hacia atrás: «¡Demonios, Michael, por qué no me escuchaste! ¡Lo único que tenías que hacer era escuchar!»

Pego un salto en la cama, sobresaltado por el silencio. Tengo el cuerpo cubierto de sudor frío, tan frío que estoy tiritando. El despertador dice que no son más que las cuatro y media de la madrugada, de manera que vuelvo a tumbarme e intento olvidarlo pensando en Nora. No las drogas ni la cicatriz. La Nora auténtica. La que está debajo, o al menos la que yo creo que hay debajo. Anoche… y durante el día -¡Dios mío!-, sólo con lo del tejado ya tengo tema para el resto de mi vida. Los corredores de coches, los paracaidistas, ni siquiera… ni siquiera los piratas tienen tantas emociones. Ni tanto miedo.

Como noto que estoy agarrado a las sábanas, pongo en marcha mi mejor truco para volverme a dormir: tomar las cosas con perspectiva. Pase lo que pase, sigo teniendo buena salud, y a mi padre, y a Trey, y Nora… Y Simon, y Adenauer, y Vaughn, al que todavía no pongo cara. Por una parte me preocupa que esté tendiéndome una trampa, pero si iba de acuerdo con Simon… y ahora anda escapando del FBI… los enemigos de mis enemigos y todo eso. Si Simon lo dejó tirado, igual tiene algo que ofrecerme. De todos modos, tendré la respuesta dentro de unas horas. Hoy es el día que tenemos que encontrarnos. En algún punto del Museo del Holocausto.

Tras veinte minutos de contemplar el estuco del techo, es evidente que no me volveré a dormir. Doy una patada a las sábanas y me voy directo a la cafetera. Mientras el olor a cafeína invade la cocinita, del maletín saco un plano del museo. Cinco plantas de exposición, una biblioteca para investigadores, dos teatros, un centro de estudios… ¿Cómo voy a encontrar a ese tipo?

A mi espalda, oigo un ruido en la puerta. Ligero, fácil de pasar por alto, como un taconazo. O un golpe sordo. «¡Hola!», exclamo. El ruido se para. Por el pasillo se oyen unas pisadas en sordina. Dejo el plano y vuelo hacia la puerta, descorro los cerrojos y la abro de un tirón. Otro golpe sordo. Y otro. Salgo al hall de un salto, ansioso por enfrentarme al atacante. Y me encuentro con el chaval que reparte la prensa que me está dejando el primero de los periódicos del día. Del susto pega un salto para atrás, y casi se le caen todos los periódicos.

– ¡Coño! -reniega en español.

– Lo siento -susurro-. Culpa mía -recojo mi periódico, vuelvo a escurrirme dentro del apartamento y cierro la puerta.

Empiezo a pasar las páginas de la primera sección, nervioso, confiando en perderme entre el acontecer de lo inmediato. Pero al doblar la primera página, cae al suelo un sobre pequeño blanco. Dentro hay una nota manuscrita: «Registro de Supervivientes. Segunda planta.» Vuelvo corriendo al plano del museo que sigue sobre el suelo de linóleo. Por fin tengo un punto exacto.

No es ningún tonto, decido. Es una sala pequeña, apartada, en una esquina del museo. Verá a todos los que vayan y vengan. La cita no es hasta la una en punto, pero vuelvo a mirar el reloj. Siete horas más.


Abro la puerta de mi despacho y salgo corriendo hacia el Ala Oeste. Solía ufanarme de llegar pronto a las reuniones de Gabinete de Simon, pero últimamente parece que nunca llego a tiempo. Y aunque es fácil echarle la culpa al despiste, tengo que quitarme el sombrero ante semejante fallo del inconsciente.

En el Ala Oeste, Phil está en su puesto de guardia habitual, controlando a la gente. En cuanto lo veo, pongo mi tarjeta de identidad hacia adelante y bajo la cabeza. No es que me importe si llama el ascensor o no, sólo es que no soporto que finja que no me conoce.

– ¿Qué hay, Michael? -dice cuando paso por su lado.

– Ah, ¿qué hay? -le replico-. Hola.

– ¿Reunión de Gabinete hoy?

Antes de que pueda contestarle, mete la mano debajo de la mesa y me devuelve mi privilegio favorito. A mi izquierda, la puerta del ascensor se abre y entro en él. No sé muy bien qué ha producido este cambio de cosas, pero mientras dejo que se cierre la puerta, estoy encantado de aceptar el favor.


Al entrar en la oficina de Simon espero encontrarme con la reunión ya en marcha. Pero en cambio, veo que la mayoría de la gente está contando historias y cotilleos. El sillón vacío en la cabecera de la mesa me explica el porqué.

Echo un vistazo alrededor y descubro a Pam en su sitio ya habitual, en el sofá. Desde que ascendió, está prácticamente desaparecida.

– Ahora eres una auténtica gran jefa, ¿eh?

– ¿A qué te refieres? -me pregunta, fingiendo inocencia. Es un clásico movimiento de poder de la Casa Blanca: nunca reconozcas tu ventaja.

Muevo la cabeza y me abro paso hasta un asiento vacío del final.

– Eres transparente, mujer, no engañas a nadie.

– Te engaño a ti -exclama. Sus días de modestia han pasado.

Estoy a punto de replicarle en voz alta cuando se abre la puerta de la sala. Toda la estancia queda en silencio pero luego se reanima. No es Simon, sólo otro adjunto, un tipo con prendedor de corbata de Yale, zapatos caros, blanco anglosajón protestante, que acaba de llegar aquí después de ser funcionario del Tribunal Supremo. No lo soporto. Pam dice que es agradable.

Cuando entra, la oficina está hasta arriba. El único asiento libre que queda está junto a mí. El tipo lo ve en seguida y me mira directamente. Aparto un poco mi silla para asegurarme de que cabe. Pero cuando viene para este lado, pasa de largo y continúa hasta la esquina y allí se apoya en una de las librerías. Prefiere quedarse de pie. Miro a Pam, pero está liada con sus nuevos colegas del canapé. A nadie le gustan los barcos que se hunden.

Como no tengo con quién hablar, me siento y espero a que la puerta se abra de nuevo. Entra Simon en la sala y todo el mundo se calla. En cuanto nuestros ojos se cruzan, aparto la mirada. Él, no. En cambio, viene directo hacia mí y me pone una gruesa carpeta de expedientes en el pecho de un golpe.

– Bien venido otra vez -gruñe.

Miro la carpeta y después a todos los de la sala. Algo va mal. Es demasiado listo para perder el buen humor delante de tanta gente.

– Como lloraste tanto por ello, ahí lo tienes -añade.

– Ni siquiera sé quién…

Se gira y se aleja.

– Se votará el miércoles. Disfrútalo.

Desconcertado, leo el rótulo de la carpeta: «Grabaciones móviles.» Dentro está toda mi investigación. No puedo creerlo, me dan el asunto otra vez.

Levanto la vista en busca de una cara amiga para compartir la noticia, pero sólo una persona mira hacia mí. La persona que entró justo detrás de Simon. Lawrence Lamb. Me ofrece una sonrisa de ánimo y un leve movimiento de cabeza. No necesita decir más. Apunta uno arriba para Nora.


– ¿Está usted seguro de que Simon está de acuerdo?

– Para empezar, no tendría que haberte apartado del asunto -dice Lamb, inexpresivo, mientras caminamos hacia su oficina. Aunque se mueve con la energía de un hombre siempre muy solicitado, de algún modo Lamb consigue aparentar que nunca tiene prisa. A imagen del nudo Windsor doble de su corbata y de su camisa con gemelos, se muestra permanentemente impecable y pulido; el tipo de hombre que, cuando está en el aeropuerto, logra aparecer bien compuesto incluso tras un vuelo de cuatro horas.

– Pero qué pasa si Simon… -digo, yendo a remolque de él y hecho un completo desastre.

– Deja de preocuparte por eso, Michael. Es tuyo. Celébralo.

Pasamos junto al escritorio de la secretaría y comprendo que tiene razón. Lo que pasa es que las viejas costumbres no mueren. Al entrar en su despacho ocupo una silla delante de su mesa.

– No sé qué habrás hecho, pero sea lo que sea, Nora está feliz -me explica-. Sólo con eso, tienes tres deseos concedidos.

– ¿Éste es el primero?

– Si lo es, aquí están los otros dos. -Abre una carpeta que tiene en la mesa y me tiende dos documentos. El primero es un informe de una sola página del FBI.

– El viernes terminaron de investigar a dos personas, y a otras tres durante el fin de semana -explica-. Todos para nombramientos, y todos aparentemente inocentes, lo que sube el total a diez. Sólo quedan cinco sospechosos más.

– ¿Entonces todavía no han llegado a mí?

– Lo mejor para el final -dice, mientras limpia las gafas de leer con un pañuelito con iniciales bordadas-. Pero ya no tardarán.

– ¿Y no se podría conseguir una impresión anticipada de los cinco últimos nombres? ¿Hay algún modo de hacer eso?

– ¿Por qué ibas a…? Ah, ya entiendo -se interrumpe-. Los que todavía estén en la lista… eso nos indicaría quién más está potencialmente involucrado.

– Si Caroline tenía sus expedientes, tenía sus secretos.

– No está mal pensado -admite Lamb-. Déjame hacer unas llamadas. Veremos qué puedo hacer. -Toma una nota para sí; suena el teléfono y lo coge rápidamente-. Aquí Larry -anuncia-. Sí, está aquí. Lo tengo… ya te oí las primeras quince veces. -Hay una breve pausa-. ¡No me grites! ¿Me has oído? ¡Basta! -Tras una rápida despedida, cuelga y se dirige a mí-: Nora te dice hola.

Irreal… Nora suelta mi nombre y por arte de magia estoy el primero en el carnet de baile de Lamb. Es asombroso lo que consiguen una docena de veranos zambulléndose juntos. Echo un vistazo al segundo documento y veo que es un listado de ordenador de cincuenta páginas.

– ¿Éste es el deseo número tres?

– Eso depende de cómo definas deseo. Lo que tienes en las manos es el registro oficial del SETV del día que mataron a Caroline. Según ese registro, Patrick Vaughn obtuvo el acceso exactamente a las 09.02.

– Y yo se lo autoricé.

– Tú. Y se marchó a las 10.05. Ya sabes cómo funciona, Michael: una vez que tuvo la tarjeta de visitante colgada del cuello, podría haberse pasado una hora entera deambulando por el EAOE. Y según el Servicio Secreto, la solicitud de entrada se hizo desde un teléfono interno nada más llegar tú esa mañana a las 08.04.

– Pero yo nunca…

– No estoy diciendo que hicieras la solicitud, me limito a decirte lo que recogen los registros.

Me agito en la silla, incómodo, y repaso los datos mentalmente.

– Así que aquella mañana, en cuanto entré, Simon hizo la llamada.

– Probablemente te vigilaron cuando entrabas por la puerta principal. ¿Recuerdas si había alguien en el vestíbulo?

– Solamente vi a Pam -respondo tras una pausa para pensarlo-. Me dijo lo de la reunión a primera hora.

– Pam, ¿eh? Bueno, supongo que sería demasiado para Simon hacerlo todo él solo.

– Un momento… Pam no…

– No digo que esté involucrada, sólo digo que tengas cuidado. Te mueves en terreno peligroso.

– ¿Y eso qué significa?

Hace una breve pausa. Hay algo que no me dice.

– ¿Algún problema? -pregunto.

– Dímelo tú… ¿Sabes algo de una periodista del Post que se llama Inez Cotigliano?

– La que hizo una petición por la LLI.

Lamb me lanza una mirada de sorpresa.

– ¿Cómo sabes eso?

– Pam tenía una copia.

Se yergue en su sillón y toma nota rápidamente para sus adentros.

– ¿Hay algo incorrecto en eso?

No hace caso de la pregunta.

– ¿Es que ella no debía tenerla?

– Mira, Michael, tardamos cuatro días en reexaminar los registros del SETV y descubrir que tú autorizaste la entrada de Vaughn. Según el Servicio Secreto, Inez lleva pidiendo esos mismos registros desde el día siguiente al de la muerte de Caroline. Un día. Es como si lo supiera… o como si alguien se lo hubiera dicho.

– Así que usted cree que Pam…

– Lo único que digo es que tengas cuidado. Si esa Inez es la mitad de ambiciosa de lo que parece, no le llevará mucho tiempo encontrar a Vaughn. O a ti.

Siento un mareo. Se me está acabando el tiempo.

– ¿Qué tiempo tengo?

– Mira, hay un problema -dice Lamb, y su voz tranquila suena inquieta por primera vez-. Siempre olvidas que esto no va solamente contigo. -Hace una pausa y me dirige la misma mirada ansiosa de antes.

– ¿Ha pasado algo? -pregunto.

Se pasa la mano por la piel casi recién afeitada.

– Me han llamado, Michael. Me han llamado dos veces.

– ¿Quiénes? ¿La periodista?

– El FBI -dice fríamente.

Yo no digo ni una palabra.

– Tu amigo Adenauer quería saber si Nora está tomando drogas.

– ¿Pero cómo…?

– Vamos, hijo, si ven que tú autorizas la entrada de Vaughn en el edificio y que tú estás saliendo con Nora… Todo lo que quieren es la última pieza del triángulo.

– Pero Nora no conoce a Vaughn.

– ¡Ésa no es la cuestión! -dice levantando la voz. Se aclara la garganta con la misma rapidez y se serena. La familia siempre lo hace volverse impulsivo-. Dime la verdad, Michael. ¿Nora está tomando drogas?

Me quedo helado.

Él permanece completamente inmóvil. Ya lo he visto emplear esa táctica antes -un viejo truco de abogado-, hacer que el silencio te haga decir las cosas. Me siento hacia atrás, tratando de parecer impertérrito.

– ¿Está tomando drogas?

– Ahora ya no -digo sin flaquear.

Al otro lado de la mesa, asiente para sí mismo. No es el tipo de respuesta que se pueda discutir, y para ser sinceros, no creo que quiera oír más que eso. Hay una razón por la que nadie anota nada en la Casa Blanca. Cuando surgen citaciones y preguntas del FBI, cuanto menos sepas, mejor.

– ¿Entonces qué va a decirle al FBI? -pregunto finalmente.

– Lo mismo que les dije la última vez: que aunque sé muy bien que están ansiosos por cazar al pez más gordo del estanque, más les vale andarse con mucho cuidado antes de empezar a hacer acusaciones contra los principales.

Los principales. Los únicos en todo esto dignos de ser salvados.

– Supongo que eso deja resuelta la parte de ella en el problema.

– ¿La parte de ella? ¿No me has oído, Michael? Tenemos un presidente saliente que no lleva más que nueve puntos de ventaja para una reelección en la que, por lamentable que suene, los temas de más resonancia son las escapadas y aventuras de su hija, tu amiga. Y por añadidura, tenemos encima al FBI muriéndose por cazar la pieza mayor. Así que si tú te ves implicado en esta investigación, y llegas a dar la impresión, aunque sea ligerísima, de que Nora está involucrada… Te lo diré de este modo: no querrás facilitar esa munición a Bartlett.

– Yo nunca diré ni una palabra.

– No digo que lo vayas a hacer. Sólo quiero asegurarme de que comprendes las consecuencias. -Se inclina sobre la mesa mirándome fijamente. Luego aparta la mirada, incapaz de mantener la postura. No es mera inquietud en la voz. Tras dos llamadas del FBI, es miedo.

Sintiendo en los hombros el peso de dos toneladas que acaba de echarme encima, rehago la pregunta original:

– Entonces, ¿cuánto tiempo cree que tenemos?

– Eso depende de lo insistente que sea esa periodista, Inez. Si tiene una buena fuente, yo diría que hasta finales de esta semana. Y si no la tiene… bueno, estamos haciendo lo que podemos por alargarlo.

– ¿Finales de esta semana? Oh, Dios mío.

– ¿De acuerdo? -pregunta.

Asiento con la cabeza y me pongo en pie.

– ¿Seguro? -el tono de su voz me pilla con la guardia baja. Está preocupado por mí, y de verdad.

– Todo irá bien -le digo.

No se lo cree, pero no queda nada más que decir. Aunque, por supuesto, eso no le impide intentarlo.

– Si te sirve de consuelo, Michael, a ella le importas. Si no fuera así, tú no presentarías el informe de la decisión.

– ¿A qué se refiere?

– La de las grabaciones itinerantes. ¿No has visto la lista?

Abro la carpeta y lo compruebo con mis ojos. Es verdad, ahí está, junto a la palabra «participantes» están mis iniciales: M. D. G. La amplia sonrisa que surca mis mejillas me hace recordar lo largo que ha sido el tiempo entre sonrisas. No sólo escribiré ese informe. Por primera vez en mi vida, se lo explicaré al Presidente.

Cuando regreso a mi despacho, voy sudando a mares. Si Lamb tiene razón, sólo es cuestión de días. La carrera está en marcha. Si no venzo a Inez en lo de Vaughn y el dinero… Miro instintivamente el reloj de la pared. No mucho más. Por suerte, tengo algo en que pasar el tiempo.

Mi ego no deja de decirme que es lo más grande que me ha sucedido nunca, pero en el fondo, mi cerebro sabe que no estoy en absoluto preparado. Dentro de dos días me sentaré ante la mesa del Presidente. Y lo único que se me ocurre que puedo decir es «bonito despacho».

Enciendo el ordenador y cojo la carpeta de las grabaciones pero antes incluso de que pueda abrirla me interrumpe el timbre del teléfono.

– Aquí Michael -digo.

– Hola, señor Pez Gordo. Devuelvo su llamada.

Reconozco inmediatamente el tono condescendiente. El agente Rayford de la policía del distrito de Columbia.

– ¿Cómo va todo? -pregunto, esforzándome por aparentar buenas formas.

– No tires de la cuerda, muchacho. No estoy de humor. Si quieres tu dinero, tengo otro número de teléfono para ti.

Apunto el número en una esquina de la carpeta y pregunto:

– ¿Es el del Departamento de Propiedades?

– Ni lo sueñes. Se lo he pasado a Investigaciones Financieras. Ahora sigues siendo un grano en el culo, pero en el de ellos.

– No comprendo.

– Mientras seas sospechoso, tenemos derecho a retenerlo… y lo último que yo apunté, conducir a altas horas de la noche con diez mil en efectivo, sigue siendo algo sospechoso.

– ¿Entonces qué tengo que hacer ahora?

– Simplemente demostrar que es tuyo. Cuenta bancada, cheque cobrado, póliza de seguros… explicar de dónde lo sacaste.

– Pero ¿y si…?

– No quiero saberlo. Por lo que a mí respecta, el problema ya es de los otros -y con eso, cuelga.

Cuelgo yo también y vuelvo a pensar en Inez. Si Simon quiere, puede darle pistas del dinero. Es el triunfo que tiene en la mano. El mío, Dios mediante, es un traficante de drogas llamado Patrick Vaughn. Miro el reloj y veo que ya casi es la hora.

Cojo la chaqueta de la percha y me voy hacia la puerta. Al salir a la antesala, sin embargo, quedo sorprendido al ver que Pam sigue en el escritorio pequeño junto a mi puerta.

– ¿Se te ha vuelto a estropear el teléfono?

– No me hables -dice cuando paso por detrás de ella-. ¿Hacia dónde vas?

– A ver a Trey.

– ¿Todo bien?

– Sí, sí. Voy a ver si pillo un café… y puede que robe unos Ho-Hos de las máquinas.

– Que te diviertas -dice cuando la puerta se cierra detrás de mí.


– ¿Puedo hablar contigo un momento? -pregunto, asomando la cabeza en la oficina de Trey.

– Bien calculado -dice, colgando el teléfono-. Pasa.

Me quedo junto a la puerta y le hago un gesto señalando a sus dos compañeros de despacho. Él ya sabe el resto.

– ¿Quieres dar una vuelta? -pregunta.

– Sería mejor.

Sin dudarlo un momento, Trey me sigue por la puerta. Cogemos la escalera hacia la segunda planta. No hace falta decir que nadie da una vuelta por el patio de su casa.

Mientras vamos por el pasillo, voy mirando el suelo de mármol ajedrezado en blanco y negro. En el EAOE, la vida es siempre una partida de ajedrez.

– ¿Qué pasa? -preguntamos los dos a la vez.

– Tú primero -me dice.

Intento aparentar despreocupación y vigilo a mis espaldas.

– Sólo quería asegurarme de que estamos preparados para lo de Vaughn.

– No te preocupes, tengo todo lo que necesitamos: calcetines de lana, tiritas, Ovaltine…

Está intentando levantarme el ánimo, pero no le funciona.

– Es normal estar nervioso -añade, pasándome un brazo por el hombro.

– Lo de los nervios puedo aguantarlo, pero estoy empezando a preguntarme si será buena idea seguir adelante con esto.

– ¿Es que ya no quieres ir a verlo?

– No es eso… es que… después de ver la foto de Adenauer en el periódico y ver la forma en que están presionando a Lamb… me parece que el FBI se está preparando para atacar.

– Aunque así sea, no creo que haya mucha elección -señala-. Estás tomando todas las precauciones que se nos ocurren, y mientras vayas con cuidado, todo irá bien.

– Pero ¿no ves que no es tan sencillo? En este momento, si el FBI me pregunta por Vaughn puedo mirarlos a los ojos y decir que no nos conocemos. Podría pasar el detector de mentiras si hiciera falta, demonios. Pero una vez que nos reunamos… Mira, Trey, si el FBI me vigila tan de cerca como yo creo, y nos ven a Vaughn y a mí hablando, cualquier defensa que hubiera tenido se va directamente a la mierda.

Al llegar al final del pasillo, nos quedamos callados. En las «vueltas» no se habla hasta que has visto si hay alguien al doblar la esquina. Al doblarla, sólo vemos unas pocas personas al otro extremo. Cerca no hay nadie.

– Evidentemente que no es la mejor situación -replica Trey-. Pero seamos sinceros, Michael, ¿de qué otro modo piensas conseguir respuestas? Ahora mismo, sabes como un tercio de la historia. Si consigues reunir dos tercios, es probable que puedas adivinar lo que está en marcha, pero ¿gracias a quién lo vas a averiguar? ¿Por Simon? Todo lo que tienes es Vaughn.

– ¿Y si me está tendiendo una trampa?

– Si Vaughn sólo quisiera joderte, ya hubiera ido a la policía. Te digo que si quiere que os veáis, es porque tiene algo que ofrecerte.

– Sí, por ejemplo pillar una inmunidad por entregarme al FBI.

– No lo creo, Michael, eso no tiene sentido. Si Simon y Vaughn trabajasen juntos, y hubieran usado tu nombre para que Vaughn se colase, ¿por qué cuando entró en el edificio iba el propio Vaughn a ligar su nombre a la única persona que sabe que aparecerá como presunto asesino? -Trey se queda mirándome, dejando que la pregunta haga su efecto.

– ¿Tú crees que a Vaughn lo han jodido también? -pregunto.

– Puede que no sea un santo, pero es obvio que hay algo que se nos escapa.

Mientras caminamos, voy deslizando las puntas de los dedos por la pared del pasillo.

– Así que la única manera de salvarme…

– … es meterte en la jaula de los leones -dice Trey, asintiendo con la cabeza-. Todo tiene un precio.

– Eso es lo que me preocupa.

– A mí también -dice Trey-. A mí también… pero mientras hayas mantenido la boca cerrada, estarás perfectamente.

Doblamos lentamente otra esquina del pasillo.

– Por favor, Michael, dime que has mantenido la boca cerrada -añade.

– Así es -insisto.

– ¿Entonces no se lo dijiste a Pam?

– Correcto.

– ¿Y no se lo dijiste a Lamb?

– Correcto.

– ¿Y no se lo dijiste a Nora?

Tardo un milisegundo de más.

– ¡No puedo creer que se lo hayas dicho a Nora! -dice empezando a frotarse el pelo-. ¡Demonios, muchacho! ¿En qué estabas pensando?

– No te preocupes… no dirá nada. Eso sólo empeoraría las cosas para ella. Además, es buena para estos temas. Está llena de secretos.

– Menuda mierda, llena de secretos. Ése es el asunto. Silencio: bueno. Muchos secretos: malo.

– ¿Por qué eres tan paranoico con ella?

– Porque mientras tú estás en la Residencia haciendo jueguecitos con los Primeros Pezones, yo soy el que sigue plantado en la realidad. Y cuanto más escarbo, menos me gusta lo que veo.

– ¿Qué quieres decir con escarbo?

– ¿Sabes a quién tenía al teléfono cuando entraste? A Benny Steiger.

– ¿Quién es?

– El tío que mete el espejo debajo de tu coche cuando entras por la Puerta Suroeste. Colé a su hermana en el Jardín Sur el 4 de julio del año pasado y desde entonces me debe una buena, así que decidí pedírsela. De todos modos, ¿te acuerdas de la primera noche, cuando Nora y tú estuvisteis siguiendo a Simon? Pedí a Benny que investigase un poco los registros de la vigilancia y, según él, aquella noche Nora volvió a casa sola. A pie.

– Yo la dejé bajar del coche fuera. Menuda historia.

– Ya lo creo que es una buena historia. Una vez que perdisteis al Servicio Secreto con vuestra carrerita en coche, perdiste también tu coartada.

– ¿Qué quieres decir?

– Te estoy hablando del método tan sencillo que tiene Nora de cubrirse las espaldas. Si quiere, no hay absolutamente nada que la impida decir que después de que os escapaseis de la escolta, ella se bajó de tu coche y os largasteis los dos por separado.

– ¿Y por qué iba a decir eso?

– Piénsalo, Michael. Si la cosa se pone en tu palabra contra la de Simon, ¿quién puede avalar tu historia? ¿Nora, verdad? El único problema es que eso es malo para papi. Tan cerca de la reelección, y teniendo sólo un pelo de ventaja por encima del margen de error, ella no lo hará pasar por eso. Pero en cambio, si no hubiera estado allí cuando Simon dejó el sobre, ya no hay problemas. Simon y tú podéis sacaros los ojos el uno al otro. Y naturalmente, en una pelea de gatos, él se te comerá como a un atún.

– ¿Y qué pasa con el poli que nos paró? Él nos vio.

– Venga, hombre, si tú mismo lo dijiste: fingió que no la conocía. Es la última persona con la que contaría.

– Pero que Nora haga todo eso a propósito…

– Aclárame esto, Batman: cuando volvisteis a la Puerta Sureste, ¿por qué no entraste con ella en el coche?

– Ella pensaba que los del Servicio Secreto estarían cabreados, así que dijo que yo…

– ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Creo que ya tenemos ganador! Sugerencia de Nora. Plan de Nora. En cuanto os pillaron con el dinero, su cabeza empezó a dar vueltas para ver cómo escabullirse. -Aprovecha que giramos otra esquina del pasillo para dejar asentarse su argumento-. Yo no digo que ella vaya a por ti, sólo digo que tiene la vista puesta en el número uno. No es por criticar tu vida amorosa, pero quizá tú también deberías.

– Así que aunque no lo hayan catalogado como asesinato, ¿yo tendría que joder a Nora y entregarme?

– No es tan mala idea. Cuando llega una crisis, siempre es mejor ir por delante de ella.

Me paro en seco y pienso lo que me está diciendo. Lo único que tengo que hacer es renunciar. A mí mismo. A Nora. A todo. Mi madre me enseñó a hacerlo mejor. Y también mi padre.

– No puedo. No es correcto. Ella no me haría eso a mí… y yo no puedo hacérselo a ella.

– No puedo hacerle eso… ¡Uau, Dios mío, Michael, no me digas que te has…!

– No me he enamorado de ella -insisto-. Es que no es el momento, simplemente. Como tú has dicho, la cita es esta tarde. Estoy demasiado cerca.

– ¿Demasiado cerca de qué? -exclama Trey mientras yo vuelvo hacia la escalera-. ¿De Vaughn o de Nora?

Dejo que la pregunta flote en el aire. No quiero contestar a eso.


Voy a pie de la Casa Blanca al Museo del Holocausto. El sol luce, la humedad ha desaparecido y el cielo está azul brillante. Odio la calma que precede a la tempestad. Aun así, es el día perfecto para un almuerzo largo, que es exactamente el mensaje que transmití en mi conversación con la secretaria de Simon.

Según Judy, Simon tiene un almuerzo en la Colina con el senador McNider en su oficina. Para sentirme seguro, llamo y lo confirmo por mí mismo. Después hago lo mismo con Adenauer. Como su secretaria no quería decirme dónde estaba, le dije que tenía una información importante y que volvería a llamar a la una y media. Dentro de media hora. No sé si funcionará, pero bastaría con que lo retrasase un poco. Retenerlo cerca del teléfono. Y lejos de mí. Sin embargo, a pesar de tanta planificación, mientras jugueteo con las monedas dentro del bolsillo, no logro evitar que la mano me tiemble. Cada mirada que se prolonga es de un periodista; cada persona que me cruzo es del FBI. Los diez minutos de paseo son una completa pesadilla. Hasta que llego al Museo del Holocausto.

– Tengo una reservada -le digo a la mujer que está en el mostrador de entradas ya en el vestíbulo. Tiene los ojos castaños muy pequeños y lleva unas enormes gafas marrones que resaltan todo lo peor de sus rasgos físicos.

– ¿Cuál es su nombre? -pregunta.

– Tony Mañero.

– Aquí está -dice, tendiéndome un boleto. Hora de entrada: la una en punto. Hace dos minutos.

Me doy la vuelta y observo el vestíbulo. Las únicas personas que no parecen sospechosas son dos madres que chillan a sus hijos. Mientras camino hacia los ascensores, me apropio del mejor truco de Nora y me bajo la gorra de béisbol hasta los ojos.

Delante de los ascensores hay un pequeño grupo de turistas que revolotean, ansiosos por comenzar la visita. Me quedo por detrás, observando a la gente. Mientras esperamos a que lleguen los ascensores, se unen más personas por detrás. Me pongo de puntillas para intentar ver mejor. Esto no tendría que tardar tanto. Algo no funciona.

En torno a mí, la gente se impacienta. Nadie empuja, pero el espacio para los codos mengua. Un hombre corpulento con gorra azul se aprieta contra mí y yo aparto el brazo y doy un codazo sin querer a una adolescente que tengo detrás.

– Perdona -le digo.

– No se preocupe -dice en tono apagado. Su padre mueve la cabeza torpemente. Igual que la mujer que tiene al lado. Hay demasiada gente para controlarlos a todos. El espacio se comprime.

Lo peor de todo es que siguen dejando entrar gente en el museo. Nos empujan a todos hacia adelante como a un rebaño. Busco frenéticamente entre la multitud, escudriño cada rostro. Demasiados. Me noto arder. Se me hace difícil respirar. Las paredes de ladrillo visto se me vienen encima. Intento concentrarme en las puertas oscuras de acero del ascensor y en sus cierres grises vistos como si eso pudiera proporcionar algún alivio. Por fin suena un timbre y llega el ascensor. Es tan lento como es posible, pero el ascensorista dice su mejor frase:

– Bien venidos al Museo del Holocausto.

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