CAPÍTULO 38

En menos de diez minutos, Pam y yo estamos sentados al fondo de la sala con catorce cajas de documentos de Caroline esparcidos por el suelo ante nosotros. Hizo falta un rimero de garantías para convencer a Al de que nos dejara echarles un vistazo, pero como Pam es la nueva celadora de esos archivos, no había mucho margen para discutir. Es parte de su trabajo.

– Gracias otra vez, Pam -le digo, levantando la vista de los papeles.

– No tiene importancia -responde con frialdad y negándose a encontrar mi mirada.

Tiene absoluto derecho a estar enfadada. Está poniendo en peligro su puesto de trabajo al hacer esto.

– Lo digo de verdad, Pam. No podía…

– Mira, Michael, la única razón por la que hago esto es porque creo que te han dado una puñalada. Todo lo demás son imaginaciones tuyas.

Me aparto otra vez y me quedo callado.

Voy pasando los documentos rodeado de los despojos de tres años de trabajo de Caroline. En cada carpeta, lo mismo: una hoja tras otra de notas de vete-con-cuidado y avisos archivados. Ninguno que cambiara el mundo, sólo papel malgastado. Por de prisa que los vaya pasando, siguen y siguen. Documento tras documento tras documento tras documento. Me enjugo el sudor de la frente y pongo la caja a un lado.

– Esto no servirá de nada -digo, ya nervioso.

– ¿Qué quieres decir?

– Mirar todas estas hojas nos llevará una eternidad, y Al no nos ha dado más que quince minutos para verlo. No me importa lo que dijera, sabe que pasa algo.

– ¿Tienes alguna idea mejor?

– Alfabético -exclamo-. ¿En qué letra crees que lo archivaría?

– Yo pongo los míos en la E de Ética.

Contemplo las carpetas amarillas de mi caja. La primera está rotulada «Administración». La última es «Boletines».

– Tengo la A y la B -digo.

Al ver que ella tiene de la B a la C, Pam se mueve de rodillas hasta la caja siguiente y le quita la tapa de cartón. Desde «Drogas (análisis)» a «Federal (registro)».

– ¡Aquí! -exclama.

Me levanto de un salto. Me inclino sobre el hombro de Pam y observo cómo va pasando las carpetas: «Empleados»…, «EEO»…, «Federal (diagramas)». No hay «Ética».

– Tal vez la cogiera el FBI -me sugiere Pam.

– Si fuera así, lo sabríamos. Tiene que estar por aquí en algún sitio.

Se siente tentada a discutir, pero sabe que me estoy quedando sin opciones.

– ¿En qué otra letra podría estar?

– No sé -dice Pam-. Documentos… Requerimientos… en cualquiera.

– Tú mira la D y yo miraré la R.

Voy bajando la línea alfabética y quitando la tapa de cada una de las cajas. De la G a la H… de la Y a la K… la L hasta Lu. Cuando llego a la penúltima caja, veo que casi toda está dedicada a «Personal». Tengo problemas. No es posible que la última cuarta parte del alfabeto quepa en la última caja. Es evidente, le quito la tapa y veo que tengo razón. «Prensa»… «Presidencia (comisiones)»… «Publicaciones». Ahí se acaba. «Publicaciones».

– En «Documentos» no hay nada -dice Pam-. Voy a empezar con la…

– ¡Nos falta el final!

– ¿Qué?

– ¡No está aquí, aquí no están todas las cajas!

– Tranquilízate, Michael.

Me niego a escucharla y me precipito hacia la zona reducida donde estaban almacenadas las cosas de Caroline. Me tiemblan las manos al ir moviendo las pilas de todas las cajas de alrededor. Palmer… Pérez… Perlman… Poirot. No hay nada que diga Caroline Penzler. Frenético, voy regateando por los pasillos improvisados en busca de algo que pueda habérsenos pasado por alto.

– ¿En qué otro sitio podrían estar? -pregunto, ya histérico.

– No tengo ni idea, hay depósitos por todo el edificio.

– Necesito un sitio concreto, Pam. «Por todo» es demasiado vago.

– No lo sé. ¿Tal vez en el desván?

– ¿Qué desván?

– En la Quinta Planta, junto al Salón del Tratado Indio. Al me dijo una vez que lo usaban para los sobrantes. -Comprende que nos falta mano de obra y añade-: Tal vez deberíamos llamar a Trey.

– No puedo, está controlando a Nora en su despacho. -Miro las catorce cajas que tenemos extendidas delante-. ¿No podrías…?

– Yo miraré éstas -me dice, leyéndome el pensamiento-. Tú vete arriba. Mándame un busca si necesitas ayuda.

– Gracias, Pam. Eres la mejor.

– Sí, sí -responde-. Yo también te quiero.

Me paro en seco para escrutar sus ojos azules. Sonríe. No sé qué decir.

– Deberías marcharte ya de aquí -añade.

No me muevo.

– Vamos -dice-. ¡Largo de aquí!

Echo a correr hacia la puerta y miro hacia atrás para tener una última imagen de mi amiga. Ya está enfrascada en la caja siguiente.


De vuelta por los pasillos del sótano, me escurro con la cabeza baja entre un grupo de limpiadores que empujan cubos y fregonas. No quiero correr riesgos. En el momento en que me descubran, se acabó. Sigo por el pasillo, doblo otra esquina, me agacho bajo una tubería de ventilación y paso de largo dos entradas de escalera distintas. Ambas están vacías, pero ambas llevan a pasillos llenos de gente.

Cuando llevo un cuarto de pasillo recorrido, meto los frenos y pulso el botón para llamar al ascensor de servicio. Es el único sitio donde sé que no me tropezaré con otros colegas. No hay nadie en la Casa Blanca que se considere a sí mismo de segunda.

Espero, ansioso, vigilando este horno de pasillo. Debemos de estar a treinta grados. Tengo los sobacos de la camisa empapados. Lo peor es que estoy al descubierto. Si viene alguien, no hay donde esconderse. Tal vez pudiera colarme en algún cuarto, por lo menos hasta que llegue el ascensor. Miro a mi alrededor para ver qué… Oh, no. ¿Cómo puedo haber pasado eso por alto? Está justo frente al ascensor, mirándome directamente a la cara: un pequeño rótulo en blanco y negro que dice: «Sala 072 -USSS/UD», las siglas de la División Uniformada del Servicio Secreto de los Estados Unidos. Y aquí estoy yo, plantado precisamente delante.

Miro hacia arriba, buscando una cámara en el techo. Entre los cables, detrás de las tuberías. Es el Servicio Secreto, tienen que tenerla en algún lado. No consigo descubrirla y me vuelvo hacia el ascensor. Puede que no haya nadie vigilando. Si todavía no han aparecido, es que hay bastantes probabilidades.

Aprieto el botón de llamada con el pulgar. El indicador encima de la puerta dice que está en la primera planta. Treinta segundos más, es todo lo que necesito. Detrás de mí suena un chirrido de mal agüero. Me vuelvo rápidamente y veo que el pomo de la puerta está girando. Alguien va a salir. El ascensor llega por fin, haciendo sonar su campana, pero las puertas no se abren. A mi espalda oigo chirriar los goznes. Una rápida ojeada me ofrece a un agente de uniforme que sale de la habitación. Está justo detrás de mí al abrirse el ascensor. Si quisiera, no tendría más que alargar el brazo y cogerme. Avanzo despacio y entro con calma en el ascensor, rezando para que no venga detrás. Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor. Incluso mientras se cierra la puerta, podría meter la mano en el último instante si quisiera. Sin volver la cara, bizqueo con aprensión. Y por fin oigo que las puertas se cierran.

Ya solo en el montacargas oxidado, me doy la vuelta, aprieto el botón del cinco y dejo reposar la cabeza para atrás contra la pared desconchada. Al ir acercándome a cada piso me siento un poco tenso, pero el ascensor va pasando uno tras otro sin pararse. Directos hasta arriba. A veces es rentable ser de segunda categoría.

Cuando se abren las puertas en el último piso del EAOE, asomo la cabeza y observo el pasillo. Hay un par de jóvenes de traje al fondo, pero aparte de eso el camino está libre. Siguiendo las instrucciones de Pam, voy directo a la puerta que está a la izquierda del Salón del Tratado Indio. Al contrario que la mayoría de las puertas del edificio, no tiene rótulo. Y está abierta.

– ¿Hay alguien? -pregunto al abrir la puerta.

No hay respuesta. La habitación está a oscuras. Al entrar veo que ni siquiera es una habitación. No es más que un minúsculo cuartito con una caja de escalera de rejilla metálica que lleva hacia arriba. Eso debe de ser el desván. Vacilo al poner el pie en el primer peldaño. En cualquier edificio con más de quinientas habitaciones siempre ha de haber unas pocas que parezcan intrínsecamente prohibidas de por sí. Ésta es una de ellas.

Agarro el pasamanos de hierro y noto una capa de polvo bajo la palma de la mano. Al ir subiendo los escalones, me encuentro metido en otra sauna, por efecto de la falta de aire acondicionado. Antes creía que sudaba, pero aquí arriba… demostración positiva de que el calor asciende. Aquí cada respiración es como un trago de arena.

Sigo subiendo los escalones y descubro dos globos deshinchados de Winnie the Pooh atados al pasamanos. En los dos está escrito «Feliz cumpleaños». Quienquiera que fuera el último que estuvo aquí arriba, debe de haber montado una tremenda fiesta particular.

Al llegar arriba del todo me giro y al fin veo con claridad el desván largo y rectangular. Con techos altos de vigas de madera vistas, toda la luz procede de unas cuantas claraboyas y una serie de ventanas pequeñísimas. Dicho de otro modo, es un espacio en penumbra, atestado de cosas abandonadas. Mesas de oficina desechadas en un rincón, sillas apiladas en otro, y en el centro, como excavado en el suelo, algo que parece una piscina vacía. Al acercarme más me doy cuenta de que esa parte hundida del suelo es, en realidad, la encajadura de una sección de vidriera emplomada a la que rodea una barandilla a la altura de la cadera.

En cuanto mis ojos la descubren, sé que ya la he visto antes. Entonces me acuerdo de dónde estoy. Directamente encima del salón más ornamentado de todo el edificio: el Salón del Tratado Indio. Al mirar para abajo se puede ver su perfil a través de los grandes paneles de vidrio emplomado. Las placas de mármol de la pared. El suelo de enrevesada marquetería. Estuve en ese salón cuando la recepción del AmeriCorps, cuando vi a Nora por primera vez. Este desván está justo encima de él. Su techo de vidrio emplomado es mi suelo de vidrio emplomado.

Más al fondo del desván, encuentro por fin lo que busco. Al otro lado de la barandilla, en el rincón del fondo a la izquierda, hay por lo menos cincuenta cajas de archivos.

Y justo delante de todo, en una fila horizontal, están las seis que ando buscando. Las que dicen «Penzler». Se me hace un nudo en el estómago.

Cojo la caja de arriba de la pila y arranco la tapa de cartón. De R a Sa. Ésta es. Tiro hacia arriba de cada carpeta según las miro. «Racial (discriminación)»… «Radio (comunicados)»… «Redistribución»… «Requerimientos».

La carpeta tiene por lo menos siete centímetros de grueso; tiro de ella con brusquedad. Al abrirla veo. encima la anotación más reciente. Fecha: 28 de agosto. Una semana antes de que mataran a Caroline. Dirigida a la Oficina de Seguridad de la Casa Blanca, la nota dice que «se requieren expedientes actualizados del FBI de las siguientes personas». En la línea siguiente hay un único nombre: Michael Garrick.

No es que sea gran cosa como noticia: sabía que había solicitado mi expediente desde el día que lo vi sobre su mesa. Aun así, noto algo extraño al verlo escrito. Todo lo que ha pasado, todo lo que he pasado, empezó por aquí.

Al margen de la falta de principios que tuviera Caroline, o de a cuánta gente extorsionase, sin duda sabía que era imposible conseguir un expediente del FBI sin requerirlo por escrito. Pensándolo, probablemente no le parecería una gran cosa el hacerlo, porque como era la encargada de cuestiones éticas de la Casa Blanca, tenía mil modos de justificar cada petición. Y si alguien intentaba utilizar esos requerimientos en su contra, pues bueno, todos nosotros éramos culpables de algo. ¿A quién le preocupa pues un pequeño rastro de papel?

Recuerdo que Caroline tenía en su mesa quince carpetas, así que paso al siguiente documento y busco con atención los otros que había solicitado. Rick Ferguson. Gary Seward. Éstos son los dos candidatos que Nora me dijo en la bolera. Incluyéndome a mí, llevo tres. Me faltan doce. Los ocho siguientes son nombramientos presidenciales. Eso sube la cuenta a once. El de Pam lo pidió un tiempo antes. Doce. El trece y el catorce son ambos candidatos al Supremo, gente de la que nunca he oído hablar. Eso nos deja a falta de un solo nombre más. Paso la hoja y miro, esperando que sea Simon. Ahí está, por supuesto. Pero no es el único. En la última hoja hay un nombre más.

Se me ponen los ojos como platos. No puedo creerlo. Me siento en una caja con el papel temblándome en la mano. Simon tenía razón en una cosa. Yo lo entendí todo al revés. Por eso Simon no sabía de qué le hablaba cuando le pregunté lo de Nora.

Y por eso no pude encontrar fisuras en su coartada. Y por eso… todo este tiempo… pensaba en un hombre equivocado. Vaughn acertaba en lo del dinero. Nora se acostaba con el viejo. Sólo que me equivocaba de viejo.

Caroline había requerido un expediente más, un decimosexto expediente que alguien, el propio asesino, había hecho desaparecer de su mesa para que el FBI no llegara a verlo. Por eso nunca sospecharon de él. Leo y releo su nombre media docena de veces. El más tranquilo de todos. Lawrence Lamb.

Un ataque de náusea me golpea la garganta y el pecho se me hunde. La carpeta se me cae al suelo. Es que no… no me lo creo. No puede ser. Y, sin embargo… por eso yo… y él…

Cierro los ojos y aprieto los dientes. Él sabía que yo me lo tragaría… lo único que tenía que hacer era abrirme el círculo íntimo y hacer el gesto de darme unos pocos extras. Dulces a la entrada del Despacho Oval. Hacer el informe al Presidente. Una oportunidad de ser un pez gordo. Lamb sabía que lamería hasta la última gota. Nora incluida. Ésa era la guinda del pastel.

Y cuanto más me apoyase en él, menos probable sería que investigase las cosas por mí mismo. No necesitaba más. Y es lo que yo tenía. Fe ciega.

Aquí agachado, sigo luchando por asimilar lo que me ronda por la cabeza. Por eso Nora me llevó a verlo. Me dieron la lista de sospechosos y yo la acepté como buena. Sin Vaughn, nunca la hubiera cuestionado. Ése es el único problema de la película: que todo cuadra un poco demasiado fácilmente. Desde que la caja esté aquí arriba a que el expediente esté en su sitio correcto… No puedo acusar a nadie, pero tengo la sensación de que es un poco demasiado forzado. Es como si hubiera alguien que intentase ayudarme. Como si quisieran que los descubriesen.

– Nunca tuve intención de hacerte daño, Michael -susurra una voz detrás de mí.

Me doy la vuelta al reconocerla de inmediato. Nora.

– ¿Ésa es la mentira de turno? ¿Un desmentido sensiblero?

Da un paso hacia mí.

– Yo nunca te mentiría -me dice-. Ya no.

– ¿Ya no? ¿Eso es para que me sienta mejor? Las cincuenta primeras cosas que me dijiste eran puras trolas, pero de aquí en adelante, ¿todo claro y soleado?

– No eran mentiras.

– Eso no es…

– ¡Deja de mentir!

– ¿Por qué estás…?

– ¿Por qué estoy qué? ¿Destrozado? ¿Rabioso? ¿Anonadado? ¿Por qué crees tú, Nora? Aquella noche que nos escapamos del Servicio Secreto, ¡no te habías perdido! Sabías dónde estaba aquel bar y sabías que Simon estaba dentro esperando que le comunicaran el sitio de entrega.

– Yo no…

– Tú lo sabías, Nora. Lo sabías perfectamente. Y después de aquello, sólo tenías que sentarte a mirar lo que pasaba. Y yo caí; dejaste los diez mil en mi coche y al día siguiente, una vez muerta Caroline, ya tenías listo el chivo expiatorio.

– Michael…

– ¡Si ni siquiera lo niegas! Trey tenía razón, ¿verdad? Por eso cogiste el dinero, ¡para colgarme el muerto! ¡Era todo lo que tenías que hacer!

Por una vez, decide no responder. Me tomo un segundo para recuperar el aliento.

– Tuvo que ser una auténtica bendición para ti cuando los guardias nos pararon. Habías despistado a los de la escolta, y encima ahora tenías un testigo.

– Era más que eso -susurra.

– Oh, es cierto, cuando yo dije que el dinero era mío resultó que era la primera vez que alguien se portaba bien contigo. ¿Cómo dijiste aquella noche? ¿Que la gente no hace cosas amables por ti? Bueno, no te ofendas, sibila, pero por fin he entendido por qué.

– No lo dices en serio -dice poniéndome la mano en el hombro.

– ¡Quítame la mano de encima! -grito, apartándome-. coño, Nora, ¿es que no lo entiendes? ¡Yo estaba de tu parte! Pasé por alto las drogas, ignoré los rumores. Te llevé a ver a mi padre, ¡por Dios santo! ¡Te amé, Nora! ¿Tienes la menor idea de qué quiere decir eso? -Sin poder evitarlo, empiezo a toser.

Ella me mira con los ojos más tristes que he visto jamás.

– Yo también te amo.

Niego con la cabeza. Demasiado poco. Demasiado tarde.

– ¿Me dirás al menos por qué?

Sólo obtengo silencio.

– Te he hecho una pregunta, Nora. ¿Por qué? -Los hombros me tiemblan-. ¡Dímelo! ¿Estás enamorada de él?

– ¡No! -y su voz se quiebra al decirlo.

– ¿Entonces por qué te acuestas con él?

– Michael…

– ¡No me digas Michael! ¡Dame una respuesta!

– No lo entenderías.

– ¡Hablamos de sexo, Nora! No hay tantas razones para hacerlo… o estás enamorado…

– Es más complicado que…

– … o estás salido…

– No tiene que ver contigo.

– … o estás desesperado…

– Basta ya, Michael.

– …o estás aburrido…

– ¡Te he dicho que te calles!

– … o es contra tu voluntad.

Nora se queda en absoluto silencio.

Oh, Dios mío.

Cruza los brazos, rodeándose el torso con ellos, y clava la barbilla en el pecho.

– ¿Él…?

Levanta los ojos lo suficiente para que vea sus primeras lágrimas. Corren por su cara y bajan lentamente hacia el delgado cuello.

– ¿Te acosó?

Se vuelve.

Una quemazón aguda me perfora el estómago. No sé muy bien si es herida o rabia. Sólo sé que duele.

– ¿Cuándo fue eso? -le pregunto.

– Tú no lo entiendes…

– ¿Más de una vez?

– Michael, por favor, no hagas esto, por favor -suplica.

– No -le digo-. Lo necesitas.

– No es lo que piensas… es sólo desde…

– ¡Sólo! ¿Cuánto tiempo llevas con eso?

Nuevamente hay un silencio total. En un rincón cruje una tabla de madera. Nora mantiene los ojos clavados en el suelo. Su voz es mínima.

– Desde que tenía once años.

– ¿Once años? -grito-. Oh, Nora…

– Por favor… por favor, ¡no se lo digas a nadie! -suplica-. ¡Por favor, Michael! -Se abren las compuertas; las lágrimas salen de prisa-. Yo… tenía que… ¡no tengo dinero!

– ¿Qué quieres decir con que no tienes dinero?

Respira fuerte, jadea entre los sollozos.

– ¡Para drogas! -solloza-. ¡Es sólo por las drogas!

Cuando dice esas palabras, noto que la sangre desaparece de mi cara. Ese cabrón dominador pervertido. La tiene atrapada con las drogas a cambio de…

– Por favor, Michael, prométeme que no dirás nada. ¡Por favor!

No soporto oírla suplicar. Solloza sin poder controlarse, con los brazos abrazando su torso, ahí de pie, metida en su capullo, con miedo a extender la mano.

Desde el día que nos conocimos, he visto una faceta de Nora Hartson que ella nunca revelaría en público. Amiga y mentirosa, amante y demente. Niña rica aburrida, buscadora de emociones sin miedo a nada, jugadora que desafía cualquier riesgo e incluso, en instantes fugaces, una nuera perfecta. Y la he visto en todas las fases intermedias. Pero nunca como víctima. No la dejaré pasar esto sola. La soledad no es necesaria. La envuelvo con mi abrazo.

– Lo siento -llora, derrumbándose entre mis brazos-. Lo siento mucho.

– Está bien -le digo acariciándole la espalda-. Todo estará perfectamente. -Pero en el mismo momento de decir esas palabras, ambos sabemos que no es así. Empezase por una cosa o por otra, Lawrence Lamb ha arruinado su vida. Cuando alguien te roba la infancia, nunca más la recuperas.

La acuno atrás y adelante, con la misma técnica que uso con mi padre. No necesita palabras; necesita, simplemente, apaciguamiento.

– Tú tendrías que… -empieza a decir Nora con la cabeza enterrada en mi hombro-. Tendrías que marcharte de aquí.

– No te preocupes. Nadie sabe que estamos…

– Va a venir -me susurra-. Tuve que decírselo. Está en camino.

– ¿Quién va a venir?

Se oye el retumbar prolongado de alguien que sube los escalones. Me giro rápidamente y la respuesta aparece en la voz profunda y pausada que resuena en el rincón del desván.

– Apártate de ella, Michael -dice Lawrence Lamb- Creo que ya has hecho bastante.

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