CAPÍTULO 5

Salgo de mi oficina, cruzo la antesala y voy directo a la de Pam. La puerta está siempre abierta, pero aun así doy unos golpecitos de cortesía antes de entrar.

– ¿Hay alguien en casa?

Cuando dice «pasa», ya estoy plantado ante su mesa. La decoración de su despacho es como el reflejo del mío en un espejo, incluida la chimenea inútil. Como siempre, las diferencias están en las paredes, en las que Pam ha sustituido mis objetos de ego con dos efectos personales: encima del sofá, una fotografía ampliada del Presidente cuando habló en el Salón de Famosos del Rock and Roll en Cleveland, de donde es ella; y sobre el escritorio, una enorme bandera norteamericana, regalo de su madre cuando le dieron este trabajo. Típico de Pam, pienso. Pastel de manzana en el fondo.

Frente a la mesa del ordenador perpendicular a la de despacho, Pam teclea con furia dándome la espalda. Es su modo de trabajar, con el pelo rubio y fino recogido atrás con un clip rojo.

– ¿Qué hay? -pregunta sin volverse.

– Tengo que hacerte una pregunta.

Hojea una pila de papeles buscando algo en particular. Cuando lo encuentra, dice:

– Te escucho.

– ¿Tú te fías de Caroline?

Pam deja de teclear inmediatamente y se vuelve hacia mí.

– ¿Algo va mal? -pregunta, levantando una ceja-. ¿Es Nora?

– No, no es Nora. No tiene nada que ver con Nora. Sólo es que tengo una cuestión sobre este asunto en el que estoy trabajando.-¿Y esperas que me crea eso?

Soy demasiado listo para discutir con ella.

__Limítate a contestarme lo de Caroline.

Se muerde la mejilla por dentro y me observa atentamente.

– Por favor -añado-. Es importante.

Mueve la cabeza y sé que lo he logrado.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Es leal?

– La Primera Dama piensa que sí.

Asiento al oír la referencia. Caroline es una vieja amiga de la Primera Dama, a la que conoció en la Fundación Nacional del Parkinson en Miami, de la que la señora Hartson era consejera, y la animó a ir a las clases nocturnas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Miami. De allí, la Primera Dama se la llevó al Fondo para la Defensa Legal de los Niños, después a la campaña y, finalmente, a la Casa Blanca. Las batallas largas forjan los lazos más fuertes. Yo sólo quiero saber cómo de fuertes.

– De manera que si le cuento algo de vital importancia, ¿puedo fiarme de que guardará el secreto?

– Dame alguna pista de qué quieres decir con vital.

Me siento en la silla delante de su mesa.

– Algo gordo.

– ¿Gordo de primera página o gordo de portada de Newsweek?

Newsweek.

Pam no afloja.

– Caroline se ocupa de controlar a todos los peces gordos: miembros del Gabinete, embajadores, ministro de Sanidad… Les abre los armarios y se asegura de que podamos vivir con los cadáveres que tienen.

– ¿Entonces crees que es leal?

– Conoce los trapos sucios de prácticamente todos los peces gordos del poder ejecutivo. Por eso la ha puesto aquí la Primera Dama. Si no es leal, estamos muertos.

Me quedo en silencio, me inclino hacia adelante y apoyo los codos en la rodilla. Es verdad. Antes de que alguien sea nominado, tiene que confesarse por lo menos una vez con Caroline. Sabe lo peor de todo el mundo: quién bebe, quién ha tomado drogas, quién ha tenido un aborto y quién le esconde a su mujer una casa de vacaciones. Todo el mundo tiene secretos, yo incluido. Lo que significa que, si esperas que se haga algo, no puedes descalificar a todo el mundo.

– ¿Así que no tengo que preocuparme? -pregunto.

Pam se pone en pie y se viene al otro lado de la mesa. Se sienta en el asiento al lado de mí y me mira a los ojos.

– ¿Tienes dificultades?

– No, en absoluto.

– Es Nora, ¿verdad? ¿Qué ha hecho?

– Nada -digo echándome un poco para atrás-. Puedo arreglármelas.

– Seguro que sí. Siempre puedes. Pero si necesitas ayuda…

– Ya lo sé… Tú estás ahí.

– Con campanas y todo, amigo. Y hasta puede que con un tambor.

– Sinceramente, Pam, esto es más importante de lo que piensas. -Me doy cuenta de que cuanto más tiempo siga allí sentado, más va a interesarse, así que me levanto del asiento y voy hacia la puerta. Sé que no debo decir una palabra más, pero no puedo evitarlo-: ¿Así que crees de verdad que es de fiar?

– No tienes que preocuparte por Caroline -dice Pam-. Ella se ocupará de ti.


Estoy a punto de dirigirme a ver a Caroline cuando oigo que suena el teléfono de mi despacho. Corro hacia adentro, miro la pantalla digital para ver quién es. Es el número de antes. Nora.

– ¡Hola! -digo al cogerlo.

– ¿Michael? -suena distinta. Casi sin aliento.

– ¿Te encuentras bien? -le pregunto.

– ¿Has hablado ya con ella?

– ¿Con Caroline? No, ¿por qué?

– No irás a decirle que yo estaba allí, ¿verdad? Quiero decir, no sé si deberías…

– Nora, ya te dije que no iba a hacerlo.

– Y el dinero… no vas a decirle que yo cogí el dinero, ¿verdad? -su voz está acelerada por el pánico.

– Por supuesto que no.

– Bien. Bien -ahora ya se va calmando-. Eso es lo que quería saber. -La oigo respirar hondo-. Perdona… no quería asustarme así… empezaba a ponerme un poco nerviosa.

– Lo que tú digas -le digo, todavía confuso por aquella explosión. No soporto oír esa quiebra en su voz, ver toda su seguridad aplastada. Es como ver llorar a tu padre; lo único que quieres es que pare. Y en este caso, puedo hacerlo-. No tienes que preocuparte -añado-. Ya me he ocupado de todo.

Recorrer el pasillo hasta el despacho de Caroline es fácil. También llamar a la puerta de su oficina. Entrar en ella está chupado, y oír el golpe de la puerta a mis espaldas es como tomar un buen helado. Pero cuando veo a Caroline sentada a su mesa con su pelo negro teñido suelto sobre los hombros del blazer de lana negro, todo lo que había ido preparando -absolutamente todo- se me desarma de repente. Mis miedos tienen cara. Y antes incluso de poder decir hola, se me empapa la nuca de sudor.

– Siéntate, siéntate -me ofrece cuando casi me derrumbo delante de su mesa. Acepto la invitación y me coloco en una de las dos sillas. Sin decir ni una palabra, la miro vaciar cuatro sobrecitos de azúcar en un tazón vacío. Los va desgarrando de uno en uno. En el rincón de la izquierda de la habitación, el café está ya casi hecho, murmurando. Ahora sé de dónde saca tanta energía.

– ¿Cómo va todo? -me pregunta.

– Ocupado -respondo-. Realmente muy ocupado.

Sobre el hombro de Caroline veo su versión de la pared del ego: cuarenta notas de agradecimiento escritas por algunos de los jugadores más poderosos de Washington enmarcadas individualmente. Secretario de Estado. Secretario de Defensa. Embajador en el Vaticano. Fiscal general. Todos allí arriba, y todos aprobados por Caroline.

– ¿Cuál es tu favorito? -le pregunto con la esperanza de que las cosas vayan más despacio.

– Es difícil de decir. Es como cuando preguntan cuál de tus hijos es tu favorito.

– El primero -digo-. Hasta que se marcha y no llama nunca. Entonces pasa a ser el que vive más cerca.

Por la naturaleza de su trabajo, Caroline se pasa los días teniendo conversaciones incómodas con la gente. Como resultado, ha visto ya prácticamente toda posible manifestación de nerviosismo que existe. Y por la expresión amarga de su cara, nacer chistes está casi abajo del todo de la lista.

– ¿Puedo hacer algo por ti, Michael?

Mis ojos permanecen fijos en la mesa sumergida bajo pilas de papeles, carpetas de archivo y dos ceniceros con el sello presidencial. Hay un filtro de aire portátil en un rincón, pero la estancia continúa apestando a cigarrillos viejos que, aparte de coleccionar notas de agradecimiento, son el hábito más evidente de Caroline. Para que me sienta más a gusto, se quita las gafas y me dirige una mirada medio cálida. Está tratando de inspirarme confianza y de sugerir que puedo fiarme de ella. Pero levanto la cabeza y sólo puedo pensar en que es la primera vez en dos años que la he mirado de verdad. Sin gafas, sus ojos almendrados de color avellana no intimidan tanto. Y aunque las cejas espesas y los labios delgados le dan un aire muy profesional, parece sinceramente preocupada por mí. No preocupada como Pam, sino, para una mujer de cuarenta y muchos que es casi una completa desconocida, realmente interesada.

– ¿Necesitas un vaso de agua? -pregunta. Niego con la cabeza. No más demoras.

– ¿Es una cuestión de asesoría jurídica o un tema de ética? -pregunta.

– Las dos cosas -digo. Ésta es la parte más dura. Mi cabeza se acelera buscando las palabras adecuadas. Pero aunque haya practicado mucho mentalmente mientras venía, no hay nada como quitar la red y hacerlo de verdad. Cuando estoy a punto de subirme a la cuerda floja, repaso la historia por última vez con la esperanza de tropezar con alguna razón legal para que un consejero de la Casa Blanca deje dinero en medio del bosque. Ninguna de las que se me ocurren es buena.

– Es sobre Simon -digo finalmente.

– Quieto un momento -me ordena. Abre el cajón de arriba de su escritorio y saca una casete pequeña y una cinta virgen. Reconoció mi tono en cuanto lo oyó. Es algo serio.

– No creo que sea necesario…

– No te pongas nervioso, es sólo como protección.

Coge una pluma y apunta mi nombre en la casete. Cuando la mete en la grabadora, veo las palabras «Michael Garrick» a través de la piececita transparente. Pulsa «grabar» y empuja el aparato sobre la mesa, justo delante de mí. Sabe lo que pienso, pero esto ya lo ha hecho más veces.

– Michael, si esto es importante, debes tener la documentación adecuada. Ahora, ¿por qué no empiezas por el principio?

Cierro los ojos y pretendo que todavía está la red.

– Todo sucedió anoche -empiezo.

– ¿Anoche quiere decir el jueves, 3? -verifica. Asiento con la cabeza. Ella se señala los labios.

– Quiero decir, exacto -digo rápidamente-. De todos modos, yo iba en coche por la calle Dieciséis cuando vi…

– Antes de seguir, ¿iba alguien contigo?

– Eso no es lo importante…

– Limítate a contestar la pregunta.

– No -respondo tan de prisa como puedo-. Iba solo.

– ¿Así que no había nadie contigo?

No me gusta la manera como ha preguntado eso. Algo no va bien. Vuelvo a sentir que la nuca se me llena de sudor.

– No había nadie conmigo -insisto.

No parece convencida. Alargo la mano y detengo la cinta.

– ¿Hay algún problema?

– En absoluto. -Intenta volver a arrancar la cinta, pero tengo la mano sobre el aparato.

– No quiero grabar esto -le digo-. Todavía no.

– Tranquilidad, Michael. -Apoya la espalda y me deja seguir a mi modo. La grabadora continúa apagada-. Ya sé que es difícil. Cuéntame la historia.

Tiene razón. No es el momento de perder la calma. Consigo tranquilizarme por segunda vez inspirando profundamente y me consuelo con el hecho de que ya no se grabará.

– Bueno, pues voy conduciendo por la calle Dieciséis cuando de pronto veo un coche conocido delante de mí. Cuando lo miro más de cerca me doy cuenta de que es el de Simon.

– Edgar Simon, consejero del Presidente.

– Exacto. Bueno, por alguna razón -tal vez por la hora de la noche, tal vez por dónde estamos- tan pronto como lo veo hay algo que me parece raro. Así que freno un poco y empiezo a seguirlo -le cuento el resto de la historia, detalle por detalle. Cómo Simon se paró en la carretera de Rock Creek. Cómo se bajó del coche llevando un sobre grande amarillo. Cómo saltó el guardarraíl y desapareció talud arriba. Y lo más importante, una vez se hubo marchado, lo que encontré en el sobre. Lo único que no menciono es a Nora. Ni a los polis-. Cuando vi el dinero pensé que me iba a dar un infarto. Hay que imaginárselo: es más de medianoche, está completamente oscuro y allí estoy yo con los cuarenta mil dólares de mi jefe. Y, por si fuera poco, podría jurar que alguien me vigilaba. Era como si los tuviera justo a mi espalda. Juro que fue uno de los momentos más terroríficos de toda mi vida. Pero antes de ponerme a tocar el silbato, pensé que debería hablar con alguien. Por eso he venido aquí.

Me quedo esperando alguna reacción, pero no la hay. Finalmente, pregunta:

– ¿Has terminado?

– Sí -y asiento con la cabeza.

Se inclina sobre la mesa y recoge la grabadora. Mueve a un lado y a otro el botón de pausa con el pulgar. Un tic nervioso.

– ¿Y qué? -pregunto-. ¿Qué opinas?

Se pone las gafas. No parece divertida.

– Es una historia interesante, Michael. El único problema es que, hace quince minutos, Edgar Simon estuvo en este despacho contándome exactamente la misma historia que tú. Sólo que en su versión, tú eras el del dinero. -Cruza los brazos y se echa hacia atrás en la silla-. Ahora, ¿quieres empezar otra vez?

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