Capítulo 6

Christine. Estaba gritando.

Y luego se hizo el silencio.

Oí una voz profunda, una voz de barítono que salía del apartamento 2C. Sonaba airada, pero sus palabras se oían amortiguadas. Luego, otro grito espeluznante me estremeció el cuerpo.

Christine.

Me quedé parado delante de la puerta, con miedo a moverme.

¿Estaría pegándole Luis? No, era imposible. Yo le había mirado a los ojos, había visto que aquel hombre había abandonado la violencia hacía tiempo. Pero en la mayoría de los casos la rehabilitación de un delincuente duraba lo que la ocasión. Sólo hacía falta un momento para que volvieran a precipitarse en el abismo.

Entonces oí de nuevo aquella voz, más claramente. No era Luis. No, Luis tenía un fuerte acento hispano. Era la voz de otra persona. Una voz enérgica, americana. Sin inflexiones latinas.

Oí un golpe fuerte, como un entrechocar de madera.

Oh, cielos…

Tenía los pies clavados al suelo. Aquello no era asunto mío. Se suponía que no debía estar allí. Ya tenía lo que quería Jack. Nadie pensaría mal de mí.

Entonces volví a oírlo. Otro golpe y un grito sofocado.

Mya.

Esa noche, sentado junto a su cama en el hospital.

«Te llamé. Y no estabas».

«Te llamé, Henry».

Los gritos me abrasaban la piel. Oí sollozar a Christine. Luego sentí otro susurro, una voz que suplicaba. Una voz con acento hispano.

Luis.

Entonces el americano gritó, y oí otro golpe.

Estaba solo en el pasillo. Nadie más quería meterse en aquello. Se había hecho un silencio perverso porque nadie se atrevía a intervenir.

Y luego ya no se oía nada.

Tal vez hubiera acabado. Tal vez pudiera volver al confort de mi cama, pasar durmiendo aquella noche horrible y prepararme para entregar la entrevista. Luis y Christine estarían bien. Seguro que era un malentendido. En el fondo, yo sabía que les habría echado una mano si hubiera hecho falta.

«Te llamé, Henry».

Entonces Christine volvió a gritar, y mis argumentos se hicieron añicos. En ese momento comprendí lo que tenía que hacer.

Dejé mi mochila en el suelo. Respiré hondo. Y llamé a la puerta.

– ¡Luis! -grité-. ¡Christine! ¿Va todo bien?

Mis palabras fueron acogidas con un silencio. Luego se oyeron pasos. El americano estaba hablando, su voz sonaba suave pero firme. Yo podía dar media vuelta, esconderme entre las sombras y el de dentro no se daría cuenta.

O podía ser fuerte. Como debería haberlo sido por Mya.

Y así mis pies se quedaron clavados al suelo cuando la puerta se abrió. Y en ese momento mi vida cambió para siempre.

Por suerte había ido al baño antes de salir del restaurante, porque cuando la puerta acabó de abrirse había una pistola apuntando directamente a mi cabeza.

– ¿Quién coño eres tú? -dijo el hombre mientras me miraba entornando los ojos. Medía poco más de metro ochenta y cinco y pesaba al menos veinte kilos más que yo. Pero no todo era fibra. Tenía la tripa fofa y la cara arrugada como si se hubiera quedado dormido encima de una malla de alambre. Sus manos eran toscas y ásperas. Le sangraban dos nudillos. Parecía que llevaba días sin dormir.

Tragué saliva, tosí y me obligué a respirar.

– He dicho que quién coño eres tú -su saliva me salpicó la cara.

– ¡Déjalo en paz!

Era Christine, gimiendo desde el interior del apartamento. Miré más allá del hombre de la pistola y vi a Luis sentado en una silla. Tenía los brazos y las piernas atados con esposas y manchados de sangre. Su traje estaba salpicado de rojo y su corbata deshecha. Tenía la cara llena de cortes y moratones. La sangre brotaba de algunas brechas. Luego vi a Christine. Estaba atada al radiador.

– ¿Qué…? -fue lo único que pude decir. El de la pistola se inclinó y me miró.

– ¿Tienes algún problema, chaval? -meneé la cabeza sin asentir ni negar-. Pues largo de aquí.

Empujó la puerta y se volvió hacia sus prisioneros. Sin pensármelo dos veces, bloqueé la puerta con el pie.

El hombre esperó un momento, ladeó la cabeza y se volvió hacia mí. Seguía con la pistola levantada y su dedo tocaba suavemente el cañón. En Bend, yo había escrito muchas veces sobre armas y violencia. Vi que su pistola era una calibre 38 de la vieja escuela. Un revólver.

«Te llamé, Henry».

– Suéltalos -dije con todo el desafío del que fui capaz. Debió de salirme bien, porque bajó el arma unos milímetros. Christine intentaba desatarse frenéticamente frotando sus ligaduras contra el borde del radiador. Nuestros ojos se encontraron un momento; luego, aparté la mirada. No quería darle ninguna pista a aquel tipo.

– El chaval tiene huevos, Luis -soltó una risa breve-. ¿Lo conoces?

Luis movió la cabeza arriba y abajo y masculló algo ininteligible. Tenía las mejillas hinchadas y su cabeza oscilaba como un tornillo suelto.

Al ver a Luis sangrando, indefenso, a Christine intentando desatarse, al ver a aquel hombre, a aquel animal, sentí que me ardía un fuego en el estómago. Después del ataque a Mya, lo único que quería era una oportunidad de probar mi valía, un modo de demostrar que no volvería a dar la espalda a nadie. Las peleas de borrachos y las miradas desafiantes no significaban nada. Allí estaba, por fin. Justo delante de mí. Vestido con gabardina y sosteniendo una pistola cargada.

Entré en el apartamento, apreté los dientes y dije:

– Voy a llamar a la policía. Ahora mismo -saqué mi móvil y lo abrí.

Él retrocedió como si le hubiera dado una bofetada. Intentaba calibrarme, ver si de veras tenía huevos para darme la vuelta y llamar. Lo miré a los ojos un momento y empecé a marcar.

– Vale, chaval -dijo, divertido. Vi con sorpresa que levantaba las manos, pistola incluida, como un niño atrapado en un juego de policías y ladrones-. No hagas tonterías, hijo. Me marcho pacíficamente.

– Me llamo Henry -dije apretando los músculos de la mandíbula.

– Henry -dijo él con burlona admiración, y añadió una leve risa-. Nombre de viejo.

No dije nada.

– Bueno, Henry, ahora que has aterrorizado al malo, supongo que me toca ir a esconderme a un agujero y quedarme dormido llorando -se volvió para mirar a Luis y Christine. Ella dejó las cuerdas y lo miró.

– ¡Déjanos en paz! -gritó. Luis intentó desatarse, pero no le quedaban fuerzas.

– A su debido tiempo, nena. A su debido tiempo.

– No veo que se marche -dije.

– No te alteres. Ya me voy -luego giró la pistola y apuntó a la cabeza de Luis-. Pero no hasta que tenga lo que he venido a buscar.

Christine habló en voz baja. Su voluntad se había desmoronado.

– Ya te lo he dicho. No lo tenemos.

– ¡Tonterías! -gritó él-. Si no me decís dónde está en menos de cinco segundos… -me miró y sonrió-. Si me lo decís, me marcharé. Como le he prometido a Henry.

La saliva resbalaba por los labios de Christine mientras hablaba.

– Por favor, no lo tenemos, te lo juro.

– Uno.

Christine se tensó, un gemido indefenso escapó de sus labios.

– Voy a llamar a la policía -dije-. Ahora mismo.

– Adelante -dijo él-. De todos modos esto se habrá acabado dentro de cuatro segundos. ¿Crees que llegarán antes? -luego añadió-: Dos.

– Por favor, no lo hagas -sollozó Christine-. Escucha, por favor…

– Tres.

Christine intentaba desatarse frenéticamente, frotando las cuerdas cada vez con más fuerza contra el radiador. Se estaban deshaciendo. Casi estaba libre.

Entonces el hombre dio un paso adelante y golpeó a Luis en la cabeza con la pistola. Luis echó el cuello hacia atrás y empezó a manar sangre de su frente.

– ¡Dios mío! -gritó Christine-. ¡Oh, Dios mío! -se mecía adelante y atrás, tendiendo los brazos hacia su marido-. ¡Déjalo en paz!

– Cuatro.

No pensé, no sopesé si hacía bien o mal. En cuanto dijo «cuatro», le golpeé la espalda con el hombro, haciéndolo caer hacia delante. La pistola salió volando y aterrizó a los pies de Luis. Yo seguí empujándolo hasta que su cabeza chocó con la pared. Un soplo de aire escapó de sus pulmones. Gruñó. Lanzó un codazo, me dio de refilón en la coronilla y me sacudí de pies a cabeza.

Luis balbuceaba, las burbujas de su saliva esparcían espuma roja sobre sus labios. Christine seguía intentando serrar sus cuerdas.

Me lancé de cabeza por la pistola y caí en plancha sobre la tarima. Luego la noté en la mano; mi dedo se deslizó por el seguro del gatillo y sentí un dolor agudo en las costillas. Me doblé. Me ardía el costado. Se me cayó la pistola.

Miré a Luis, sus párpados se movían. Apenas estaba consciente. De pronto me hallaba luchando por salvar tres vidas.

Mientras intentaba ponerme de pie, me golpeó con la palma de la mano en el plexo solar. Me quedé sin respiración, caí de rodillas y jadeé. Él se tocó la nariz con un dedo y se lo manchó de sangre.

– Serás cabrón -dijo-. Has tenido oportunidad de no meterte donde no te llamaban. No quería matarte. Esto te lo has buscado tú solito.

Se inclinó y alargó el brazo hacia la pistola. Salté, le pisé la muñeca con el talón. Sonó un fuerte crujido al romperse el hueso. Gritó de dolor y se tambaleó, agarrándose la mano herida.

Me lancé de nuevo por la pistola, pero la apartó de un puntapié y el arma pasó entre mis piernas y fue a parar junto a la puerta. Nos quedamos parados un momento. Yo estaba más cerca de la puerta.

Me precipité hacia la pistola, pero él me golpeó con el hombro empujándome contra la puerta. Las bisagras chirriaron y la puerta se torció. Le agarré del pelo, tiré con fuerza. Él gritó.

Retrocedió, desasiéndose. Me lancé otra vez por la pistola, y él volvió a empujarme contra la puerta. Me golpeé la cabeza contra el metal. Esta vez, las bisagras cedieron.

La puerta se desplomó hacia fuera y caímos al pasillo. Sus ciento diez kilos de peso cayeron sobre mí como un saco de arena. Sentí un fuerte dolor en las costillas, donde me había dado una patada. Cada vez que respiraba era como si me clavaran un cuchillo en los pulmones. Estaba mareado por el golpe en la cabeza.

Él se puso de espaldas mientras me incorporaba. Cuando conseguí levantarme, noté que todo estaba en silencio.

Entonces vi que me estaba apuntando a la cabeza con la pistola.

– Maldito idiota -dijo. Tenía el brazo derecho doblado sobre el pecho, como un cabestrillo, y con el izquierdo sostenía la pistola, el dedo en el gatillo.

Dejé de respirar. Se me quedó la boca seca. Podía estar muerto en menos tiempo del que tardaba en latir mi corazón.

– Espera -dije.

– No he venido por ti -dijo respirando lentamente. Noté por sus ojos que había matado otras veces. No había miedo, ni vacilación. Si quería matarme, podía darme por muerto. No tenía ningún escrúpulo.

Apreté los dientes. Intenté pensar en algo que decir. Algo que lo disuadiera. Que lo conmoviera.

Pero sólo dije:

– No lo hagas.

Sonrió. Tenía los dientes manchados de sangre.

Cerré los ojos, pensé en aquella noche. En Mya.

Se oyó un grito y el estampido de un disparo. Esperé sentir un dolor desgarrador, pero cuando abrí los ojos Christine había logrado soltarse y estaba colgada de la espalda del pistolero, arañándole la cara. El disparo se había incrustado en el techo, y los trozos de yeso caían como una nevada.

Mientras ella daba puñetazos en la cabeza, con la laca de uñas roja descascarillada y marcas moradas en las muñecas, él intentaba liberarse. Se inclinó hacia delante y estrelló a Christine contra la pared, de espaldas. Ella soltó un gemido y cayó al suelo.

Me apuntó de nuevo. Me abalancé hacia él. Caímos y mi mano se cerró alrededor del cañón. Tenía el corazón a punto de estallar cuando me subí encima de él, a horcajadas sobre su pecho, intentando apartar la pistola. Era más fuerte que yo. La pistola se volvió hacia mí.

Para vencerlo, necesitaba un punto de apoyo. Pillarlo desprevenido.

Relajé las manos y, cuando tenía la pistola a la altura del pecho, me di la vuelta. Oí un leve gemido cuando perdió el equilibrio. No sabía dónde estaba apuntando, pero de pronto la tenía mejor agarrada. Busqué frenéticamente el gatillo.

Justo cuando mi dedo penetró en el suave agujero circular, sentí que su dedo carnoso se unía al mío. Sobre el gatillo. Luego apretó.

Se oyó una tremenda explosión y un fogonazo me quemó los ojos. La pistola rebotó contra mi hombro, lanzándome hacia atrás. Me puse de rodillas, sorprendido de encontrarla en mi mano. Por fin la tenía. Miré a mi objetivo.

Estaba tendido de lado. Y no se movía.

Un hilillo de humo salía de un agujero deshilachado de su gabardina. En el suelo, bajo él, empezaba a formarse un charco de sangre.

– Joder -dije-. Joder, joder, joder.

La pistola cayó al suelo con estruendo. Miró el pasillo, vi caras asomadas a las puertas. Mis ojos se toparon con los de una mujer mayor que se apresuró a cerrar la puerta al ver la carnicería. Christine se levantó e hizo una mueca al tocarse la parte de atrás de la cabeza. Se acercó cojeando y miró al hombre. Llevaba el miedo grabado en la cara, como si estuviera delante de un pelotón de fusilamiento.

– Dios mío -dijo en voz baja, santiguándose-. No puede estar… No lo teníamos…

– ¿Está…? -susurré. Christine no dijo nada.

Me arrodillé. Tenía las piernas como pasta cocida. El hombre tenía los ojos abiertos de par en par y la boca congelada en una O. La lengua le colgaba de la boca. Le palpé la muñeca, apreté sus venas. Nada. Me toqué la mía sólo para asegurarme de que estaba buscando bien y sentí correr la sangre por mi cuerpo más deprisa de lo que creía posible. Pasé con cuidado por encima del charco de sangre y apoyé los dedos en su cuello carnoso y sin afeitar. Nada.

– Oh… Dios mío -dije, irguiéndome y tambaleándome hacia atrás.

– ¿Está…? -dijo Christine, y señaló el cuerpo con la cabeza.

– Creo que sí.

– Ay, Señor -gimió-. No, Dios mío -debería haberse sentido a salvo ahora que él estaba muerto, pero su mirada de terror parecía más intensa que antes.

Luis seguía desmayado en su silla. Christine entró en la cocina y volvió con un cuchillo. Empezó a cortar las cuerdas de su marido. Yo recuperé el aliento; estaba mareado y los ojos inertes del cadáver me abrían un agujero en la espalda.

– ¿Qué vas a hacer? -dijo Christine con voz chillona.

– ¿No deberíamos…? -respondí.

Empezaron a oírse sirenas a lo lejos. Se me heló la sangre.

– ¡Vete! -gritó, desatando las muñecas de Luis-. ¡Sal de aquí!

Retrocedí a trompicones, recogí mi mochila y entré corriendo en la escalera. Bajé los escalones de tres en tres. El dolor me atravesaba el cuerpo cada vez que respiraba.

Salí de golpe a la noche calurosa. Todo aquello era absurdo. Eché a correr a toda velocidad, hacia el sur, camino de Broadway, y no paré hasta que mis pulmones estaban a punto de estallar.

Me metí en un callejón y vi a un mendigo durmiendo debajo de una caja de cartón. Me dolía la cabeza. No podía seguir corriendo. Me senté y doblé las piernas. Oí sirenas a lo lejos, y la oscuridad se apoderó de mí.

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