Capítulo 5

Hice una mueca al ver el extracto de mi cuenta y me pregunté si los del banco se reían de mí cada vez que veían mis exiguos depósitos. Podía pagar la mitad de alquiler y encontrar un estudio el doble de grande en Brooklyn o Queens, pero mientras no me importara comer galletas saladas y manzanas, la aureola de vivir en pleno centro hacía que todo aquello valiera la pena.

Acostumbrarme a los extraños ruidos de mi apartamento era otra cosa. Cada noche oía un arañar de garras diminutas, agua que goteaba en tuberías invisibles. El trabajo me permitía centrarme. Por suerte, porque todo lo demás me sacaba de quicio.

Estaba viviendo como había querido desde la primera vez que mi padre me dijo que era una mierda. Mi madre estaba de pie en la cocina, sonriendo como si acabáramos de volver de un viaje de pesca sin nada más que historias que contar. Siempre sonriendo, como una escultura de cera con pulso. Distante. No indiferente, sino apartada de la realidad. Algunas personas se perdían en sus demonios. Yo prefería volver las tornas, dejar que la ira alimentara mi fuego. Cada palabra que decía mi padre era gasolina. Y mi determinación era la cerilla.

Y ahora tenía la oportunidad de trabajar con una leyenda. O’Donnell tenía sesenta y tantos años, pero también una cara rotunda y luminosa, con las mejillas arrugadas y enrojecidas por la edad. Delante del teclado, sus dedos parecían volar y sus ojos eran como puertas a otro mundo. Al confiarme aquel encargo, Jack me había dado a probar un bocado. Y aquel bocado sacaría lo mejor de mí.

Al llegar a la Gazette, fui a buscar una grabadora al cuarto del material y luego me senté en mi mesa y llamé a Luis Guzmán.

Contestó un hombre con fuerte acento hispano.

– ¿Diga?

– Hola, señor Guzmán, soy Henry Parker, de la New York Gazette. ¿Le dijo Jack O’Donnell que iba a llamar?

– Sí. Dijo que un compañero se pondría en contacto conmigo para una entrevista. ¿Es usted?

– Sí, soy yo. ¿Le importa que me pase hoy por su casa unos minutos? No tardaremos mucho.

Una pausa, una vacilación.

– No sé, señor Henry. Hoy no me viene bien. Tengo una cita esta tarde.

Estaba eludiendo la conversación, como Jack me había advertido.

– ¿A qué hora es su cita?

– ¿Mi cita? Es, eh, a las siete.

– Entonces no le importará que me pase a las seis.

Oí murmullos de fondo. Una voz de mujer dijo algo que sonó como un no. Luego Luis volvió a ponerse.

– Señor Henry, podemos hablar unos minutos si viene a las seis, pero no puede quedarse mucho tiempo. No puedo faltar a mi cita. Es con el médico.

¿Qué clase de médico daba cita a las siete de la tarde?

– No tardaremos mucho, señor Guzmán. Tendrá tiempo de sobra.

Más murmullos. Un portazo.

– Siendo así, venga. Mi mujer y yo estaremos aquí.

– Estupendo. Hasta esta tarde.

Salí de la oficina a las seis menos cuarto y paré un taxi. Mientras el taxista zigzagueaba por entre el tráfico, leí la nota biográfica que me había dado Jack.

En 1997, Luis Guzmán fue detenido por robo a mano armada después de que su compañero, un tal José Ramírez Sánchez, y él entraran en una sucursal bancaria y sacaran dos semiautomáticas. Sánchez se puso nervioso y disparó a un empleado. A los dos los mandaron a Sing Sing. Guzmán cumplió tres años. Ramírez Sánchez murió apuñalado en su celda.

Cuando llegué a la 105 con Broadway, llamé al portero automático preguntándome por qué Luis parecía tan nervioso por teléfono.

El edificio no parecía beneficiarse a menudo de los servicios de un conserje. Los suelos estaban polvorientos y manchados, y la decoración del vestíbulo consistía en tres macetas cuyas flores no procedían de semillas, sino de encaje de ganchillo. Eché un vistazo al directorio colocado detrás de un panel de cristal sucio. El conserje, Grady Larkin, vivía en el apartamento B1. Tomé nota, por si acaso.

Subí en ascensor hasta el segundo piso. El pasillo estaba empapelado en un tono verde claro, con rayas verticales de color beis. Las puertas eran grises y casi todas las bisagras parecían viejas y oxidadas. Las lámparas lanzaban un suave resplandor. Había una extraña quietud en el edificio, como en la sala de espera de un hospital; un silencio violento y forzado. Mientras avanzaba por el pasillo noté que en varias puertas faltaban las placas con los nombres de sus habitantes y que la moqueta de delante no estaba sucia, como en las otras. Saltaba a la vista que aquellos apartamentos estaban vacíos.

Encontré el 2C y llamé una vez. Antes de que tuviera tiempo de prepararme, se abrió la puerta.

– ¿El señor Parker?

El hombre que tenía delante era enorme. Eso fue lo primero que pensé. «Madre mía, este tío es enorme».

Los bíceps son un modo engañoso de medir la fuerza de una persona. La verdadera fuerza está en los antebrazos. Y los de Luis eran como media docena de cuerdas retorcidas y chamuscadas.

Llevaba una camiseta interior blanca, remetida en unos pantalones de traje grises que parecían recién planchados. Se había cortado al afeitarse y tenía un trocito de papel higiénico pegado a la barbilla. Encima de la ceja, a lo largo, tenía una cicatriz muy fina, casi imperceptible. Una herida hecha en prisión y mal cosida. Llevaba la perilla perfectamente cuidada y tenía las mejillas tersas e hidratadas. Olía como si un jardín botánico hubiera vomitado encima de él. Tenía una mirada bondadosa, como si le hubieran sorbido por completo los malos pensamientos. Luego parpadeó y miró el pasillo. Por un instante habría jurado que había miedo en sus ojos. Eché una ojeada al pasillo. Estaba vacío.

La grasa se le había aposentado sobre la cintura como una capa de nata. Seguramente se había mantenido en forma en prisión, donde los meses se contaban por las veces que uno levantaba las pesas, pero desde que estaba libre Luis Guzmán había recuperado el apetito.

Miré su atildado atuendo. Su médico tenía que ser muy caro, si había que ir así vestido para verlo.

– Hola, soy Henry. Hablamos esta mañana.

– Sí, encantando de conocerlo, señor Henry -la mano de Luis había agarrado la mía de repente. Con fuerza. Apreté los dientes y confié en que me soltara antes de hacerme polvo los nudillos. Cuando aflojó la mano, me aseguré de que mis huesos seguían intactos. Luis daba así la mano sin esfuerzo, tan fácilmente como si diera una palmada en la espalda-. Y esa preciosa mamacita es mi mujer, Christine. Di hola, nena.

– Hola, nena -dijo ella con una sonrisa astuta. Christine tenía la piel color canela, el pelo largo y castaño y ojos verde profundo. Estaba sentada en un sofá esponjoso, sosteniendo unas agujas con las que parecía estar tricotando fervientemente un jersey de bebé.

– Bueno, Henry -dijo Luis con expresión contemplativa-. El señor O’Donnell me ha dicho que querías hacerme unas preguntas sobre el tiempo que pasé en prisión -sonrió. Tenía los dientes perfectamente rectos y un poco demasiado blancos para alguien que sólo se había alimentado del rancho de la prisión durante tres años. El dentista debía de haberle hecho un buen repaso.

– Así es -contesté.

– Pues pasa y ponte cómodo.

Me pasó un brazo como un tronco por el cuello y me condujo hacia una mesa de pino recién barnizada. El apartamento estaba ordenado y bien arreglado, pero había en él una especie de limpieza aséptica. No había fotografías, ni figuritas, ni cuadros o carteles a la vista. Salvo por las agujas de tejer de Christine, aquello parecía más una oficina que una vivienda.

Luis me sacó una silla mientras yo colocaba la grabadora. Pareció inquietarse un momento por su presencia, pero luego se calmó un poco.

– Bueno, Henry, ¿de qué quieres que hablemos? Vamos a empezar. Tengo sólo unos minutos antes de mi cita.

– No hay problema. Gracias otra vez por aceptar.

– Oh -dijo, riendo-. No lo hago por Jack. Mi oficial de la condicional dice que hace que parezca más respetable.

– Claro -puse en marcha la grabadora-. En primer lugar, ¿podría decir su nombre y su fecha de nacimiento?

Luis se aclaró la garganta teatralmente.

– Me llamo Luis Rodrigo Guzmán. Nací el 19 de julio de 1970.

– Muy bien, Luis, ¿cuál es su recuerdo más vívido del tiempo que pasó en la cárcel?

Luis se recostó en su silla y luego, de pronto, se levantó. Se fue a la cocina, sirvió un vaso de agua. Me lo ofreció. Decliné amablemente. Él bebió un largo trago, apoyó los codos sobre la mesa y empezó a hablar con voz suave.

– Es duro decirlo, pero es la RPA.

– ¿La RPA?

– La Reinserción por el Arte. Un programa que tienen en Sing Sing. Traen a monitores para que nos ayuden a entrar en contacto con nuestro propio yo siendo creativos. En el buen sentido.

Asentí con la cabeza.

– Continúe.

– Una vez al año, los presos, sobre todo los de máxima seguridad cumpliendo de veinticinco años a cadena perpetua, pero también unos pocos de otras clases, montan una obra de teatro con la ayuda de la RPA. Los primeros dos años, yo me reía de los tíos que lo hacían, decía que la cárcel los había vuelto maricas.

Noté que la mirada de Christine se endurecía, que su frente se arrugaba.

– Pero el último año me dije qué diablos, quizá si lo hago me den puntos por buen comportamiento. Así que hice una prueba para una obra de Kentucky Williams titulada El zoo de cristal.

– Tennessee Williams -lo corregí.

– ¿Qué?

– Nada. Continúe.

– Así que hice la prueba para el papel de «el Candidato». Una semana después, el director, un cholo muy grandote que se llamaba Willie y estaba allí por homicidio doble, me dijo que me habían dado el papel. El nombre verdadero del candidato es Jim O’Connor, pero el público no lo conoce por ese nombre. Así que ensayábamos tres horas diarias, dejándonos el pellejo. Al principio era todo medio en broma, ¿sabes?, porque había tíos que hacían de mujeres.

»En la obra se supone que voy a salir con Laura, una chica que interpretaba mi amigo Ralph Francisco. Hasta llegaba a darle un beso a Ralph en la mejilla. Laura es una pobre infeliz que lleva toda la vida esperando que le pase algo bueno y que se pasa el día sacándoles brillo a sus animalitos de cristal. Y entonces se entera de que mi personaje está prometido, y eso la destroza. La noche del estreno, me eché a llorar en cuanto salí del escenario. Hicimos cuatro funciones. Las primeras tres fueron para los presos, pero la última la hicimos delante de quinientas personas de fuera. Me refiero a mujeres, padres, niños… Fue la mejor noche de mi vida.

Luis hablaba en voz baja, pero se notaba que estaba emocionado. Se secó los ojos, bebió otro sorbo de agua y continuó.

– La obra trata de lo que se quiere y de lo que no se puede tener. Me hizo pensar en por qué estaba en la cárcel. Siempre quería algo que no podía tener y luego, cuando creía tenerlo, resultaba ser una mierda. Ése es mi recuerdo más vívido, Henry.

Durante media hora, Luis me abrió su corazón. Se rió y lloró, pero en ningún momento me pidió que apagara la grabadora. Me enteré de que había conocido a Christine en un recital de poesía en Harlem, después de su puesta en libertad; de que ella estaba tejiendo ropa para un niño que aún no habían concebido; de que él trabajaba como guardia de seguridad y ganaba veintitrés mil dólares brutos al año. Descubrí que era el hombre más feliz del mundo porque mantenía a la mujer a la que quería y pagaba su techo.

Cuando habló del apartamento, algo me chirrió. Christine no trabajaba. Basándome en las exiguas dimensiones de mi casa, calculé que el apartamento tenía al menos trescientos metros cuadrados. No estaba mal para un tipo que apenas superaba el umbral de la pobreza.

A las seis y media, Luis se levantó y apagó la grabadora.

– Y ahora tengo que arreglarme para mi cita.

Yo también me levanté. Me dio la mano y volvió a pulverizarme los metacarpios.

– Gracias, Luis, ha sido un placer.

– El placer ha sido todo mío, Henry. Así que quieres dedicarte a escribir reportajes. Pues te deseo la mejor suerte del mundo.

Al salir lo vi cerrar la puerta. Sus ojos desaparecieron cuando el cerrojo encajó. Justo antes de que cerrara, vi el miedo otra vez. Y vi que allí había algo que Jack O’Donnell no sabía.

Escuché la cinta de la entrevista de Luis sentado al fondo de un restaurante griego mientras me atiborraba de souvlaki. Al día siguiente la transcribiría para dársela a Wallace y Jack, destacando las mejores partes. Aquélla era mi oportunidad de demostrar que podía codearme con los pesos pesados. Jack O’Donnell, una leyenda viva de la sala de redacción, revisaría mi trabajo para su artículo. En la cinta había material de primera clase. Pero cuanto más lo escuchaba, más me parecía oír temblar la voz de Luis. Algo le reconcomía mientras hablábamos.

Comprendí por su tono trémulo que estaba ocultando algo. Había mentido sobre la cita con el médico (yo mismo había puesto aquella excusa alguna vez para salir antes del trabajo). Iba de punta en blanco, como si se estuviera preparando para una boda o un funeral. Y no me tragaba ni por un momento que pudiera permitirse aquel apartamento cobrando veintitrés mil dólares al año. Aquel hombre no era sólo lo que aparecía en la cinta.

Necesitaba saber más, sonsacarle a Luis Guzmán a qué obedecía el miedo que notaba tras su voz. Pero Jack me había dado instrucciones. Tenía que hacer lo que me había mandado, ni más, ni menos. Y, sin embargo, allí había algo que me daba mala espina. Luis Guzmán ocultaba algo, y yo tenía que descubrir qué era. Christine estaría en casa. Tal vez ella pudiera arrojar alguna luz sobre el asunto.

Volví a guardar la grabadora y el cuaderno en mi mochila, salí del restaurante y me encaminé de nuevo al apartamento de Guzmán. Entré en el edificio detrás de otro inquilino que tuvo la amabilidad de sujetarme la puerta. Sólo tenía una oportunidad de hacerlo bien. Tal vez Christine desconfiara. Quizá tuviera que presionarla, decirle que era por el bien de Luis. Con un poco de suerte, me contestaría con franqueza y consideración, y yo podría pintarles el cuadro completo a Wallace y Jack.

El ascensor se abrió y eché a andar hacia el apartamento 2C, imaginándome cómo me estrecharía la mano Jack O’Donnell y cómo me daría una palmada en la espalda Wallace Langston. Me sentí reconfortado, lleno de energía, y supe que estaba haciendo bien mi trabajo.

Y entonces fue cuando oí los gritos.

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