Capítulo 11

Leí el artículo por tercera vez. La sangre, densa como cemento, me daba vueltas dentro de la cabeza. Malentendidos. Errores de apreciación. Insensibilidad. Fragilidad humana. Flaqueza. Todo aquello era cuantificable, podía rectificarse mediante acciones concretas. Los errores podían subsanarse. Los malentendidos explicarse. La fragilidad humana podía superarse recobrando fuerzas.

Yo me había enfrentado a todas esas cosas trabajando como periodista. Pero las emociones que sentí al leer aquellas palabras me eran totalmente ajenas. No había forma lógica de explicar por qué de pronto me buscaban por matar a un agente de policía.

Siempre había querido informar sobre el crimen y la corrupción. Demostrar a quienes se creían capaces de salirse con la suya que no podían hacerlo. Y ahora, con mi fotografía estampada en miles de periódicos por toda la ciudad, me había convertido exactamente en aquello que deseaba denunciar. Los auténticos reporteros sólo quieren escribir la historia. Nunca quieren ser sus protagonistas. Y ahora allí estaba yo. El héroe del día.

Volví a leer el artículo.

Un periodista de 24 años mata a un policía durante una redada.


El detective Jonathan A. Fredrickson, de 42 años, murió de un disparo en la noche de ayer mientras investigaba una transacción de estupefacientes. El portavoz de la policía, Ray Kelly, ha calificado de atroz acto de violencia la muerte de uno de los agentes más estimados de la policía de Nueva York. El supuesto homicida, Henry Parker, de 24 años, licenciado recientemente en la universidad de Cornell y miembro desde hace poco tiempo de la redacción de la New York Gazette, huyó del lugar de los hechos y no ha sido detenido aún.

Según Kelly, Fredrickson acudió al edificio de apartamentos sito en el número 2937 de Broadway, en el Harlem hispano, para comprobar una información relativa a una transacción de heroína. No está claro si los inquilinos del piso, Luis y Christine Guzmán, estaban involucrados en dicha transacción. El conserje del edificio, Grady Larkin, de 36 años, reconoció haber oído ruidos extraños procedentes del apartamento de los Guzmán de los que informó al agente Fredrickson a su llegada al lugar de los hechos. Al parecer, Fredrickson descubrió a los Guzmán atados y malheridos, y al enfrentarse al agresor, que todavía se hallaba presente, se desencadenó una pelea en cuyo transcurso recibió un disparo de su propia arma. Larkin asegura haber visto salir a Parker corriendo de la escena del crimen, llevando una bolsa que quizá contuviera la droga.

Luis Guzmán (de 34 años y en libertad condicional por un atraco a mano armada cometido en 1994) y su esposa están siendo atendidos de las heridas sufridas durante la agresión en un hospital cuya localización exacta no se ha facilitado.

Guzmán tiene la mandíbula fracturada y tres costillas rotas y no ha podido hacer declaraciones pese a hallarse en situación estable. Su esposa Christine, de 28 años, sufre conmoción cerebral y cortes en la cara.

«Me pegó», ha dicho Christine refiriéndose a Parker. «Me pegó muchísimo. Yo le gritaba que parara, pero él siguió golpeando a mi marido hasta que ya no pudo hablar». Y continuaba diciendo: «Ese policía nos defendió de Henry Parker. Podríamos estar los dos muertos. Sacrificó su vida. Nunca olvidaremos lo que hizo por nosotros».

Según varias fuentes del Departamento de Policía y el FBI, tampoco podrán olvidarlo los policías de Nueva York.

«Esta ciudad no descansará hasta encontrar al asesino del agente Fredrickson», dijo Kelly en una rueda de prensa celebrada a primera hora de la mañana. «Esta investigación será la definición misma de la justicia rápida».

Se ha pedido la intervención de la sección local del FBI para que colabore en la captura de Parker. Donald L. West, subdirector del FBI de Nueva York, ha afirmado que sus agentes dispondrán de jurisdicción especial para cruzar las fronteras de otros estados si descubren que Parker ha abandonado Nueva York.

El detective Fredrickson deja esposa y dos hijos.

La sangre que me palpitaba en la cabeza empezó a hervir lentamente. «Me pegó», decía ella.

Christine Guzmán había mentido a la policía. Y también Grady Larkin, el conserje, al que nunca había visto. El mundo se había desplomado y lo había atrapado en medio.

Aquello tenía que ser un sueño. Yo era un licenciado universitario, acababa de empezar a cumplir mi sueño de ser un periodista respetado. Se suponía que tenía que hacer grandes cosas, alcanzar mis metas, todas esas cosas buenas que me asegurarían respeto y dinero y alargarían la vida de mi reputación. Y ahora me acusaban de matar a un policía. A un marido. A un padre. A un hombre que defendía a la gente de los delincuentes. Como yo. ¿Cómo era posible? John Fredrickson, un puto poli, había estado a punto de matar a golpes a dos personas, casi me había matado a mí de paso, y sin embargo era yo quien se enfrentaba a la venganza de toda una ciudad.

Drogas. Una transacción de heroína. Eso era lo que decía el periódico. Eso era lo que debía de andar buscando Fredrickson y lo que se suponía que yo había robado. Pero ¿por qué iba a llegar un policía a aquel extremo de brutalidad para recuperar unas drogas? ¿Y por qué había dicho Christine que no las tenían, arriesgando así la vida de los tres?

¿Y por qué se arriesgaba un policía y padre de familia a perderlo todo dando una paliza de muerte a dos personas indefensas?

Yo no tenía la respuesta.

Y ahora miles, tal vez millones de personas pensaban que era un asesino. John Fredrickson era un héroe. Y yo era un vulgar matón, un gamberro que se creía por encima de todo y cuyos vicios habían desembocado en la muerte de un agente de la ley. Formaba parte de la sangre manchada que había querido purificar. Y ellos tenían que destruirme antes de que difundiera mi enfermedad.

Salí del bar grasiento en cuyo fondo me había encaramado a un taburete con el periódico doblado delante de mí. El estómago me daba un vuelco cada vez que la puerta se abría y los músculos se me tensaban, listos para escapar.

Tenía gracia. Siempre había querido ser Bob Woodward. Pete Hamill. Jimmy Breslin. Alguien a quien la gente conociera por la calle. Ahora, mi única esperanza era que nadie se fijara en mí.

Paré en una tienda de ropa de segunda mano y compré un par de pantalones de chándal y una camiseta que ya tenía el cuello raído. Tiré mis zapatillas en un buzón y me puse unas zapatillas de fútbol viejas. Oculté mis ojos detrás de unas gafas de sol baratas. Pero eran sólo medidas de emergencia: como usar chicle para tapar las grietas de un dique roto.

Había pocas personas en Nueva York a las que pudiera pedir ayuda, y si me volvían la espalda… Intenté no pensar en ello.

Caminé rápidamente hacia el metro, atento a la aparición de guardias de tráfico al acecho. Me sentía aturdido, buscando entre caras desconocidas algún indicio de peligro. Podían esposarme antes de que me diera cuenta; podían matarme de una paliza en mi celda, bien policías que creyeran que había matado a uno de los suyos o delincuentes que consideraran un honor matar a un hombre que se había cargado a un agente de la ley.

Monté en un tren de la línea 6. Notaba las piernas flojas, como de goma. Me costaba un esfuerzo inmenso sostenerme en pie.

El tren avanzaba despacio y en cada parada yo escudriñaba a los pasajeros que se montaban, buscando el uniforme azul de la policía de Nueva York. Al parecer, mi vida entera dependía ahora del azar.

Me bajé en la calle 116 y busqué la cabina más cercana. Detestaba tener que llamarle después de aquello. Pero confiaba en que me creyera.

Me temblaban los dedos cuando metí una moneda y marqué. Respondió la telefonista: una voz de mujer alegre y superficial al otro lado de la línea.

– New York Gazette, ¿con quién desea hablar?

– Wallace Langston, por favor.

– Un momento.

Oí un clic y luego varios pitidos mientras pasaba mi llamada. Empecé a morderme una uña y luego dejé de hacerlo. No podía llamar la atención. Debía comportarme con normalidad. Ser un tipo cualquiera hablando por teléfono.

Un tipo con una acusación de asesinato pendiendo sobre su cabeza. Con un muerto a cuestas. Con toda una ciudad vuelta en su contra. Toda una vida…

– Despacho de Wallace Langston.

Mierda. Era Shirley, su secretaria. Reconocería mi voz. Y, en cuanto la reconociera, no habría forma de que me pasara. Llamaría a la policía en un abrir y cerrar de ojos.

Levanté la voz un octavo y fingí un leve ceceo. Menos mal que no había decidido hacerme actor.

– Sí, Wallace Langston. ¿Está el señor Langston?

– ¿De parte de quién?

– Eh… Soy Paul Westington, llamo de la oficina de Hillary Clinton. La señora Clinton está dispuesta a conceder a la Gazette una exclusiva sobre sus aspiraciones presidenciales.

Silencio.

– Claro… Espere un momento.

Otro clic, más pitidos. Luego contestó Wallace.

– Hola. El señor Westington, ¿no? -hablaba apresuradamente. Parecía excitado por la historia.

Lo siento, Wally. Hillary no podía ponerse. En su lugar, te ha tocado un fugitivo buscado por la policía.

– Wallace, soy yo. Un segundo.

Contuve el aliento, se me aceleró el pulso.

– ¿Quién es?

– Soy Henry. Henry Parker.

Un momento de silencio mientras esperaba una respuesta.

– Henry. Oh, Dios mío, Henry.

– Sí.

– Henry, ¿qué has hecho? -su voz sonaba triste, avergonzada.

Sentí lágrimas calientes en los ojos. Wallace lo creía, creía lo que se decía de mí.

– Wallace, por favor -dije, sofocando un sollozo-. Tienes que creerme. No fui yo. Nada de lo que dicen los periódicos es verdad. Yo…

– Henry, no puedo hablar contigo. Tienes que ir a la policía. Tienes que entregarte.

– ¡No puedo entregarme! -grité-. Me matarían antes de llegar a juicio. No puedo hacerlo, Wallace. Necesito tu ayuda.

– No puedo ayudarte -dijo suavemente-. El único consejo que puedo darte es que te entregues. Por favor, Henry, es lo mejor para todos. Si te encuentran primero, no sé qué pasará. Por Dios, Henry, ¿cómo has podido hacer algo así?

Los músculos de mi mandíbula se tensaron. Mis posibilidades de escapar acababan de disminuir en un cincuenta por ciento.

– No me encontrarán -dije, y colgué. Wallace. Jack. ¿Sabría Jack lo de Luis Guzmán? Él era un faro solitario en medio del turbulento mal del periodismo, el hombre que jamás se dejaba comprar, cuya opinión nunca se corrompía. Pero ahora yo ya no estaba tan seguro.

Hice una mueca y miré alrededor. Nadie parecía haberse fijado en mi arrebato de ira. Temblando, con la garganta seca, tomé otra moneda y la metí en la ranura. Mientras marcaba el siguiente número, mi último número, recé una oración en silencio. Después de tres pitidos, una voz contestó al teléfono.

– ¿Diga?

– Gracias a Dios. Mya…

– Henry…

– Mya, escúchame. No sé qué has oído, pero no es cierto. Tengo que verte. Necesito hablar con tu padre. Él puede ayudarme.

– Henry, he… he visto los periódicos. Está en la televisión. No creo que mi padre pueda hablar contigo, a no ser que vayas a la policía.

– No puedo hacer eso, Mya. No puedo…

– Espera un segundo, Henry.

Oí un ruido suave (su mano cubriendo el teléfono) y luego un sonido de fondo, como pasos que se alejaban.

– Mya, ¿estás ahí? ¿Qué ocurre?

Ella volvió a ponerse. Parecía distraída.

– Perdona, Henry. Estaba desayunando -hablaba con extraña calma. Aquello me puso nervioso.

– Tengo que ir a tu casa. Necesito un sitio donde quedarme hasta que sepa qué hacer. Lo que pasó anoche no es lo que dicen los periódicos. Tu padre podría…

– No puedo hacerlo, Henry, ya te lo he dicho.

– Maldita sea, Mya -dije. Empezaba a perder los nervios. Ya no me importaba que alguien me estuviera mirando-. ¡Se trata de mi vida! No puedes darme con la puerta en las narices.

– No quiero hacerlo, Henry. Pero no tengo elección.

– ¿Ah, no? ¿Y eso por qué?


Joe Mauser juntó el índice y el pulgar y volvió a separarlos. Dijo sin emitir sonido:

– Siga dándole conversación.

Mya asintió con la cabeza. Tenía una expresión amarga. Denton tenía su teléfono móvil pegado al oído mientras esperaba a que rastrearan la llamada. Tenía levantados tres dedos. Pasado un momento, sólo eran dos.

– Veinte segundos -dijo sin levantar la voz.

Mya volvió a asentir. Mauser tenía que reconocerlo: le corrían lágrimas por las mejillas y se mordía el labio tan fuerte que lo tenía blanco, pero conservaba la calma. Sentado junto a ella en la cama, oyendo débilmente la voz de Parker a través del auricular, Mauser tuvo que hacer un esfuerzo por no arrancarle el teléfono y hacerlo pedazos.

Denton bajó un dedo. Luego levantó diez. Empezó a contar lentamente hacia atrás.

– Nueve… ocho… siete… seis… -decía en silencio.

Mya lo miraba. Cerró los ojos con fuerza y varias gotas cayeron sobre el edredón.

A Joe le dio un vuelco el corazón. Unos segundos más y tendrían a Parker.

– Cuatro… tres… dos…

De pronto Mya gritó:

– ¡Huye, Henry!

Se levantó de un salto de la cama, con el móvil todavía en la mano. Denton se abalanzó hacia ella y la agarró de las perneras de los vaqueros. Ella se desasió y corrió hacia el otro extremo del apartamento. Una puerta se cerró de golpe. Sonó un pestillo. Se había encerrado en el cuarto de baño.

Volvió a gritar. Luego cortó la comunicación y Joe oyó un pitido.

– ¡Maldita sea! -gritó-. Len, dime que tenemos algo.

Denton corrió a la puerta, indicándole que lo siguiera.

– Está en una cabina a dos manzanas al este de aquí. La policía va para allá.

Mauser creyó ver una expresión de desilusión en la cara de Denton cuando abrió la puerta y salió corriendo a la escalera.

Denton dijo:

– Joe, tenemos que encontrar a ese chico antes de que lo encuentren otros.

Mauser miró hacia atrás y sonrió. Notaba el peso tranquilizador de su Glock junto a las costillas.

– Dile a la policía que se esté quieta. Si alguien le pone un solo dedo encima a Parker antes de que yo lo encuentre, esta noche habrá dos muertos en el depósito.

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