Capítulo 39

Angelo Pineiro, Blanket, admiró la habitación. Últimamente había tenido muy pocas ocasiones de empaparse de ella. Había prestado atención cuando llamó su contacto, pero luego se despistó. Contempló los hermosos retratos al óleo de la familia de Michael que cubrían las paredes rojo cereza. El linaje se remontaba muchas generaciones atrás. Aquellos cuadros tenían algo de romántico, y Blanket confiaba en que algún día lo recordaran así, como un hombre cuya vida era merecedora de un cuadro como aquéllos. Iba camino de ello, no había duda.

Con sus ventanas altas, sus columnas de mármol y sus alfombras persas auténticas, el ático de Michael DiForio era verdaderamente un museo de arte moderno. Blanket miró a DiForio, que, sentado en su sillón de cuero Salerno, tenía los ojos fijos en el techo como si esperara una intervención divina. Las voces del teléfono sonaban llenas de interferencias, apenas se entendían. Cuando la comunicación se cortó, Blanket esperó la reacción de Michael. Sólo recibió silencio.

– ¿Has oído eso, Mike? -Blanket casi veía girar los engranajes en la cabeza de Michael DiForio. No había duda de que la policía llegaría en cuestión de minutos. Eso por no hablar de que aquel maldito bala perdida de Barnes no aparecía por ninguna parte. Blanket conocía a Barnes tan bien como podía conocerse a un fantasma. El asesino era un purasangre, imposible de detener, de valor incalculable cuando llevaba las anteojeras puestas. Pero se había perdido por el camino. Por lo visto recuperar el paquete era ahora secundario para Barnes, y ése era el problema.

– Llama al Hacha -dijo por fin DiForio mientras se levantaba y se acercaba a la balaustrada de madera labrada-. Quiero darle una última oportunidad a ese cretino.

Blanket vio que tenía los nudillos blancos de agarrarse a la silla. Sabía lo mucho que necesitaba Michael aquel paquete, cuánto tiempo y dinero había gastado acumulando los tesoros que contenía. Si caía en las manos equivocadas, podía retrasar años sus operaciones; quizá décadas. Michael perdería su gran oportunidad (quizá la única) de apoderarse de aquella mísera ciudad.

El puto Gustofson… El tipo estaba en las últimas cuando DiForio le ofreció aquel encargo. Y luego aquel yonqui de mierda lo había echado todo a perder a lo grande. Por la razón que fuera, Luis Guzmán, el intermediario, no había recibido el álbum. Ahora John Fredrickson estaba muerto y estaba a punto de estallar una tormenta del tamaño de tres estados.

– Jefe, ¿quieres que vaya con algunos hombres a ese edificio, a ver si encuentro a Parker?

Michael negó con la cabeza. Tenía los ojos cerrados.

– Cuando llegues el edificio estará lleno de policías y federales. Si sólo mandamos a Barnes, puede que haya todavía una oportunidad de que entre y salga sin que lo vean. Si mandaras a tus hombres, sería como si un grupo de niños retrasados intentara manejar un buldózer.

Blanket extendió las manos, suplicante.

– Mike, no creo que Barnes siga comprometido con, ya sabes, con la causa. Creo que quiere matar a Parker. Me parece que nuestro paquete ya no está en su lista de prioridades.

DiForio se pasó una mano por el pelo. Blanket consideraba la capacidad de reflexión de Michael una fuente de orgullo para toda la organización. Tener un líder impetuoso era como tener un líder y no tener plan, ni visión de conjunto, y cualquier organización así dirigida estaba abocada al fracaso. Michael, en cambio, siempre tenía un plan. Pero había sido imposible prever aquella situación.

El plan debería haber sido infalible. Los Guzmán nunca fallaban. Hans Gustofson estaba al borde de la ruina y era maleable. John Fredrickson era el más leal de los empleados. Parker era el comodín de la baraja que no podían haber previsto. Y, cómo no, lo había echado todo a perder. Un reloj de precisión hecho añicos por un martillo invisible.

Michael fijó de pronto los ojos en él.

– Manda cuatro hombres a ese edificio de la 80 Este. Quiero que hagan todo lo posible por encontrar a Parker antes que la policía. Y diles que se mantengan alerta por si ven a Barnes. Es imposible saber de qué es capaz ese hombre.

– Tienes razón, Mike -Blanket se dio la vuelta para salir.

– Espera, Angelo.

Blanket se volvió.

– ¿Sí, jefe?

– Asegúrate de que los cuatro que mandas son prescindibles.

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