Capítulo 3

Si fuera menos ambicioso, nada de esto habría pasado. Pero era terco, impaciente. Me gusta pensar que todos los grandes intelectos lo son. Pero nunca pensé que la ambición pudiera costarme la vida.

En mi cuarto día en la Gazette, Wallace me asignó mi primer trabajo. Llegó en el momento oportuno. Hacía días que Mya y yo no nos veíamos. Yo necesitaba desesperadamente algo que me levantara el ánimo. Y para eso era mucho mejor un encargo que un paquete de seis cervezas.

Cuando Wallace me llamó a su despacho, se me pasaron por la cabeza todas las posibilidades. Sabía en qué noticias estaba trabajando Jack O’Donnell. A veces, cuando pasaba a su lado al volver de la máquina de café, miraba por encima de su hombro para ver lo que ponía en su ordenador.

Jack llevaba seis meses trabajando incansablemente en un reportaje tan importante que la Gazette pensaba publicarlo por partes durante una semana entera. Yo sabía de qué iba la historia. Todo el mundo en la oficina lo sabía. Jack había arriesgado todas sus fuentes y hasta su propia vida para sacarla a la luz. Estaba investigando la guerra que se avecinaba entre dos familias del crimen organizado, una historia que tomó forma por primera vez veinte años antes, cuando O’Donnell escribió un libro sobre el resurgimiento de la mafia neoyorquina, personificada en la figura de John Gotti. El libro vendió casi un millón de copias y se convirtió en una película protagonizada por James Caan. Yo compré un ejemplar manoseado en una librería de viejo en Bend, cuando era un adolescente. Lo tenía en la estantería como un trofeo. Y ahora, años después, tras la muerte de Gotti, O’Donnell estaba investigando a una nueva hornada de mafiosos: hombres que luchaban por las migajas de un imperio, intentando crear sus propias dinastías a imagen y semejanza de la Roma de Gotti.

Debido al clamor público, hasta el alcalde lo había reconocido echando mano de tópicos hiperbólicos, diciendo que los disturbios eran una horrendo río de bilis que intentaba desbordar las alcantarillas y erosionar la paz de la última década. Anoté aquella cita.

Después de la muerte de Gotti, la actividad de la mafia en Nueva York había desaparecido casi por completo. Pero desde hacía algún tiempo habían empezado a aparecer cuerpos con más agujeros que la memoria de un drogadicto. Los presentadores de Fox News se ofuscaban avisándonos de que el gigante dormido había despertado. Un hombre moría acribillado frente a un famoso restaurante chino. Estallaba un incendio en una sastrería del distrito de las procesadoras de carne. Había asesinatos tan espantosos que los periódicos competían por ver cuál de ellos podía pintarlos con la prosa más púrpura.

Se creía que quienes habían tensado la cuerda eran Jimmy Saviano el Bruto y Michael DiForio. Aunque me gustan los apodos truculentos, «el Bruto» era demasiado explícito para mi gusto. Demasiado obvio. Como si alguien se pusiera de apodo «Asesino» con la esperanza de compensar así el hecho de que uno de sus testículos no hubiera descendido.

La familia Saviano había empezado humildemente. Eran una pandilla con un par de docenas de matones leales que sabían que sólo podrían ganar cientos de miles de dólares mediante el noble oficio de romper cabezas. Tipos más fieles a las comodidades de cierto estilo de vida que a la Omertà de Puzo.

Pero en cuanto el grupo de Gotti se deshizo, sus hombres buscaron un nuevo comienzo, otra hebra de ADN torcido. La mayoría cambió de bando y prometió obediencia a Saviano.

La otra familia, la que parecía estar instigando aquella guerra del siglo XXI, tenía por jefe a Michael Cuatro Esquinas DiForio, que había recogido el testigo de su padre, Michael, quien a su vez había heredado el puesto de Michael, su padre. Estaba claro que la originalidad no era lo que había puesto a aquella familia en el mapa.

En mi opinión, el mote de Cuatro Esquinas era mucho más eficaz que el del Bruto. Hacía referencia a su método predilecto de deshacerse de sus enemigos, descuartizándolos (o descuartizándolas, según los casos) y mandando luego sus miembros a las cuatro esquinas de la tierra. Obviamente, nadie había informado a DiForio de que la tierra era redonda. A fin de cuentas, es la intención lo que cuenta.

Yo sabía que me quedaba mucho camino por recorrer antes de poder acercarme a historias como aquélla. Pero en el fondo esperaba que Jack hubiera oído contar cosas buenas de mí, que se hubiera topado por casualidad con mis artículos de Bend. Quizá necesitara ayuda con la investigación, alguien que hiciera llamadas, que fuera a la tintorería a recogerle la ropa, lo que fuera.

Wallace me llamó a su despacho un jueves, y pensé que vería latir mi corazón a través de la camisa. La fina sonrisa de sus labios significaba que iba a encargarme una noticia importante. Algo de encima del montón. Sacar a la luz un caso de corrupción de hondas raíces para contribuir al bien común. Yo no creía tener derecho a nada, ni me impulsaba el ego o el narcisismo. Sólo quería ser el mejor reportero de la historia.

En ella había escritos un nombre, un número de teléfono y una dirección. Sin levantar la mirada, Wallace dijo:

– Necesito una necrológica para la edición de mañana. Quiero verla a las cinco en punto.

Me quedé allí parado un momento, contemplando su cara en busca de una expresión de sarcasmo. Quizá Wallace tuviera sentido del humor. No, nada.

– Está bien -dije, sacando una libreta y un bolígrafo-. ¿Quién es… eh… Arthut Shatzky?

Wallace estiró su barba.

– Arthur Shatzky es, o era, mejor dicho, profesor de lenguas clásicas en Harvard hasta que se jubiló hace quince años -me miró, formó un triángulo con los dedos y resopló en él-. Escribe algo bonito, Henry. Jack O’Donnell fue alumno de Arthur.

Anoté los datos mientras mi corazón si aquietaba lentamente. Aquello no era precisamente una noticia de primera plana.

– ¿Y Jack no quiere escribir la necrológica? -pregunté. Wallace se rió.

– Jack O’Donnell es un tesoro nacional. Escribe lo que quiere y cuando quiere. Hace cuarenta años que no redacta una necrológica -se levantó, me puso la mano en el hombro y me lo apretó suavemente-. Todo el mundo tiene que empezar por alguna parte, Henry.

Le ofrecí una débil sonrisa y regresé a mi mesa, haciendo un esfuerzo por no arrastrar los pies. Paulina me lanzó una ojeada que no pasó desapercibida.

– ¿Qué quería el jefazo? -preguntó.

Me senté.

– Encargarme un trabajo -dije.

Los ojos de Paulina se animaron. Sentí sus celos y sacudí la cabeza.

– No eches las campanas al vuelo. Quiere que escriba una necrológica para un antiguo profesor de O’Donnell.

Paulina se sorbió la nariz y luego se sonó en un pañuelo de papel, que dejó caer al suelo.

– Llevas aquí una semana y ya estás escribiendo para O’Donnell -parecía molesta-. Te compran un par de artículos publicados en no sé qué periodicucho de Ohio…

– De Oregón.

– Lo mismo da. A mí me han comprado artículos para periódicos de todo el mundo, Hank. Y Jack apenas me ha dicho dos palabras en diez años -bebió un sorbo de su café solo-. Y seguramente si ahora alguien las dijera en una película, la prohibirían para menores de edad.

Yo me contuve. Siempre era preferible matar a tu oponente con amabilidad.

– Sólo es una necrológica. No voy a escribir para Jack.

Paulina soltó un bufido exasperado y se volvió hacia su ordenador. Habló sin molestarse en mirarme.

– Te van a colocar la silla y a montarte en el caballo, Henry. Sí, ya lo creo que sí. Pero ese potro salta que ni te lo imaginas. Así que procura mantener bien brillante tu trofeo de niño bonito, porque si no lo empeñarán y se lo venderán al próximo jovencito que entre por esa puerta y sepa escribir sin faltas de ortografía.


Si quería hacer carrera redactando necrológicas, había empezado bien. Dos semanas después, el aguijón seguía escociendo, aunque no había penetrado más allá de la pantalla de mi ordenador. Primero fue Arthur Shatzky, luego un pintor llamado Isenstein del que nunca había oído hablar y luego un electricista que se cayó por el hueco de un ascensor.

Había cuatro pasos, me dijo Wallace, para escribir una buena necrológica. Primero, el nombre y la profesión. Segundo, la causa de la muerte (y aunque el difunto se hubiera caído por el hueco de un ascensor, había que hacer que sonara trágico). Tercero, citar a algún socio o a algún familiar del muerto. Y cuarto, enumerar a la familia inmediata que le sobrevivía. Si el muerto no tenía familia, había que poner la lista de las empresas y los comités a los que dejaba sin dirección. La vida reducida a una plantilla.

Yo respetaba a los muertos, pero en mi opinión contratar a una joven promesa del periodismo y hacerle escribir obituarios era como contratar a Casandra y ponerla a hacer café. A tomar por culo el ego: era la pura verdad.

En mi tercer lunes, Wallace vino a mi mesa mientras estaba escribiendo la necrológica de un arquitecto al que la apnea del sueño le había pasado factura.

– Henry -dijo-, tengo un trabajo para ti.

– ¿Sí? ¿Quién se ha muerto ahora?

Wallace se rió de buena gana.

– No, no es eso. Has visto el Rockefeller Center, ¿no?

– Estoy ligeramente familiarizado con él. Trabajamos aquí.

– Entonces habrás visto esas arañas que han puesto delante, ¿no?

No me gustaba adónde llevaba aquello.

– Eh, sí, las he visto -los arácnidos a los que se refería Wallace no eran arañas de verdad, sino enormes monstruosidades que algún artista había construido con lo que parecían armazones de barbacoas viejas. Los únicos a los que interesaba aquel «arte» eran los turistas y los niños pequeños que se subían a ellas como si aquello fuera un parque salido de una pesadilla de Stephen King.

– Quiero trescientas palabras sobre el artista y las esculturas. Mínimo dos citas de transeúntes. Para la edición del miércoles.

Oí que Paulina contenía la risa. En lugar de marcharse, Wallace se quedó allí, esperando una respuesta.

– Creo que tiene algún problema con tu encargo, Wally -dijo Paulina. Metiendo baza en el momento menos oportuno. Wallace levantó las cejas. Yo evitaba mirarlos a los ojos a ambos.

– ¿Es eso cierto? -preguntó.

No dije nada. Paulina tenía razón. Odiaba escribir necrológicas, y desde luego no quería ponerme a entrevistar a paletos de Dakota del Norte para preguntarles su opinión sobre insectos metálicos del tamaño de aviones comerciales.

– ¿Quieres que te sea sincero? -pregunté.

– Me molestaría que no lo fueras.

Miré a Paulina. Ella fingía teclear.

– No creo que esté hecho para ese artículo. No quisiera ofender a los aracnófilos, pero para serte franco creo que puedo hacer cosas mejores. Y creo que tú lo sabes.

Wallace se llevó el pulgar al labio y se mordió la uña.

– Entonces me estás diciendo que preferirías trabajar en historias más interesantes.

Asentí. Estaba pisando terreno peligroso. Acababa de pedirle más responsabilidades al redactor jefe de un gran periódico neoyorquino. Y llevaba menos de un mes en el trabajo. Seguramente había mil personas que matarían por escribir necrológicas en la Gazette, pero yo me había esforzado mucho por llegar hasta allí y podía hacer algo mejor.

Wallace dijo por fin:

– Lo siento, Henry, de veras, pero es lo único que tengo ahora mismo. Lo creas o no, estas historias son importantes. Tú quieres…

– Pero yo sólo oía «bla, bla, bla, confía en mí, bla, bla, bla».

– ¿Entiendes lo que te digo? -preguntó Wallace.

Yo ya no oía teclear a Paulina; nos estaba escuchando sin disimulos. No me moví, no dije sí. Sabía lo que estaba diciendo, pero en el fondo no me lo creía. Entonces, justo cuando iba a abrir la boca, una voz inesperada resonó en la sala de redacción.

– Tengo una cosa con la que Parker podría ayudarme.

Tres cabezas se volvieron para mirar. La voz pertenecía a Jack O’Donnell, que me miraba fijamente. Por suerte, yo había hecho pis después de comer.

Una leve risa escapó de los labios de Wallace; con un ademán exuberante, me encaminó hacia el veterano reportero.

Antes de que pudiera asimilar que Jack O’Donnell (el mismísimo Jack O’Donnell) me estaba hablando, mis piernas me llevaron a su mesa a trompicones. Estaba recostado en su silla. Una barba gris claro cubría su cara. Su mesa estaba repleta de notas adhesivas y garabatos ilegibles. Había también una foto de una mujer atractiva a la que le sacaba por lo menos veinte años.

– ¿Así que buscas acción? -dijo.

Moví la barbilla de arriba abajo y mascullé en voz baja:

– Sí, señor.

Notaba el olor a tabaco y café que despedía su aliento en oleadas. Me pregunté si podría embotellarlo y llevármelo a mi mesa.

O’Donnell metió la mano debajo de un montón de papeles y sacó una libreta. Le echó un vistazo, arrancó la hoja de arriba y me la dio.

– No sé si te habrás enterado, pero estoy trabajando en un reportaje sobre la reinserción de delincuentes -asentí otra vez y seguí asintiendo-. ¿Está bien, chico?

Volví a asentir.

– Vale -suspiró Jack en voz baja-. Lo que estoy haciendo es trazar el perfil de una docena de ex convictos, una especie de «qué fue de» la escoria de Nueva York. Después, con un poco de suerte, lo enlazaré con una investigación más amplia sobre el sistema de justicia penal y su efectividad, o falta de ella.

Asentí otra vez. Empezaba a dárseme bien.

Pregunté:

– ¿Qué quiere que haga? -y se me quebró la voz más que a un quinceañero trabajando en la ventanilla de un restaurante con servicio para coches. Tosí tapándome la boca con la mano. Me repetí con tono mucho más grave.

O’Donnell dio unos golpecitos en el papel y subrayó el nombre, la dirección y el número de teléfono que figuraban en él.

Luis Guzmán. Esquina 105 y Broadway.

– Llamaré al señor Guzmán para decirle que un compañero se pasará por su casa para entrevistarlo. Ya he hablado con la junta que se encarga de su libertad condicional, y ellos lo han resuelto con Luis. Presionan a los ex presidiarios para que hagan estas cosas, para que pongan una cara feliz a los programas de reinserción. No temas presionarlo si se resiste a hablar. No tengo tiempo de entrevistar a doce personas antes de la fecha de entrega. Pásame la transcripción y escoge algunos cortes sonoros. Luego pásanos copia a Wallace y a mí. Si consigues lo que busco, te pondré como colaborador en la firma.

– Espere. Entonces, ¿voy a trabajar con usted en esto?

– Eso es.

– ¿Con usted directamente?

O’Donnell se echó a reír.

– ¿Qué pasa? ¿Es que quieres que te pasee por ahí en un cochecito de bebé? Guzmán cumplió un par de años por atraco a mano armada, pero según su historial ha sido un ciudadano modelo desde que le dieron la condicional. Media docena de cortes buenos que puedan usarse, y se acabó. ¿Podrás arreglártelas?

Asentí con la cabeza.

– Supongo que eso es un sí y que no tienes el síndrome de Tourette.

– Sí. A la primera pregunta.

Jack me miró de arriba abajo y puso su mano sobre mi codo. A Wallace le gustaba el hombro; a O’Donnell, el codo. Cuando publicara mi primer artículo de primera plana, quizá diera a la gente palmadas en el cuello, para ser original.

– Procura hacerlo bien, Henry. Puede que necesite más colaboraciones en el futuro.

Esta vez me pareció lo correcto asentir.

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