Capítulo 31

El hombro le dolía como si le estuvieran disparando perdigones a ciento sesenta kilómetros por hora. Su único anestésico estaba destrozado sin posibilidad de reparación. Se disponía a entrar en el Ken’s Café, en la Interestatal 55, cuando sonó su móvil.

– ¿Sí?

– Soy Blanket. De parte del señor DiForio.

– Sé quién eres.

– Ya. Bueno, el señor DiForio acaba de recibir noticias de uno de nuestros contactos en la Autoridad de Tráfico de Manhattan. Por lo visto están muy interesados en cierto tren que salió de la estación central de Chicago ayer y que se dirige a Nueva York.

Chicago. No lejos de allí.

Blanket prosiguió:

– El señor DiForio quiere recordarle lo importante que es encontrar el equipaje de esos pasajeros. Desea recordarle que no se exceda al encontrar a los pasajeros y que no debe dañar el equipaje que lleven encima, sea cual sea.

El Hacha guardó silencio. Apretó el teléfono hasta que sintió que el plástico se doblaba bajo sus dedos.

«Anne. Estoy tan cerca. Veo tu cara, tu preciosa cara. Y veo su cara aplastada entre mis manos mientras me suplica por su vida. Quiero que tú también la veas, nena. Quiero que veas lo que hago por ti. Pronto estaré contigo. Pero antes tengo que cumplir una misión más».

– ¿Entiende usted lo que el señor DiForio desea de usted?

Shelton Barnes colgó el teléfono. Ya no era el Hacha. Se había quitado la máscara. Y la cara que había debajo había emergido. Ya no servía a nadie, excepto a Anne, y ella siempre lo había conocido por Shelton Barnes. El nombre que había abandonado hacía años, cuando su vida estalló en una bola de fuego. El nombre que por fin estaba dispuesto a recuperar.

Sacó la foto de Anne del bolsillo de su pechera. Un gemido escapó de sus labios. El dolor no se extinguiría nunca. Sus facciones delicadas borradas para siempre. Ahora, su recuerdo sólo permanecía en su cabeza.

Una lágrima corrió por la cara de Barnes mientras volvía a guardarse la foto en el bolsillo. El cielo empezaba a oscurecerse, un viento áspero atravesaba el aire, helándolo hasta los huesos. La tempestad de la venganza se precipitaba hacia Henry Parker. La caza se acercaba a su fin.

«Anne, te echo tanto de menos… Pronto llegará el día en que pueda reunirme contigo. Lo espero con los brazos abiertos, con los labios abiertos. Para sentir tus besos, tus manos. Pronto estaremos juntos».

Pero no aún.

No aún.

Barnes puso en marcha su coche y se incorporó a la carretera, siguiendo las señales hacia la I-90 Este. Hacia Nueva York. Hacia Henry Parker. Hacia el hombre al que tenía que matar.

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