Capítulo 22

No sé cuánto tiempo pasamos en la parte de atrás de la camioneta. Cada segundo era angustioso, la tensión nos cubría como un manto sofocante. Añádase a esa mezcla potente la chica cuya vida yo había puesto en peligro (y que sin duda me daría una paliza en cuanto estuviéramos a salvo) y el viaje en camioneta parecerá una travesía en tabla de surf por el séptimo círculo del infierno. Música country aparte, aquéllas fueron las peores dos (¿o fueron tres, cuatro o cinco?) horas de mi vida.

Hicimos un par de paradas cortas; semáforos, supuse, porque nos poníamos en marcha pasados unos minutos. Pensé en mi mochila, en la que seguía la cinta de la entrevista de Luis Guzmán, y que se había quedado en casa de Amanda. Cuando el conductor (David Morris, según el nombre chapuceramente escrito en su caja de herramientas) se detuvo por fin completamente, esperamos un rato que se nos hizo eterno antes de atrevernos a sacar la cabeza.

Levanté la lona y vi cernerse sobre nosotros un letrero de neón blanco en el que se leía Ken’s Café. Las bombillas de la C estaban fundidas. Ken’s afé me pareció bien.

Habíamos parado en un área de servicio; no sabíamos dónde, pero estábamos fuera de San Luis. Había un pequeño restaurante y una gasolinera. Una autovía llena de tráfico corría en paralelo. La noche negra empezaba a ceder lentamente al gris de la mañana. ¿Dónde estábamos?

– No hay nadie -le dije a Amanda-. Vamos.

Eran las primeras palabras que le dirigía desde hacía horas. Ella apenas se dio por enterada, pero antes de que pudiera moverme saltó de la camioneta y empezó a cruzar el aparcamiento. Corrí para alcanzarla, rezando por que no se pusiera a gritar antes de que pudiera darle una explicación.

Los primeros rayos de sol empezaban a asomar en el horizonte, bellas pinceladas de naranja y oro mezclándose con el gris. Miré la hora. Había pasado otro día. Hacía casi treinta y seis horas que John Fredrickson había muerto. Treinta y seis horas desde que mi vida había cambiado irrevocablemente. Por un momento me olvidé de todo. Me olvidé de John Fredrickson, me olvidé de que tres personas querían verme muerto, me olvidé de que había tenido una vida, una buena vida, una vida que quizá no volviera a ver. La belleza del cielo de la mañana, el susurro del aire fresco, me llevaron muy lejos. Sólo pensaba en Amanda, en su mirada cuando le dije mi verdadero nombre y le revelé mi traición. Aquello era ahora mi vida. Y no había vuelta atrás.

– Amanda, por favor -intenté agarrarla de la manga. Se apartó y siguió andando-. Deja que te lo explique.

De pronto se volvió hacia mí, su mirada fría como una roca.

– ¿Quién eres? -preguntó-. Dime la verdad ahora mismo. Porque si se me ocurre pensar siquiera que me estás mintiendo, entraré en esa cafetería y llamaré a la policía.

Cerré los ojos. Era hora de sincerarse.

– Me buscan por el asesinato de un policía de Nueva York llamado John Fredrickson.

El aire pareció abandonar bruscamente los pulmones de Amanda cuando dio un paso atrás.

– ¿De…? -respiró hondo-. ¿De verdad mataste a un policía?

– No, no lo maté. Todo esto es una locura, pero aún no sé qué está pasando. Dame un momento y te explicaré todo lo que sé.

Amanda se quedó allí parada mientras le contaba cómo había llegado a Nueva York para trabajar en la Gazette; cómo había conocido a Luis Guzmán y lo había entrevistado para el reportaje de Jack; cómo había intentado ayudarlos la noche en que oí los gritos. Le dije que John Fredrickson podía habernos matado a todos. Que ahora estaba muerto. Que había un paquete desaparecido y que todo el mundo creía que yo lo había robado. Le conté, por último, cómo la había encontrado y por qué le había mentido para huir del estado. Y que habría muerto de no ser por ella.

Cuando acabé, fue como si me hubieran quitado de encima dos toneladas. Por fin alguien más sabía tanto como yo. Amanda tenía una mirada fija. Me escuchaba, pero no me juzgaba. Le había dicho la verdad, que no conocía al hombre que le había puesto la pistola en la cabeza. Que había reconocido a los dos policías que me habían perseguido en Nueva York, y que no sabía cómo me habían encontrado. Después, Amanda me miró y volvió a hablar.

– Te creo -dijo, muy seria. Una bola de plomo cayó en mi estómago.

– ¿Por qué?

– Digamos que de las cuatro personas que había anoche en mi habitación, tú eras la única de la que estaba segura que no me haría daño.

– Supongo que es una razón tan buena como otra cualquiera para confiar en alguien.

– No es la única. Te miro y sé que no eres mala persona. Tú no harías esas cosas horribles.

No pude evitar decir:

– Te he mentido y no te diste cuenta. Te lo tragaste. ¿Cómo sabes que no te estoy mintiendo ahora?

Amanda se quedó pensando.

– Por eso que acabas de decir. Sé que antes no mentiste porque sí. Me mentiste para salvar la vida. Joder, yo diría que soy Lindsay Lohan si pensara que iba a salvar la vida. Pero hay una cosa -añadió- en la que no has sido totalmente sincero.

Negué con la cabeza.

– No, todo lo que ha pasado te lo he…

– Tu nombre -dijo-. Todavía no me has dicho cómo te llamas de verdad sin que alguien te apunte a la cabeza con una pistola. Quiero que me lo digas por propia voluntad.

Sonreí y la miré.

– Me llamo Henry. Henry Parker. Es un verdadero placer conocerte, Amanda.

Ella esperó, paladeando mi nombre con la lengua.

– Henry… -hizo una leve mueca, como si acabara de probarse una camisa bonita que no le cabía-. Nunca había conocido a nadie que se llamara Henry.

– Me alegra ser el primero.

– ¿Y cómo dijiste que te llamabas? ¿Carl?

– ¿Carl Bernstein?

– ¿De dónde sacaste ese nombre?

– ¿Carl Bernstein? -esperé que ella lo reconociera. Me miró como si dijera «¿y?»-. Ya sabes, Woodward y Bernstein. Los de Todos los hombres del presidente.

Se dio una palmada en la frente.

– Serás hortera. No puedo creer que no me haya dado cuenta -todavía parecía confusa-. Pero ¿por qué precisamente Carl Bernstein?

– Woodward es mi héroe. Es una de las razones por las que quise ser periodista. Pero pensé que reconocerías el nombre. Bernstein no es tan famoso.

– Bueno, te doy puntos por ser original.

– Lo intento.

– Vamos, señor Berstein, ahora mismo podría comerme el equivalente a mi peso corporal. Tenemos que pensar qué vamos a hacer -echó a andar hacia el «afé».

– ¿Qué quieres decir?

Amanda se detuvo y puso los brazos en jarras como si fuera a echarme una bronca.

– Bueno, a menos que estés pensando en pasar el resto de tu vida huyendo, tenemos que descubrir por qué ese policía intentó matarte y qué andaba buscando el hombre de negro. Eres periodista, ¿no? ¿No tienes ninguna hipótesis?

– No he tenido mucho tiempo para pensar estos últimos días. Intentaba salvar el pellejo.

Amanda se miró el bolsillo, sacó una cartera arrugada con un par de billetes dentro.

– Vamos, el primer café lo pago yo.

Entramos en la cafetería, pasamos junto a David Morris, que estaba engullendo un plato de huevos fritos y nos sentamos en una mesa del fondo. Me escondí detrás de la carta, que, como la de todos los restaurantes de carretera, era del tamaño de las Páginas Amarillas, sólo que más gorda.

Una mujer en cuya chapa ponía Joyce y que olía como la camioneta de David nos preguntó qué queríamos. Amanda pidió un cruasán con queso. Yo pedí una tostada. Y dos cafés.

– ¿No tienes hambre? -preguntó Amanda.

– Un hambre de lobo.

– ¿Y por qué no pides algo más? Ya sabes, para rellenar la tostada. Hay tantas cosas en la carta que debería rebautizar este sitio y ponerle «El cliente indeciso».

– Dinero -dije-. Supongo que nos quedan un par de horas como mucho para que cancelen o sigan el rastro de tu tarjeta de crédito. Hay que aprovechar el poco dinero que tenemos. Digamos que tenemos que apreciar cada dólar en lo que vale.

Amanda levantó la mano inmediatamente.

– Perdona, Joyce. ¿Podrías cambiar lo que he pedido por una tostada sin nada? Gracias.

Cuando Joyce volvió a la cocina, Amanda dijo:

– Ahora, la gran pregunta. ¿De qué paquete hablaba ese tipo? ¿Qué estaba buscando?

Sacudí la cabeza y bebí un sorbo de agua con hielo.

– No tengo ni idea, la verdad. Los periódicos de Nueva York decían que a Fredrickson lo mataron cuando investigaba una transacción de estupefacientes que se había torcido, pero no vi drogas ni nada parecido en el apartamento de los Guzmán. A Luis lo detuvieron por atraco a mano armada, no por un asunto de drogas. Fredrickson fue a recoger algo a su casa, pero no creo que tuviera que ver con drogas.

– Puede que las tuvieran debajo del sofá o algo así. ¿Es posible que no te dieras cuenta?

Negué con la cabeza.

– Imposible. He conocido a gente que tomaba drogas y hasta que traficaba con ellas y todos tienen una especie de tensión. No es paranoia, en realidad, sino como si siempre creyeran que están haciendo algo malo. Es una especie de vergüenza, creo, van encorvados, se mueven constantemente. No vi nada de eso ni en Luis ni en Christine.

– Entonces, ¿qué puede ser, si no son drogas? Has dicho que Fredrickson buscaba un paquete y ahora ese tío de la pistola también lo busca. Hay dos hilos que conducen a ese paquete. Los demás creen que tú lo tienes y están dispuestos a hacer cosas terribles para conseguirlo.

– Las cinco preguntas -dije.

– ¿Qué?

– Toda historia tiene que responder a cinco preguntas básicas. Quién, qué, cuándo, dónde y por qué. Si no responde a todas, no está completa. Puedes fijarte en todo lo que hace o dice la gente, pero si no respondes a las cinco preguntas, te falta parte de la historia. Sólo tienes un boceto superficial que no tiene ningún peso.

Algo brilló en la expresión de Amanda. Los cuadernos. Comprendí que había tocado un nervio sensible. Y lo había hecho a propósito.

Carraspeé. Ella hizo lo mismo.

– Bueno, repasemos la lista -dijo ella-. ¿Quién? -por suerte, entre aquel caos, yo había logrado conservar mi libreta, que estaba arrugada después de pasar horas en el coche de Amanda y la camioneta de David Morris-. ¿Qué sabes sobre eso? -dijo ella con una sonrisa-. ¿Tú también tienes un cuaderno?

– Siempre llevo uno cuando estoy escribiendo una historia. Sólo los malos reporteros trabajan de memoria -hice una pausa-. ¿Qué ha sido del tuyo?

Amanda parpadeó, bajó la mirada.

– Me lo dejé en casa.

– Vaya, lo siento -Amanda asintió, apenada. Levanté la mano y le hice una seña a Joyce-. Perdone, ¿podría prestarme un boli?

Joyce me miró como si le hubiera pedido a su hijo primogénito; luego tomó el bolígrafo que llevaba detrás de la oreja y me lo dio. Miré el bolígrafo, tomé una servilleta y lo limpié. A saber dónde habían estado aquellas orejas.

Abrí el cuaderno, le quité la capucha al boli y me dispuse a escribir.

– Está bien -dijo Amanda-. ¿Quién?

– Una pregunta polifacética. Los Guzmán. Luis y Christine. Christine sabía de qué hablaba Fredrickson, así que Fredrickson estaba allí con motivo. Luego está Fredrickson, claro. El hombre de negro. Y los policías.

– Deja fuera a los policías -dijo Amanda.

– ¿Por qué?

– Piensa en sus motivos. Ahora mismo sólo les interesas tú. Nosotros intentamos descubrir qué estaba pasando antes de que ellos intervinieran. ¿Qué escondían los Guzmán? ¿Qué andaba buscando Fredrickson? Y ese tío que estaba en mi casa, ¿cómo se metió en esto?

– No lo sé, pero está claro que no es policía. Quizá conocía a Fredrickson y sabía lo del paquete perdido. Luego me relacionó contigo, no sé de qué manera, y nos encontró en San Luis.

Amanda se estaba mordiendo una uña.

– ¿Va todo bien?

– A eso voy a dejar que contestes tú. Pero ¿sabes qué me da miedo? Que ese tío nos encontrara. Yo no le hablé a nadie de ti y estoy segura de que tú no cometiste la estupidez de hablarle a nadie de mí.

– Sí, da miedo -dije. Ella asintió con la cabeza.

Escribí los nombres y tracé una flecha que unía a Fredrickson con los Guzmán. Otra conectaba al hombre de negro con ambos. Al levantar la vista del papel, sorprendí a Amanda mirándome.

– ¿Qué pasa?

– Nada -contestó-. Pero he visto animales sin pulgares oponibles que tenían mejor letra que tú.

– Me da igual. Mientras pueda leerla…

– Como quieras -se recostó, cruzó las manos detrás de la cabeza y bostezó-. Entonces, ¿ya hemos acabado con el «quién»?

Me puse a juguetear con el bolígrafo, intentando descubrir quién más podía estar implicado. Entonces me acordé. Pasé las hojas del cuaderno y encontré el nombre que había anotado hacía dos días. El casero de Guzmán. Grady Larkin.

Amanda pareció sorprendida.

– ¿Por qué crees que está implicado?

– Porque en el periódico decían que había oído ruidos extraños y que luego me vio huyendo del lugar de los hechos. Es un poco raro. Como si prefiriera darle el beneficio de la duda a un ex presidiario -escribí el nombre de Larkin con un par de signos de interrogación al lado y tracé una línea de puntos entre él y los Guzmán.

– ¿Alguien más?

– Creo que eso es todo. Por ahora.

– Muy bien, ahora el «qué».

– Gran pregunta -dije-. Drogas, quizá, pero lo dudo. Algo de valor. Ese hombre que estaba en tu casa estaba dispuesto a matarnos a los dos. No se comete un asesinato por una chocolatina.

– Eso depende de lo vieja que sea la chocolatina. Quizá si es antigua pueda conseguir un buen precio en eBay.

– Entendido. Pero el «qué» es simple especulación. Lo único que sabemos es que para algunas personas merece la pena matar por ese paquete -mis palabras se clavaron como una aguja hipodérmica. Nos miramos un momento. De pronto parecíamos haber asimilado lo grave que era la situación. Por suerte Amanda rompió el silencio, porque yo estaba a punto de echarme a llorar.

– Vale, ¿y el «dónde»?

– Nueva York -dije-. Harlem, en concreto. El edificio de apartamentos de 2937 de Broadway. Fredrickson era policía de Nueva York, así que seguramente es un asunto local.

– ¿No crees que San Luis tenga algo que ver?

Negué con la cabeza.

– Lo de San Luis fue circunstancial. La policía y el otro me siguieron hasta allí, no sé cómo. Fue pura suerte que acabáramos en tu casa.

– Está bien, otra pregunta -dijo Amanda-. ¿Cómo te siguieron exactamente? ¿Cómo descubrieron que estabas conmigo?

– No lo sé. Puede que alguien me viera en la Universidad de Nueva York y avisara a la policía. La recepcionista me vio mirando los anuncios, puede que hiciera algo, que dijera algo. O quizás había una cámara en la oficina. Hay cientos de posibilidades.

Amanda no parecía satisfecha con mi respuesta.

Joyce volvió con nuestras tostadas. La de Amanda parecía crujiente y ligera. La mía estaba quemada. Amanda suspiró y me dio un trozo de la suya. Le di las gracias y unté el pan con un buen pegote de mermelada de fresa.

– Bueno, ¿y el «cuándo»? -dijo.

– Yo me encontré metido en esto antesdeayer, pero es probable que Fredrickson y los Guzmán hubieran concertado una cita antes.

– ¿Por qué? -preguntó Amanda.

– Cuando llegué para la entrevista, Luis estaba vestido de punta en blanco, como si hubiera quedado con Hillary Clinton. Pero yo me pregunto: si los Guzmán no tenían el paquete, ¿por qué se molestó Luis en vestirse así?

Amanda se quedó pensando, bebió un sorbo de café.

– Por excitar su compasión -dijo tranquilamente.

– ¿Cómo dices?

– Está claro que Luis sabía que Fredrickson quería algo que él no tenía -dio un mordisco a la tostada y untó el resto con mantequilla-. ¿Nunca te llamaron al despacho del director cuando estabas en el instituto?

– ¿Por qué?

– Tú dímelo.

Me reí.

– Sí, una o dos veces.

– ¿Y qué llevabas puesto?

– No sé. Unos chinos, una sudadera.

– Pero te duchabas y te afeitabas, ¿no? Estabas presentable, ¿no?

– Claro.

– Pues aquí es lo mismo. Cuando sabes que estás en un lío, quieres aparentar que lo sientes de verdad, te vistes de punta en blanco, etcétera, etcétera. Luis sabía que Fredrickson iba a cabrearse y quería suavizar el golpe.

– Para lo que le sirvió. Lo cual significa probablemente que mintieron a la prensa para protegerse. Pensaron que era mejor endosarme a mí el paquete perdido.

Asentimos ambos con una satisfacción compartida que pareció quitarle hierro al asunto. Habíamos nacido para aquello.

– Ahora, la gran pregunta -dijo Amanda-. ¿Por qué?

– ¿Por qué? -repetí, y luego lo dije otra vez en voz baja, miré a Amanda, me pasé la mano por la barba de dos días y dije-: No tengo ni idea. Pero esos tres hombres andan detrás de mí y no creo que vayan a detenerse. Si no lo descubro, dentro de unos días estaré muerto o en prisión.

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