Capítulo 25

Cuando llegamos al fondo de nuestras insondables tazas de café y chupamos las últimas migajas de tostadas que quedaban en los platos, Amanda y yo nos fuimos del Ken’s afé y salimos al sol de la mañana. La camioneta de David Morris no se veía por ninguna parte. Después de pasar cuatro horas escuchando música country, no lamenté perderla de vista.

Al observar los coches del aparcamiento, noté que la mayoría tenían matrícula de Illinois. Había también unos pocos de Misuri y uno o dos de Wisconsin. Antes de ir a ninguna parte, volví al restaurante y tomé un mapa de carreteras que había en un expositor. En la parte de atrás se anunciaban excursiones a pie por la capital del estado, Springfield. Dentro había vales para un partido de los Cubs. No sabía cómo, pero habíamos acabado en Illinois.

Desdoblé el mapa para intentar descubrir dónde estábamos y luego lo dejé. Más allá del área de servicio había un letrero azul que indicaba que estábamos en la Interestatal 55, salida de Coalfield. Más allá, otro letrero verde decía Springfield, 16 kilómetros. Me flaquearon las piernas sólo de pensarlo.

Amanda apareció a mi lado, su hombro me rozó el brazo. El primer contacto humano auténtico que sentía desde hacía horas. Sus ojos impresionaban a la luz de la mañana. Desde el primer momento, en aquella esquina de Nueva York, supe que Amanda Davies era preciosa. Pero pensar en lo mucho que había hecho por mí, en cuánto se había arriesgado, la hacía todavía más bella.

Debió de sorprenderme mirándola porque esbozó una sonrisa tímida.

– ¿Qué pasa? -dijo.

Sonreí, sacudí la cabeza.

– Nada. Gracias.

– ¿Por qué?

– Por creerme. Podrías haberte marchado haciendo autoestop, o haber llamado a la policía, podrías haber hecho muchas cosas. Y yo habría estado perdido. Absolutamente.

– No tienes que darme las gracias. Lo hago porque quiero.

– Lo sé. Pero gracias de todos modos.

Pensé otra vez en sus cuadernos y se me ocurrió que por primera vez se había visto obligada a ver más allá de la apariencia de sus sujetos de estudio. El día anterior, yo era Carl Bernstein. Una simple entrada en su diario entre cientos de ellas. Pero ahora era tridimensional. De carne y hueso. Alguien a quien podía tocar, además de ver.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó.

– Ahora -dije-, vamos a contactar con nuestras fuentes elementales -me saqué el cuaderno del bolsillo y miré la lista de nombres. Sobresalían tres.

Grady Larkin.

Luis y Christine Guzmán.

Por primera vez me descubrí pensando en la familia de John Fredrickson. El periódico decía que dejaba mujer y dos hijos. Una familia rota. Se me encogió el corazón al pensar que aquellas vidas habían sufrido un daño irreparable por mi culpa. A pesar de que era inocente, nada podía llenar el vacío de aquella familia.

Todo aquello me golpeó como un puñetazo en el estómago y de pronto sentí náuseas. Me doblé, puse las manos en las rodillas y empecé a jadear. Amanda, siempre animosa, me frotó la espalda.

– ¿Henry? ¿Henry? ¿Estás bien?

La alejé con un gesto y volví a jadear. Cuando mi estómago dejó de centrifugar, me incorporé y me limpié la boca con el dorso de la mano.

Me rehice, pero seguía jadeando y me temblaban las manos. Amanda me miraba mientras yo abría y cerraba los puños. Parecía saber lo que estaba pensando.

– Sí, acabo de… -mi voz se apagó. La miré a los ojos, cálidos y entristecidos, como si compartir mi dolor pudiera aligerar la carga-. Esto no parece real.

Ella asintió con la cabeza.

– Lo sé.

– Quiero decir que tengo una casa y una familia con la que ni siquiera he hablado desde que pasó todo esto. Mi madre estará destrozada.

– ¿Y tu padre?

Sacudí la cabeza.

– A él no le importará. Esto sólo confirmará su convicción de que soy un fracaso.

– Bueno, pues está en tu mano demostrarle que se equivoca.

Asentí con la cabeza. Había tomado años antes la decisión de distanciarme de mis padres. Haber logrado esa meta me producía al mismo tiempo orgullo y mala conciencia. Y ahora no podía recurrir a ellos, aunque quisiera.

– Vamos -dijo Amanda-. Tenemos cosas que hacer.

Me agarró del brazo y nos dirigimos a la carretera. Yo había caminado dieciséis kilómetros otras veces, pero nunca con un propósito o un destino definidos. Noches frías, con el viento soplando delante de mí; no tener ningún sitio al que ir, sólo perderme en el bosque con mis pensamientos. En casa, cuando ya no aguantaba más, cuando el olor nauseabundo a cerveza y sudor me obligaba literalmente a salir de casa, caminar era la cura para la ira pasiva-agresiva de mi padre. Esperé años a que estallara, a que soltara todo su odio en un torrente viscoso, pero su desprecio flotaba en el aire como un escape de gas que me aturdía y me ponía enfermo, envenenándome lentamente, durante años.

Una de mis analogías preferidas era la de la rana y el cazo de agua. La usaba con las fuentes que se resistían a hablar. Les ayudaba a entender la gravedad de su situación.

Si pones una rana en un cazo con agua hirviendo, notará el calor y saldrá del agua inmediatamente. Pero si pones una rana en un cazo de agua fría y luego vas subiendo lentamente la temperatura, la rana se cocerá viva. Se acostumbra al cambio gradual de temperatura, hasta que muere.

La moraleja es que la gente aguanta en situaciones terribles sencillamente porque se acostumbra a ellas. A su alrededor, el agua está tan caliente que quema, pero ellos no lo notan porque la temperatura ha ido subiendo poco a poco. Por suerte, yo pude escapar de mi cazo antes de que fuera demasiado tarde.

Echamos a andar por la carretera interestatal el uno al lado del otro, a medio camino entre los vehículos que pasaban a toda velocidad y la pantalla de una hilera de árboles. Hasta que llevábamos cuatro o cinco kilómetros no me di cuenta de que me dolía mucho la pierna. No era el dolor de un músculo agarrotado, ni de un hematoma profundo. No, era algo que estaba bajo la piel. Sentí una náusea, pero logré contenerla.

Pronto empezaron a aparecer edificios en el horizonte, alzándose sobre la línea infinita de la carretera. El ambiente fue haciéndose más seco, el sudor que antes manaba de mi cuerpo se había secado y la camisa se me pegaba a la piel. Si me la despegaba, notaba una especie de picor; era como cuando quitas un esparadrapo de una herida fresca.

Amanda pareció notarlo y me miraba cada vez que intentaba despegar la tela de las mangas de mis antebrazos.

– Es la primera vez que digo esto -dije-, pero ahora mismo me encantaría ir de compras.

Amanda se echó a reír, pero su risa sonó cansada. Aun así, me pareció admirable que conservara el sentido del humor, dadas las circunstancias.

– Si salimos de ésta, te llevo a Barneys. Te van a encantar sus trajes -me tiró juguetonamente de la cinturilla de los pantalones.

– Olvídate de trajes, ahora mismo me gastaría veinte pavos en uno de esos polos cutres de Fruit of the Loom.

– Apuesto a que al dueño de la marca le encantaría saberlo.

Mientras caminábamos, el tiempo pareció entrar en una especie de túnel de viento. Todo el mundo nos rebasaba a velocidad de vértigo. Había humo por todas partes y los colores se fundían y se emborronaban, como si la vida fuera un disco a treinta y tres revoluciones por minuto. Amanda empezaba a caminar con esfuerzo, encorvada y arrastrando los talones.

– ¿Estás bien? -pregunté.

– Sólo un poco cansada -dijo-. Hace como treinta y seis horas que no duermo.

«Igual que yo», pensé. Pero yo tenía motivos para seguir adelante. Amanda no estaba luchando por su supervivencia, luchaba por un hombre al que había conocido hacía un día y medio. Necesitábamos un sitio donde descansar, aunque fuera sólo un rato.

Una hora y cinco kilómetros después, según mi podómetro corporal (probablemente defectuoso), vimos la señal de un área de servicio con gasolinera, restaurantes y alojamiento y una flecha que indicaba un desvío. Miré a Amanda, que se encogió de hombros como si la decisión de parar fuera enteramente mía.

– Deberíamos descansar -dije.

Aflojó el paso mientras parecía sopesar la idea.

– Si insistes.

Seguimos la salida 42 hasta que llegamos a un cruce. A ambos lados de la carretera había media docena de restaurantes de comida rápida que se disputaban el dinero de las familias de paso. A un kilómetro carretera abajo había un motel con el tejado de un rojo parduzco. Un gran letrero de neón proclamaba que, en efecto, tenían habitaciones libres y al menos la uve de TV. Parecía un edificio de apartamentos de multipropiedad de dos plantas, pintado de color tortita, al que le hacía falta una mano de pintura desde tiempo inmemorial.

Entramos en el motel, en cuya recepción un hombre mayor con una luna menguante de pelo gris descansaba los ojos. Toqué el timbre. El hombre se removió, levantó la cabeza y se limpió la saliva de la boca.

– ¿Qué? -dijo, irritado como un adolescente malhumorado al que hubieran despertado de la siesta.

– Hola, eh, queremos una habitación.

Hizo una mueca, metió la mano debajo del mostrador y sacó una botella de agua con dos dedos de líquido viscoso y negro en el fondo. Se la llevó a la boca y escupió por el borde el tabaco mascado. Lo que no cayó en la botella goteó al suelo como un insecto.

– Una noche mínimo. Aquí no se alquilan habitaciones para echar un polvo en un cuarto de hora. Si es eso lo que queréis, idos al hostal que hay un poco más abajo. En ese tugurio cobran quince pavos la hora.

– Entonces queremos una habitación para una noche -dije.

– A mí no intentéis darme gato por liebre -me espetó-. Si pensáis quedaros más de tres noches tenéis que pagarme por adelantado. Hay mucha gente que duerme aquí y luego no paga.

– Sólo una noche -repetí-. De veras. Y hasta le pagaremos por adelantado.

– Bueno, está bien.

Metió la mano bajo el mostrador y sacó un libro gigantesco cuyas páginas amarillentas parecían las de un Talmud antiguo. Le dio la vuelta y nos indicó un bolígrafo sujeto a él con una cadena. No una cadenita de bolitas de metal como las que tienen en los bancos, sino una cadena de verdad. Si así era como protegía sus útiles de escribir, me pregunté cómo ataba a sus mascotas.

– Necesito vuestro nombre, el de los dos, y todo eso.

– No hay problema. ¿Podemos pagar en metálico?

– Esto sigue siendo América, ¿no? Todavía no nos hemos pasado todos al plástico.

– Que yo sepa, no -dijo Amanda.

Agarré el bolígrafo y el libro de registro y empecé a escribir. B-O-B-W-O-O-D.

Antes de que acabara, Amanda me dio un codazo en las costillas.

S-O-N, escribí. Bob Woodson. Un nombre ridículo.

Amanda tomó el bolígrafo. Con letra delicada escribió Marion Crane. Cuando la miré, se había sonrojado.

Marion Crane. El personaje de Janet Leigh en Psicosis. La mujer que huía de su amante y de la policía con cuarenta mil dólares desfalcados antes de convertirse en la tabla de trinchar de Norman Bates.

Marion Crane. La chica que sólo quería una vida mejor.

– He bloqueado los teléfonos de las habitaciones para que no se pueda llamar a esos puñeteros números 900 -dijo el encargado-. Si queréis que desbloquee el teléfono necesitaré el número de vuestra tarjeta de crédito. He visto a gente gastarse sumas astronómicas en esas cosas.

– No, gracias, no será necesario -dije.

Me lanzó una sonrisa asquerosa y sonrió a Amanda.

– Seguro que no.

Nos dio una llave pequeña sujeta a un rectángulo de madera del tamaño de una mano.

– Para que no lo robéis -nos dijo.

La llave llevaba grabado el número cuatro. Nos indicó el pasillo y nos dijo que torciéramos a la derecha. Todas las puertas estaban pintadas de un rojo descolorido, con la pintura sucia y cuarteada. Pasamos junto a una máquina de refrescos. Yo tenía sed, pero en la máquina sólo quedaban refrescos de naranja light. Qué asco.

Giramos la llave en la cerradura, pero hubo que dar varias patadas a la puerta para que se abriera. Como en casa.

La cama era cóncava, como si acabara de desocuparla un búfalo obeso y aún no hubiera recuperado su forma original. Por suerte el cuarto de baño estaba limpio. La ducha era muy estrecha, pero había agua.

Amanda se dejó caer en la cama. Sus piernas quedaron colgando por un extremo mientras respiraba con largas exhalaciones. Yo me senté frente al pequeño escritorio que había en un rincón y me subí la pernera del pantalón. Noté otra punzada de dolor cuando la tela me rozó la herida. La sangre seca, del color de la madera carbonizada, se había coagulado alrededor del desgarrón amarillento. Apreté suavemente con el dedo, di un respingo.

Me levanté, me acerqué a la cómoda de roble arañado y fui abriendo los cajones uno a uno. Sólo encontré una biblia Gideon y un pañuelo de papel arrugado. Puaj.

– ¿Qué buscas? -preguntó Amanda con voz soñolienta.

– Sólo quería ver si alguien se había dejado algo de ropa. Unos calcetines, quizá.

– Claro, apuesto a que el Ejército de Salvación no sabía qué hacer con los calcetines del pequeño Johnny y los ha dejado en el cajón.

– Me da igual -dije, recostándome en la silla-. Necesito quitarme esta ropa y darme una ducha.

– Por mí adelante.

Me quité los calcetines y los zapatos y los dejé pulcramente junto al radiador. Entré en el cuarto de baño, colgué la camisa y los pantalones de la barra de la ducha confiando en que el vapor eliminara parte del sudor y la mugre.

El vapor envolvió mi cuerpo como un guante y cerré los ojos. El mundo parecía muy lejano. Sólo unos minutos y me olvidé por completo de John Fredrickson. Los dos días anteriores no habían existido. El peso del mundo se iba por el desagüe.

Estaba otra vez en el apartamento de los Guzmán. Luis recitaba pasajes de El zoo de cristal mientras Christine tejía patucos para su futuro hijo.

Estaba de vuelta en la Gazette, escribiendo necrológicas mientras Wallace y Jack me observaban desde el otro lado de la sala de redacción. Las cosas iban a pedir de boca.

Luego, de pronto, como si hubiera roto un dique, se me vino todo encima. Los disparos. El cuerpo de John Fredrickson tumbado en el suelo, sangre por todas partes. La pistola apuntando a la cabeza de Amanda. La mirada fría del hombre de negro. Los policías que querían matarme. Las horas pasadas en la trasera de una camioneta, sabiendo que cada respiración podía ser la última. La muerte y la destrucción me seguían como mi propia sombra.

Desperté bruscamente. Miré mi reloj. Había pasado media hora en un abrir y cerrar de ojos.

Cerré el grifo y tomé una toalla arrugada. Mi ropa seguía húmeda, así que me até la toalla a la cintura y volví con Amanda. Que se fuera al infierno el pudor: no pensaba volver a ponerme aquella ropa hasta que estuviera cocida y desinfectada.

Para mi sorpresa, Amanda no sólo estaba despierta sino que llevaba una camisa distinta. A sus pies había una gran bolsa de plástico.

– ¿Es nueva? -pregunté, incrédulo. Al llegar, Amanda llevaba todavía su jersey. Ahora llevaba una camiseta azul con las letras DPC bordadas. Departamento de Policía de Chicago. Qué gran sentido del humor-. ¿Qué hay en la bolsa?

Me la tiró y por suerte conseguí agarrrarla y al mismo tiempo mantener la dignidad alrededor de la cintura. Dentro había un paquete arrugado que contenía una camiseta limpia, una bolsa con unos calzoncillos de la talla XXL y un par de pantalones cortos de faena cuyo tejido parecía susceptible de romperse si el aire soplaba con un poco de fuerza. Miré a Amanda. Sus ojos brillaban esperando mi reacción. ¿Había ido de compras?

– Siento lo de los calzoncillos -dijo-. Se les habían acabado la grande y la XL, y no me parecía que te sirviera la mediana.

– Suelo usar la grande, pero no voy a quejarme -hice una pausa, miré sus preciosos ojos-. Gracias.

Asintió con la cabeza.

– Bueno, ¿qué opinas de la camiseta? A mí me ha parecido muy apropiada.

Sacudí la cabeza.

– Quizá debería comprarme una con la leyenda «fugitivo de la justicia». Podríamos ponérnoslas en Halloween, con una bola y una cadena como complementos. El pico lo llevaría yo.

– Tú puedes ser Harrison Ford. A mí siempre me ha chiflado Tommy Lee Jones.

– No sé si me hace gracia saberlo. Además, tú eres mucho más guapa que Tommy Lee Jones. Y mucho menos correosa.

– Me lo tomaré como un cumplido.

– Bueno, es un hombre atractivo -dije con una sonrisa-. En serio, Amanda, no tenías por qué hacerlo.

– Lo sé, pero lo he hecho de todos modos.

Sonreí sin esfuerzo. Un minuto después salí del cuarto de baño sintiéndome como si acabara de darme una docena de duchas calientes después de quedar atrapado en una avalancha de barro. Nunca me había sentido tan a gusto con ropa nueva.

– Dios mío, tu pierna -dijo ella. Miré hacia abajo. La herida estaba amarilla. Era más profunda de lo que pensaba y tenía mal aspecto-. ¿Qué te ha pasado?

– Una bala. Cuando huía de esos policías -hice un ademán deslizando la mano en el aire para sugerirle aquella imagen.

Amanda se estremeció.

– Hay que curarla -dijo.

– No hay que hacer nada -contesté tajante.

– Espera -dijo, y corrió hacia la puerta-. Enseguida vuelvo.

Se fue antes de que pudiera detenerla. Suspiré. No estaba en situación de ir tras ella, así que encendí la televisión y puse la CNN. Luego la apagué. No quería ver las noticias. Todo era ya demasiado real.

¿Y si me hubiera entregado? Seguramente podrían haberse aclarado las cosas. Seguramente podría haberse descubierto la verdad.

Seguramente… y una mierda.

Los testigos habían declarado en mi contra públicamente. Si mi caso llegaba alguna vez a un tribunal, sería la palabra de un hombre acusado de matar a un policía contra la de tres personas más todo el Departamento de Policía de Nueva York. Qué demonios, si yo fuera policía también querría verme muerto. Pero mi supervivencia dependía de que fuera capaz de sacar la verdad a la luz. El paquete misterioso, el que buscaban Fredrickson y el hombre de negro, contenía la respuesta.

Cinco minutos después la puerta volvió a abrirse. Amanda llevaba otra bolsa. Sacó una botella de alcohol, algodón, varios envoltorios de gasas y un rollo de esparadrapo. Tenía la cara de confianza de un cirujano dispuesto a hacer su primera operación borracho y atiborrado de anfetaminas.

Hizo que me sentara y se mordió suavemente el labio mientras mojaba con alcohol una bola de algodón. Cerré los ojos y sentí un dolor ardiente que me atravesaba la pierna. Apreté los dientes. Un gemido agudo escapó de mis labios cuando ella aumentó la presión.

– Avísame si duele.

Asentí con la cabeza, dije que sí. Si no se había dado cuenta de que dolía de cojones, yo no iba a decírselo.

El dolor disminuyó al fin hasta convertirse en un pálpito sordo. Sus manos se movían con fluidez, cambiando gasas ensangrentadas y resecas por otras limpias, sin vacilar al tocar la herida o limpiarla. Sus dedos parecían ávidos, masajeaban mi piel como si contuviera algún antídoto escondido que también le servía a ella. Amanda me estaba ayudando, me estaba curando, pero yo sabía que también la estaba ayudando a ella.

Cuando acabó, puso una gasa limpia sobre la herida y la sujetó con una venda. Sujetó el extremo con pequeñas grapas metálicas y me dio una palmadita en la pierna.

– ¿Qué tal?

– Duele un montón -dije-. ¿Seguro que tiene que estar tan prieta? Creo que me has cortado la circulación.

– Mejor eso que se te infecte. Si la herida se gangrena, puede que haya que amputar -me guiñó un ojo.

– Quizá haya que apretarla un poco más.

Amanda se lavó las manos, se dejó caer en la cama y suspiró. Cerró los ojos, su pecho empezó a moverse rítmicamente arriba y abajo. Seguí con la mirada sus curvas delicadas, la melena castaña y sedosa que caía sobre su cuello. ¿Por qué, en medio de todo aquello, había algo tan delicioso?

– ¿Por qué me ayudas? -pregunté sin pensarlo. Amanda no se movió, se quedó allí tendida, respirando.

– Porque es lo correcto -contestó, adormilada.

– ¿Cómo lo sabes? Acabas de conocerme. No sabes nada de mí.

– Sé lo suficiente -contestó en voz baja-. Lo creas o no sé juzgar a las personas. Confío en mi instinto mucho más que en lo que dice la gente. Tú no eres como esos hombres que estaban anoche en mi casa.

– Pero eso no explica por qué me estás ayudando. Podrías irte a casa ahora mismo, llamar a la policía y decirle dónde estoy. ¿Por qué no lo haces?

– ¿Es que no lo entiendes? -dijo, y se apoyó en los codos. Su voz sonaba quejosa-. Yo también estoy en peligro. Y si te entrego, no se hará justicia. Nunca sabremos qué andaba buscando Fredrickson, o por qué mintieron los Guzmán y Grady Larkin, de qué intentaban protegerse. Voy a quedarme contigo hasta que esto acabe, Henry. Pase lo que pase.

– Gracias -susurré, consciente de la sinceridad y la importancia de aquellas palabras.

Amanda asintió con la cabeza. Un momento después su respiración se acompasó, sus ojos se cerraron y cayó en un sueño profundo.

Verla dormir apaciblemente hizo que yo cobrara conciencia de mi propio cuerpo. Tenía la sensación de que me habían frotado los huesos contra un rayador de queso. Necesitaba dormir muchas horas en calma, aunque sólo fuera para recordar mi vida anterior. Pero el sueño no llegaba. Me quedé mirando a Amanda con la esperanza de que sus sueños fueron apacibles. Confiaba en que muy pronto nuestras vidas reflejaran esos sueños.

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