Capítulo 15

Iba en el metro como si estuvieran a punto de operarme: con los ojos abiertos de par en par y el miedo circulando por mis venas, esperando a que alguien entrara por la puerta para hacerme sufrir. Con las palmas de las manos apoyadas en el asiento, estaba listo para levantarme de un salto y huir en cuanto viera un uniforme. La paranoia era una sensación que había experimentado pocas veces (salvo una época desgraciada durante mi segundo año en la universidad, cuando me dio por consumir hierba), y parecía disfrutar apoderándose de mi cuerpo. Me dolía mucho la pierna, pero la hemorragia parecía haberse detenido.

Después de dieciséis interminables minutos de viaje, me bajé en la estación de Union Square y salí. La leve brisa de mayo giraba a mi alrededor. Los manifestantes cantaban por altavoces, sostenían primorosas pancartas, llevaban mochilas de L.L. Bean: protestaban con estilo contra la avaricia empresarial.

Normalmente me habría parado a mirar unos minutos, pero ahora me preocupaba más la gente que observaba a los manifestantes. La policía. Estaban allí parados, con los brazos en jarras, vigilando la manifestación pacífica. Asegurándose de que la muchedumbre de neohippies no empezaba a lanzar ladrillos de cáñamo contra la tienda de Virgin.

Mantuve los ojos fijos en un pequeño contingente de policías situado junto a una cafetería y avancé siguiendo el murete de ladrillo que rodeaba el parque de Union Square, me dirigí al sur y enfilé la Tercera Avenida.

Tenía gracia, pensé. Después de llevar un mes viviendo en Nueva York, por fin empezaba a sentirme a gusto allí. Había ido con la esperanza de que la ciudad me recibiera con los brazos abiertos y ahora me rechazaba como a un órgano enfermo. Investigar una historia, hacer mi trabajo me había conducido a aquella pesadilla.

La decisión era evidente. Tenía que salir de Nueva York. Tenía que descubrir por qué aquel policía había estado a punto de matarme. Mis alternativas iban disminuyendo. Todavía llevaba el cuaderno en la mochila, un amargo recordatorio de por qué había ido a casa de los Guzmán.

La policía había ido a ver a Mya y yo ya no estaba a salvo en la parte alta de la ciudad. ¿Estaba ella cooperando con las autoridades? Pasara lo que pasase, cuando aquello acabara Mya ya no formaría parte de mi vida. Eso estaba claro. Tres años esfumándose como si nada hubiera pasado. Un camino de recuerdos que llevaba derecho a un precipicio.

Era demasiado para asimilarlo. Tenía que contemplar las cosas con objetividad. Lo que tenía que hacer y cómo hacerlo.

Elegí una cabina en la calle 12 Este y marqué el número de información. Dos pitidos y respondió una grabación.

– ¿Ciudad y estado?

– Nueva York, Nueva York. Manhattan.

– Espere un momento mientras lo pasamos con un operador.

Sonó el teléfono y oí que alguien marcaba unas teclas. Luego sonó una voz masculina y alegre.

– Información telefónica, mi nombre es Lucas, ¿en qué puedo ayudarlo?

– Quería el número principal de la Universidad de Nueva York.

– Gracias, señor, un momento.

Pasaron unos segundos, cada uno de ellos más penoso que el anterior. Luego Lucas volvió a ponerse.

– Señor, tengo dos números. Uno es de un directorio automatizado y el otro de la centralita del campus.

– ¿El de la centralita lo maneja un ser humano?

– Creo que sí, señor.

– Deme ése.

– Sí, señor, y gracias por usar…

– Páseme.

Otro pitido cuando me conectó. Esta vez respondió una mujer. Parecía mucho menos entusiasmada con su trabajo que Lucas.

– Universidad de Nueva York. ¿Con quién quiere que le ponga?

– Sí, hola. ¿Tienen, por casualidad, un servicio de intercambio de transporte para estudiantes?

– Sí -contestó, y bostezó audiblemente-. No lo subvenciona oficialmente la universidad, pero facilitamos el contacto entre estudiantes para que se pongan de acuerdo entre sí.

– ¿Puede decirme qué alumnos tienen coches registrados en el servicio que salgan hoy?

– Lo siento, pero no facilitamos esa información por teléfono. Los listados están en el tablón de anuncios de la Oficina de Actividades del Alumnado.

– ¿Y dónde está eso?

– En el número 60 de Washington Square Sur.

– ¿Puede decirme por dónde queda eso?

– Espere un momento -oí un ruido de papeles, luego una maldición, un murmullo de fondo; parecía haberse cortado con un papel-. ¿Oiga?

– Sigo aquí -dijo Henry.

– La OAA está entre las calles La Guardia y Thompson, en la 4 Oeste.

– Gracias -colgué antes de que le diera tiempo a decir «de nada».

Me dirigí hacia el oeste por la 11 y doblé luego hacia el sur por Broadway. Me paré en una tienda y compré una camisa grande de los Yankis por cinco dólares. Entré en una cafetería que apestaba a sándwiches de cordero mohosos, fui al servicio y me cambié. Dejé mi ropa en la papelera, enterrada debajo de un montón de toallas de papel mojadas.

Hice una mueca al subirme la pernera del pantalón para echarle un vistazo a la herida. Se me revolvió el estómago vacío. Tenía un desgarrón rojo que me cruzaba el muslo, rodeado de sangre coagulada.

El día anterior estaba sentado a mi mesa en la Gazette y ahora allí estaba, en el aseo de una cafetería, mirando una herida de bala. Por suerte la bala sólo parecía haber rozado la piel. Limpié la herida con toallas mojadas, mordiéndome el labio para aguantar el dolor.

No paraba de decirme que aquello no era posible. En cualquier momento me despertaría en mi cama.

«Despierta, por favor».


Llegué a la OAA a las nueve menos cinco. La mayoría de los estudiantes que se respetaran a sí mismos estarían durmiendo aún, cansados después de una noche de juerga postexámenes finales o perdiendo el tiempo antes de incorporarse a sus trabajos veraniegos. Con un poco de suerte, encontraría al menos uno que se saliera del redil.

Subí los escalones y abrí la puerta, pero entonces me detuve. ¿Y si había periódicos dentro? Era casi seguro que los estudiantes, encapsulados en sus burbujas, no habrían leído la primera página del periódico de ese día, pero tal vez alguna secretaria o algún administrativo se hubiera interesado por las noticias.

Tenía que seguir adelante. Si me quedaba allí parado despertaría sospechas. No tenía elección. Mis alternativas eran muy pocas. Aquél era mi plan B. Y no tenía plan C.

Respiré hondo, bajé el picaporte y abrí la puerta.

Me recibió una ráfaga de aire frío. Había varios estudiantes sentados en un sofá verde, leyendo revistas en las que no parecían tener mucho interés. La habitación tenía el ambiente esterilizado de la consulta de un médico, combinado con el confort del asiento de atrás de un taxi.

Me acerqué a un tipo corpulento que fingía leer el Harper’s Bazaar, aunque parecía más interesado en una pelirroja muy bien dotada que había al otro lado de la habitación que en las tendencias de la moda de verano.

– Perdona -dije. Bajó la revista y me miró con fastidio-. ¿Sabes dónde ponen la lista del servicio de intercambio de transporte entre estudiantes?

– No, lo siento -volvió a levantar la revista y siguió fingiendo que leía.

– Están en ese pasillo de la izquierda. Justo antes de la secretaría.

Me volví y vi que la pelirroja me sonreía. Estaba leyendo un libro de bolsillo con la portada rota. En el lomo se leía Deseo. Señalé el pasillo al que se refería y ella asintió con la cabeza.

– No tiene pérdida -dijo-. Las tarjetas rojas son para viajes de un día y las azules para viajes de varios días. ¿Adónde vas?

– Eh, a casa -dije-. Gracias.

– De nada -contestó con los ojos muy abiertos, como si esperara más conversación.

Tomé un periódico de estudiantes y seguí el pasillo, tapándome la cara con las páginas al pasar por las oficinas. Las paredes azules estaban cubiertas de recortes y anuncios que colgaban precariamente de chinchetas y grapas. Miré de pasada unos pocos. Juegos de mesas y sillas a la venta. Una alfombra usada, verde. Tres gatitos siameses que buscaban hogar.

Entonces lo encontré. Una repisa de madera con una veintena de tiras de papel grandes, la mitad rojas y la mitad azules. En cada una de ellas había un nombre impreso. Debajo del nombre estaba el destino del alumno en cuestión. Y debajo del destino la fecha y la hora a la que el alumno salía del campus, y el dinero que esperaba que aportara su pasajero. La mayoría pedían la gasolina, pero algunos esperaban que les pagaran la comida y/o la habitación y el desayuno si había que parar en un hotel.

Empecé por el taco azul, que al parecer eran viajes más largos. Tres iban a California, dos a Seattle, algunos a Idaho, Nevada y Oregón. Pensé por un momento en ir a Oregón, sopesé la posibilidad de ir a casa. Ni pensarlo. La policía estaría esperando que me pusiera en contacto con mis padres. Afortunadamente no tenía intención de hacerlo.

Cuando el taco azul estaba a punto de acabarse, empecé a desanimarme. El siguiente viaje salía tres días después. Imposible. El tiempo se me agotaba.

Dejé las tarjetas y sonreí a una mujer gruesa que pasó a mi lado con un montón de carpetillas marrones bajo el brazo.

Tomé el taco de tarjetas rojas, que era para viajes más cortos, de un día. Si no encontraba allí lo que estaba buscando, tal vez pudiera tomar el Camino hacia Nueva Jersey. No quería estar cerca de Nueva York, pero salir de la ciudad era mi prioridad absoluta. Mientras miraba el taco rojo, empecé a perder la esperanza. Nadie salía ese día. Las palabras «Plan C» resonaban en mi cabeza, pero a diferencia de «Plan A» y «Plan B» resonaban vacías.

Kevin Logan

Salida: 28 de mayo, 12:00 h.

Montreal. Gasolina, comidas.


Samantha Purvis

Salida: 30 de mayo, 10:00 h.

Amarillo (Texas). Gasolina, peaje.


Jacob Nye

Salida: 4 de junio, 15:00 h.

Cape Cod. Gasolina.

Luego, justo cuando estaba a punto de darme por vencido, vi la penúltima tarjeta:

Amanda Davies

Salida: 26 de mayo. 9:00 h.

San Luis. Gasolina, peaje.

En la parte de abajo de la tarjeta figuraban dos números de teléfono (el de su apartamento y el de su móvil) para los interesados.

Miré la hora. Eran la 8:57. Faltaban tres minutos para que Amanda Davies se marchara.

Salí a toda prisa, crucé la sala de espera y pasé junto a la pelirroja, eché a correr por la calle y me detuve en la esquina, sin aliento, junto a una cabina telefónica. Me dolían las piernas y las costillas.

Tenía que calmarme.

El sudor, que se me había secado sobre la piel, volvía a manarme por los poros. Levanté el teléfono (mi reloj marcaba las 8:58) y me metí la mano en el bolsillo para sacar cambio.

Vi en la palma de mi mano una moneda de diez centavos, dos de cinco, tres de uno y varias pelusas multicolores. No tenía dinero suficiente para llamar. Respiré, pensé un momento y marqué el 1-800.

El año anterior, después de que me robaran el móvil en mi habitación del colegio mayor, había registrado una tarjeta telefónica para casos de emergencia. Las tarifas eran tan astronómicas que sólo la había usado una vez, una noche que llamé borracho a Mya después de una fiesta en la que se me cayó el móvil en una fuente de ponche bien cargado.

Marqué el número de la tarjeta telefónica cuando me lo pidieron y luego el número del móvil de Amanda Davies.

Mi reloj marcaba las 8:59. No iba a conseguirlo. Una voz amable sonó en la línea.

– Gracias por usar el servicio 1-800. ¿Me permite informarle sobre nuestros planes de llamadas a larga distancia?

– No, gracias, páseme.

– Gracias, señor, que pase un…

– ¡Páseme!

Una voz grabada me dio las gracias. Luego el teléfono empezó a sonar.

Dos pitidos. Tres. Cuatro. Intenté pensar en un plan C. Nada.

Cinco pitidos.

Estaba a punto de colgar. Luego, con el auricular a dos centímetros del teléfono, se oyó una voz femenina.

– ¿Diga?

Me lo puse en el oído y dije:

– ¿Hola?

– Sí, ¿quién es?

– ¿Amanda Davies?

– Sí, ¿quién eres?

– Amanda, menos mal. He encontrado tu número en el servicio de intercambio de transporte de la OAA. ¿Sigues pensando en irte a San Luis esta mañana?

– Estoy en el coche ahora mismo.

– Mierda. Oye, ¿todavía estarías dispuesta a aceptar un pasajero?

– Depende. ¿Dónde estás?

– En la 4 Oeste, en La Guardia.

– ¿Cómo te llamas?

Vacilé.

– Carl. Carl Bernstein.

– Bueno, Carl, llevo un Toyota rojo y estoy entre la Novena y la Tercera, delante del Duane Reade. Voy a parar en el Starbucks a comprar un café. Si estás aquí cuando salga, te llevo. Si no, me voy.

– Allí estaré.

– Como quieras.

Clic, y el pitido de la línea.

Solté el teléfono y salí corriendo hacia el este. Los músculos de un lado de mi cuerpo empezaron a tensarse, empecé a sentir un calambre. El dolor me atravesaba la herida de la pierna. Con un poco de suerte, habría cola en el Starbucks. Quizás explotara la cafetera. Cualquier cosa con tal de tener más tiempo. Rezaba mientras corría lo más rápido que podía, y notaba como si me estuvieran clavando una y otra vez un tenedor de hierro en el muslo.

Llegué al Duane Reade a las 9:06, me doblé para recuperar el aliento, tuve que contener las náuseas. Mientras miraba los coches aparcados en la calle, me dio un vuelco el corazón.

Había un sitio vacío justo delante de la tienda. Lo bastante grande como para que cupiera un coche.

No, por favor.

Me acerqué y miré frenéticamente los coches de al lado, esperando encontrar el Toyota de Amanda.

– ¡Joder! -grité con todas mis fuerzas. Toda mi rabia escapó en aquel arrebato, todo el dolor y el espanto y la mierda que había caído de pronto sobre mí como una tonelada de ladrillos, dejándome destrozado. Amanda Davies se había ido. Había llegado tarde.

Me dejé caer en la acera con la cabeza en las manos y noté que el calor se extendía por mis mejillas. Mi autocompasión necesitaba un minuto para fermentar. Mi vida había acabado. No tenía salvación. Pronto me detendrían, y si tenía suerte llegaría a juicio.

Entonces oí el claxon de un coche y aquellos negros pensamientos se disiparon de golpe. Me volví y vi un todoterreno gigantesco esperando para aparcar en el hueco vacío en el que estaba sentado. El conductor llevaba gafas de sol de diseño y su pelo parecía capaz de repeler una bala. Bajó la ventanilla y dijo:

– Eh, oye, que ese sitio está reservado para coches.

Asentí en silencio, me subí a la acera y eché a andar. Al parecer, mi destino estaba sellado.

– ¿Carl? ¡Eh, Carl!

Al principio no me di cuenta. Luego lo oí otra vez y me acordé.

Mi nombre. El nombre que le había dado a Amanda Davies.

Me volví, buscando de dónde procedía aquella voz. Entonces lo vi. Un Toyota rojo parado en el cruce. Una chica se asomaba a la ventanilla del conductor. Y me miraba fijamente.

Me acerqué corriendo al lado del pasajero. El dolor de mi pierna y mi pecho había remitido. La chica señaló el asiento vacío. Abrí la puerta, monté y me abroché el cinturón de seguridad. Ella tenía una sonrisa juguetona en la cara.

– ¿Carl?

– Dios, Amanda, gracias.

– Eh, que sólo voy a llevarte en coche. No creo que merezca que me deifiquen por eso.

Entonces noté lo guapa que era. El pelo castaño le caía sobre los hombros bellamente bronceados, acariciaba sus brazos morenos y su piel tersa. Llevaba una camiseta de tirantes verde y vaqueros azules muy ceñidos, y tenía el cuello levemente quemado por el sol y un lunar diminuto junto al pómulo izquierdo. Su piel parecía brillar y sus ojos de color esmeralda tenían un toque de malicia. Si tenía que pasarme horas y horas metido en un coche con una perfecta desconocida, podría haber tenido mucha peor suerte. Muchísima peor suerte.

– Perdona, Carl. No quería asustarte, pero se me ocurrió que sería divertido gastarte una broma. Ya sabes, hacerte creer que me había ido.

Me reí forzadamente y miré a mi salvadora. No sólo era preciosa, sino que tenía un sentido del humor bastante sádico.

– ¿Tienes que parar a comprar algo antes de que nos vayamos? -preguntó-. ¿Un café? ¿Necesitas ir al servicio?

– No -dije. Para ser sincero, estaba muerto de hambre, pero no había tiempo que perder-. Nada, por ahora.

Amanda asintió con la cabeza, encendió el motor y se metió en el carril que llevaba hacia el norte. El coche olía vagamente a grasa y caramelos de menta. En el suelo había un envoltorio de McDonald’s arrugado, rodeado por un cementerio de vasos de plástico. Me vio mirarlos y sonrió.

– ¿Qué pasa? ¿Es que una no puede comerse un McChicken de vez en cuando? ¿Es que hay que comer tofu con brécol todos los días?

– Yo no he dicho nada.

– No, pero lo estabas pensando.

– No estaba pensando nada -dije a la defensiva. Me miró de soslayo, con una expresión dolida.

– Crees que soy bulímica, ¿no?

Levanté la cabeza, sorprendido.

– ¿Qué?

– Crees que me atiborro de hamburguesas y patatas fritas y que luego vomito.

– No sé de qué estás hablando, te lo juro.

– Conozco a los de tu clase -soltó un bufido, puso el intermitente y siguió las indicaciones en dirección al túnel de Holland-. Os creéis la pera porque no coméis más que brotes enriquecidos con proteínas y os pasáis ocho horas en el gimnasio. Pero déjame decirte una cosa, Carl. Algunos tenemos metabolismos naturales. No nos pasamos el día leyendo revistas para chicas ni deseando ser Heidi o Gisele.

– ¿Quién es Heidi?

– Bah, olvídalo -dijo-. Está claro que esto no funciona. Quizá debería dejarte por ahí, en alguna parte.

Me quedé sin respiración. Empecé a tartamudear.

– No puedes… no puedes hacer eso. No, te lo juro, no pienso nada de eso. Sólo me he fijado en el envoltorio, nada más. Puedes comer lo que quieras. Me da igual que comas manteca para desayunar. De hecho, te animo a ello.

Amanda parecía afectada. Sus labios se fruncieron en una fea mueca.

– Entonces estás diciendo que estoy gorda.

– No, por Dios, en absoluto. Seguramente tienes el metabolismo más rápido del mundo. Si quieres pasarte el día comiendo McNuggets y pasteles…

– Carl -dijo Amanda. Otra vez tardé un momento en enterarme.

– ¿Sí?

– Era una broma.

Un silencio violento envolvió el coche mientras sus labios formaban una sonrisa de maníaca.

– Me estabas tomando el pelo.

– Vamos, ¿de verdad crees que me importa lo que piense un tío al que acabo de conocer de mis hábitos alimenticios? No te ofendas, Carlitos, pero no. Aunque reconozco que te lo has tomado muy bien. He conocido a tíos que empezaban a insultarme y a decirme que dejara los batidos.

– Así que haces esto con frecuencia. Da un poco de miedo.

– Así me ahorro gasolina y dinero en peajes. Y no se me puede reprochar que, de paso, intente entretenerme un poco.

– Bueno, por mí de acuerdo -dije-. Siempre y cuando lleguemos a… San Luis de una pieza, puedo cantarte sintonías televisivas para que te rías un rato.

– Si oigo una sola vez el estribillo de Dancing Queen, te vas a andando a San Luis.

Paramos en una fila de coches que esperaban para entrar en el túnel de Holland. El tráfico avanzaba con insoportable lentitud, pero Amanda se metió en el carril de peaje. Bajé la cabeza al pasar por la caseta de pago; no quería que me viera algún cobrador que, aburrido por el trabajo, estuviera echando una ojeada al periódico. Unos minutos después pusimos rumbo oeste, hacia Nueva Jersey.

Pasábamos velozmente junto a lámparas de sodio. Mi vida había quedado reducida a una carretera de un solo carril. La luz del final del túnel se fue haciendo más intensa a medida que nos acercábamos a la salida. Sentí náuseas. Estaba fuera de Nueva York, fuera de mi particular zona cero. Con un poco de suerte llegaríamos a San Luis al anochecer. Pero en mis prisas por irme no había tenido en cuenta qué haría después. Lo único que sabía era que había surgido una oportunidad de sobrevivir y que tenía que aprovecharla.

Ignoraba qué haría cuando llegáramos a San Luis, no conocía a nadie en aquel estado. No tenía teléfono, llevaba cuarenta dólares en la cartera y una herida de bala en la pierna. Mya estaba descartada, igual que Wallace Langston. Seguramente la policía los acechaba a ambos como buitres. Eran apéndices gangrenosos de los que debía deshacerme. Quizá para siempre. Mi vida se desarrollaba ahora en un universo social paralelo en el que, forzado a alejarme de quienes me importaban, sólo podía confiar en extraños.

Me inundó la culpa al mirar a la chica sentada a mi lado. Tenía los ojos fijos en la carretera, era tan delicada, tan inocente… Yo no había pensado en las consecuencias que aquello podía acarrearle. Amanda Davies estaba allí y yo había alargado los brazos hacia ella ciegamente. Y ahora ella también estaba a merced del azar. Quería disculparme, decirle en lo que se había metido. Pero si le contaba la verdad ya no sería una extraña. Mientras mi historia siguiera siendo la de Carl, mientras siguiera siendo un desconocido, estaba a salvo.

Amanda sacó unas gafas de aviador de una bolsita que llevaba encima del espejo retrovisor. Cuando tomamos la US-1/9 Sur, con el sol de la mañana brillando en el horizonte, se volvió hacia mí.

– ¿Te importa abrir la guantera? Sube ese botón. Puede que esté atascado, así que dale un buen tirón.

Lo hice y sobre mis rodillas cayeron media docena de mapas. Una cinta de medir. Tres entradas de cine usadas. Un chicle que parecía petrificado.

– Vale, ¿y ahora qué?

– Pásame ese cuaderno -dijo-. Ése de espiral.

Dentro de la guantera había una pequeña libreta de rayas, con espiral en la parte de arriba. Yo había visto muchas parecidas en diversas salas de redacción, hasta llevaba una parecida en la mochila. Muchos reporteros las usaban. ¿Era Amanda periodista? ¿Escritora? La idea resultaba abrumadora, pero ¿quién, si no, llevaba una libreta en la guantera?

Me quitó la libreta y la abrió por una hoja en blanco; luego le quitó la capucha con los dientes a un bolígrafo mientras apoyaba la libreta sobre el volante. Después empezó a escribir.

– Eh, oye -dije al ver que dos camiones pasaban a toda velocidad a ambos lados del coche-. ¿El primer mandamiento del buen conductor no es «mantén los ojos fijos en la carretera»?

– Hago esto siempre -dijo ella.

Asentí con la cabeza, como si hubiera visto aquel comportamiento montones de veces. Pero me agarré con fuerza al reposabrazos, por si acaso ella mentía.

– ¿Cuánto se tarda en llegar a San Luis? -pregunté.

Dejó de escribir.

– Entre doce y catorce horas, dependiendo del tráfico.

– ¿Y te las haces de una sentada?

Me miró como si le hubiera preguntado si el color de su pelo era natural.

– Lo he hecho cien veces. Puede que tengamos que parar una o dos veces para ir al servicio, comer algo o estirar las piernas, pero deberíamos estar allí a medianoche. Tienes que decirme con antelación dónde quieres que te deje.

– Vale.

Un momento después añadió:

– Entonces, imagino que llevas toda la ropa ahí.

– ¿Eh?

– Bueno, o tienes la ropa donde voy a dejarte, o no gastas mucho en lavandería.

– Sí -respondí, tirándome de la camiseta nueva, cuya tela rígida me irritaba las axilas-. Tengo un guardarropa entero esperándome.

– Ya -anotó algo más en su cuaderno mientras yo intentaba sin éxito leer lo que ponía por encima de su hombro.

El tráfico iba disminuyendo a medida que nos alejábamos del túnel. Yo no sabía dónde estábamos, pero Amanda parecía conocer todo aquello. Los rascacielos de Nueva York habían desaparecido, reemplazados por las torretas de alta tensión y las chimeneas que salpicaban el paisaje gris azulado. Yo nunca había estado en Nueva Jersey. Había muchos sitios en los que nunca había estado. Tenía gracia que hubieran tenido que acusarme de asesinato para que viajara un poco.

El cuaderno de Amanda yacía abierto sobre el reposabrazos y decidí echarle una ojeada. Escribía en minúscula, con letra redondeada, adornada y de trazo fácil. Distinguí con sorpresa mi nombre (o, mejor dicho, el de Carl Bernstein) en lo alto de la página.

– ¿Qué estás escribiendo? -pregunté.

– Sólo tomo notas -dijo tranquilamente.

– ¿Notas sobre qué?

– Sobre ti.

– ¿Qué quieres decir? ¿Estás anotando cosas sobre mí?

– Sí.

«Lo que me hacía falta», pensé. Seguro que me había montado en el coche de la hija de un agente del FBI experto en perfiles psicológicos de criminales.

– ¿Qué clase de notas?

– Sólo observaciones y cosas así -dijo sin el menor atisbo de irritación-. Personalidad, vestimenta, pautas de lenguaje. Cosas en las que me fijo.

Excepto el nombre de Carl, escrito en mayúscula, su letra era demasiado pequeña para que distinguiera el resto de las anotaciones.

– Bueno, cuéntame, ¿qué has observado sobre mí en los veinte minutos que hace que nos conocemos?

– Eso no es asunto tuyo.

– Sí que lo es, si estás escribiendo sobre mí. Ya lo creo que lo es.

– Ahí es donde te equivocas -contestó-. Veras, éste es mi coche y éste mi cuaderno. Escribo para mí, para nadie más. ¿Qué pasa? ¿Es que tienes un historial criminal que no quieres que salga a la luz? ¿Debería dejarte por ahí, en la autopista?

– No me haría mucha gracia.

– Pues si yo fuera en tu coche, podrías tomar todas las notas que quisieras sobre mí. Y no te haría preguntas.

– Lo tendré en cuenta.

Ella asintió, bajó la mano y cerró la libreta.

El tiempo pasó volando mientras circulábamos por la autopista. Yo me preguntaba de cuántos pasajeros más habría tomado notas. Sentí la tentación de preguntárselo, pero me contuve. Cuanto menos supiera de mí (y viceversa), tanto mejor. Amanda Davies podía rumiar cuanto quisiera sobre Carl Bernstein, pero yo no podía decirle que era Henry Parker.

Pasada una hora de completo silencio, roto sólo por la música de una emisora de radio sólo para chicas, decidí entablar conversación.

– Bueno, ¿qué hay en San Luis?

– Mi casa -respondió-. Me quedan dos meses para el examen de ingreso en la abogacía y mis padres están de vacaciones en las islas griegas. Tengo la casa para mí sola, así que podré estudiar tranquilamente.

– ¿Has estudiado derecho?

– No -contestó, sarcástica-. Voy a hacer el examen de ingreso, pero soy veterinaria.

– Madre mía -dije, levantando los ojos al cielo-, debe de ser muy emocionante ser tan ocurrente. Y es mi primera observación sobre ti.

– Touché -dijo. Luego su tono se volvió serio-. La verdad es que quiero especializarme en defensa de menores. Casos de custodia y abandono, maltrato, esas cosas, ya sabes.

– Eso es muy noble por tu parte.

Amanda se encogió de hombros.

– No me importa si es noble, es sólo lo que quiero hacer. No se me ha pasado por la cabeza convertirme en santa -esperó un momento y dijo-: ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

– Quiero ser periodista -dije. Me sonrió y sentí una oleada de orgullo-. Quiero ser el próximo Bo… un gran periodista de investigación.

– Muy noble -dijo, y me reí.

– Eso pensaba yo. Pero ahora cada periodista se inventa lo que quiere.

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