Capítulo 27

– Hospital Presbiteriano Columbia, lo atiende Lisa -dijo una voz alegre. No es que a mí me guste la gente gruñona, pero lo lógico era que la telefonista de un hospital fuera más circunspecta.

– Con la habitación de Luis Guzmán, por favor -dije. Me puso en espera y contuve el aliento. Amanda había pagado la habitación del motel en metálico: 39,99 dólares, un precio razonable. Estábamos en la esquina de una calle de Chicago, embutidos en una mugrienta cabina telefónica mientras el sol de la tarde se extinguía. El Columbia era el cuarto hospital de Nueva York al que llamábamos. En los primeros tres no sabían nada de Luis o Christine Guzmán. Los periódicos no habían dicho dónde estaban ingresados, así que encontrarlos era una cuestión de ensayo y error. Sólo que en la mayoría de los casos, cuando uno se dedicaba a probar suerte, ningún loco armado irrumpía en su casa ni la policía le pegaba un tiro en la pierna.

– Un momento, por favor -dijo Lisa. Sonaba música ambiental. Le acerqué el teléfono a Amanda para que la escuchara.

– ¿No pueden poner algo, no sé, un poco más animado? -dijo-. Casi parece que quieren que cuelgues.

Pasado un minuto volvió a ponerse Lisa.

– Gracias, señor. Enseguida lo paso. Que tenga un buen día.

Toqué a Amanda en el brazo. Ella dijo sin emitir sonido:

– ¿Ya está?

Asentí, me llevé el dedo a los labios.

Dos pitidos después sonó una voz ronca. No era la de Luis Guzmán.

– ¿Sí?

– Eh, hola, quisiera hablar con Luis Guzmán.

– ¿Quién es?

Carraspeé.

– Soy Jack O’Donnell, de la New York Gazette. Luis y yo hablamos un momento la semana pasada sobre un artículo que estoy escribiendo acerca de su experiencia en prisión. Él conoce mi nombre, forma parte del paquete de su libertad condicional.

Se oyeron voces amortiguadas, como si estuvieran tapando el micrófono con la mano. Oí las palabras «O’Donnell» y «periodista». Amanda me agarró la manga con una mano y cruzó los dedos de la otra.

– Un segundo, señor O’Donnell.

Me sequé la frente. Unos segundos después otra persona se puso al teléfono. Su voz sonaba débil, enferma. Como si acabara de correr un maratón y aún no hubiera bebido agua.

– ¿Diga?

Reconocí enseguida su voz.

– ¿Luis Guzmán?

– Sí, soy yo.

– Señor Guzmán, ¿está usted solo en la habitación?

– ¿Cómo dice?

– Me gustaría hacerle unas preguntas, pero es necesario que sepa que la policía no está presente -esperé un momento-. Si no, no hablamos. ¿Se acuerda de mí, señor Guzmán?

– Claro -dijo-. Es el que mandó a Henry Parker a mi casa. Dijo que si no cooperaba avisaría a mi agente de la condicional. Muchísimas gracias.

– Exacto, señor Guzmán. Pero no se trata de eso. Ahora mismo sólo quiero que millones de neoyorquinos lean su historia. La suya. Quiero que conozcan al verdadero Luis Guzmán y quiero que sepan la verdad sobre lo que pasó con Henry Parker. Quiero que sea famoso, Luis. Una estrella.

– ¿Todavía le interesa mi historia?

– Absolutamente. Pero me temo que no puedo prometerle nada si me juego mi seguridad. ¿Está ahí la policía, Luis?

– Están en el pasillo, amigo. Para protegerme, ¿sabe? No entran a no ser que los llame.

– Está bien, entonces vayamos al grano -empezaba a sentirme más seguro de mí mismo-. Como sabe, mi columna la leen cientos de miles de personas todos los días, se publica en cuarenta y tres estados y en veinte países extranjeros. Y puedo asegurarme de que todas y cada una de esas personas sepan por usted lo que pasó de verdad hace dos días.

Pasaron unos momentos. Mi corazón latía más deprisa. Luis podía colgar en cualquier momento, llamar al policía del otro lado de la puerta. Localizarían la llamada inmediatamente, mi búsqueda acabaría antes de que me diera cuenta.

– Está bien, señor O’Donnell. ¿Qué quiere saber?

Me aclaré la garganta. Amanda sonrió, me frotó el codo. Por primera vez desde hacía días volví a sentir esa euforia.

– Lo primero de todo, Luis, ¿cuál era su relación con Henry Parker?

– Conocí al chico esa misma noche.

– ¿Es eso cierto?

– Sí, es cierto, amigo.

– Muy bien, amigo. El otro día afirmó usted que Parker estaba buscando drogas, que intentó robárselas y que les dio una paliza a su mujer y a usted. Qué barbaridad. Sólo para que nos aclaremos, ¿era grande el alijo que Parker intentó robarles? ¿Y qué clase de drogas eran?

– Oiga, señor O’Donnell… Si le digo la verdad… ¿voy a meterme en problemas?

– ¿Qué quiere decir?

– Si le cuento la verdad, ¿me promete no decírselo a nadie hasta que salga publicado el artículo? Hasta que salga de esta dichosa cama.

– Desde luego que sí, Luis. Le doy mi palabra.

«Y que te jodan si no la cumplo, maldito embustero».

– No había ningún alijo -dijo Luis-. No teníamos nada.

Esperé un momento, dejé que Luis creyera que estaba sopesando lo que acababa de decirme.

– Entonces, ¿por qué fue Henry Parker a buscar la droga a su casa, si no la tenían?

Luis hizo una pausa.

– Cuando era joven, ya sabe, un crío idiota, trafiqué un poco. No me enorgullezco de ello, pero es de dominio público. Mi agente de la condicional dice que eso ayuda a hacer borrón y cuenta nueva. El caso es que ese tal Parker debía de ser un yonqui, pensó que todavía seguía dedicándome a eso y se volvió loco. Usted tiene mi historial, ha visto mis antecedentes.

– Entonces, ¿cree usted que Parker era drogadicto? -pregunté, y empezó a bullirme la sangre.

– En mi opinión, sí.

– ¿Y sigue usted traficando?

– No, hombre -contestó, irritado-. No he vuelto a tocar esa mierda desde que era un crío. Parker estaba con el mono, eso es todo. Buscaba algo que meterse. Eso es lo que les dije a los de la prensa y es lo que le estoy diciendo a usted.

«Estupendo», pensé. Me había pasado casi toda la carrera intentando no convertirme en un porrero y ahora todo el mundo me consideraba un yonqui.

– Entonces, ¿me está diciendo que un periodista de veinticuatro años, desarmado y drogadicto, fue capaz de reducir a un ex presidiario y a su mujer sin ayuda de nadie?

Luis titubeó. Amanda me pellizcó el brazo. Tenía que dar marcha atrás. Estaba a la ofensiva. Si seguía presionándolo, podía asustarse. Reculé y probé a interrogarlo de otra manera.

– Parece que ese tal Parker era una calamidad.

– Tiene usted razón.

– Muy bien, Luis, contésteme a una pregunta. El agente Fredrickson. ¿Cómo los encontró? -pasaron quince segundos mientras aguardaba una respuesta-. Señor Guzmán, ¿sigue ahí?

– Sí, sí. Estaba pensando, intentando imaginarme cómo ocurrió exactamente, ¿sabe? Todavía estoy un poco aturdido.

– Tómese su tiempo -dije, y procuré disimular el asco.

– Verá, lo que pasó -dijo Luis-, fue que Parker hirió a Christine, mi mujer, y fue entonces cuando nos encontró el agente Fredrickson. Debió de oír el alboroto, ¿comprende? Quería protegernos.

– Tenía entendido que fue el conserje de la finca, Grady Larkin, quien avisó a la policía de que había ruidos extraños.

– Sí, eso parece. Fue todo tan rápido, ¿comprende usted? Me cuesta recordar los detalles.

– Claro -dijo apretando los dientes-. Entonces, ¿cuánto tiempo diría usted que pasó entre el principio de la pelea y la llegada del agente Fredrickson?

– ¿Que cuánto tiempo pasó? No lo sé. Un minuto. Dos.

– Fue una suerte para ustedes que el agente Fredrickson estuviera en el barrio.

– Sí, supongo que sí.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en el número 2937 de Broadway, Luis?

– Siete años.

– ¿Y cuándo salió de prisión?

– Hace siete años.

– Entonces, ¿se mudó allí nada más salir de la cárcel?

– Exacto.

– Suerte que ese apartamento estaba libre, encontrar casa en Nueva York es un infierno.

– Ni que lo diga, amigo.

– Entonces, ¿cuánto paga de alquiler al mes?

– ¿Cómo dice?

– El alquiler, Luis. ¿Cuánto paga al mes?

– ¿El alquiler? Eh, creo que pagamos mil seiscientos al mes.

– ¿Lo cree o lo sabe?

– Estoy casi seguro de que son mil seiscientos.

– ¿Lo sabrá Christine?

Luis se echó a reír.

– ¿Christine? No, hombre, no, ella nunca mira las facturas. Tampoco trabaja, sólo prepara las cosas para cuando llegue el bebé. El que paga las facturas soy yo. Trabajo mucho. Pero para eso no me hacen falta drogas.

Amanda preguntó «¿qué?» sin emitir sonido. Veía mi cara de furia, pero sabía que estábamos llegando a alguna parte. Levanté un dedo, le dije en silencio «espera».

– ¿Sabrá Grady Larkin cuánto paga usted de alquiler, Luis?

Pareció sorprendido.

– ¿Grady? No, no creo. Ése no sabe casi nada.

La puerta estaba tentadoramente entreabierta, pero comprendí por su voz que no podía insistir.

– Sólo para aclararnos, ¿cree usted que Henry Parker los atacó para robarles un alijo de drogas que no tenían?

– Eso es.

Hice una pausa.

– Eso es todo por ahora, señor Guzmán. Si tengo más preguntas, quizá vuelva a llamarlo.

– ¿Eso es todo? ¿No quiere saber nada más?

– De momento, no. Pero le ruego que no divulgue los detalles de nuestra conversación, y menos aún a la policía. Si se filtrara algo de lo que hemos hablado, a otro periódico, por ejemplo, o si recibo una llamada de la policía de Nueva York, su historia no se publicará.

– Mis labios están sellados.

– Me alegra oírlo, Luis. Me alegra oírlo.

– Una cosa más, señor McDonnell.

– O’Donnell.

– O’Donnell. Señor O’Donnell, ese chico, Parker… -su voz se apagó.

– ¿Sí, Luis?

– Parecía un buen chico. No sabía lo que hacía. Cuando escriba su artículo, ¿podría ponerlo? ¿Que no lo odio, ni nada por el estilo?

– Claro, Luis. Considérelo hecho.

– Gracias, señor O’Donnell.

– Llámeme Jack. Adiós, Luis. Deséele a Christine de mi parte una pronta recuperación.

Colgué. Amanda juntó las manos y batió cómicamente las pestañas.

– Qué astuto, qué profesional, reportero mío -gorjeó.

Me mordí el labio. Mi cabeza funcionaba como una máquina tragaperras averiada.

– No tiene sentido -dije.

– ¿El qué?

– Lo del dinero. Cuando le he preguntado a Luis cuánto paga de alquiler, no me ha dado una respuesta clara. Y se ha puesto muy nervioso cuando he mencionado a Grady Larkin, el conserje de la finca.

– ¿Y?

– Dice que paga mil seiscientos al mes por el alquiler de ese apartamento. Es un poco caro para un guardia de seguridad.

– ¿Crees que está mintiendo?

– Mil seiscientos al mes por doce meses son… -hice el cálculo de cabeza-. Diecinueve o veinte mil dólares al año. Luis gana veintitrés mil, su mujer no trabaja y están intentando tener un hijo. Es absurdo -hice una pausa-. A no ser que…

– ¿A no ser que…? -preguntó Amanda.

– A no ser que no sepa cuánto paga.

Amanda parecía confusa.

– ¿Cómo no va a saberlo?

– Puede que otra persona pague parte del alquiler.

– ¿Crees que es posible? -preguntó.

– Puede que sí -dije-. O puede que no -volví a levantar el teléfono y marqué el número de información.

– ¿Ciudad y estado?

– Nueva York, Nueva York. Manhattan.

– ¿Qué abonado?

– Necesito el número de Grady Larkin, en el 2937 de Broadway.

– ¿Es un particular o una empresa?

– Un particular.

– Un momento, por favor -pasaron diez segundos. Veinte. Amanda se mordió las uñas; luego sonrió tímidamente y se metió la mano en el bolsillo. Por fin volvió a ponerse la operadora-. Señor, no figura ningún Grady Larkin en esa dirección.

– ¿Puede mirar sólo el nombre? Deje la dirección en blanco. Y amplíe la búsqueda a empresas.

– Un momento -pasó más tiempo. Empecé a morderme las uñas. Se me había acelerado el pulso. Amanda me dio una palmada en el brazo y me metí la mano en el bolsillo.

– ¿Señor? Sigue sin aparecer en Manhattan. ¿Quiere que pruebe en otro distrito?

– ¿Está segura? -pregunté-. ¿Cómo ha escrito el nombre? -me lo dijo. Lo había escrito bien. Era imposible. Grady Larkin vivía en aquel edificio. Yo había visto su nombre en el directorio. Incluso aparecía citado en los periódicos. Colgué el teléfono y me volví hacia Amanda.

– ¿Qué? ¿Qué pasa? -preguntó.

– El conserje de la finca. No figura en esa dirección -sabía lo que había que hacer. Dije-: Tenemos que encontrar a Grady Larkin.

Amanda parecía escéptica.

– ¿Crees que ese asunto del alquiler tiene algo que ver con John Fredrickson?

– No directamente, pero creo que es un hilo que quizá nos lleve a alguna parte. Aquí hay algo raro. Entre esto y que los Guzmán mienten sobre las drogas, está claro que Grady Larkin tiene que saber algo. Tendrá recibos de los pagos del alquiler, de las fianzas.

– Y dígame, señor Bernstein -dijo Amanda-. ¿Cómo vamos a encontrar a Grady Larkin?

Sólo había una cosa que pudiéramos hacer. Un único modo de descubrir qué estaba pasando. Un modo de intentar limpiar mi nombre antes de que nos atraparan las sombras.

– Nueva York -dije con solemnidad-. Tengo que volver a Nueva York.

Amanda esperó el chiste; luego se dio cuenta de que no lo era.

– Eso es una locura, Henry. ¿Sabes cuántos policías te están buscando? En las estaciones de autobuses y de tren habrá carteles con tu foto por todas partes. Sería como embadurnarte de sangre de vaca y meterte en un tanque lleno de tiburones.

– No tengo elección. O eso, o la cárcel, o la tumba.

– Quieres decir que no tenemos elección.

– No quiero que vengas conmigo. Me has salvado la vida. No puedo pedirte nada más.

– No tienes que pedírmelo -dijo-. Ni siquiera voy a dejar que me lo pidas. Voy contigo.

Lo dijo con tanta rotundidad que comprendí que no iba a cambiar de idea.

– Ahora mismo tenemos una ligera ventaja. Nadie sabe dónde estamos. Los tiburones están nadando en otro tanque. Pero no por mucho tiempo -saqué el mapa-. Union Station. No está lejos de aquí en taxi. Si podemos tomar un tren, saldremos hacia Nueva York antes de que descubran que no estamos en San Luis. Pero la pregunta es, cuando lleguemos a Nueva York, ¿cómo vamos a evitar tropezar con un batallón de policías?

Amanda me rodeó con el brazo y me guiñó un ojo.

– Henry, está claro que no llevas mucho tiempo viviendo en la Gran Manzana. El mejor modo de pasar desapercibido es llamar la atención.

– No te sigo.

Me agarró del brazo y me sacó de la cabina.

– Ven -dijo-. Vamos a dar un paseo. Tengo setenta dólares. Bastarán para comprar dos billetes de idea y todavía nos sobrará dinero para comprar algo especial.

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